REY REINANDO, CON EL MAZO DANDO

Lorenzo Peña

CONTENIDOS:

  1. Consideraciones Preliminares
  2. La monarquía, Forma perdurable del Estado español
  3. El carácter parlamentario de la Monarquía española
  4. El poder real y la necesidad del refrendo
  5. La potestad real de nombrar al presidente del Gobierno
  6. La potestad regia de vetar decretos y leyes
  7. El poder constituyente del soberano
  8. Conclusión


Consideraciones Preliminares

Los ditirambos al régimen borbónico que a diario tenemos que aguantar nos lo suelen presentar como republicano de hecho, sólo que teniendo en el vértice a Alguien que, jugando sin embargo un papel meramente decorativo, promueve todo lo bueno y sano de la Nación, ya que, en inigualable adagio de uno de esos hombres de Palacio, nada español le es ajeno [al Rey]. No sé cuán ajeno le será el republicanismo de quien esto escribe, español por los cuatro costados. En todo caso, mi propósito en las páginas que siguen no es el de argumentar a favor de mi republicanismo, sino tan sólo mostrar que, cualesquiera que sean sus otros vicios o sus presuntas virtudes, la monarquía configurada en la Constitución hoy en vigor --la de diciembre de 1978-- dista de reducir la potestad del soberano a la de una figura decorativa. Decore o no, posee, a tenor de esa Constitución, un enorme poder, según lo vamos a ver en estas páginas.

Apartado 1.-- La monarquía, Forma perdurable del Estado español

El núcleo de la vigente constitución es, evidentemente, el artículo 1, pero dentro de él lo es el apartado 3. Por otro lado, ese artículo 1 ha de ser leído en conexión con todo el Título II de la Constitución, que es el «De la Corona», toda vez que define a España como una monarquía parlamentaria (inútil precisar: sustantivo: monarquía; adjetivo: parlamentaria).

Conviene reflexionar sobre los verbos mediante los cuales se expresa ese artículo 1 de la Constitución. Mientras que el apartado 1 del mismo afirma que España «se constituye en un Estado social y democrático de derecho», el apartado 3 reza así: «La forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria». Es obvio que nuestros constituyentes de 1978 son personas suficientemente instruidas como para saber usar las palabras con su sentido propio. Una cosa es que una cierta entidad se constituya en esto o lo otro, otra que ella sea esto o lo otro, o que su forma sea así o asá. Mientras que lo que se constituye en eso o lo otro no lo era antes de constituirse en ello, lo que es de cierta forma (o aquello cuya forma es así o asá) lo es independientemente de cualquier acto constituyente, de cualquier decisión de constituirse de un modo u otro. La intención es palmaria: España es, por encima de las vicisitudes, de los cambios de régimen político, una monarquía parlamentaria; tal es la forma del Estado español, o sea de la organización política de España, según la Constitución. Así pues, cualesquiera que sean las decisiones de una u otra generación de españoles, lo inalterable, lo permanente, lo consustancial con España como entidad política, a través de los siglos, es el ser una monarquía parlamentaria; al paso que el que esa monarquía parlamentaria que es España venga constituida en Estado social y democrático de derecho que propugne como valores la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político (todo ello a tenor del apartado 1 del artículo aquí considerado) es fruto de una decisión ocasional de esta generación de españoles, y por lo tanto es un accidente de vigencia transitoria, válido tan sólo como modulación interina de la forma permanente del Estado español, para el período, históricamente limitado, en que prevalezcan las decisiones y los valores de la presente generación. Tal es, clarísimamente, el sentir de nuestros constituyentes del 78. (Otra cosa es cuán de acuerdo estemos o dejemos de estar con esa idea.)

Así pues, desde su mismo arranque, la Constitución remite a un orden superior al que ella viene a regular; un orden de supralegalidad, un orden de entidad política que es la naturaleza misma de España como entidad histórico-política, revestida por su forma propia e inalterable que es la monarquía (luego veremos hasta dónde compromete o restringe el adjetivo calificativo de «parlamentaria»). Evidentemente la Constitución se ciñe así a regular un ordenamiento históricamente transitorio, provisional, de lo permanente y consustancial a España; al hacerlo, sienta las bases de un orden jurídico, pero a su vez ella descansa en un cimiento más profundo, firme y estable, que es España como entidad histórico-política revestida de su forma monárquica. El orden jurídico regulado desde la Constitución remite, pues, a un orden histórico-político más básico. Lo cual significa que, cualquiera que sea el valor jurídico fundacional de la Constitución, el orden jurídico global de España --según la propia Constitución-- remite siempre en último término a una norma superior, supraconstitucional, a saber: a la existencia misma del Estado español, revestido de su forma, la monarquía [parlamentaria].

Que ello es así viene confirmado por el estudio del Título II, según lo indicaba más arriba. Y es que, cuando la Constitución, saliendo de su Título Preliminar --generalidades-- y de su Título I («De los derechos y deberes fundamentales» de los españoles, o sea: un tratamiento, no del propio Estado, sino de sus miembros, aunque sea en relación con él), empieza a hablar del Estado mismo que es España, de su organización a tenor de la propia norma que aspira a ser el texto constitucional, lo primero que hace es, ante todo, remitir de nuevo a un orden supraconstitucional, a un orden de realidades permanentes al cual estaría supeditada la Constitución misma. En efecto, el artículo 57.1 comienza así: «La corona de España es hereditaria en los sucesores de S.M. Don Juan Carlos de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica». Por su parte, el artículo 56.1 (el primero del Título ahora estudiado) dice enfáticamente: «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes».

Esos asertos constituyen lo principal de la Constitución, el meollo de toda ella, y marcan la pauta interpretativa a la que me remitiré a lo largo de todo este artículo, así como sin duda ninguna aquella a la que se remitirán también las autoridades y el poder judicial cuando proceda desentrañar la genuina significación de lo dispuesto por la Constitución (quizá, precisamente, cuando toque pasar del orden intraconstitucional cuya raíz es esa norma a otro orden constituyente, retrotrayéndose en el ínterin toda fuente de poder a la única autoridad permanente, la única que está por encima de las vicisitudes y variaciones de los regímenes; o sea: cuando toque devolver toda la responsabilidad de la conducción del Estado al orden de legitimidad permanente y supraconstitucional al que expresamente se remite la propia Constitución como algo más alto y a lo cual ella misma explícitamente se supedita). Cabe, pues, examinar con cuidado tales asertos.

