Comentarios a un escrito de Stalin sobre el problema de las nacionalidades

por Lorenzo Peña

1999-01-12


[reproducido en el número 13 de ESPAÑA ROJA]

En marzo de 1929 Stalin escribió una carta a varios militantes bolcheviques (Meschcof, Covalchuc y otros) que se publicó con el título «La cuestión nacional y el leninismo» (Obras, t.XI, pp.355-79, edics. Vanguardia Obrera, Madrid).

Al parecer esos bolcheviques replanteaban la cuestión nacional desde una óptica muy dispar de la de Stalin. Una parte de los desacuerdos no nos interesan aquí (refiérense a si el concepto de «nación» se aplica sólo a colectividades de la época capitalista y postcapitalista o también a períodos anteriores de la historia; sin embargo esa discrepancia guarda cierta conexión lógica con las que sí nos conciernen).

De alguna manera las tesis de Covalchuc parece que retornaban a posiciones afines a las que había propugnado y abanderado Rosa Luxemburgo, pero de una nueva manera.

Recordemos que Rosa Luxemburgo era poco sensible al problema nacional y --siguiendo una corriente bastante extendida entre los socialistas radicales de comienzos del siglo XX-- pensaba que constituía tarea única de los socialistas desarrollar la lucha de clases del proletariado contra la burguesía, no apoyar luchas nacionales; que, por consiguiente, siendo el proletariado internacional y, a fuer de tal, no-nacional, tendiendo a la unidad proletaria mundial, no había de proponerse erigir nuevas divisiones, nuevas barreras, nuevas fronteras, sino, en la medida de lo posible, transcender las existentes.

De ahí que el proletariado y sus representantes políticos no hubieran de apoyar ningún movimiento nacionalista de ninguna clase, ni menos movimientos secesionistas encaminados a romper los estados existentes para crear estados más pequeños dominados y dominables por las burguesías locales, y que dificultarían todavía más la unidad internacional proletaria y el avance a una sociedad sin clases. Dentro de los estados existentes podía, en determinados casos, reclamarse la autonomía, mas aun eso sólo excepcionalmente, cuando la diferenciación nacional estuviera consolidada y más o menos claramente deslindada; no era tarea proletaria el contribuir a ese deslindamiento ni a esa consolidación, sino que al revés: habían de denunciarse los intentos de las burguesías locales de atizar artificialmente las particularidades nacionales que se estaban esfumando y difuminando en el convivir real de los pueblos dentro del marco de los estados plurinacionales existentes --sin por ello embellecer a éstos.

Esas tesis tuvieron una enorme acogida en la propia Rusia, principalmente entre los socialistas de las naciones y nacionalidades minoritarias; y es que ellos luchaban principalmente contra su adversario local, que era el nacionalismo burgués, al cual tenían que disputar la confianza y aprobación de las muchedumbres oprimidas por el zarismo. No tenían que rivalizar, en cambio, en ese campo, con la autocracia zarista ni con los partidos chovinistas rusos. En cambio, el núcleo central bolchevique sí tenía, precisamente, que competir --en lo tocante a la captación de la adhesión de las masas obreras-- con esos partidos enaltecedores de la grandeza rusa, y por eso se vio naturalmente llevado a rechazar las tesis de Rosa Luxemburgo. Fue, como es bien sabido, Lleñin quien polemizó con la prestigiosa revolucionaria alemana.

Lleñin hace ver que la unidad de los estados existentes se basa a menudo, no en relaciones «naturales», sino en la fuerza bruta, en la represión policial, en la persecución de las minorías o de sus manifestaciones culturales. Y cree, por lo tanto, que los socialistas no pueden avalar esas situaciones de hecho ni tomarlas como intangibles.

Igual que el que dos personas estén (y sigan) unidas en matrimonio es asunto que han de decidir ellos de común acuerdo, sin que quepa legítimamente coartar la libertad de cada uno de separarse de la unión conyugal, del mismo modo cada nación ha de tener el derecho de separarse de un estado plurinacional. Que los socialistas apoyen o no esa separación dependerá de las circunstancias concretas.

