Han transcurrido doce lustros desde el inicio de mis estudios universitarios. En el verano de 1960 yo no era marxista, aunque ya había leído algunos escritos de Marx y de Engels, que posiblemente, en parte, habían inspirado mi monografía, escrita en la primavera de aquel año, sobre los conflictos socio-políticos en la Roma de Cicerón (recientemente recuperada y difundida), donde ya se perfila el papel de la lucha de clases en la vida política.
En 1960 --y desde 1956-- yo ya era, en cambio, comunista; y siglo siéndolo. Jamás he dejado de serlo. ¿Qué quiero decir? Dos cosas.
La primera es que ser comunista es ser partidario de que los bienes sean comunes. Lo opuesto a la propiedad privada. Se ha discutido si eran comunistas (o se inclinaban al comunismo) algunos autores de la antigüedad clásica, como Gregorio Nacianceno, Basilio de Cesárea, Ambrosio de Milán. Sea así o no, a fines de la Edad media hay un filósofo comunista, Juan Wiclef, y en el Renacimiento un predicador comunista, Tomás Münzer,NOTA 1 junto con el fundador del comunismo utópico, Tomás Moro, cuya estela seguirán, en el siglo XVII, Tomás Campanella, Gerard Winstanley y Denis Vairasse d'Allais, en pos de los cuales vendrán más tarde Morelly, Mably, Babeuf y, ya en el siglo XIX, una pléyade de comunistas premarxistas, entre los cuales descuella Wilhelm Weitling.
Mi comunismo de 1960 no se había formado por la lectura de ninguno de esos autores del pasado, aunque seguramente bebía en fuentes que quizá estuvieron también en los orígenes doctrinales de varios de ellos.
La segunda cosa que para mí significaba ser comunista en 1960 era ser partidario de la Unión Soviética y del partido comunista de España (conocido a través de Radio España Independiente, pero ya también de la lectura de algunos libros sobre la guerra civil española --además, claro, de la memoria colectiva en la cual estaba inmerso).
También para mí entonces ser comunista implicaba estar en contra del sistema político-económico de Europa Occidental y Norteamérica y de sus plasmaciones organizativas, como la NATO.
Iban juntos, para mí, ser comunista, ser amigo de las revoluciones anticolonialistas afroasiáticas, añorar la República española y querer su restauración, adherirme a la tradición liberal y revolucionaria y ser enemigo de los amigos del régimen entonces existente en España, así como amigo de sus enemigos.
En 1961 mi comunismo se tiñó de marxismo. Abracé con ardor las doctrinas de Marx, Engels y sus epígonos, pero tal conversión no modificó mis alineamientos sociales y políticos, que eran previos a la adopción de la teoría marxista.
De 1961 a 1965 fui desarrollando mis ideas filosóficas, económico-sociales y políticas, dentro de los moldes marxistas, pero teniendo muy en cuenta, no sólo a los fundadores (que leí con enorme amplitud), sino a pensadores del comunismo del siglo XX en su período de esplendor: Stalin, Dimitrof, Mao Tse-tung. Ellos inspiraron directamente mi contribución doctrinal al PCEml en el octoenio 1964-72.NOTA 2
Condújome a otros derroteros y otras temáticas mi fuga en mayo de 1972. Sin embargo, no sólo nunca he puesto en tela de juicio mi comunismo de 1960 --al cual jamás he renunciado--, sino que de mis concepciones doctrinales de 1961-65 tampoco me he retractado, si bien es verdad que, paulatinamente, las he ido modificando hasta llegar a abandonar algunas de ellas.
Mi personal evolución ideológica ha venido determinada por la asendereada aventura de mi vida, las múltiples ocupaciones intelectuales (discentes, docentes e investigativas), las nuevas influencias, al compás de un amplísimo espectro de lecturas, que me han llevado a recapacitar y reelaborar incesantemente mis conceptos y mis puntos de vista, configurando una nueva teoría filosófica.
La evolución también ha venido condicionada por los cambios en la realidad. Si la conciencia refleja la vida, las modificaciones en la vida social, los cambios histórico-políticos, no pueden dejar de acarrear innovaciones en el pensamiento. El inmovilismo doctrinal no es mi opción.
¡Cuántas cosas han cambiado desde 1960! Ha habido grandes avances y también retrocesos. Han sucedido hechos imprevisibles y algunos de ellos hoy todavía inexplicados o inexplicables (como la Revolución Cultural china, el poder de los khmer-krahom [khmer rojo] en Camboya y el régimen dinástico de Corea del Norte). Ya no existe el campo socialista. Del colonialismo quedan restos y vestigios.
Pero el sistema occidental sigue ahí, con sus instituciones en pie: NATO, Unión Europea, ALENA. El neocolonialismo se ha consolidado y reforzado (al ser derribada la Unión Soviética) --si bien hoy los países más dependientes hallan un respiro asociándose, en términos menos inigualalitarios, a los emergentes asiáticos.
Huelga hablar aquí de los cambios sucedidos en España, que, por sí solos, dan lugar a una amplísima reflexión sobre cómo hemos de ver, retrospectivamente, la España de los sesenta, qué factores explican el sesgo particular de la transición, cuál es su significación socio-política y qué caracterización es idónea para la España salida de ese proceso. Dudo que todo eso haya de mirarse con esquemas válidos hace más de medio siglo. (No nos imaginamos a Engels, en los años finales de su vida, repitiendo inalteradas sus ideas de 1840; como tampoco los escritos del camarada Stalin en 1950 seguían invariablemente la pauta de sus primeros textos de comienzos de siglo.)
Una de las alteraciones en mi pensamiento posterior a 1972 fue mi decisión de no seguir colocándome bajo ninguna etiqueta derivada de un nombre propio. No ser un «ista» de nadie. Ser libre. No estar forzado a pensar así o asá por un argumento de autoridad. Eso se me ha reprochado acerbamente. Hasta se me ha tildado, sólo por eso, de renegado.
Renegar es pasarse al campo de enfrente. Llamábanse, en siglos pasados, «renegados» los cristianos que se hacían mahometanos; generalmente habían sido capturados por los turcos y, para evitar el cautiverio, se convertían al Islam.
Yo no me he convertido a nada. Menos aún me he pasado al enemigo. Ahí están todas mis diatribas contra el imperialismo yanqui y euro-occidental, mis denuncias de la NATO y de la Unión Europea. He sido y soy libre e independiente en mis juicios, en muchos de los cuales mantengo mis opiniones de doce lustros atrás. Nadie me ha exigido abjurar ni lo he hecho.
Sólo que actualmente no concibo las perspectivas de lucha por el comunismo como podían concebirse en los años sesenta del pasado siglo. Sería quimérico. Quienes persisten en esa adhesión invariable me pregunto en qué medida tienen los pies en el suelo y hasta qué punto reflexionan sobre la realizabilidad o irrealizabilidad de tales enfoques en el mundo de hoy.
Dejemos de lado las etiquetas. Son lo de menos. Vayamos a los contenidos. ¿Qué continuidades existen entre mis presentes concepciones y las de mi ya lejana juventud?
Sin ser mi filosofía de hoy una variante del materialismo dialéctico, guarda con él una estrechísima afinidad. En la mayoría de los puntos, me siento próximo a las ideas de Engels en la Dialéctica de la naturaleza y a las de Lenin, no sólo en sus Cuadernos filosóficos, sino también en una obra un tanto denostada: Materialismo y empiriocriticismo.
Con Lenin coincido en una teoría del conocimiento que es el realismo directo: la teoría del reflejo --la que él llamaba «fotográfica», consistente en afirmar que nuestro saber refleja la realidad tal y como es, no la deforma, y que lo hace directamente. (Trátase de una inmediatez cognoscitiva, que no obsta a mediación neurológica.)
No sólo existe la realidad que conocemos (ni la inventamos ni la concreamos, siendo nuestro conocimiento un efecto causal determinado por la propia realidad), sino que el resultado de tal reflejo cognoscitivo corresponde idóneamente a esa realidad, la estampa, la imita.
Eso no significa, empero, que nuestro pensamiento siempre refleje la realidad. Hay pensamientos no cognoscitivos. Somos propensos al error y, desde luego, a la ignorancia. Pero nuestra especie ha sobrevivido y prosperado gracias a nuestro conocimiento de la realidad. Un mapa deformado no permite ubicarse en los sitios que uno busca. ¿Cómo podríamos eficazmente actuar sobre la realidad, sobre la «cosa en sí», sin reflejarla según es de suyo? ¿Cómo se explicaría a largo plazo el éxito evolutivo del homo sapiens, cuya única ventaja comparativa es precisamente la que le sirve de denominación, su sapiencia?
Mi realismo fuerte es, pues, superponible con una buena parte de lo que en la tradición marxista se llama «materialismo». Pasemos a la dialéctica. Mi filosofía es dialéctica: perteneciente a la tradición hegeliana, afirma que la realidad es contradictoria, que hay muchos estados de cosas existentes e inexistentes, muchas preguntas cuya respuesta correcta es «sí-y-no», muchas determinaciones que, simultáneamente y bajo el mismo aspecto, se dan y dejan de darse.
Con Engels y Hegel sostengo que las transiciones son contradictorias, que el movimiento es contradictorio, que lo que está pasando de A a B, en tanto en cuanto está pasando, está y no está en A, pero también está y no está en B.
Asimismo, mi concepción gradualista me lleva a una tesis que no es exactamente la hegeliana del salto cualitativo (la trasformación de cambios cuantitativos en cambios cualitativos), pero que es análoga --y prácticamente casi equivalente. Más bien mi visión es que los cambios cualitativos son meros umbrales de cambios cuantitativos. En mi concepción filosófica (el cumulativismo) no se dan saltos ni cortes, pero eso no impide que, en determinado punto, por necesidades pragmáticas, apliquemos otra denominación; p.ej., que llamemos «adulto» a un humano justo a los 6575 días después de su nacimiento y «no-adulto» a quien nació hace 6574 días. La demarcación sólo obedece a propósitos utilitarios, no a corte real alguno.