Lo primero que merece destacarse es el artículo 57. Igual que los otros principios básicos de la Constitución, lo que ahí se afirma viene presentado, no como estipulaciones, sino como enunciados de hecho. La redacción de la Constitución es, en este punto (y en muchos otros también, desde luego), de encomiable claridad. Con maestría (si digna o no de mejor causa, júzguelo el lector) saben nuestros constituyentes distinguir entre mandamientos constitucionales y reconocimiento de situaciones de hecho, cuya existencia y cuya vigencia la Constitución se limita a exponer, remitiéndose a ellas como instancias superiores. Lo que así la Constitución, en vez de regular con sus mandamientos, se circunscribe a reconocer será eso, una situación de hecho; pero también una situación de derecho, una instancia jurídica ante la cual se inclina la propia constitución, al reconocerla; reconocimiento que es, pues, un expreso acatamiento a ese orden supraconstitucional. Ese es el tenor, p.ej., del citado artículo 57.1. No se ordena en él que sea hereditaria la corona de España en los herederos del actual monarca, sino que se dice que lo es. Es el reconocimiento de una situación histórico-jurídica superior, de rango más alto que la propia Constitución, la cual, así, tiene facultad de constituir sólo dentro de los límites impuestos por la existencia permanente de la situación aludida. Que ello es así en el espíritu de nuestros constituyentes del 78 lo revela --si alguna duda cupiera-- el final de la frase, que dice que el actual monarca es «legítimo heredero de la dinastía histórica». Quien afirmara que ese aserto es una disposición estaría diciendo algo peregrino. Si fuera una disposición, una orden, entonces su sentido sería és te: «Sea D. Juan Carlos heredero legítimo de la dinastía histórica». Como hubiera podido mandarse que lo fuera Juan Pérez Alvarez, vecino de Corral de Gallinas. Es decir, se estaría mandando que tal persona en particular posea tal cualidad, a saber esa que recibiría la denominación de «heredero legítimo de la dinastía histórica». La posesión de tal cualidad arrancaría entonces de la entrada en vigor de la norma. No podría ser retroactiva (pues, aparte de que la no retroactividad es un principio jurídico universal, expresamente la Constitución estipula, en su artículo 9.3, la no retroactividad «de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales»; y es obvio que el investir a un aspirante en desmedro de otros es desfavorable para los últimos; ahora bien, otros aspirantes los hay, incluso un número de parientes del monarca actual, quienes por su parte se consideran a sí mismos como herederos legítimos de la dinastía). Si no es retroactiva, la posesión de la cualidad en cuestión empezaría a darse sólo después de la entrada en vigor de la propia Constitución, o a lo sumo en el mismo instante (si es que esto último es posible, en lo cual no entro aquí). El monarca, pues, sólo empezaría a reinar tras la promulgación de la Constitución, o sólo empezaría a reinar legítimamente entonces. Pero eso va en contra tanto del texto explícito de la Constitución cuanto del proceso y el procedimiento de su promulgación. Como luego veremos, la Constitución entra en vigor por la sanción regia, o sea por la autoridad que le confiere, promulgándola, quien --según el texto de la propia Constitución-- está revestido de un poder superior, que lo capacita p ara sancionar o dejar de sancionar esa Constitución u otras, a tenor de las vicisitudes, de los cambios coyunturales y de la conveniencia de España, según su saber y entender.

Descartada, pues, la obviamente inaplicable lectura del artículo 57.1 como un mandamiento o una disposición, queda la única alternativa, a saber: que es el reconocimiento de una situación previa y anterior a la Constitución. Ahora bien, no es el reconocimiento de una situación meramente de facto, en el sentido de algo independiente del orden jurídico, ajeno a él (como lo sería el de que el archipiélago balear comprende siete islas), sino el de una situación jurídicamente vinculante, poseedora de vigencia superior a la de la Constitución misma. De ahí que se califique al monarca de heredero legítimo de la dinastía histórica. En esas palabras hemos de meditar. El monarca es heredero, esa herencia es legítima, y es la herencia [legítima] de la dinastía histórica.

Que el monarca es heredero quiere decir que su condición de monarca emana, no de la Constitución, sino de un orden previo, anterior y que, al venir reconocido por la Constitución, es expresamente aceptado como un orden superior jurídicamente. No serán sólo los sucesores de este monarca quienes sean herederos del mismo, como, p.ej., al entregar en 1871 las Cortes españolas a Amadeo de Saboya la corona de España, proclamaron que sus sucesores, de él descendientes, serían herederos legítimos del trono español. ¡No! Ahora se trata de algo muy distinto: la Constitución, lejos de conferir ella misma rango alguno al monarca, se limita, con relación a él, a reconocerlo y acatarlo como autoridad, como detentador supremo del poder, en virtud de una norma superior, que no emana de la Constitución sino que está por encima de ésta y la precede, norma que rige la organización permanente del Estado español y la posesión del rango máximo dentro de ella. Que eso es así lo recalca el adjetivo «legítimo». Aun sin esta palabra, estaría claro el tenor de la Constitución: ésta se remitiría a una instancia superior a ella y cuyo depositario sería el heredero de la dinastía histórica, cabeza hereditario, pues, de la organización permanente de España como Estado. Pero a disipar cualquier posible duda al respecto viene ese adjetivo. La legitimidad indica a las clarísimas que la posesión por el monarca de ese rango lo capacita para el ejercicio supremo del poder y obliga a los autores de la Constitución a acatarlo y a redactar sus disposiciones ciñéndose a cualesquiera limitaciones que se deriven de la existencia de esa jefatura; que, si no, irían en contra del orden de la legitimidad. La legitimidad no la confiere la normativa constitucional, sino que al revés: ésta adquiere (lo veremos) su vigencia de la voluntad de quien está revestido de la legitimidad. A tenor de ese modo de ver las cosas --del cual está empapado el texto constitucional, y que aflora principalmente en el artículo 57.1--, sólo cabrá un orden constitucional vinculante en tanto en cuanto sea implantado por decisión del detentador hereditario legítimo de la jefatura del Estado y no mande cosa alguna que vaya en detrimento de la plenitud del ejercicio de esa jefatura.