También hace ver Lleñin que las tesis de Rosa Luxemburgo se enfrentan a una enorme dificultad: ¿cómo serían aplicables al enorme territorio de los imperios coloniales de la época? Los territorios sometidos al yugo colonial no formaban parte de los estados que los dominaban, ni por ende cabía simplemente mantener la unidad del estado plurinacional, ya que no estaban encuadrados en él sino sometidos a él. La fórmula de abogar por su derecho de autodeterminación sí brindaba una solución; es más, en esos casos y bajo el capitalismo (pero sólo bajo él), la salida que cabía razonablemente proponer era la independencia.

Rosa Luxemburgo nunca tuvo una posición clara sobre el problema colonial ni tuvo la perspicacia de Lleñin para columbrar la importancia que iba a adquirir (que estaba ya empezando a adquirir).

La posición de Stalin fue siempre la de Lleñin, pero con algunos matices. Insiste más que Lleñin en que los obreros de las naciones dominadas dentro de un estado plurinacional no tiene interés en que prospere el movimiento nacional separatista, salvo únicamente en tanto en cuanto sea un factor para contribuir a derribar el poder del establishment en el estado plurinacional. E insiste más que Lleñin en que --más allá o más acá del derecho de autodeterminación, y hasta con o sin él-- hay reivindicaciones nacionales positivas que han de apoyarse. Concretamente, el derecho a contar con una administración nacional autónoma, que funcione en la lengua vernácula y que en esa lengua propia se desarrollen la cultura y la enseñanza. Una cultura nacional sólo por su forma, o sea: por su expresión idiomática; en cuanto al contenido, habría de ser la cultura internacional progresista y proletaria. (Lleñin ya había esbozado esas ideas, pero tal vez con menos énfasis.)

Bueno y ¿qué sucede tras el establecimiento del poder proletario en un estado multinacional --concretamente en el imperio ruso? La historia es larga y no es éste el lugar de contarla.

Una vez que una serie de procesos habían deslindado el campo de las naciones que se separaron (o fueron separadas) de Rusia (Estonia, Polonia, Finlandia, Moldavia, etc.) del campo de las que permanecieron unidas en el nuevo estado federal soviético, se mantuvo una ficción de autodeterminación de las grandes naciones reunidas en la URSS bajo un doble aspecto: de un lado, esas naciones tendieron a constituirse en Repúblicas nominalmente independientes integradas en la Unión Soviética pero no separadas de Rusia, sino justamente unidas a Rusia en esa Unión; de otro lado, tales Repúblicas guardaron el derecho de separarse de la Unión. (Dizque Stalin no estuvo muy de acuerdo en eso y prefería, en principio, que tales Repúblicas se integraran en la República federativa Rusa como entidades autónomas de la misma; pero eso suscitó una de las pocas desavenencias entre Lleñin y él, y cedió.)

Las otras naciones, «menores», formaron repúblicas autónomas, o bien oblasts (regiones) autónomas, en el seno de alguna de las repúblicas mancomunadas en la URSS. Las más de ellas en la República rusa. No suele mencionarse el hecho de que en realidad a esas nacionalidades o naciones menores no se otorgó el derecho de autodeterminación. No se les brindó la posibilidad de separarse.

Stalin alegó varias razones para que una nación se constituyera en república autónoma sin derecho de autodeterminación. Una de ellas era su situación de enclavada, cuando carecía de fronteras exteriores y no podía así separarse de la Unión. No había entonces estados independientes como lo es hoy Lesoto que, sin salida al mar, ni a lagos ni ríos navegables, sólo tiene fronteras terrestres con un país: la República Surafricana. (Un precedente en miniatura ha sido durante siglos la República de San Marino, pero no es un estado nacional.)