Mis amplísimas lecturas de textos de la tradición filosófica marxista me llevan a entender que en muchos casos (quizá en la mayor parte de ellos) el salto cualitativo se concibe precisamente de esa manera. Hablamos de la gota que hace desbordar el vaso; pero el estado físico del vaso lleno de líquido es casi igual con esa gota adicional o sin ella. (El vaso no se vacía.)
Apliquemos esa ley del tránsito de los cambios cuantitativos a los cualitativos a un caso concreto de la vida política: la deriva de Mao Tse-tung de enemigo del imperialismo yanqui a aliado suyo. Ciertamente prodújose un viraje al anunciar Richard Nixon por televisión el 15 de julio de 1971 que unos meses después visitaría Pequín. Podría alguien situar el viraje el 21 de febrero de 1972, al tomar tierra el aeroplano presidencial, o unos días más tarde al llegarse a un acuerdo cuyo contenido no se hizo público. Pero tales acaecimientos fueron jalones de una mutación paulatina y gradual. Mutación que había empezado ya a finales de los cincuenta (a través de la alianza chino-paquistaní, que se reforzó al apoyar China al Paquistán en 1971 en su guerra contra la India, aliada a Rusia); mutación acentuada al provocar la ruptura con Moscú, la cual reforzaba a Washington en la guerra fría; mutación intensificada durante la revolución cultural --a medida que se iba poniendo más énfasis en atacar a los rusos que a los estadounidenses--; mutación que había alcanzado elevadas cotas tras los enfrentamientos fronterizos en el río Usuri, el boicot chino a la ayuda militar soviética al Vietnam y el caldeamiento de las relaciones entre Pequín y un número de regímenes reaccionarios próximos a Washington. (En 1970/73 China entabla relaciones diplomáticas con las monarquías del Japón, Canadá, Kuwait, Bélgica, Persia, Etiopía, Holanda, Grecia, Australia, Nueva Zelanda y Luxemburgo, además de establecerlas con Austria, Italia, Turquía, Alemania occidental y la España franquista [Reino de España]; más importantes que tales relaciones eran los crecientes actos de cordial cercanía con gobiernos de signo netamente prooccidental.)
Eso no excluye, desde luego, que haya alteraciones súbitas. Sin embargo, tales cambios abruptos siempre se producen sobre la base de modificaciones graduales subyacentes. Tal vez aquí tenemos asimismo un entramado que, en la terminología marxista, sería un salto de la cantidad a la calidad. En este caso no es que la brusca alteración manifiesta haya venido precedida por una escala de pasos previos menos intensos del mismo cambio, sino que por debajo estaban operando transformaciones soterradas que sí son graduales y que generan ese resultado al alcanzar un umbral.
Otros dos principios del materialismo dialéctico también vienen --con adaptaciones-- incorporados a mi pensamiento filosófico: 1º, el determinismo universal (nada sucede por puro azar o porque sí, sino que todo tiene su explicación en la realidad); 2º, el de interconexión (no existen partes de lo real absolutamente aisladas entre sí).
La filosofía de la historia que viene abrazada en mi pensamiento filosófico también guarda estrechos vínculos con el materialismo histórico, sin haber identidad, no obstante. Una inclinación innata, instintiva, una teleología lleva a la especie humana --y a las múltiples sociedades humanas desparramadas por la faz de la Tierra-- a tender a una mayor cantidad y calidad de vida. Tal es la ley del progreso. Este progreso puede no seguir la dirección lineal que imaginaron Marx y Engels con los materiales a su disposición (historiográficos, arqueológicos y paleoantropológicos). La enumeración de formaciones sociales conceptuada a mediados del siglo antepasado es un esquema angosto para lo que sabemos hoy, que fuerza tipologías mucho más elásticas. Sólo que hay un resultado que confirma la experiencia, a saber: que, cualesquiera que sean los itinerarios, en un cierto estadio se produce una tendencia a converger, justamente porque no es posible el aislamiento duradero.
Igualmente concuerdo con lo que sostenía cuando me profesaba marxista con respecto a la tendencia al crecimiento de las fuerzas productivas como un imperativo ineludible de cualquier sociedad. La sociedad existe para el bien común; un bien común que consiste en la mayor cantidad y calidad de vida, la cual sólo le es posible al hombre desarrollando sus fuerzas productivas.
Por otra parte también coincido con Marx en pensar que la economía de mercado y propiedad privada constituyen un freno para ese crecimiento de las fuerzas productivas, dado que la anarquía de la producción acarrea recurrentes crisis económicas, cuando no deja en el letargo y el anquilosamiento sociedades que podrían prosperar gracias a la iniciativa pública y economía planificada.
Esa obstaculización del ulterior crecimiento de las fuerzas productivas por el sistema de propiedad privada ha de desembocar, necesariamente, en que acabe desechado tal sistema. Trátase de un cambio ineluctable, cuya necesidad se impone por encima de la voluntad de los hombres. En eso coincido plenamente con Marx (discrepando de cuantos hoy son marxoides o neomarxistas).
Para Marx la necesidad histórica objetiva del paso de un modo de producción al siguiente se realiza de diversas maneras según de qué paso se trate. El esclavismo no fue sustituido por el feudalismo mediante revolución alguna, mientras que el tránsito del capitalismo al comunismo sí se hará por una revolución proletaria. Sitúase en este punto mi principal cambio doctrinal respecto a las tesis marxistas que profesé hasta 1973, aproximadamente.
La más destacada continuidad o permanencia en mi pensamiento consiste en haber afirmado y seguir afirmando no sólo la deseabilidad sino también la necesidad de abolir la propiedad privada y establecer la economía planificada, no mercantil. O sea, el comunismo.
¿Cómo llegar a él? En esto es en lo que me aparto de las concepciones de mi juventud. Entonces creía en la vía revolucionaria. Llamativamente en nuestros textos de aquella época nunca se definió «revolución».
La palabra «revolución» se usa desde, por lo menos, el siglo XVII, pero entonces significaba cualquier cambio importante, cualquier alteración sustancial que se produjera en la vida política o en la mentalidad colectiva. Que el cambio fuera para bien o para mal, que en su génesis intervinieran o no las masas populares, eso no importaba para que fuera aplicable el concepto. Así, el cambio dinástico sucedido en España en noviembre de 1700 se llamó «una revolución».
Tal vez fue con la revolución francesa como se reservó ese vocablo a hondas alteraciones políticas que impliquen un cambio de régimen, reemplazar un poder por otro de distinto tipo, subsiguientemente a un levantamiento popular o, por lo menos, a una movilización de amplias masas; quizá, como nota necesaria, un alzamiento o movilización con derramamiento de sangre, una lucha violenta. Así, el conde de Toreno, en su Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, concibe la guerra de la independencia española de 1808-14 como una revolución justamente porque reunía todas esas notas. Reemplazó el poder arbitrario de la monarquía absoluta y del intruso régimen bonapartista por un sistema constitucional y un gobierno representativo, gracias a la victoriosa insurrección del pueblo español contra el invasor y sus colaboradores.
Dilucidando el concepto de revolución en los textos de Marx, Engels, Lenin, Stalin y Mao Tse-tung (pero antes posiblemente en autores como Burke, Benjamín Constant, Guizot y Tocqueville), creo que hallaríamos conceptualizaciones similares, con una importantísima diferencia, sin embargo: en el marxismo no hay revolución más que cuando una clase o capa social opresora viene reemplazada en el poder por una oprimida (o por una coalición de clases oprimidas), o sea: sólo son revoluciones aquellas alteraciones políticas que, reuniendo los otros rasgos señalados, van en el sentido de la historia.
No todos los autores aceptaron ese análisis conceptual. Así, Jaime Balmes dice que en España la revolución sólo triunfa asida a las faldas del trono, o sea por la vía pacífica y legal, incrustándose o infiltrándose en instituciones tradicionales, a las cuales corrompe y adultera. Balmes entiende por «revolución» todo movimiento tendente a introducir novedades que, en mayor o menor medida, socavan las estructuras de poder tradicionales (poder eclesiástico, nobiliario y monárquico). Según su enfoque, los revolucionarios españoles nada habrían logrado únicamente por la acción de masas (si bien ésta --no lo ignoraba-- había jugado un importantísimo papel, p.ej. en los sucesos de 1836-37 y de 1840-43), creyendo que habrían sido impotentes si no hubiera venido un impulso desde las alturas (la revolución por arriba de que hablará D. Antonio Maura).
En los últimos decenios ha quedado muy desgastada la palabra «revolución», pues se ha aplicado a cualesquiera cambios políticos en cuyo desencadenamiento han jugado un papel decisivo las movilizaciones de masas populares, aunque las más veces en sentido opuesto a lo que el marxismo considera el sentido de la historia. ¿Fue una revolución la caída de la monarquía persa en 1979? ¿La de los khmeres-rojos ese mismo año por la intervención vietnamita en Camboya?
Sin remontarme a las «revoluciones» fascistas,NOTA 3 se ha hablado de las «revoluciones conservadoras» en los países del Este europeo en 1989-91, que han restaurado el capitalismo;NOTA 4 más tarde como revoluciones han venido calificadas las alteraciones --en una u otra medida instigadas o financiadas por el imperio Soros--; después, tenemos las «revoluciones» de la «primavera árabe», que han barrido unas veces regímenes de signo conservador y otras algunos de orientación más o menos antiimperialista.
En la mayoría de esos casos no ha habido levantamiento armado. Cuando y donde lo ha habido, como en Siria (y antes, p.ej., en Afganistán en los años 70/80), pocos hablan de revolución, siendo palmario que se trata de sublevaciones tendentes a instaurar regímenes más obedientes a los dictados de las grandes potencias occidentales, principalmente USA.