Queda todavía por desentrañar el significado del complemento nominal: «de la dinastía histórica». El monarca ejerce la jefatura del Estado en virtud de su calidad de heredero legítimo; pero de heredero legítimo de la dinastía histórica, lo cual nos retrotrae a lo que veíamos más arriba sobre la entidad histórica permanente de España como monarquía: España es, según la Constitución, un Estado, surgido en la historia, y cuya entidad misma tiene una forma que es la monarquía, una monarquía hereditaria, en la cual es depositaria del poder una dinastía y, dentro de ésta, lo es el heredero legítimo. Así, la realidad de España es la existencia de una nación cuyas condiciones de identidad o individuación estriban en la organización monárquica y en que sea depositaria del poder una familia dada, llamada «dinastía» (que es histórica en eso y por eso: porque su vinculación a la jefatura o mando supremo es consustancial con la propia existencia histórica de España).

A tenor de esos principios básicos, del reconocimiento de esa situación, jurídicamente vinculante, de rango superior, la Constitución todo lo que puede hacer, todo lo que se puede autorizar a sí misma a hacer, es modular, articular, reglamentar el funcionamiento ordinario del Estado; de un Estado cuyas bases de legitimidad escapan a su control o a sus imperativos (mientras que, por el contrario, ella no escapa al control de esa legitimidad, sino que adquiere vigencia --y la conserva-- sólo en tanto en cuanto tal sea la voluntad del depositario de la legitimidad histórica, quien nunca perdería esa legitimidad, a la cual está supeditada --según hemos visto-- la legalidad constitucional, en el caso de que determinadas circunstancias lo llevaran a él, autoridad suprema, a reemplazar esta Constitución por otra más adecuada entonces a la permanencia de España y de su forma política inalterable, la monarquía).

Y vemos, de conformidad con eso, en qué términos se expresa el citado artículo 56.1 de la Constitución. Dícese ahí que el Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, árbitro y moderador del funcionamiento regular de sus instituciones; y que asume la más alta representación del Estado. Aquí hay que contrastar el «es» con el «asume». Lo que el monarca viene reconocido como siendo es algo que él es por encima de la Constitución. No estipula ésta que tal persona sea jefe de Estado. La posesión por ella de tal calidad no se genera con la Constitución, no emana de ésta. Al revés, ese rango es reconocido y acatado por el artículo 56.1 como la existencia vinculante de una realidad de nivel jurídicamente más alto que la propia norma constitucional; eso que el monarca es (jefe de Estado, símbolo de la unidad y permanencia de España) es una cosa; otra el ejercicio de la autoridad que le compete a fuer de tal. Esto último es lo único que sí le confiere la Constitución, lo que la Constitución se reconoce a sí misma la capacidad de conferirle. No el ejercicio de la jefatura del Estado, sino las funciones mediante la ejecución de las cuales lleva a cabo tal ejercicio. Es más, se entiende que, al conferirle determinadas funciones (o más bien --y la elección del verbo por los autores de la Constitución no es arbitraria-- al atribuírselas), la norma constitucional hace dos cosas a la vez: de un lado, mandar que nadie estorbe el desempeño de tales funciones por el monarca; de otro lado, prescribir a éste qué otras funciones no está autorizado a realizar. Sin embargo, el primer mandato es de índole muy diferente de la segunda prescripción. Y es que, como el monarca posee una autorida d que no emana de la Constitución --sino que es anterior y superior a ella--, y como la Constitución remite a un orden de legitimidad de rango jurídico más alto (un orden consustancial con la existencia misma de España como Estado histórico, un orden por encima de las constituciones sucesivas resultantes de circunstancias coyunturales), tenemos que, mientras el mandamiento de que nadie estorbe el ejercicio de las funciones regias es algo que la propia Constitución reitera, pero que no se origina con ella, sino que procede de la existencia misma de la Jefatura hereditaria (ya que no puede existir jefatura alguna cuya mera realidad no conlleve un mandamiento de que se sujeten a ella aquellos sobre quienes tal jefatura esté llamada a darse), en cambio el prescribirle al monarca tales o cuales limitaciones al desempeño de funciones de jefe de Estado ha de entenderse como una disposición que tiene la poca o mucha fuerza de obligar que se piense o se desee que tenga sólo para el período, históricamente limitado, de aplicación o vigencia de esa Constitución; y aun eso sólo en tanto en cuanto no venga con tales limitaciones conculcado o socavado el principio mismo de legitimidad histórica al que expresamente se supedita la Constitución. En caso, pues, de conflicto de interpretaciones, habrá de prevalecer la autoridad real. Y, desde luego, la experiencia dice que tales conflictos no dejan de darse. No se trata, pues, de ningún supuesto meramente hipotético.


Apartado 2.-- El carácter parlamentario de la Monarquía española

Podría resultar curioso que, cuando la Constitución delimita tan claramente el orden intraconstitucional, de vigencia circunscrita, temporalmente limitada --y, aun para ese período, siempre supeditada al principio jurídicamente más alto de una norma superior, que es la legitimidad histórica encarnada en la Monarquía y en la supremacía del poder real--, subordinándolo sin tapujos al orden supraconstitucional, que está por encima de los avatares y vaivenes de constituciones alterables y de regímenes políticos, juzgue empero necesario matizar la declaración según la cual España [intemporalmente] es una Monarquía con el adjetivo «parlamentaria». Se han propuesto diversas lecturas. Una de ellas es la de que esa declaración de la Constitución (su artículo 1.3) es la conyunción de dos enunciados, a saber: 1º «La forma política del estado español es la Monarquía»; 2º La Monarquía española es parlamentaria». Si admitiéramos una línea semejante de interpretación, podríamos pensar que, mientras el enunciado 1º es el que define a España como supratemporalmente monárquica, el 2º tendría una aplicación limitada al período de vigencia de la presente Constitución; entonces, más que rezar del modo indicado, ese enunciado 2º habría de ser de este tenor: «La Monarquía española viene, por la presente Constitución, configurada como parlamentaria». Lo inalterable y consustancial con España como entidad histórico-política sería el poder real, no su modalidad parlamentaria.

