Antonio Machado

Saavedra Fajardo y la guerra total


Págª mantenida por Lorenzo Peña
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Director de ESPAÑA ROJA
De la guerra decía Saavedra Fajardo: «Cuando está rendida, parece bien esta fiera enemiga de la vida. En ella se declara aquel enigma de Sansón del león vencido, en cuya boca, después de muerto, hacían panales las abejas; porque, acabada la guerra, abre la paz el paso al comercio, toma en la mano el arado, ejercita las artes, etcétera». Bien se ve (hubiera comentado en nuestros días Juan de Mairena) que Saavedra Fajardo no pudo aludir a la guerra que preparan las grandes potencias, más o menos totalitarias, de nuestro siglo, y que estallará, si Dios no lo remedia, dentro de pocas semanas, o de pocos meses, o de pocos años (Mairena era siempre cauto en sus profecías) muy antes siempre de lo que todos deseáramos. Mas Saavedra Fajardo no era hombre tan ingenuo que, en sus reflexiones sobre la paz y la guerra, nos ofrezca el tema enteramente desproblematizado. En verdad, el pensamiento de Saavedra Fajardo oscila entre latines --él sabía muchos--, entre aforismos clásicos, los cuales, como nuestros refranes, suelen tener sus contrarios. Y este pensar entre sentencias, que es manera de dar gusto a muchos y razón a ninguno, no carece de inconvenientes.

Lo cierto es que Saavedra Fajardo, en su Idea de un príncipe político-cristiano (menos cristiano que político, con no mucho del Cristo y no poco del príncipe, de Maquiavelo), no parece dudar de que la paz sea siempre deseable, y la guerra siempre de temer. Con ello se nos muestra Saavedra Fajardo como hombre de robusto ingenio y de excelente consejo, pero muy alejado de nuestro clima mental.

Leyendo atentamente sus Empresas políticas, se advierte, sin embargo, que nuestro buen don Diego acepta el más consagrado de los latines sobre la guerra --o sobre la paz--, el si vis pacem para bellum, sin dejar de advertir, alguna vez, lo equívoco de sus consecuencias. Él traducía con sana lógica el concepto latino. Citaré sus palabras: «Porque ha de prevenir la guerra quien desea la paz». Y acaso no se hubiera escandalizado de quien añadiese: para prevenir la guerra y apercibirse a ella, no basta con temerla. Pero de aquí no hubiera pasado. El consejero de un príncipe no puede ser un lógico a ultranza, un enfant terrible de la lógica, ni menos un paradojista o destripaterrones de la lógica mostrenca.

Desde los tiempos de Saavedra Fajardo (la primera mitad del siglo XVII y mediados del reinado vacilante de nuestro cuarto Felipe) hasta nuestros días, ha llovido mucho, y no siempre agua. El acreditado latín tiene hoy esta versión francamente paradójica: «si quieres la paz has de querer la guerra». Y hay otras versiones más desvergonzadas todavía, en que interviene el pensamiento alemán con sus botas de siete leguas (nunca olvidéis, decía Mairena, ni las leguas ni las botas del pensamiento alemán), para llegar a las fórmulas más impresionantes, por ejemplo: «Amad la guerra, la guerra alegre y fresca, donde ejerce el hombre su voluntad de poder. Sed crueles y vivid en peligro. Concitad la discordia, y creaos cuanto más enemigos podáis». Un paso más, siempre con las citadas botas, y se llega a esto: «Aborreced la paz, toda ella asentada sobre las virtudes de los esclavos. Y en la guerra total contra la paz del mundo, empezad por la eliminación de los más débiles, que son los más pacíficos. Machacad a los niños, etc., etc.»»... No sigamos a lomos de tan violento hipogrifo. Acaso nuestro viaje es más aparente que real. El venerable latinajo, la vieja fórmula pagana sigue en pie, y contra ella se escribirá seriamente algún día.

Entre tanto hagamos vaticinios a la manera de Juan de Mairena, quiero decir, de un profeta que no tuvo nunca la usuraria pretensión de acertar. Por ejemplo: «El Oriente se occidentaliza --no olvidemos nunca el empleo de las frases ingeniosas e impresionantes-- al par que el Occidente parece cada vez más desorientado. Cada día, en verdad, sabemos menos por dónde va a salir el sol. La técnica de Occidente, y con ella su cultura harto dinámica, yo diría --mejor-- cinética, está obrando horrores fuera y dentro de su casa. Porque, no sólo «se asesinan los hombres en el Extremo Este», como cantaba el gran Rubén Darío (mucho más grande que todo cuanto se ha dicho de él), sino que también, en el «Extremo Oeste» se está ensayando con el más vil asesinato de un pueblo que registran los siglos, la reducción al absurdo y al suicidio, más o menos totalitario, de la cultura occidental. Y cuando ésta fallezca, como dicen que muere el alacrán cercado por el fuego, ¿qué va a pasar? De bueno y de mal grado, habrá que orientarse un poco. Esperemos que, antes, lleguen los sabios a un mediano acuerdo sobre la rosa de los vientos y posición aproximada de los cuatro puntos cardinales.

Antonio Machado, La Guerra. Escritos: 1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid: Emiliano Escolar Editor, 1983, pp. 223-25.


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