En realidad, si Lleñin y Stalin compartían la parte negativa del programa (derecho de secesión), la práctica de la construcción del estado plurinacional soviético --en la cual Stalin jugó desde el comienzo, desde 1917, muchísimo más papel que Lleñin-- fue una práctica en la que ese derecho se mantuvo en casos más bien restringidos y a menudo sólo formulísticamente (aplicándose el principio de Tito Livio: bautizar a las cosas de otro modo para no desdecirse). Lo característico de esa construcción fue un entramado un tanto variopinto de autonomías nacionales de varios grados, y el florecimiento de las lenguas nacionales en todas las facetas de la cultura.

Se ve una continuidad en las ideas (y en la práctica) de Stalin al respecto desde el escrito juvenil (de 1913) sobre la cuestión nacional a los artículos sobre lingüística en los años 50. El hilo de continuidad lo marca, frente a las ideas de Lleñin, el insistir más en la lucha contra el nacionalismo burgués, pero también el insistir en que la promoción de las naciones oprimidas a una situación de igualdad requería un pleno florecimiento de la cultura en sus lenguas nacionales. Y, frente a Rosa Luxemburgo, Stalin recalca más allá del principio de autodeterminación, la necesidad de, no sólo no forzar una superación de las diferencias lingüísticas, sino ayudar al florecimiento de esas lenguas.

Covalchuc, en 1929, al parecer pensaba que en las condiciones del poder proletario ya no tenía sentido el mantenimiento de ninguna reivindicación nacional; que las diferencias nacionales pertenecían al pasado burgués, y que tendían a desdibujarse en un estado plurinacional proletario y, a fuer de tal, ya internacional; que, al irse estableciendo el socialismo primero y el comunismo después, las diferencias nacionales desaparecerían; que había, pues, que fomentar esa desaparición en lugar de propiciar la cultura en las lenguas nacionales de los diversos pueblos de la URSS.

Stalin critica ese punto de vista, alegando (como lo hará veintitantos años después en sus escritos de lingüística) que, cuando se implante el poder proletario en todo el orbe y se avance hacia el comunismo en un marco planetario, entonces (sólo entonces) se irán esfumando las diferencias nacionales; mas no así en el marco de un estado plurinacional como el soviético de la época. La fusión de las naciones pertenece al futuro, a un futuro en el que no haya pluralidad de estados.

Retomando sus argumentos en el discurso a la Unión Comunista de los pueblos de Oriente (1925) [Obras t.7, pp.136-56], Stalin recalca la diferencia entre que el comunismo haya triunfado en todo el planeta y el que haya triunfado sólo en un estado, por grande que éste sea.

El argumento a favor de la tesis de que sólo tras el triunfo global de la revolución comenzarán a extinguirse las diferencias nacionales es el siguiente: la desconfianza nacional, el aislamiento nacional, la hostilidad nacional, los choques entre naciones, son tendencias resultantes del imperialismo; mientras éste exista, persistirán. El imperialismo no ha sido destruido por la victoria de la revolución en un solo país. Hasta que triunfe en todos los países hay peligro de avasallamiento nacional, y base para desconfianza y hostilidad nacionales.

No sé cuán persuasivo sea ese argumento porque es dudoso que lo que motive, p.ej., en 1929 una larvada (o residual) desconfianza u hostilidad nacional de los georgianos hacia los abjasios, o de los azeríes hacia los armenios, sea la existencia de potencias imperialistas foráneas como Francia Inglaterra y EE.UU.; tal vez por el peligro de restauración capitalista, directa o indirectamente propiciado por esas potencias, y, con ello, la vuelta a relaciones nacionales menos equilibradas que las que se plasman en la política nacional soviética en aquel período. Tal vez. Pero posiblemente no. Porque esa perspectiva estaba muy alejada, seguramente, de la mente del azerí o el georgiano medio en aquel período.