No creo que sea de descartar esa lectura. Evidentemente, llegado el caso se invocará la misma para justificar un eventual abandono de las formas parlamentarias, al menos en su presente versión constitucional. Sin embargo, no me parece que sea exactamente ésa la intención de nuestros constituyentes del 78. Antes bien, juzgo que la enfática declaración que encierra en artículo 1.3 expresa la visión que de España tienen tanto los redactores del texto cuanto el promulgador y sancionador del mismo --que no es otro que el monarca en persona. Esa visión es la de que España es, por encima de las vicisitudes y constituciones que van y vienen --y salvados los dos cortos períodos republicanos-- una Monarquía parlamentaria. Es, ha sido y será. A tenor de ello, tan parlamentaria es la Monarquía española bajo Isabel la Católica, o bajo Enrique el de las Mercedes, o bajo Carlos III, como lo sea bajo el actual monarca. No es que esa parlamentariedad se ejerza de la misma manera, no. Ejércese de un modo u otro según los regulamientos constitucionales que, en cada circunstancia histórica, han sido o serán sancionados y promulgados por el monarca reinante, en aras del mayor bien de la Monarquía hispana. Pero siempre se trató y se tratará de una Monarquía parlamentaria.

Pero ¿cómo puede ser eso? ¿No está claro que, además de que las viejas Cortes generales de los reinos hispanos no eran parlamentos en el sentido de esta palabra corriente en nuestro siglo, durante largos períodos y hasta de luengos reinados enteros no se reunieron ni una sola vez? ¿No está claro que, cuando sí se reunían, tenían poderes limitadísimos, casi poco más que consultivos? ¿No está claro que no eran elegidas con libertad de candidaturas políticas, de campañas electorales?

A tales preguntas hay que contestar como sigue. Siendo el carácter de Monarquía parlamentaria, según la Constitución, algo permanente y por encima de los cambiantes regímenes, la cualidad de lo parlamentario a la que se refiere el artículo 1.3 ha de entenderse, no desde una pauta preconcebida al margen del texto, ni menos todavía desde el prejuicio de las prácticas parlamentarias del siglo XX, sino desde la literalidad misma del texto y desde las ideas de los inspiradores y redactores, como Fraga Iribarne. Conque la parlamentariedad en cuestión es perfectamente compatible con el que las Cortes sean elegidas de una u otra manera, precedidas o no por campañas electorales libres, con pluralidad de candidaturas o sin ella. Compatible es también con que tales Cortes tengan mayor o menor poder. E incluso con que no se reúnan durante decenios. Basta, para que sea --en el sentido del artículo 1.3-- parlamentaria la Monarquía con que exista una institución que sean las Cortes generales del reino, revestida en principio de ciertas facultades --como la de asesorar al monarca y transmitirle súplicas de sus vasallos--; institución que de algún modo, por uno u otro procedimiento, resulte de elecciones de una u otra índole. Y en ese sentido es verdad que la Monarquía hispana ha sido siempre parlamentaria, pues hasta los reyes más absolutos y absolutistas, como Carlos III, se abstuvieron de abrogar las leyes que reconocían algún tipo y grado de existencia a la institución representativa que serían las Cortes, aunque en la práctica no las convocaran. Es más, tanto la Constitución de Cádiz del 19-3-1812 como el Estatuto Real promulgado por la Reina Mª Cristina el 10-4-1834 se presentaban: la primera como una nueva versión, o refundición, de «las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía, acompa ñadas de las debidas providencias y precauciones, que aseguren de un modo estable y permanente su entero cumplimiento»; el segundo como un «restablecer en su fuerza y vigor las leyes fundamentales de la Monarquía» y como mera aplicación de lo dispuesto por las Partidas. Así que la caracterización de la Monarquía hispana como parlamentaria, en ese sentido lato, refleja, no sólo la visión particular de nuestros constituyentes de 1978, sino, en cierta medida al menos, también la de sus precursores liberales de la primera mitad del XIX. Otro asunto es el de la sinceridad, y otro más el de cuán precursores hayan sido aquéllos de éstos. Cabe sospechar que los redactores de la Constitución de Cádiz pusieron en su Preámbulo esa frase para aplacar a los serviles, pero sin convicción. Y los inspiradores de la vigente Constitución seguramente son, en su mayoría, más descendientes políticos e intelectuales de los serviles que de los liberales, toda vez que la Constitución de Cádiz, salvo en su preámbulo, no define a España como Monarquía, sino que a lo largo de su Título I habla en términos independientes de cuál sea la forma de gobierno, y hasta el artículo 14 (en el cap. III del Título II) no hace referencia a la Monarquía; cuando lo hace es con esta fórmula, tan comedida: «El Gobierno de la Nación española es una Monarquía moderada hereditaria». Una estipulación carente de énfasis, colocada entre otras, como una disposición particular tan revisable como cualquier otra, y que se limita a prescribir, para el período de vigencia de la Constitución --es más, para aquel período en que ésta no haya venido enmendada-- una mera forma de gobierno, lo cual es muy diferente de una forma política de l estado. Conque, a pesar del preámbulo, el monarquismo de los liberales de 1812 era infinitamente menor que el de los redactores e inspiradores de la Constitución de 1978. Así y todo, los últimos no han dejado de tomar a los primeros como modelo suyo, al menos en cuanto les convenía.