Por otro lado, si es válido el concepto de revolución en general (no limitado a un determinado período histórico), lo será para analizar hechos del pasado. ¿Qué pensar, p.ej., de las vicisitudes del caudillo popular romano del siglo XIV Nicola di Rienzo, sucesivamente enaltecido por las masas y derribado --a la postre matado-- por esas mismas masas, convertidas en turbas? ¿Cuáles de esos tumultos eran revolucionarios y cuáles eran contrarrevolucionarios? Todo eso fue tan enormemente complejo que lo más verosímil es que haya que tematizarlo con nociones diferentes.
La referida concatenación de acaecimientos y las modificaciones conceptuales que ha acarreado me llevan a desechar la propia palabra «revolución».NOTA 5 Mas no es sólo cuestión de vocablos.
En la concepción del Manifiesto comunista, el paso al comunismo únicamente podría realizarse por la vía revolucionaria, o sea por un levantamiento armado de la clase obrera que destruiría el poder burgués. Ni Marx ni Engels se desdijeron nunca de ese aserto, que fue retomado con brío por Lenin. Sin embargo los últimos escritos de Engels hablan de los avances del socialismo valiéndose de las vías electorales en su propia patria. No dice, desde luego, que avanzando más por ese camino se llegará a la meta, pero curiosamente tampoco lo niega; un poco lo insinúa --o, por lo menos, parece dejar la puerta abierta a esa lectura.
El leninismo hizo suya la convicción marxiana de 1848, que se articuló como la vía de octubre: en cada país habría de seguirse el recorrido de Rusia en el otoño de 1917, un asalto insurreccional al poder subsiguiente a una amplia movilización de las masas obreras y trabajadoras.
A nada condujo esa vía. Hubo, sí, insurrecciones populares, unas pocas de las cuales triunfaron; pero no eran sublevaciones obreras, sino movimientos de liberación nacional en países sometidos por el imperialismo y el colonialismo. Bajo el liderazgo del búlgaro Jorge Dimitrof, en 1935 cambió radicalmente de rumbo la Comintern (Internacional comunista), trazando una política de alianzas para llegar a cambios de poder más favorables a los intereses de las masas laboriosas y de la causa progresista. No se desechó la vía revolucionaria, mas se pospuso para las calendas griegas.
No interrumpió esa política la acción guerrillera de resistencia antifascista durante la II guerra mundial, porque (salvo en Yugoslavia y Albania --y eso contra los consejos del camarada Stalin) no se trataba de instituir una dictadura del proletariado, sino de expulsar al ocupante alemán y establecer repúblicas democráticas renovadas, con un grado de influencia de los partidos comunistas. De nuevo, sin renunciar a ella, se posponía indefinidamente la toma del poder para la dictadura del proletariado. En la práctica, dejó de tener vigencia alguna esa perspectiva en las teorizaciones de los partidos comunistas y en su propaganda. Cuando, en 1948, se constituya la Cominform (Oficina de Información de los partidos comunistas), su boletín se titulará Por una paz duradera, por una democracia popular. ¿Mera táctica?
Ciertamente ningún partido comunista renuncia al socialismo, como un horizonte más o menos lejano o cercano según los casos. No obstante, se va eclipsando la locución «dictadura del proletariado». Cuando en febrero de 1976 el Partido Comunista Francés elimine del preámbulo de sus estatutos la fórmula «dictadura del proletariado» (un cambio para el cual su secretario general, Georges Marchais, ofreció argumentos débiles y un poco desafortunados), hay que ver cuán meramente formularia era la novedad. Tal enunciación heredada se había convertido en una jaculatoria, una frase ritual.
¿Qué pensar de la decisión del XXII congreso del partido comunista de la unión soviética en 1961 de reconocer que en la URSS ya no había dictadura del proletariado sino un poder de todo el pueblo? El taimado Mao lo aprovechó para su cruzada antisoviética («antirrevisionista»), pero la novedad era puramente nominal, pues de hecho eso mismo había venido a decir el camarada Stalin en el discurso en el que propuso la nueva constitución soviética de 1936. Según él, la población de la Unión Soviética ya no contenía clases antagónicas, estando integrada por tres clases o capas laboriosas y amigas: clase obrera (ya no proletariado), campesinado coljosiano e intelectualidad trabajadora. (Cómo se concilie tal tesis con la de exacerbación de la lucha con los remanentes de la vieja sociedad es otro problema; pienso que Stalin diría que efectivamente había una contradicción entre ambas tesis, pero que se trataba de una contradicción de la vida.)
Sea como fuere, las modificaciones políticas, económicas, sociales y culturales de los últimos decenios vuelven totalmente inverosímil que puedan estallar alzamientos de masas obreras que tomen el poder. Tal perspectiva era creíble en 1830, en 1848, en 1871, incluso excepcionalmente en la Rusia de 1917 (a causa de la guerra y de las peculiarísimas condiciones del país). Las revoluciones armadas que han sucedido después no han tenido ese carácter (China, Vietnam, Cuba, Nicaragua, el Congo-Kinshasa, Angola, Mozambique, Zimbabue, Argelia, etc). Por otro lado a lo largo de los últimos cien años han sucedido muchas alteraciones políticas, unas «en el sentido de la historia», otras en el opuesto; unas con cierto enfrentamiento violento, otras sin lucha armada. Todas ellas han escapado a los esquemas conceptuales de Marx y Engels, quienes no podían prever tales vicisitudes, que involucrarían fuerzas y situaciones que les eran desconocidas --o incluso inexistentes entonces.
¿Quién puede imaginar una insurrección obrera triunfante en Canadá, Noruega, Austria, Nueva Zelanda o Suiza? Las estructuras políticas y militares del siglo XXI distan tanto de las del siglo XIX como éstas de las del Egipto faraónico. (Desde luego puede haber y hay movilizaciones violentas --como el movimiento de los gilets jaunes--, pero son nulas sus posibilidades de derrocar al gobierno por la fuerza --un objetivo que, evidentemente, nadie se ha propuesto.)
¿Qué alternativa hay? No es Jrushchof santo ni de mi devoción. ¡Todo lo contrario! Tengo de él la peor opinión posible, considerándolo culpable de haber destruido el hermoso movimiento comunista internacional (cuyos defectos y hasta abominaciones son reales, como las manchas del Sol, pero hubieran podido superarse evolutivamente sin el hara-kiri del XX congreso del PCUS en febrero de 1956, que derribó los fundamentos éticos del sistema y de todo el comunismo internacional).
Sin embargo, lo que dijo allí el secretario general del PCUS sobre la vía pacífica no es lo que se ha querido interpretar (y así lo hizo en seguida Palmiro Togliatti) como camino parlamentario al socialismo. Lo único que se dijo entonces es que en un número de países capitalistas estaban dadas las condiciones para que electoralmente triunfaran mayorías con programas de transformaciones sociales progresivas. Desde hacía decenios, tal era el empeño de los partidos comunistas legales en regímenes de lo que convencionalmente se llama «democracia». ¡Nada nuevo!
En la práctica, poco recorrido ha tenido esa idea, hay que reconocerlo. Por esa vía electoral poquísimo ha habido que rascar; casi nada. El triunfo de Mitterrand, en mayo 1981, puso en marcha un audaz programa de transformaciones sociales, al cual tuvo que renunciar en junio del año siguiente, con el eslogan de «pausa en las reformas», renuncia seguida por el viraje de 180 grados en marzo de 1983, la política del rigor.
Por la vía electoral se establecieron gobiernos progresistas ya en el séptimo decenio del siglo XX en varios países de Centro y Suramérica, pronto derribados por cuartelazos que instituyeron tiranías militares de mayor o menor duración. Escarmentados, los pueblos no volvieron a votar mal.
En tiempos más recientes la vía electoral ha llevado a gobiernos de signo más o menos progresista en Siam (Tailandia), Ceilán (Sri Lanca), varios países latinoamericanos y tal o cual estado de la Unión India (como Querala y Bengala).NOTA 6 ¿Balance? En Siam, el gobierno democrático fue derrocado por el enésimo cuartelazo.NOTA 7 Otras veces, viéronse frustradas las expectativas, ya que los gobiernos con aspiraciones transformadoras hubieron de capitular ante los poderes fácticos. En varios países, ha sido el propio electorado quien ha sufrido una desilusión (invirtiendo el sentido de su voto en los siguientes comicios), posiblemente porque había cifrado en sus elegidos excesivas esperanzas. Ha sido reducidísimo el margen de maniobra de esos gobiernos, enfrentados a oposiciones fuertes y potentes, a la fuga de capitales, al boicot oligárquico e imperialista y a la desunión en las propias filas de sus partidarios. Si durante un par de lustros el imperialismo yanqui sintió inquietud por lo que parecía una marejada progresista en buena parte de América Latina, hoy sólo quedan quebrantadísimos y tambaleantes islotes de resistencia a la hegemonía estadounidense.
Una excepción confirma la regla: Nepal. ¿Se consumará en ese país del Himalaya una transición parlamentaria al socialismo? Para ponerlo seriamente en duda basta conocer las debilidades de ese pequeño país, poblado por cien etnias, encajonado entre China y la India, de extrema pobreza y con escasísimos recursos, donde siguen existiendo, habiendo conservado su poder fáctico, las viejas élites --militar y electoralmente derrotadas. Sea como fuere, no hay que olvidar que ese proceso electoral se ha arrancado por el triunfo de la insurrección armada de los comunistas nepalíes contra la monarquía.
Si la vía revolucionaria parece impracticable hoy (y para cualquier futuro previsible), tampoco creo que la experiencia avale grandes esperanzas en la vía electoral.
Sin embargo, es un hecho que desde 1920 ha habido muchísimos avances sociales; avances y retrocesos. Ha habido períodos de amplias desprivatizaciones de la vida económica, de instauración de una economía mixta con participación del sector público y autoridades planificadoras, habiendo sido ése el modelo preponderante en Europa occidental (incluyendo España) de 1945 a 1975.
No me cabe duda de que, no sólo en el establecimiento del estado del bienestar, sino también en ese auge (aunque fuera transitorio) de sistemas parcialmente inspirados por el paradigma soviético influyó decisivamente la presencia del Ejército Rojo a pocas jornadas de marcha de París (en una pre-guerra fría en la cual ninguna barrera militar habría sido lo bastante fuerte para frenar tal avance, si las circunstancias lo hubieran desencadenado).
No es, empero, la única causa ni, por lo tanto, hay que creer que, destruida la Unión Soviética en 1991, sólo cabe esperar un imparable retroceso social. Y es que las reformas sociales y socializantes habían empezado, en algunas países, ya a fines del siglo XIX. Así el monopolio estatal de los ferrocarriles en Alemania no sólo constituyó un embrión de sector público de la economía, sino también una fuente para financiar la entonces incipiente seguridad social. Los progresos en el mismo sentido en muchos países antes del estallido de la II guerra mundial resulta dudoso que se expliquen por el peligro soviético.
Pienso que la experiencia ha demostrado que es posible, bajo los propios sistemas políticos de hoy, que se establezcan empresas públicas o mixtas, las cuales, en virtud de la presión popular y su propio carácter, pueden sustraerse en parte a los mecanismos y cánones de la pura economía de mercado. Es posible conseguir (sin derribar los poderes existentes) que el 19% de la economía sea así gestionado. Cuando se ha conseguido que el X% de la economía sea así gestionado, también lo será --quizá un poco más tarde-- que lo sea el X+1%.
Similarmente, es posible arrancarles a los poderes establecidos una protección social y una legislación laboral tuitiva. Hay avances y hay retrocesos. Pero incluso con gobiernos de signo conservador pueden alcanzarse algunas mejoras. Cuando se ha logrado llegar a un umbral U, podrá, con nuevas luchas, rebasarse para alcanzar U+1.
Tal es la vía que yo vislumbro hoy. Un camino gradualista y evolutivo. Lo cual no obsta para apoyar revoluciones armadas donde son posibles y necesarias, como recientemente en Nepal, que, gracias a la insurrección popular, ha conseguido derrocar a la monarquía e instaurar una república democrática federativa, cuyo primer ministro es el comunista Sharma Oli, recayendo la presidencia de la república en la también comunista Bidhya Devi Bhandari. (No conozco otro caso donde tanto la jefatura del estado cuanto la del gobierno hayan recaído en comunistas gracias a elecciones multipartidistas cuya legitimidad no se ha cuestionado.) Lo que ha sucedido en Nepal no es demostrablemente imposible que ocurra en algún otro país. ¿O sí?
Cualesquiera avances son buenos. Lo son aquellos que, no quedando otro remedio, se consiguen con las armas; también lo son los (a menudo modestos) triunfos parlamentarios. Pero lo principal está en la movilización de masas para presionar y en la movilización de las conciencias por la argumentación y la difusión de ideas para ir creando una conciencia pública favorable a cambios tendentes, en última instancia, al comunismo.
Por otro lado dudo cuán provechoso sea hoy plantear el combate en los términos de lucha de clases según viejos esquemas. Los avances de la sociología nos llevan a reconsiderar la noción misma de clase social en estructuras infinitamente más complejas que aquellas que conoció Marx. Los análisis de la sociedad española que yo elaboré entre 1964 y 1972 pecaban de esquematismo y de rigidez dogmática. En parte por mis propias limitaciones intelectuales y las enormes lagunas de mi formación; en parte porque todavía la sociedad de entonces distaba de ser tan compleja como la actual; y en parte porque ni siquiera fuera de la obediencia marxista se habían desarrollado aún herramientas conceptuales idóneas para afrontar los cambios de la estructura económica que estaban teniendo lugar.
No es que hayan desaparecido las clases sociales, en absoluto. Ni que haya cesado la lucha de clases. (Esa noción de lucha de clases es pertinente, no sólo para el estudio de las sociedades contemporáneas, sino también de las antiguas; así lo he hecho en mi reciente trabajo «Lucha de clases y quiebra de la legalidad constitucional en la Roma tardorrepublicana».)
Pero ese concepto hay que reelaborarlo. Por dos razones. La primera es que no suministra, por sí solo, suficiente utillaje conceptual para entender sociedades enormemente complejas ni para trazar programas transformadores. La segunda es que no son iguales la estructura de clases del capitalismo del siglo antepasado y la del capitalismo del siglo XXI. (No conozco suficientemente la sociología de Nicos Poulantzas --quizá criticable y, desde luego, hoy posiblemente desfasada; sin embargo me resulta verosímil que en estudios como los suyos pueda hallarse un hilo metodológico conductor para análisis de clase más refinados de sociedades como las actuales, donde el proletariado fabril es residual en muchos países --concretamente, por desgracia, en la España de hoy, desindustrializada.)
Bajo el liderazgo de Stalin y Dimitrof el movimiento comunista internacional superó en 1935 eslóganes como el de «clase contra clase», abriéndose a visiones interclasistas. Éstas inspiraron las acertadas políticas combativas de la II guerra mundial pero también de revoluciones triunfantes, como las de Ho Chi Min y Mao Tse-tung. Descartar el eslogan de «dictadura del proletariado» y cualesquiera otros similares creo que es hoy, en pleno siglo XXI, imprescindible si se quiere atraer al comunismo a la juventud o a una parte significativa de la misma; hoy son menester otras teorizaciones, otros conceptos, otros análisis. Lo cual no quita para que sean tan comunistas como lo eran los de Marx hace 35 lustros.
Mis planteamientos son, hoy, evolucionistas o evolutivos, más que revolucionarios --según ha podido comprenderlo el lector por los párrafos precedentes. Más dudoso es que sean certeramente calificables como «reformistas», en el sentido usual de la palabra. (El reformismo confía en programas gubernamentales, mientras que yo espero poco de ellos, atribuyendo mayor protagonismo a la lucha de masas para ir imponiendo cambios paulatinos cuya acumulación desembocaría en lo que, en términos marxistas, sería un «salto cualitativo».)
En todo caso mis ideas no son, en absoluto, socialdemócratas. ¿Qué es la socialdemocracia?
No demos vueltas a lo que significó la palabra «socialdemocracia» en 1884 o en 1914. Después de constituirse la Comintern en 1919 (e incluso antes, desde el estallido de la I guerra mundial en 1914), la socialdemocracia ha sido un movimiento preciso, materializado en una organización política internacional, la Internacional Socialista. Si se quiere, puede uno extender un poco el sentido del vocablo para aplicarlo a movimientos políticos quizá no adheridos a esa Internacional, pero próximos a ella.
Hay una confusión conceptual cuando por «socialdemocracia» se entiende cualquier corriente que programe o realice reformas sociales favorables al servicio público o al estado del bienestar o a la existencia de un potente sector público de la economía. Mayor confusión cuando, embrolladamente, se concibe la socialdemocracia, a la vez, o como si fuera lo mismo, en los dos sentidos (el de programas de bienestar social y el de incardinación en la Internacional Socialista).
Y es que muchos gobiernos que han llevado a cabo actuaciones de bienestar social no obedecían a partidos socialistas (no infrecuentemente eran hostiles a tales partidos), al paso que no pocos gobiernos de la socialdemocracia real se han abstenido de practicar tales programas; al revés, a menudo han aplicado programas neoliberales, conducentes a desmantelar en parte el estado del bienestar y a reducir o eliminar el sector público de la economía.
No puede soslayarse cuál ha sido la política efectiva de los partidos socialdemócratas a lo largo de los últimos veinte lustros. Algunos, ciertamente, han aplicado medidas sociales de avance; otros lo contrario.
Pero, sobre todo, la socialdemocracia ha sido y es un aliado de los poderes económico-políticos del bloque atlántico, que era y es el principal enemigo de los pueblos del mundo. Un baluarte de la NATO, un puntal del colonialismo, el neocolonialismo y el imperialismo. Un elemento esencial en las políticas occidentales de agresión y de guerra (como en los últimos decenios se ha visto en los Balcanes, en Oriente medio y en África). Un incondicional aliado de Israel. En España, un sostén de la monarquía --y, dentro de ella, de la dinastía borbónica--. Por lo tanto, un enemigo de la república española.
En nuestro caso, además, ha derivado a una conchabanza con los irredentismos septentrionales de las regiones más ricas, nuestras Padanias ibéricas, deseosas de sacudirse el lastre de las regiones menos prósperas, destruyendo una unidad nacional con raíces milenarias y que se ha consolidado políticamente desde el siglo XV.
A la socialdemocracia real no me une absolutamente nada. Ella está a favor de la monarquía; yo soy republicano. Está con la NATO; yo, contra ella. Está a favor de las guerras imperialistas; yo, en contra. Está a favor de eso que eufemísticamente llaman «integración europea»; yo lucho por una Europa desunida en un mundo unido. (Mundo unido, no troceado en bloques artificiales --si bien soy partidario de una comunidad de los pueblos hermanos de habla hispana.)
En lo táctico, también remo contra la corriente socialdemócrata. Ellos están contra aquellos países que no se someten al dictado del supremacismo occidental. Yo los apoyo en la medida en que resistan a esa hegemonía. Simpatizo con lo que ellos aborrecen y detesto lo que a ellos les cae bien. Estamos en las antípodas.
Fui y soy comunista, no socialdemócrata. Mi comunismo de hoy no es el de 1960 ni el de 1972. Es diferente. La vida ha cambiado y, con ella, el pensamiento de la vida.NOTA 8
He señalado que, entre otras inconciliables discrepancias, me alejan de la socialdemocracia su alineamiento con el campo occidental, su paneuropeísmo, su atlantismo, su apoyo a Israel y su panegírico de lo que convencionalmente se llama «democracia representativa» (lo que solíamos llamar «democracia burguesa»).
Viene todo eso aglutinado por la idea básica de que el occidente encarna los derechos humanos y los valores democráticos así como el progreso.
