Antonio Machado

Los héroes de la primera guerra de la independencia,
Juan Martín, «El Empecinado»
Págª mantenida por Lorenzo Peña
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Director de ESPAÑA ROJA
Al pincel de don Francisco Goya debemos un retrato insuperable de Juan Martín Díez, a quien llamaron en su tiempo el «Empecinado», con mote alusivo acaso a la pecina de su pueblo --según algunos autores, el mote de «Empecinado» alude al oficio de zapatero que profesaron muchos de sus familiares-- y a quien hoy, más de un siglo después de su muerte, recuerdan con el mismo apodo muchos que ignoran la existencia de Castrillo de Duero y del arroyo de aguas cenagosas y negruzcas que cruza la triste villa, cuna del guerrillero inmortal. Tuvo Juan Martín un alias bien pizmento --hubiera dicho Cervantes--, que el tiempo se ha encargado de convertir en nombre claro y significativo.

La figura goyesca del «Empecinado», que muchos admiramos en una ya remota exposición madrileña, coincide en muchos de sus rasgos, pero no en todos, con la epopeya galdosiana. Acaso don Benito no consultó, para sus Episodios Nacionales, con el retrato de Juan Martín, que había pintado el maestro de Fuendetodos. Aquel moreno amarillento del semblante, a que alude Galdós, dista mucho --si la memoria no me traiciona-- de la color un tanto aborrachada, hacia el rojo sanguíneo, que domina en la pintura. En lo demás, parecen de acuerdo pintor y novelista. Para ambos era Juan Martín un cuerpo de bronce que encerraba la energía, la actividad, la resistencia, la terquedad, el arrojo frenético del meridional junto con la paciencia de la gente del Norte; para ambos eran vivos los ojos de Juan Martín, su pelo aplastado sobre la frente junto a las cejas bien pobladas, y su afeite a la rusa, que unía el bigote a las patillas, dejando la barba limpia de todo pelo. Sobre este último detalle --tan sugestivo en nuestros días-- insiste Galdós, recordándonos que era propio de los guerrilleros, antes que Zumalacárregui y otros jefes carlistas lo pusieran de moda entre sus gentes.

El afeite a la rusa --añadimos nosotros, era una caracterización popular, algo anterior a nuestros guerrilleros, a nuestras guerras civiles y a nuestros bandidos generosos.

¡El «Empecinado»!... Con este nombre evocamos hoy las páginas heroicas de nuestra primera guerra de la Independencia, la guerra de España, la España de entonces contra los ejércitos de Bonaparte y contra el fascio de los comienzos de aquella centuria, contra los invasores de fuera y los traidores de nuestra propia casa. Sí, mutatis mutandis, el trance de la España de entonces era el de la España actual; entonces como hoy se luchaba por la integridad de nuestra patria y por el derecho de los españoles a perdurar en la historia. Sí, no lo dudéis, el guerrillero de ayer, el más ilustre sin duda de todos los guerrilleros de su tiempo, abrazaría hoy, fraternalmente, con viril efusión, a muchos capitanes no menos egregios de nuestros días. El que salió de Aranda con un ejército de dos hombres en 1808, a las primeras noticias de la invasión francesa y llevaba tres mil soldados en 1811, el que mereció de las Cortes de Cádiz el mando en jefe de la Quinta División del Segundo Ejército, era pueblo, profundamente pueblo, y había nacido capitán en el más alto y noble sentido de la palabra. Yo no sé si la ciencia bélica, en su capítulo de guerra de guerrilleros, habrá estudiado tanto en las acciones que ordenó Juan Martín como en las batallas, asaltos y emboscadas que dirigieron otros adalides de su tiempo.

Muchos fueron entonces los buenos guerrilleros, y sin duda los hubo más sabios, más hábiles y de mayor capacidad militar. Hablen los técnicos. Desde un punto de vista ético, que es a fin de cuentas el de la historia y el de la leyenda, ninguno de ellos pudo superar al «Empecinado». El sentido frívolamente objetivo de nuestra crítica y torpemente realista de nuestra novela, es hábil para calumniar con la verdad anecdótica, para enturbiar con los detalles aprendidos o averiguados la claridad de una visión de lo esencial. El mismo Galdós --tan poeta a su modo y profundo vidente de lo español-- insiste demasiado sobre la mala prosodia y pésima ortografía del héroe. ¡Oh, aquellos despachos y oficios que tan mal redactaba y tanto peor hubiera manuscrito Juan Martín!... Sin duda. Pero aquellos mismos partes de guerra eran frecuentemente --¿por qué no decirlo?-- verdaderos modelos de modestia, de veracidad y de disciplina. Porque Juan Martín fue mucho más que un simple guerrillero, más que un ilustre salteador de la guerra. La hombría integral de aquel analfabeto se elevó muchas veces a la clara visión de un conjunto en el cual la misión concreta de un luchador podía estar supeditada a misiones más amplias y a poderes más altos. Con hombres del temple moral de Juan Martín --lo estamos viendo en nuestros días-- se hubiera podido hacer un ejército, un magnífico instrumento de combate al servicio de una causa ideal.

Algo de esto debieron sospechar los enemigos de Juan Martín, los viles aduladores del rey canalla, que tan mala suerte le dieron después de haberlo escarnecido tanto. ¿Qué otra cosa puede significar la pasión y muerte del «Empecinado»? Fue víctima Juan Martín, como todos sabemos, de la abominable reacción fernandina. Era Juan Martín lo más peligroso, y lo que más podían temer y abominar los reaccionarios y absolutistas de aquellos días. Porque Juan Martín era el pueblo contaminado de liberalismo, el ethos popular que mira hacia el futuro y que pretende vivir en el sentido esencial de la historia. No era Juan Martín un simple aventurero, maestro en el arte de la sorpresa y la encrucijada, que hubiera servido a todas las causas, por amor a la guerra y a la aventura. Juan Martín no podía obedecer a un rey felón que adulaba a la fuerza, felicitando a Bonaparte por sus victorias en España, ni a aquellos que, para ahogar el ímpetu progresivo de su raza abrieron las fronteras a los ejércitos de Angulema, a los cien mil hijos de San Luis. Los que ayer, el 19 de agosto de 1825, acribillaron con sus bayonetas serviles el noble pecho de Juan Martín (murió Juan Martín forcejeando con el verdugo y la escolta que le conducía al suplicio), eran muy semejantes a los que gritan hoy «¡Arriba España»! después de haber abierto todas sus puertas a los mal contados cien mil hijos de Hitler y de Mussolini, los mismos que no se atreven a gritar «¡abajo el pueblo!»... cuando éste quiere ser próspero y libre, cuando aspira a la dignidad y a la cultura.

No lo dudéis, egregios capitanes, amigos queridos del Ejército Popular, la sombra de Juan Martín os acompaña; con vosotros estuvo, combatiendo al fascio a las puertas de Madrid; estará con vosotros allí donde os encontréis. Con vosotros, y al lado de nuestra gloriosa República, incorporado al gran ejército de la Victoria.

Antonio Machado, La Guerra. Escritos: 1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid: Emiliano Escolar Editor, 1983, pp. 197-200.


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