Los panegiristas de la vigente Constitución y de la Monarquía borbónica quieren persuadirnos de lo contrario. Desean ellos presentar una imagen muy otra del espíritu y de la letra de la Constitución. Porque, si lo por ésta garantizado como permanente e inalterable forma política del estado español es una Monarquía parlamentaria, así entendida, entonces esa garantía no conlleva ninguna exclusión del absolutismo despótico de los primeros Borbones, Felipe V, Luis I, Fernando VI, Carlos III, que suponía una concentración de todos los poderes en la persona del rey. Dándose cuenta de ello, y deseosos de que no se vean las cosas así, esos apologistas arguyen que lo de «parlamentaria» ha de entenderse, en el artículo 1.3, desde el transfondo del carácter democrático de la Constitución y del régimen político que ésta viene a implantar. Alegan que el Preámbulo de la Constitución de 1978 habla enfáticamente de convivencia democrática y del establecimiento de una sociedad democrática avanzada. Aducen también que cada declaración del texto constitucional ha de leerse desde el espíritu de los regímenes democrático-parlamentarios contemporáneos, en el marco de los cuales deseaban que pasara a estar España los autores de la Constitución. Es difícil ver en tales alegatos otra cosa que meras peticiones de principio, ya que suponen lo que se trata de demostrar. Respondo a esos argumentos punto por punto.

Las declaraciones del Preámbulo no tienen ningún carácter vinculante, sino que son meras exposiciones de motivos para redactar el texto constitucional, o sea: expresan las razones que han llevado a sus redactores a elaborarlo y proponerlo a la sanción y promulgación regias. Los autores de ese texto han querido así decirnos por qué ellos han redactado, para que tenga vigencia en esta fase, esa regulación o reglamentación particular de lo permanente del estado español (la Monarquía parlamentaria), ese conjunto de cláusulas, en vez de otras. Naturalmente, para hacerlo han tenido en cuenta las ideas hoy corrientes sobre cómo ha de funcionar y para qué debe servir el estado. Pero tales ideas no pretenden hacernos creer los constituyentes que sean válidas eternamente, ni que su aceptación sea consustancial con la existencia del estado español, mientras que sí lo es, en cambio, el que éste sea una Monarquía. En resumen, el Preámbulo es una exposición de motivos de la redacción de aquello solo que los autores se juzgan en capacidad de disponer; y entre ello no figura la existencia de España, ni lo consustancial con la misma, que sería la Monarquía parlamentaria; esto último la Constitución se limita a acatarlo, inclinándose ante ello, como ante una instancia jurídicamente superior; eso es lo que hace por el artículo 1.3.

Tampoco es correcto el otro argumento, a saber que ha de leerse cada enunciado de la Constitución desde el espíritu de los modernos regímenes parlamentarios y desde las prácticas en ellos comunes. Porque, al revés, la Constitución distingue y deslinda con meridiana claridad los dos órdenes, el intraconstitucional --que, efectivamente quiere atenerse, más o menos, a esas prácticas-- y el supraconstitucional y permanente, que está por encima, cual corresponde a lo que [intemporalmente] es la forma política del estado español. Así pues, al reconocer a esta Forma un rango jurídico superior y más vinculante, el artículo 1.3 ha de leerse, no desde las prácticas corrientes de regímenes parlamentarios actuales, sino desde la concepción de España de los legisladores de 1978, como el ya citado Manuel Fraga Iribarne.

No sólo, pues, no hay por qué supeditar la interpretación del artículo 1.3 al espíritu democrático, sino que, más bien al revés, hay que entender éste, según lo concibe el texto constitucional de 1978, como enmarcado, ceñido y circunscrito por la visión del estado español que viene expresada en el artículo 1.3. La democracia que se prevé y se articula en la Constitución es una democracia que puede existir tan sólo en tanto en cuanto se dé dentro de la Monarquía parlamentaria; y, por supuesto, sólo hasta donde el Titular del estado juzgue oportuno mantener esa Constitución y no se haya producido ninguna crisis grave dentro de ella que lo lleve a preferir una mutación de ordenamiento constitucional en aras del bien y de la conservación del estado español, según lo concibe la Constitución, o sea del bien y de la conservación de la Monarquía.

Es más, como el artículo 1.3 enuncia que la forma del estado español es la Monarquía parlamentaria (en vez de decir que España se constituye en Monarquía parlamentaria, o que esa forma política será la Monarquía parlamentaria, o incluso que la forma de gobierno es la Monarquía parlamentaria --todo el mundo sabe que las formas de gobierno son variantes y ocasionales), y como, obviamente, está hablando de la Monarquía hoy existente en nuestra Patria, y de ella dice que es parlamentaria y que es la Forma política del estado español, resulta palmario que, si se usara ahí el término «parlamentario» en la acepción que quieren darle los adalides y ensalzadores del régimen borbónico, se estaría diciendo una falsedad tremenda, a saber: que esa Monarquía es y era, en tal sentido, parlamentaria ya en el momento en que se estaba redactando el texto constitucional, y hasta en el momento de la entronización del monarca. Y, sin embargo, todo el mundo sabe que cuando se produce tal entronización, en noviembre de 1976, España vive bajo el régimen fascista de partido único (el «Movimiento Nacional»), régimen que no cesa entonces, sino que se mantiene hasta que va siendo reformado primero y reemplazado después por el régimen parlamentario actual. Y ¿quién puede creerse que nuestros constituyentes del 78 hayan proferido una falsedad tan descomunal? ¿A quién iban a engañar? ¿No sabíamos todos cómo estaban las cosas? Por el contrario, la declaración expresada por el artículo 1.3 es verdadera si entendemos, en ella, el adjetivo «parlamentaria» en ese sentido lato, pues, en tal sentido, ni siquiera el ordenamiento fascista implantado y legado por Francisco Franco era imparlamentario, al menos desde la llamada Ley de creación de las Cortes españolas del 17-7-1942. El parlamentarismo que, en ese orden supraconstitucional, nos prometen y garantizan nuestros legisladores del 78 no excluye, pues, un sistema como ése del consejo del Reino y demás tinglado franquista.


Apartado 3.-- El poder real y la necesidad del refrendo

Los apologistas de la Constitución del 78 quieren hacernos creer que la misma anula, o casi, el poder real, concediendo todo el poder político a los representantes elegidos por el pueblo. No es así, según lo vamos a ver. Ante todo, hay que considerar aquí lo que se invoca, de manera general, a favor de la lectura aquí criticada, a saber: que el artículo 56.3 dice que los actos del monarca «estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 55, 2». Pues bien, leamos el artículo 64:

1. Los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los ministros competentes. La propuesta y el nombramiento del Presidente del Gobierno, y la disolución prevista en el artículo 99, serán refrendados por el Presidente del congreso.

2. De los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden.

Ante todo resulta obvio --y dan, por ello, ganas de abstenerse de señalarlo-- que un requisito legal de refrendo únicamente se aplica a actos que puedan ser refrendados por su propia naturaleza. Por consiguiente, no se aplica a omisiones, sino sólo a acciones; y, más concretamente, a acciones consistentes en dictar un mandamiento de una u otra índole, de uno u otro rango. En cambio, caen enteramente fuera del requisito del refrendo los demás actos del monarca. En particular, y por su propia naturaleza, no han de ser refrendados actos como el de no decretar esto o aquello, no sancionar ni promulgar esta o aquella ley. Lo veremos más abajo. Pero ya en este punto está claro que no hay nada que pueda constituir un refrendo de una omisión. El refrendo es una firma estampada en una orden, en un mandamiento, firma en virtud de la cual el mandamiento tiene validez constitucional, a la vez que conlleva una responsabilidad del firmante (e.d., del otro firmante, porque la firma del Rey no acarrea responsabilidad alguna, ya que --artículo 56.3-- «la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad»).

El rey es, pues, irresponsable. Nadie le puede pedir cuenta alguna por sus actos ni por sus omisiones. Sólo que, para que posean validez constitucional, sus mandamientos han de llevar la firma refrendante prevista por el artículo 64. La ausencia de tal firma refrendante no anula los mandamientos regios, sino que meramente los priva de validez constitucional. Ahora bien, ya sabemos que una cosa es el orden intraconstitucional --de vigencia limitada en el tiempo, y, además, siempre supeditada a la más alta norma supraconstitucional que es la permanencia de España como Monarquía-- y otra es el orden jurídico general del estado. La Constitución, para el período de su propia vigencia, deroga disposiciones anteriores (del régimen franquista) contrarias a lo en ella regulado; pero nunca dice la Constitución --ni han dicho nunca los redactores y aplicadores de la misma-- que las disposiciones anteriores hayan sido nulas. Por el contrario, todavía hoy siguen en vigor muchísimas leyes franquistas. Ello marca un gran contraste con lo sucedido, p.ej., en Francia, en el momento de la liberación, en 1944, cuando el general De Gaulle declaró nulas todas las disposiciones del régimen pro-nazi del mariscal Pétain. Jurídicamente la no validez es muy distinta de la nulidad. Un mandamiento no-válido es un mandato que no cumple ciertos requisitos dentro de un determinado orden jurídico, pero que puede que sí se ajuste, en cambio, a requisitos de una norma jurídica de rango superior. La elección, pues, de esa expresión (la «no validez» de los actos regios no refrendados) en el artículo 56.3 es una prueba de que no se está quitando a tales actos (o sea, ni siquiera a los mandamiento reales sin refrendo) la fuerza de obligar, sino que meramente se nos dice que esa fuerza de obligar no la tendrían en aplicación de la Co nstitución, o sea que no se trataría de una práctica conforme con lo regulado en ésta. Mas, como la Constitución misma se supedita explícitamente a otra norma jurídica más alta (la existencia y conservación de la Monarquía), y como a ella sí se ajustarían tales actos, está claro que, en ese orden supraconstitucional, los mismos tendrían fuerza y habrían de ser obedecidos, por mucho que carecieran de «validez» [constitucional].

A quienes se figuren que todo esto no son más que minucias terminológicas y que el artículo 56.3 no tiene el sentido que aquí estoy desentrañando, invítolos: por un lado, a considerar el distingo jurídico entre la invalidez y la nulidad, que se aplica también en muchos otros terrenos --p.ej. en lo tocante al matrimonio--; y, por otro lado y sobre todo, a comparar el citado artículo de la Constitución del 78 con el artículo 84 de la Constitución de la II República del 9-12-1931, a saber: «Serán nulos y sin fuerza alguna de obligar los actos y mandatos del Presidente que no estén refrendados por un Ministro». De que así fuera era responsable el Presidente de la República, cuya persona no era inviolable, sino que su destitución estaba expresamente prevista (artículo 82 de la Constitución de 1931; el artículo 85 dice explícitamente: «El Presidente de la República es criminalmente responsable de la infracción delictiva de sus obligaciones constitucionales»; y articula tal responsabilidad; la destitución prevista por el artículo 82 va más lejos, pudiendo producirse aun sin que el Presidente hubiera incurrido en ninguna violación de sus deberes constitucionales).

Vemos, pues, cuán distinto es el poder del Presidente de una República democrática del de un monarca como el que coloca en la cúspide del estado la actual Constitución. Cuando el primero ha de ajustar sus actos y mandamientos a un refrendo, tales actos carecen de fuerza de obligar --e.d. son nulos-- sin el mismo, al paso que un monarca como el que ratifica en su trono la actual Constitución puede mandar, sin merma de la fuerza de obligar de sus órdenes, lo que desee, sólo que, sin el refrendo, el mandamiento ya no se ajustaría al orden intraconstitucional, sino que conllevaría un devolver el ejercicio del poder político al orden supraconstitucional.

Los exégetas de la Constitución que nos la quieren pintar de color de rosa no se arredran por esas dificultades, sino que aducen que, si bien el artículo 56.3 dice que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad, eso se aplica a la persona únicamente, no al cargo. Tan peregrino argumento parece mentira que se haya propuesto seriamente. Porque, si el monarca no está inviolablemente en su cargo de tal, si puede ser destituido o forzado a abdicar, entonces su persona no es tampoco inviolable, sino que está sujeta a responsabilidad, toda vez que, habiendo sido arrojado del trono, ya no sería rey, sino un vasallo del nuevo rey, un súbdito más, como otro cualquiera. Hemos visto cómo la Constitución de la II República preveía tanto la destitución del Presidente cuanto el castigo de eventuales infracciones de la Constitución que el mismo cometiera. Nada similar prevé, ni por asomo, la actual Constitución monárquica. Ni puede hacerlo. Porque, mientras que en una República el Presidente de la misma carece de legitimidad propia anterior o superior a la vigencia de la Constitución y sólo de ésta brota su autoridad, en cambio, a tenor de la Constitución del 78, el monarca posee una autoridad y una legitimidad propias que son anteriores y superiores a la Constitución. Ésta puede ser válida sólo en tanto en cuanto acate la suprema autoridad y prerrogativa regias.

Y no vale como argumento en contra de la tesis aquí sustentada el de que el artículo 59.2 prevé la inhabilitación del monarca. Leámoslo:

Si el rey se inhabilitare para el ejercicio de su autoridad y la imposibilidad fuere reconocida por las Cortes generales, entrará a ejercer inmediatamente la regencia el príncipe heredero de la Corona, si fuere mayor de edad. Si no lo fuere, se procederá de la manera prevista en el apartado anterior, hasta que el príncipe heredero alcance la mayoría de edad.

La inhabilitación no viene aquí definida, pero siempre ha sido identificada con una imposibilidad de ejercer funciones de poder a causa de enfermedad, y nada más. Cierto es que hay un precedente en otro sentido, que es el de Bélgica, donde se ha utilizado una cláusula así para suspender la autoridad real durante las 24 horas necesarias a la promulgación de una ley vetada por el monarca (sobre la cuestión del veto regio volveré más abajo). Ha sido una flagrante violación de la letra y el espíritu de la Constitución monárquica belga, y además un procedimiento ridículo que ha suscitado el descontento y hasta la mofa de muchos. Sea como fuere, no sólo nada prueba que en España pasarían las cosas así, sino que todo conduce a suponer lo contrario, por el principio mismo que anima e inspira a toda la Constitución española de 1978. El rey de los belgas no tenía ni tiene ningún título a ocupar la corona de ese estado que no proceda de la propia Constitución belga; no era heredero legítimo de ninguna dinastía; ni lo conceptúa como tal la Constitución belga; ni nadie lo pretende; ni la Constitución belga remite para nada a ningún orden supraconstitucional en el que prevalecería la autoridad del monarca; ni esa Constitución ha sido sancionada por el monarca, ni por ningún antepasado de éste. Ya sabemos que todo lo contrario sucede con nuestra presente Constitución. De ahí que no sirva de nada como argumento el invocar el precedente de lo recientemente sucedido en Bélgica.

Tampoco vale invocar (ni nadie lo ha hecho, por otra parte) el que las Cortes declarasen la locura momentánea de Fernando VII en 1823, ante el avance de la invasión francesa de los cien mil hijos de San Luis, que venían a restaurar la plenitud del poder monárquico. Fernando VII no estaba loco, pero las Cortes pueden siempre decir que sí, o que el día es noche. En una situación así se salva una apariencia de legalidad con una mentira. Cosas de ésas pueden pasar con cualquier régimen; pero nadie nos puede hacer creer que, porque pueden pasar, y gracias a ello, esta Constitución establece una cortapisa al poder real. Porque, en ese sentido, cualquier regulación permite cualquier cosa, con tal de que se mienta suficientemente. (Nadie pensará que, diciendo esto, estoy criticando la declaración de nuestros liberales de 1923, ¿verdad? Sólo que a triquiñuelas así se ven llevados quienes quieren conciliar la libertad del pueblo con el poder monárquico. Más precavidos --y menos entusiastas de la libertad--, los autores de nuestra actual Constitución ha previsto expresamente que, en caso de conflicto, prevalezca incondicionalmente la autoridad regia.)

Es más, el tenor del artículo 59.2, aunque muy vago, da a entender que la iniciativa de la inhabilitación le corresponde al propio monarca: sería él quien se inhabilitaría (y el reflexivo ahí no puede ser una pasiva pronominal, porque ésta en nuestro idioma no se usa --al menos no en lenguaje correcto-- para sujetos de persona, sino sólo «de cosa»: «Se regalan plátanos», pero no «Se matan comunistas», sino «Se mata a los comunistas» --salvo en el sentido del «se» recíproco o reflexivo, p.ej. que los comunistas se suiciden). A las Cortes les toca meramente reconocer esa inhabilitación que el monarca tome la iniciativa de declarar con respecto a sí mismo.

Pero es que, aunque todo ello no fuera así --que sí lo es--, la inhabilitación no podría conseguir que prevaleciera la voluntad popular --ni siquiera entendiendo por tal la de la representación parlamentaria-- por sobre la de los miembros de la casa real. Porque supongamos que el monarca da un mandamiento sin el refrendo previsto por el artículo 64.1. Y supongamos que las Cortes juzgan y declaran que, haciéndolo, se ha inhabilitado (aunque es seguro que nunca declararían cosa tal, pues no faltaría nunca una abrumadora mayoría de diputados y senadores que alegaran, con sobrada razón por lo demás, que esa declaración sería atentatoria contra la letra y el espíritu de la Constitución). Entonces el rey seguiría reinando, pero no ejercería autoridad; ejerceríala el regente: éste sería, si fuere mayor de edad, el príncipe heredero. Supongamos que éste ratifica el mandamiento del reinante. ¿Se inhabilita por ello? Nada dice la Constitución sobre la inhabilitación del regente. Y, mientras no esté nombrado un regente ni esté ejerciendo su plena autoridad el rey reinante, no puede promulgarse ley alguna, ni expedirse ningún decreto, ya que todo eso corresponde al rey (artículo 62, sobre el cual volveré más abajo); o, en ausencia del mismo, al regente, que, sin embargo, sólo puede ejercer su autoridad en nombre del rey (artículo 59.1). Pero, así y todo, supongamos que también se inhabilita el regente. Éste no puede ser destituido, ya que la destitución del rey o del regente sería contraria a la Constitución, que para nada prevé cosa semejante. Pero es que, aunque sí pudiera declararse la inhabilitación del regente, se pasaría, según lo dispuesto por el artículo 59.1, «al pariente mayor de edad má s próximo a suceder en la Corona, según el orden establecido en la Constitución». Conque, si todos ellos ratifican, uno tras otro, el mandamiento real, no hay escapatoria, salvo la de, tras haber agotado toda la parentela, proceder, según el artículo 59.3, al nombramiento por las Cortes de una Regencia colectiva. Pero es seguro que no se llegaría a eso, pues están de por medio las numerosas ramas de la familia borbónica; y pasarían años y años y años en las gestiones de nombramiento de uno de sus miembros como regente, proclamación del mismo, ratificación por él del contencioso mandamiento real, supuesta inhabilitación del regente y vuelta a empezar. Al cabo de varios siglos no se habría conseguido anular dicho mandamiento.