Mi posición es contraria. Alineándome contra el campo occidental (ese entramado de NATO, Unión Europea más redes conexas y sus aliados, como el Imperio Japonés), adopto un abordaje de los problemas del mundo actual que podemos denominar «concretismo», frente a un enfoque alternativo, que es el abstractismo.
Para el abstractismo (que se superpone con un cierto estructuralismo) lo determinante es la estructura, un sistema de relaciones en el cual los integrantes vienen enlazados unos con otros caracterizándose y distinguiéndose exclusivamente por sus roles diferenciales en la malla así formada.
La variante específicamente marxista-leninista del estructuralismo entiende que, en las sociedades humanas (salvo en el comunismo primitivo y en el futuro), la estructura pertinente es la formación socio-económica caracterizada por un cierto modo de producción cuya particularidad estriba en las peculiares relaciones de clase, siendo lo esencial el contraste entre dueños de los medios de producción y no-dueños de esos medios. Las relaciones entre los primeros y los segundos serán relaciones de producción, variables según los diversos modos de producción, correspondientes a sendos estadios de desarrollo de las fuerzas productivas.
Ese planteamiento es uno de tipo formalista, en tanto en cuanto en él lo determinante es una forma, no su contenido humano. Carece por completo de significación que los colocados en el rol de dueños de los medios de producción sean éstos o aquéllos. No importa para nada quiénes sean, de dónde provengan, qué hábitos colectivos arrastren y cómo hayan accedido a esa posición superior. Igualmente carece absolutamente de interés para el conocimiento científico y práctico quiénes sean los otros, cómo se hayan constituido esas poblaciones y cuáles sean sus tradiciones.
En el marxismo, hábitos, tradiciones y demás características identificadoras de este o aquel material humano son superestructuras, determinadas por la estructura económica (la que sucintamente acabo de describir).
Tal visión de las cosas nunca despejó todas las incógnitas. P.ej. no quedó fijado cuál era el criterio preciso para adjudicar a una capa social la característica de dueña de los medios de producción.
De esa incógnita brotó la teoría de Milovan Djilas de la nueva clase (que ya precedentemente habían abrazado sectores disidentes del trosquismo --aunque no el propio Trosqui), o sea que, en los países socialistas, existía una nueva clase dominante, la «burocracia» o la «nomenclatura», que poseía colectivamente los medios de producción y explotaba colectivamente al proletariado. La gestión económica venía asimilada a una propiedad. (Djilas no ofrecía explicación de cómo así en los países del Este, principalmente en Rusia, estaba vigente una regla no escrita de discriminación inversa --o acción afirmativa-- reservando una amplísima cuota en la Universidad y en las promociones a hijos de obreros y campesinos, lo cual significa que esa clase dominante se sometía voluntariamente a una norma que estorbaba su perpetuación, garantizando su renovación.)
Con variantes esa teoría fue retomada por Mao a partir de 1965 para atacar a la URSS. La diferencia era terminológica. Djilas habló de una nueva clase, lo cual acarreaba que entre el capitalismo y el socialismo se interponía otra formación socio-económica no prevista por Marx, que podríamos llamar «modo de producción neoasiático». Mao no podía aceptar que se introdujera ese estadio, así que dijo que esa capa privilegiada de la URSS era sencillamente burguesía capitalista --sólo que ahora resurgida dentro del aparato del estado socialista, con otras modalidades.
A quienes objetaran que la acusación antisoviética se aplicaba exactamente igual a la propia China Mao no tenía nada que oponer; de hecho ésa fue su opinión, por lo cual desató la revolución cultural, que quiso desmantelar el Estado chino, destruyendo el aparato estatal que sus colaboradores habían construido (colaboradores, como Liu Shao-chi, que fueron liquidados de manera infame). A fin de que no se reconstruyeran élites, Mao movilizó a la muchachada enfervorizada, cerrando todos los centros de enseñanza. El país se hundió en un sangriento caos, en la ignorancia, en el oscurantismo y en una general devastación. Arrancábase de cuajo todo prosperar de una nueva burguesía, pagando el precio de un pueblo sumergido en el atraso y en la pobreza.
Que estratos superiores de la sociedad socialista constituyan o no una nueva clase es, para mí, esencialmente una controversia verbal. ¡Sea! Digamos que esa burocracia o nomenclatura es una nueva clase. Difícil resulta saber desde qué escalón de la jerarquía administrativa se ingresa en ese mandarinato; dudo que pertenezcan a esa clase dizque privilegiada los bedeles, los mecanógrafos, los vigilantes del museo, los dependientes que, tras la ventanilla, atienden a los usuarios; me pregunto si los jefes de almacén, los maestros de obras, los aparejadores, los delineantes, los profesores de bachillerato, los responsables de oficina,...
Ahora bien, en esa clase se ingresa por méritos. No se heredan las plazas de la función pública. Cierto que el hijo de un cuadro tiene más posibilidades de llegar a ser cuadro que el de un obrero (aunque en la URSS a veces sucedía al revés), pero tal ventaja dista de equivaler a la que reporta heredar un paquete de acciones de 10 o de 100 millones de euros. Tampoco ignoro que en los países del ahora extinto bloque del Este había --como en los demás-- redes clientelares, enchufes y circuitos de compadrazgo (contra todo lo cual se quiso luchar, no sé con cuánto éxito). Mas, de nuevo, eso no es en absoluto equiparable a entrar en la clase de grandes propietarios sin filtro ninguno, meramente por sucesión.
Como, para el abstractismo, lo único que cuenta es la estructura de clases, basta calificar las sociedades socialistas como otras formas de sistemas de clases para --independientemente de la trayectoria del material humano involucrado-- sentenciar su condena, ni más ni menos que la de cualquier otro Estado donde exista una clase social dominante.
Verdad es que el abstractismo, de suyo, no implica la tesis de la nueva clase (ni la de Mao de la nueva burguesía burocrática). Puede uno ser abstractista rehusando calificar de sociedades clasistas aquellas en las cuales no se tenga propiedad privada de los medios de producción. Lo que sucede es que el abstractismo fácilmente se adhiere a esa teoría de la nueva clase (o a su equivalente) por su tendencia al maximalismo, que excluye las gradaciones.
Según el maximalismo, las determinaciones se dan plenamente o no se dan en absoluto. Es difícil concebir un punto de vista más antidialéctico (Engels estigmatiza las concepciones que se basan en hard and fast lines, insistiendo en que hay eslabones intermedios para cualesquiera líneas demarcatorias --mejor que líneas hablaríamos de zonas colindantes).
¿Puede haber un estructuralismo gradualista? Tal vez, pero me temo que corre el riesgo de perder el mordiente formalista, que exige roles nítidamente delimitados, cortantes, en vez de márgenes de transición, que corren el riesgo de diluir las demarcaciones formales.
Con el enfoque del todo o nada, cualquier sociedad que no sea totalmente socialista será no-socialista-en-absoluto.
El concretismo ve las cosas de modo opuesto. Céntrase en instituciones reales, en colectividades existentes, materializadas, situadas en el espacio y el tiempo, estudiando, desde luego, sus estructuras, pero también sus hábitos colectivos, sus orígenes, sus trayectorias y todo el complejo de sus relaciones externas con otras colectividades humanas.
Para el concretismo el campo occidental es una realidad humana no reducible exclusivamente a ser un conglomerado de cualesquiera países capitalistas. Es un cúmulo, históricamente constituido, resultado de múltiples factores geopolíticos, que se identifica --diferenciándose de cualesquiera otros-- por: 1º, un específico y determinado material humano transgeneracional que integra sus élites (material individuado por vínculos dinásticos, familiares, clánicos u otros análogos); 2º, unos particulares hábitos institucionalizados; y 3º, una tradición que le es propia, un legado de valores (o contravalores) y actitudes compartidas, que incluye una mirada a las comunidades humanas ajenas a esa tradición.
El campo occidental es el opresor mundial, no sólo por ser capitalista, sino porque se trata de un capitalismo concreto que, en virtud de contingentes vicisitudes históricas, se ha ido imponiendo en el Planeta Tierra como bloque hegemónico, en perjuicio de todos los demás. Eso es el imperialismo.
En su forma moderna el imperialismo lo haría yo remontar al siglo XVIII (no a finales del XIX como Lenin), caracterizándolo por:
-- su hegemonía financiera y mercantil (basada en su superioridad industrial, científica y técnica);
-- su expansión colonial (diversa del imperio ultramarino hispano de los siglos XV al XVII, que era precapitalista);
-- su actitud hacia las demás comunidades humanas --las otras culturas y civilizaciones-- tratándolas como inferiores y avasallándolas; lo cual hoy se hace con nuevas formas, invocando la superioridad del occidente por su democracia y sus derechos humanos --unos derechos que evolucionan al albur de los cambios de la opinión pública occidental (p.ej. incorporando, en los últimos decenios, la valoración positiva de configuraciones societales prohibidas en los propios países occidentales hasta no hace tanto).
Es ese imperialismo noratlántico el que va a imponer un dominio mundial del occidente.
Si del campo occidental giramos la mirada para fijarnos en Rusia, China, la India, Malasia, Indonesia, Turquía y otras potencias emergentes, el abstractismo nos dirá que son igualmente condenables, porque en ninguno de ellos hay una estructura socialista. (Y --gracias a la teoría de la nueva clase-- harán remontar en el tiempo esa condenabilidad hasta donde cada cual lo tenga por conveniente; para los más extremos, nunca hubo socialismo y, por consiguiente, todos son y fueron siempre iguales; otros fijarán la raya en tal año o en tal otro; los antisoviéticos más radicales, dirán que fue el ascenso de Stalin en 1924 el que lo echó todo a perder; los moderados, que fue su muerte en 1953; en cuanto a China, los maoistas dirán que será la defunción del Gran Timonel en 1976 la que haga cambiar de rumbo, al paso que los hoxhistas --y los hay-- retrospectivamente afirmarán que en China nunca hubo socialismo.)
Para el abstractismo todos son igualmente enemigos; no unos más enemigos que otros.
Como el concretismo acepta grados (así como mezclas, híbridos y combinaciones), esos países --digamos, para simplificar emergentes-- pueden no ser tan capitalistas como los del campo occidental. ¿Qué grado de propiedad pública de los medios de producción se da en China? ¿Qué grado de planificación económica? ¿Qué restos del socialismo han quedado en Rusia?
Es digno de mención que, en su propaganda antirrusa y antichina, los occidentales --cuando les conviene-- recuerden que esas economías presuntamente de mercado no son tan de mercado como aparentan; que en ellas el sector público juega un importante papel económico y que, propietario o no de medios de producción, el Estado interviene activamente en la vida económica (como si eso no sucediera en occidente).
Pero, sobre todo, el concretismo atiende a realidades históricas concretas, se posiciona con relación a ellas; realidades individuadas por contingentes factores geopolíticos y vicisitudes históricas. Y las realidades concretas que tenemos son las que he delineado en párrafos precedentes; un occidente hegemónico y un disperso ramillete de países que caen fuera de su órbita, algunos de los cuales son sus subordinados o clientes, otros --en mayor o menor medida-- sus adversarios y muchos otros fluctuantes.
Al decantarme por el concretismo, juzgo que debemos concebir la lucha por un futuro comunista de la humanidad haciendo distingos entre el bloque dominante (el campo occidental) y los que se resistan a esa dominación.
Aquí juzgo pertinente el concepto que, en sus buenos años de líder revolucionario, acuñara Mao: el de enemigo principal. El enemigo principal es el campo occidental; y, dentro de él, el principalísimo, los EE.UU. de América.
No es viable ninguna política orientada hacia el comunismo sin acudir a un abordaje concretista y sin centrar los esfuerzos en debilitar la supremacía mundial del campo occidental como etapa necesaria para un ulterior avance hacia una sociedad humana mundial sin propiedad privada ni economía de mercado.
Otra contribución del concretismo es la admisión de grados y sistemas híbridos.
Para el abstractismo, a menos que sea socialista fetén, un país o es capitalista-imperialista, o, si no, es precapitalista y colonizado. En el primer caso, exporta capitales, que explotan a trabajadores de países colonizados. Desde esa óptica, carece absolutamente de sentido que un país que no sea precapitalista y colonizado se plantee como tarea la lucha por la soberanía nacional. No hay escalas. No hay niveles. No hay países colonizados colonizadores. O lo uno o lo otro.
Desde 1945, bajo el liderazgo del camarada Stalin, el movimiento comunista internacional empezó a ver las cosas sin ese simplismo, comprendiendo que, en la nueva situación mundial, un país como Francia podía ser una potencia colonial a la vez que caía bajo la supremacía anglosajona (y más tarde germana). Así pues, desde el estallido de la guerra fría en 1947, el PCF luchó por recuperar la plena soberanía nacional francesa --lo cual llevó a confluencias ocasionales con la empresa política patriótica del general de Gaulle.
El dicotomismo abstractista veo mal cómo puede descifrar o conceptualizar situaciones complejas de hoy; p.ej. que países no pertenecientes al grupo dominante sean exportadores de capitales, ejerciendo algún grado de influencia en países de economía más débil. Así son hoy, p.ej., Corea Meridional, la India, Malasia, México, el Brasil, Argentina, Marruecos, Suráfrica, sin olvidar Turquía y, claro está, las petromonarquías del Golfo.
La rapacidad, la prepotencia y la desidia de los viejos colonialistas euro-norteamericanos en África han provocado que, en no pocos Estados del continente negro, sean los emergentes (incluyendo Rusia y, sobre todo, China) quienes vayan tomando posiciones, convirtiéndose en los financiadores del crecimiento, adquiriendo tierras para desarrollar cultivos más rentables, con modernas técnicas productivas, y comprando minas --o al menos asegurándose del suministro de los minerales extraídos. Todo ello poquito a poco, en un gradual corrimiento, creándose así una nueva correlación de fuerzas, que resquebraja la supremacía occidental.
Abigarrado, variopinto, heteróclito es ese manojo de países calificado con el comodín de «emergentes», pues no son iguales China y la India, ni siquiera Qatar y Marruecos. Justamente se dan entre ellos considerables diferencias de grado. Unos son más dependientes, otros menos. Unos ejercen mayor influencia, otros menor. En esa escala se dan muchos escalones, no sólo tres. Se asciende y se desciende.
Todas estas aclaraciones son pertinentes para delimitar mi postura frente, por un lado, a la socialdemocracia y, por otro lado, a quienes, desde el abstractismo, rehúsan reconocer que el campo occidental es el enemigo principal y que, en esta etapa, son, de hecho, aliados de la lucha por el comunismo quienes se opongan a su supremacía, en la medida en que así lo hagan.
Por una vía argumentativa mucho más compleja, llego, pues, hoy, en 2020, a conclusiones políticas similares --en algunos puntos-- a las que profesaba cuando fui miembro fundador del PCEml en 1964.
Otro desencuentro de principios entre mi postura y la de la socialdemocracia es la visión que tenemos de la historia del siglo XX. Toda la socialdemocracia es anticomunista.
Con excepción del laborismo británico, la socialdemocracia mantuvo hasta 1960 o así una nominal adhesión al marxismo, rechazando el leninismo. El 15 de noviembre de 1959 marcó un viraje el congreso del partido socialista germano en Bad Godesberg. No constituían, en el fondo, novedad alguna los acuerdos de ese encuentro, porque las políticas adoptadas habían sido las de dicho partido desde la I guerra mundial. Se adoptó la adhesión al «freiheitliches Sozialismus» (socialismo liberal), abandonándose el marxismo, reemplazado por el humanismo ético (rótulo poco explícito --y, desde luego, dejado sin definición alguna). Se renunció --incluso a largo o larguísimo plazo-- a sustituir la propiedad privada de los medios de producción por la propiedad colectiva. También se abrazó una valoración favorable de la economía de mercado, sólo que regulada para que no degenerase en oligarquía. Incluso se dijo adiós a cualesquiera nacionalizaciones (o sea a que existiera un sector público de la producción.)
Decantóse ese congreso por una propiedad privada de los medios de producción y una economía de mercado compatibles con la justicia social (un ideal que tampoco se definió).
No es que el congreso de Bad Godesberg retrotrajera al SPD a un socialismo reformista. No, del socialismo únicamente se guardó el nombre. No se abrazó un camino de reformas hacia el socialismo, sino hacia un capitalismo con justicia social. Ni siquiera se abogó por un reformismo que hiciera un poco menos capitalista al capitalismo (p.ej. promoviendo un sector público o una planificación, así fuera no-constriñente).
Lo curioso no es que en 1959 adoptara esa línea el SPD, sino que no lo hubiera hecho muchísimo antes. Aún más asombroso es que, a esas alturas, sonaran audaces las resoluciones del congreso y que tardaran todavía unos cuantos años en asumir esos mismos cambios otros partidos de la socialdemocracia internacional.
En España, p.ej., en mayo de 1979 rechazó el 18º congreso del PSOE la moción de su secretario general, el Lcdo González Márquez, de abandonar el marxismo, siendo menester convocar un congreso extraordinario a fines de septiembre del mismo año para que viniera, in extremis, aprobada esa propuesta --y aun así con reservas, puesto que, si bien el marxismo dejó de ser ideología oficial del partido, mantúvose en su programa como «instrumento teórico, crítico y no dogmático».
La trayectoria del PSOE muestra que, en realidad, su orientación ha sido desde entonces favorable a más capitalismo (privatizaciones, desregulación de mercados, política tributaria cada vez menos redistributiva, reducción de la protección social y de la legislación laboral tuitiva y desmantelamiento del sector público de la producción). No reformas que, dejando incólume el capitalismo, llevaran a más justicia social, sino a menos. Por supuesto, del marxismo nadie volvió a hablar, ni como instrumento teórico ni como nada.
Los socialistas se ponen de uñas contra cualquier mención de una planificación económica (autorizada, empero, por la vigente Constitución borbónica) y contra toda idea de empresa pública. Además, el PSOE abrazará e impulsará la incorporación de España a la NATO y a la Unión Europea y respaldará todas las guerras imperialistas (salvo --bajo el liderazgo de J.L. R. Zapatero-- la de Mesopotamia de 2003).
Habiendo dejado de considerarse partidario del socialismo (así fuera «autogestionario», según la precedente posición programática de ese partido), el PSOE, al igual que sus correligionarios del extranjero, cesó cualquier visión de sí mismo como parte del movimiento obrero (sin, no obstante, alterar su denominación, que hoy resulta sarcástica).
El nuevo rótulo es el de «izquierda». Repasando los muchísimos escritos políticos de mi juventud revolucionaria raro, rarísimo, será hallar en ellos la palabra «izquierda» (también casi ausente en la pluma de los fundadores del marxismo), como no sea para estigmatizar al «izquierdismo» --en el sentido de ultraizquierdismo. De entre todas las etiquetas políticas, las de «izquierda» y «derecha» son las más hueras y desgastadas, al carecer de contenido semántico, claro u oscuro. Cobijarse bajo ese membrete es indicativo de la vacuidad de la orientación del PSOE.
Para marcar alguna diferencia respecto a la «derecha», esa «izquierda» esgrime hoy, casi exclusivamente, pretensiones societales y medioambientales. Éstas últimas son fácilmente asumibles por sus presuntos adversarios y las primeras también acaban siempre viniendo aceptadas por ellos, a pesar de que así descontenten a una parte de su clientela electoral (la cual, no obstante, persiste indefectiblemente en votar como siempre ha votado --que es la pauta de la mayoría del cuerpo electoral).
Evidentemente yo no tengo nada que ver con todo eso. De tales pretensiones rechazo muchas; otras, pareciéndome hasta cierto punto aceptables, suelo juzgarlas desorbitadas o, cuando menos, alejadas de la problemática central. (Incluso una que, por excepción, estimo válida, la eutanasia, justamente esa «izquierda» la esgrime de manera curiosamente oportunista, rehusando comprometerse a su favor cuando tiene los votos para conseguirla y, en cambio, preconizándola cuando no los tiene.)