Mas, sea eso como fuere, Stalin dispone de otro argumento, y lo esgrime con su acostumbrada claridad. `Yo no creo mucho [nos dice] en esta teoría [de Kautsky] del idioma universal único. En todo caso, la experiencia no habla a favor, sino en contra, de dicha teoría. Hasta ahora las cosas han ocurrido de tal modo que la revolución socialista no ha reducido, sino que ha aumentado el número de idiomas, ya que la revolución, sacudiendo las capas más bajas y profundas de la humanidad, haciéndolas salir a la escena política, despierta a una nueva vida a una serie de nacionalidades antes desconocidas o poco conocidas'. (Páginas 368-9.)

Al hablar de un aumento del número de idiomas, Stalin se refiere, claro, a idiomas reconocidos como tales, dignificados con el rótulo de `idiomas'. Lo esencial es que Stalin --como lo ponen de manifiesto las aclaraciones sucesivas, pp.370-1:

  1. juzga que sería erróneo proceder a una asimilación, la cual echaría por tierra el trabajo realizado para promover la amistad entre las naciones soviéticas; y
  2. considera que a las masas ignorantes sólo se las puede elevar a la cultura si ésta se expresa en su lengua materna, en la única lengua que, en su vida real, hablan y entienden (`los millones de hombres del pueblo, las masas, únicamente pueden progresar desde el punto de vista cultural, político y económico en su lengua materna, en su lengua nacional').

Stalin cree, pues, que, para acercarse al horizonte lejano de una nación planetaria en la que sólo se hable un idioma común, hay que pasar por el florecimiento plurinacional en el cual prosperen las lenguas nacionales. Ese horizonte del idioma común le resulta vago, brumoso y, desde luego, remoto; algo que no es tarea suya, más que en el sentido de que, favoreciendo la marcha de la historia, se sabe que se llegará a eso algún día. Pero, si para Kautsky y otros socialistas alemanes de comienzos de siglo podía ser un asunto de una o dos generaciones, sin duda Stalin, sin decirlo, da a entender que puede ser asunto de muchas, muchísimas generaciones, y ésas por venir. Para ir a un sitio, el mejor camino (por ser el único practicable) es, a menudo, un rodeo en dirección opuesta.

Es palmario para cualquiera que conozca la situación soviética de la época que Stalin se refiere siempre a lenguas que reúnen estas características: cada una de ellas es tal que:

  1. Hay un territorio (amplio o no, pero con un mínimo de extensión compactada) en el que es la única lengua hablada y conocida por la población.
  2. No ha sido impuesta, en tiempos recientes, por el poder político mediante represalias a quienes no la usan o conozcan, sino que es hablada y usada «naturalmente» por la gente de ese territorio.
  3. Se usa en todas las facetas de la vida local de esa gente en ese territorio. (Esta condición 3ª seguramente es una consecuencia de la 1ª.)

Por supuesto puede que en un pasado remoto el tártaro hubiera sido impuesto en el territorio de Kazán por la fuerza, pero habían pasado muchos siglos de eso. Luego se aplicaba la condición 2ª. Y otro tanto pasaba en los territorios nacionales de Bashquiria, Kazacstán, Usbequistán, Buriato-Mongolia, Carelia, Georgia, etc.

Por consiguiente, Stalin no está favoreciendo el renacimiento artificial, la imposición autoritativa, de lenguas que estén periclitando o cayendo en desuso y que no sean ya habladas sino por una minoría de la población territorial, o que no sea usadas en las diversas facetas de la vida local, o que no sean lenguas genuinamente maternas más que de un sector restringido de la población. Y probablemente sus argumentos y sus tesis no se aplicarían en situaciones en las que la masa de la población fuera bilingüe (hablara una lengua local más una común al estado plurinacional en el que esté encuadrado ese territorio); en todo caso, su argumento de promoción cultural difícilmente se aplicaría en tal caso.


Lorenzo Peña
1999-01-12


Lecturas recomendadas: