Antonio Machado


Págª mantenida por Lorenzo Peña
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Director de ESPAÑA ROJA
La Editorial Europa-América --hubiera dicho Juan de Mairena en nuestros días-- viene dando a la estampa una serie de diminutos cuadernos muy bien elegidos, para demostrarnos que no siempre es en vano el gemido de las prensas. Todos son de leer y meditar. Su extremada brevedad no empece a su excelencia. Mas uno hay entre ellos que a mi me parece una verdadera joya: el titulado Nuestra experiencia revolucionaria y que contiene el diálogo entre Wells y Stalin, en 23 de julio de 1934.

El inglés ha estado en Norteamérica, para visitar a Roosevelt, y ahora viene a Moscú, para conversar con Stalin. No es, pues, Wells, hombre que se chupe el dedo, y como buen inglés, aunque algo americanizado, no es hombre que guste de perder su tiempo. Lo recibe Stalin con franca cordialidad, sin arrumacos, sin prejuicios tampoco ni reservas mentales, mas como un hombre que está necesariamente algo de vuelta. Porque Wells, a fuer de anglosajón, es esencialmente antirrevolucionario; le asusta todo trastorno político y social. Stalin no es un fanático de la Revolución, pero carece del prejuicio antirrevolucionario. Hay en Stalin una claridad de ideas y una virtud suasoria que no alcanza nunca su interlocutor. Al inglés no le abandona todavía el miedo a la aventura; el eslavo tiene la tranquila seguridad de quien posee una experiencia. Ambos dicen estar de acuerdo en que el mundo capitalista se desmorona. --Allá ellos-- añadiría Mairena. Pero, aceptada la tesis ¿cómo no admitir la implacable lógica revolucionaria de Stalin? De aquello que se desmorona hay que esperarlo todo menos una transformación; porque si fuera capaz de transformarse, claro está que de ningún modo se desmoronaría. Sustituir, construir y ayudar a caer: tal es lo esencialmente revolucionario para Stalin. La historia de todas las revoluciones le da la razón ampliamente. Quiero decir que Stalin ha visto la historia con sus propios ojos y no es fácil que se le engañe. A Wells se la han contado, y no precisamente los que la han hecho.

En cuanto a la dictadura del proletariado, ¿por qué nos asustan tanto las palabras? Si el barco necesita nueva tripulación y nuevos capitanes, ¿por qué no reclutarlos en el mundo del trabajo, cuando el del capital es --por definición aceptada-- el de las viejas ratas que corroen la nave? La lógica sigue siempre del lado de Stalin. ¿La lógica nada más? ¡Ah! Yo no soy más que un aprendiz de sofística, en el mejor sentido de la palabra.

En verdad --hubiera concluido Juan de Mairena, al margen ya de sus lecturas-- que no son las palabras lo que más asusta, sino ciertas imágenes groseras que en muchas cabezas suelen sustituir a las ideas, por ejemplo: alguien empeñado en bordar lises borbónicas en unas alpargatas de albañil, unas botas de charol en la espuerta de la basura, etcétera, etcétera. Y con estas figuraciones claro está que no se puede ir a ninguna parte.


Antonio Machado, La Guerra. Escritos: 1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid: Emiliano Escolar Editor, 1983, pp. 262-64.


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