Resulta, pues, imposible hallar puntos de coincidencia entre el socialismo del PSOE y mis propias tesis. Si lo del PSOE es socialdemocracia, nada más alejado de la socialdemocracia que mi alineamiento político-ideológico, no sólo el de 1962-72, sino también el de 2020 --y todos los estadios intermedios.
Desde 1919 (cuando se fundó la Comintern, o Internacional comunista), la socialdemocracia ha estigmatizado al comunismo, atacando, no sólo al régimen político de la Rusia soviética, sino también a la propia ideología de la Comintern, a lo largo de todas las etapas de su evolución, así como a sus múltiples ramificaciones. Cierto que ocasionalmente hubo acuerdos políticos entre partidos socialistas y comunistas, pero duraron poco.
La Comintern respondió con una recíproca actitud de igual beligerancia en el llamado «tercer período», 1928-34, durante el cual la socialdemocracia fue tildada de «socialfascista». Sin embargo, contrariamente a la leyenda negra anticomunista, en Alemania el KPD tendió antenas a los socialistas para un entendimiento, siendo desdeñosamente rechazado. En la primera vuelta de las elecciones presidenciales del Reich en 1932 el comunista Thälmann obtuvo casi 5 millones de votos y se presentó a la segunda vuelta. Los socialistas rehusaron apoyarlo, votando por el ultrarreaccionario militar monárquico mariscal Hindenburg, el cual, unos meses después, entregará el poder a Hitler.
Ése fue uno de los muchos episodios en los cuales sin duda hubo culpa por ambas partes (no sólo por una), mas lo constante ha sido la absoluta enemistad de la socialdemocracia hacia el movimiento comunista del siglo XX. Nunca ha tratado de analizarlo teniendo en cuenta las difíciles circunstancias de su instauración y de su propagación. Jamás ha valorado su aportación a las luchas obreras y populares ni a los combates de liberación nacional.
Es natural. Sitúandose plenamente la socialdemocracia en el campo occidental, ve, con razón, en el movimiento comunista un enemigo.
Tras el estallido de la guerra fría en 1947, el anticomunismo de la socialdemocracia alcanzó cotas rayanas con el delirio, sumándose a las iniciativas de acoso, aislamiento y hostigamiento. Fueron tiempos durísimos, los de la creación de la NATO, la guerra de Indochina, luego la de Argelia, la agresión anglo-franco-israelí contra Egipto (1956), con un gobierno en París presidido por el socialista Guy Mollet. La lucha anticolonialista de los años cincuenta y sesenta se realizó, en buena medida, contra gobiernos encabezados por la socialdemocracia.
Todo eso es pasado. Tras la destrucción de la Unión Soviética en 1991, podríamos esperar miradas retrospectivas más sosegadas, de los unos y de los otros. No es así, al revés. Las demonizaciones se han intensificado. Stalin viene representado por los autores de obediencia o afinidad socialdemócrata como un diablo peor que Hitler y nada se salva para ellos de toda la experiencia del movimiento comunista puesto en marcha por la Comintern en 1919. Todo es siniestro, espeluznante, cruel, sórdido. Sus éxitos se niegan, diciendo que fueron puros embustes de la propaganda soviética. Empequeñécese la inmensa contribución del ejército rojo a la derrota de Hitler, exagerándose episodios de menor relevancia como la Operación Antorcha y el desembarco en Normandía (producido cuando ya la Wehrmacht estaba virtualmente vencida, siendo cuestión de tiempo la llegada de los rusos, no sólo a Berlín, sino a París).
Ningún socialdemócrata se apeará de la sovietofobia más agresiva. En el medio académico arriésgase uno a venir intelectualmente linchado si osa defender, poco o mucho, los logros soviéticos y las aportaciones del movimiento comunista a las causas del progreso, la igualdad social, el estado del bienestar, la paz y la libertad de los pueblos oprimidos. Nada, absolutamente nada se concede. En ese unánime concierto participan los académicos de tendencia socialdemócrata al igual que los que se consideran conservadores. (Con la diferencia de que éstos últimos no se privan de atacar también a la socialdemocracia por pertenecer a «la izquierda», y, así, ser indirectos culpables de los imputados horrores del sistema soviético y sus derivados --una amalgama en la que se engloba hasta a Pol Pot).
¿Quién que no sea un suicida puede atreverse a decir que Stalin hizo cosas buenas o que las malas que hizo encuentran atenuantes por las dificilísimas y terribles circunstancias de su gobierno y la enormidad de las amenazas a que se enfrentaba? ¿Quién podría caminar entre esas filas de aulladores, sin verse forzado a bajar la cabeza, habiendo reconocido que Stalin poseía un cerebro excepcional y un talento muy por encima de lo común, que, en un número de ocasiones, demostró grandes cualidades intelectuales, políticas, militares y organizativas, que poseía más amplios conocimientos que ningún otro gobernante y que supo aprender de sus propios errores?
Tantas veces en mi vida me he visto en minoría de a uno, contra viento y marea, que no me voy a achantar por tal algarabía. Con entera libertad de criterio --sin que nadie me lo mande ni me lo pida ni me lo premie-- permítome una mirada positiva de esa enorme y complejísima empresa que fue la construcción del Estado soviético, situándome así en una posición absolutamente incompatible con la de la socialdemocracia.
No es, empero, mi visión de color de rosa. No está exenta de dudas. Tropieza con incógnitas. Carezco de suficientes conocimientos para explicarme todos los hechos desconcertantes y perturbadores --en particular una buena parte de la represión en su período de mayor crudeza. He leído muchísimo y he aprendido, pero todavía permanecen para mí sin explicación determinados enigmas. Disto de juzgar favorablemente todos los hábitos colectivos de esa tradición comunista del siglo XX.
Para empezar me pregunto si, en la abortada disputa entre Lenin y Stalin en abril de 1917 en Petrogrado, no llevaba razón el segundo, al abogar por un apoyo crítico al gobierno provisional revolucionario (inicialmente encabezado por Jorge Lvof, pero en seguida por el socialrevolucionario Alejandro Querensqui); un apoyo basado en que el derrocamiento del zarismo había conllevado hondos cambios en la vida político-social rusa que determinaban, al menos en parte, un cambio del carácter de la guerra por el lado ruso (pasaba a ser una guerra patriótica defensiva, no imperialista). Stalin veía en esa táctica un modo de acumular fuerzas esperando un momento más oportuno para quizá, quizá, eventualmente llegar al poder con más amplio respaldo social y en condiciones menos adversas, mientras que la política de implacable acoso y derribo contra ese gobierno que impuso Lenin ciertamente produjo un fruto inesperado, con la brillante toma del poder el 7 de noviembre, pero pagando un altísimo precio: Alemania continuó su agresión (hasta la firma del Tratado de Brest-Litofsc el 3 de marzo de 1918) y rápidamente se desencadenó una horrorosa guerra civil que dejó al país maltrecho, asolado y exangüe --además de considerablemente reducido en extensión y población con respecto a la Rusia de 1914.
Una vez adoptada la línea que preconizaba Lenin y alcanzado el poder, de las diversas opciones me resulta que, en las sucesivas encrucijadas, las políticas del camarada Stalin eran las más acertadas.
Subsisten, empero, zonas de sombra, páginas negras en aquella larga historia. No se aclararán hasta que se abran finalmente de par en par todos los archivos moscovitas, muchos de los cuales siguen cerrados --o selectivamente accesibles a algunos agraciados historiadores, cuyas revelaciones resultan incontrolables.
No procede entrar aquí en tales dudas y reservas. Es posible que a la postre, en el futuro, una plena apertura de los archivos eche por tierra una visión como la que yo tengo, con un balance globalmente positivo. He demostrado en mi vida mi falibilidad. También en eso puedo estar equivocado. Pero tengo que basarme en el conjunto de hechos hoy cognoscibles y públicamente accesibles (o, de ellos, en el subconjunto de aquellos que yo he podido adquirir, con mis limitaciones, como la de no poder leer el ruso --entre muchísimas otras).NOTA 9
Una posición así ¿imagina alguien que la adoptara un socialdemócrata?
Dicho lo anterior, he de precisar, no obstante, que para mí el futuro comunista no será como el pasado comunista. Igualmente para Marx el comunismo poscapitalista que él concebía no iba a restituir el comunismo primitivo --del cual lo ignoraba todo (sin que los avances de la arqueología y de la paleoantropología nos hayan ayudado mucho a saber cómo fue).
Hoy no es ayer. El comunismo del siglo XX surgió como subproducto del horror de la I guerra mundial y se extendió a más países a causa de la II guerra mundial. Nació, creció y se mantuvo permanentemente amenazado por la guerra; desde 1945, se cernía sobre él una intimidación bélica nuclear. Tuvo que afrontar dificultades extremas en situaciones extremas, sin jamás disfrutar de un respiro.
No hay que abjurar de ese pasado ni renunciar a su valioso legado. Hay que defenderlo y reivindicarlo. Pero también hay que afirmar que la vida ha cambiado y que las mentalidades han evolucionado. Todos hemos cambiado. Los hábitos institucionales en la tradición comunista del siglo XX no le sobrevivirán. No imagino un futuro con esas autocríticas autoflagelatorias, esas hagiografías, ese monolitismo, esa proscripción de la crítica interna, esa disciplina férrea, casi militar, esas depuraciones reiteradas, ese caer en desgracia los previamente halagados. Fueron rasgos deplorables que, a la larga, desacreditaron aquel movimiento, causando la fuga de cuantos no estaban dispuestos a someterse a esa apisonadora.
No aspiro a nada que restituya o imite esos aspectos inatractivos del comunismo del siglo XX. Imagino un comunismo del siglo XXI o del XXII más alegre, gozoso, risueño, libre, plurifacético y variado, más respetuoso de la individualidad, menos castrense, menos inflexible, menos duro, menos agobiante.
Mi conclusión es que del decenio de mi lucha comunista, 1962-72, hay lecciones que sacar, no todas ellas benévolas para con lo que decidí y lo que hice. Queda, empero, el testimonio de mis ilusiones, de mis anhelos, que eran ampliamente compartidos y marcaron a una generación entusiasta y entregada a la causa revolucionaria.
Mucho de todo aquello no constituye hoy más que un recuerdo que es mejor conocer que ignorar. Algo, empero, persiste --o así lo espero-- como motivo de inspiración para futuros empeños, aunque sean, en casi todo, radicalmente diversos.NOTA 10
[NOTA 1]
Cuyas enseñanzas serán retomadas por los anabaptistas en una serie de acciones insurreccionales tendentes a abolir la propiedad privada, cual fueron la revuelta campesina de 1525 y, diez años después, la comuna de Müster. (Con ese efímero poder rebelde se han ensañado los anticomunistas --como el politólogo estadounidense de la escuela austríaca Murray Rothbard--, olvidando que ha de entenderse en el contexto de la época toda su política --en gran medida, ciertamente, incompatible con nuestra visión de los derechos humanos.)
Prendió esa semilla ideológica, dando lugar a las hermandades hutteritas, comunas donde está ausente la propiedad privada, que han proliferado en Norteamérica, ofreciendo uno de los modelos de comunismo cristiano. El otro lo constituyeron las reducciones jesuitas del Paraguay durante siglo y medio, hasta ser destruidas por la dinastía borbónica en 1767. V. mi trabajo «Comunismo cristiano: Las reducciones jesuitas en el Paraguay y las comunidades hutteritas», 2016, acc. http://nomologia.es/ms/index.htm#comucris.)
Demuestra, en particular, la experiencia jesuita que es viable una república comunista de larga duración, refutando los agoreros pronósticos de que tal situación es imposible. Sin duda en esa república teocrática se vivía mejor que fuera de ella. Sólo que, naturalmente, hoy aspiramos a una vida más variada y rica, con mayores comodidades, más libre, más respetuosa de la diversidad individual.
Quizá todos los intentos de instaurar el comunismo han incurrido en errores parecidos --que ya estaban presentes en las ideas de sus teorizadores «utópicos» de siglos pasados. Por eso el ideario comunista tiene que evolucionar, adaptándose a los tiempos y a las demandas de sociedades complejas, sin permanecer encallado en viejos moldes. (Hay que reconocer, empero, que Marx era un firme adepto del florecimiento individual y del libre desarrollo de la personalidad; sólo que --acuciada por perentorias necesidades de estabilización política, afianzamiento socio-económico y fortificación militar-- la práctica de los sistemas estatales marxistas no ha sido capaz de atender adecuadamente esa orientación.)
[NOTA 2]
Ingresé en el PCE en febrero de 1962, a los 17 años de edad. En enero de 1964 me escindí del PCE para integrarme en uno de los tres desgajados grupos prochinos, unificados, a la postre, el 4 de octubre de ese mismo año para constituir el nuevo PCEml, a cuyo comité ejecutivo pertenecí de diciembre de 1964 a mayo de 1972, fecha en la cual abandoné la organización, cesando, de momento, toda militancia política.
[NOTA 3]
Tanto Hitler como Mussolini presentaron su empresa como una revolución. Pétain en Francia acaudilló la «revolución nacional». En nuestra Patria la Falange luchaba «por Dios, España y su revolución nacionalsindicalista».
[NOTA 4]
Ya antes se había calificado de «revolución» el alzamiento húngaro de 1956 --una indirecta consecuencia de la desestalinización de Niquita Jrushchof. Constituyó un demoledor golpe contra el movimiento comunista internacional, que nunca más levantaría cabeza.
Asimismo en la Argentina se habla de la «revolución libertadora», un golpe de estado militar que derrocó el poder constitucional del Presidente Juan Domingo Perón en 1955.
[NOTA 5]
Huelga hablar de tantos otros usos o abusos del concepto de revolución: la concepción de Kuhn de las revoluciones científicas (las mutaciones --más o menos repentinas-- de marco conceptual o paradigma teórico); la revolución neolítica (que se fue paulatinamente produciendo a lo largo de varios millares de años); la revolución digital; las revoluciones en las artes plásticas o en la música; la revolución industrial; la revolución en las conciencias; la revolución copernicana.
No pretendo que carezca de valor esa palabra, «revolución» --que yo mismo he empleado en un número de escritos (con sentidos diversos según el contexto). Me resulta, empero, de mayor pulcritud conceptual prescindir de dicho vocablo --a menos que, en un determinado contexto, venga definido o dilucidado para evitar confusiones.
Muy a menudo es un rótulo meramente de prestigio: llámase «revolución» a aquel cambio, más o menos intenso y súbito, que uno aprueba y no a aquel que uno desaprueba. Y lo inverso sucede con su opuesto, «contrarrevolución».
[NOTA 6]
Arriesgadísimo resulta caracterizar de progresista o lo contrario a un gobierno africano. Progresistas hubo muchos en los años 50 a 80; tras el derribo del bloque del Este, las particulares condiciones del atraso económico y social del continente negro determinan que en él las orientaciones ideológicas vengan en seguida contaminadas por alineamientos tribales o ambiciones personales. A mi modo de ver, el gobierno de Laurent Gbagbo en Costa Ebúrnea sí fue genuinamente progresista. Vino destruido por la fuerza de las armas, mediante una sublevación militar-tribal y, sobre todo, la agresión del colonialismo francés.
En otros casos, la enorme escasez de información --aun para quienes nos esforzamos por adquirirla-- vuelve sumamente difícil calificar como progresistas o no a gobiernos salidos de las urnas, como en el Níger, en Guinea y en Tanzania. (Dejando de lado el caso, todavía más sui generis, de Suráfrica.) Las esperanzas que suscitaron se han solido disipar. En cambio sí fueron claramente progresistas y antiimperialistas regímenes surgidos de pronunciamientos militares, como el de Tomás Sankara en Burkina Faso. Pero eso sucedió cuando todavía existía la Unión Soviética.
[NOTA 7]
Impulsado, como de costumbre, desde el Palacio Real --pues en ese reino la fuerza dominante es el tandem del trono y el militarado.
[NOTA 8]
No finalizó para siempre mi afiliación comunista con el cese de mi militancia en el PCEml en mayo de 1972. En la primavera de 1996 regresé al PCE (la primera reunión anotada en mi diario tuvo lugar el 17 de mayo, pero se había producido el ingreso varias semanas antes). Con vistas al V Congreso del PC de Madrid, impulsé la plataforma de opinión «Por un partido verdaderamente comunista», redactando el texto fundacional de la misma, fechado el 23 de julio de 1999. (V. http://eroj.org/pce/.) Cito, a continuación, estos pasajes del documento:
Lo que entendemos por `comunismo' es una organización de la sociedad humana sin ricos ni pobres, sin desigualdades sociales; una sociedad en la que se poseen los bienes en común, en la que la economía está planificada al servicio del bien común; una sociedad en la cual se reparte el disfrute de esos bienes comunes según el único criterio de las necesidades de cada uno, y a la vez cada uno está obligado a contribuir al bien común según su capacidad.
Ese principio de dar a cada uno según su necesidad y exigir de cada uno contribuir al bien común según su capacidad no pretende ser una fórmula mágica. Su aplicación está ciertamente sujeta a dificultades, a problemas, como todo en la vida individual y colectiva del ser humano. Ni esa fórmula ni ninguna otra puede solventar todas las dificultades de un plumazo y como por ensalmo. Mas constituye una aproximación razonablemente precisa, que el futuro se encargará de matizar, de articular, de modificar incluso, pero sin abandonar lo que constituye su núcleo esencial, como principio igualitario.
Tal plataforma no pasó desapercibida. La deriva posterior del PCE enfrió mi adhesión. Conque la última reunión de mi agrupación local a la que asistí tuvo lugar el 19 de abril de 2001. Esa terminación de mi actividad como militante no implicaba, empero, mi baja en el partido. Nunca la he pedido ni notificado, dejando más bien en barbecho mi afiliación --que, por cierto, intenté reactivar unos años después, solicitando venir integrado, no en mi agrupación local, sino en el sector de Universidad. No llegó a concretarse ese propósito. Posteriormente el PCE entró en autoliquidación.
Sea como fuere, mi caso nada tiene que ver con el de tantísimos «ex», que se pasan ideológica y, a menudo, políticamente al campo anticomunista.
[NOTA 9]
He de distinguir el estatuto respectivo de dos creencias mías: 1ª, en la superioridad axiológico-jurídica del comunismo (sistema de propiedad común y economía planificada) sobre el capitalismo (sistema de propiedad privada y economía de mercado); 2ª, en la valoración histórica globalmente positiva de la experiencia del comunismo real del siglo XX.
La primera es una honda convicción, lógicamente demostrable, desde axiomas del derecho natural y con reglas de deducción válidas en una buena lógica jurídica. Por el contrario, la segunda es un parecer, que me resulta razonable, pero, hoy por hoy, imposible de probar, dadas las incógnitas y dificultades aún no despejadas. Por lo tanto, mi grado de creencia es mayor en el primer caso.
[NOTA 10]
Concluyo este ensayo inclinándome, con respeto, ante la memoria de cuatro camaradas del PCE, cuyas trayectorias afiliativas no coincidieron con la mía, sin que ello me impida reconocer sus méritos, a fuer de valerosos comunistas: José Sandoval, Enrique Líster, Armando López Salinas y Francisco Frutos.
[*]
Este texto es una versión adaptada del Posfacio de mi libro
Diez años de lucha comunista: Del PCE al PCEml (1962-1972)
publicado por la Editorial Templando el Acero.
(Trátase de una honda reelaboración [actualizada, corregida y ampliada] de la
parte central de mi autobiografía política AMARGA JUVENTUD: Un ensayo de egohistoria.)