Apartado 4.-- La potestad real de nombrar al presidente del Gobierno

Hemos visto que, si para tener validez constitucional, los mandamientos del rey han de ser refrendados, en cambio están exentos de tal requisito sus omisiones o abstenciones, sus actos de no mandar. La propuesta del presidente del Gobierno y el nombramiento de éste son mandamientos, pues mandan, respectivamente: que el congreso delibere y vote si va o no a otorgarle su confianza; y que nadie estorbe el ejercicio de la autoridad gubernativa por el nombrado, estipulada y regulada por la Constitución y las leyes. Pero en cambio la no propuesta y el no nombramiento son omisiones. No necesitan refrendo alguno. Ni el monarca (cuya «persona es inviolable y no está sujeta a responsabilidad»: artículo 56.3) puede ser llamado a dar cuentas a nadie porque no proponga o no nombre.

Supongamos, entonces, que las elecciones arrojan un resultado contrario a los deseos de la corte. En tal supuesto, el monarca, a fin de bloquear el nombramiento de un primer ministro contrario a esos deseos, puede hacer varias cosas. Para empezar puede no proponer a nadie y así paralizarlo todo, dejando pasar el tiempo. Nada ni nadie puede, en el marco de la Constitución, obligarlo a ejercer su derecho a proponer, derecho que le incumbe según el artículo 99.1. Ni nadie puede quitarle esa prerrogativa. La Constitución no prevé qué se haría en supuesto tal. Resulta claro que sería uno de esos casos en que el vigente ordenamiento constitucional habría llegado a un callejón sin salida, y en que la plenitud de autoridad quedaría automáticamente devuelta a la instancia superior, supraconstitucional, con sujeción a la cual se ha redactado, sancionado y promulgado la propia Constitución.

Además de esa vía, hay otra menos radical. El monarca es muy dueño --sin infringir para nada ni la letra ni el espíritu de la Constitución, en particular del artículo 99.1-- de proponer, «a través del presidente del congreso», un candidato a la presidencia del Gobierno que sepa no va a obtener la mayoría en la cámara. Una vez que ésta haya denegado por dos veces consecutivas su confianza al candidato, se aplicará el artículo 99.4: «se tramitarán sucesivas propuestas». Nada dice que un mismo candidato no pueda volver a ser propuesto por el monarca, sea inmediatamente después, sea en alternancia con otros. Puede el monarca proponer, sucesivamente, a X, Y, Z, U, V, W, X, Y, Z, U, V, W, X, ... Aun sin acudir a expediente semejante, el monarca encontrará siempre realistas suficientes entre los diputados como para que se llegue, en cualquier caso, al supuesto previsto por el artículo 99.5:

Si, transcurrido el plazo de dos meses a partir de la primera votación de investidura, ningún candidato hubiere obtenido la confianza del congreso, el rey disolverá ambas cámaras y convocará nuevas elecciones con el refrendo del presidente del congreso.

Es obvio que el electorado, en tales circunstancias, habrá seguramente escarmentado y no le quedarán ganas de volver a descontentar al monarca reinante enviando al parlamento a una mayoría que no cuente con aceptación real. Pero, aun suponiendo que sea tan terco como para, a pesar de los pesares, reincidir en su elección, el rey puede volver a hacer lo mismo y así sucesivamente al infinito.

Por otra parte, ¿qué pasaría si, en tales circunstancias, el monarca rehusara convocar nuevas elecciones? Como la no-convocatoria es una omisión, no requiere refrendo alguno, no puede tenerlo. La Constitución, en el recién citado artículo, prevé que el monarca convocará; no dice que esté obligado a convocar. Si el monarca disuelve las cámaras sin convocar nuevas elecciones, nada prevé la Constitución al respecto. Sería una situación crítica, un callejón sin salida intraconstitucional, en el cual la plenitud de autoridad se devolvería a la instancia supraconstitucional sancionadora de la propia Constitución.

Además durante todo ese período, y según el artículo 101.2, continuaría en funciones el Gobierno anterior --aquel que, por hipótesis, habría salido derrotado en las elecciones. La gobernación del país podría, pues, proseguir de conformidad con la voluntad real. Nada prevé al respecto la Constitución. La situación podría durar años y hasta decenios. Salvo que, de nuevo, el detentador supremo de la autoridad, poseedor de la misma en virtud de la norma supraconstitucional, juzgara que había llegado el momento de retrotraerse a ésta última, dada la crisis en que estaría, por hipótesis, sumido el orden constitucional. Si, a tenor del artículo 56.1, el monarca es árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones, más obviamente todavía sería él, como único sancionador de las leyes en general y de la propia Constitución en particular, el árbitro y decisor en una circunstancia como la aquí prevista.

En cambio, en un supuesto tal lo que no podría pasar es que se llevara a cabo una enmienda constitucional que condujera a una abolición de la Monarquía. No sólo porque una reforma tal sería contraria al espíritu de la Constitución en general --a tenor de todo lo que ya hemos visto--, sino, más en particular, por dos razones especiales. 1ª) Porque, según el artículo 168.1, una propuesta de reforma parcial que afecte al Título Preliminar, a parte del Título I, o al Título II (por lo tanto cualquier proyecto de enmienda que afecte a la Monarquía), además de requerir el voto favorable de los dos tercios de los miembros de cada una de las cámaras, provocaría, en caso de ser aprobada por éstas, su disolución inmediata y la convocatoria de nuevas elecciones, debiendo las nuevas Cortes ratificar, también por mayoría de dos tercios de cada cámara, la reforma; mas, como ésta sería una ley, al fin y al cabo, habría, como cualquier ley, de ser presentada al monarca para su sanción y promulgación (artículo 62.a, artículo 91; volveré sobre esto: ninguna ley puede darse sin la sanción y la promulgación reales). 2ª) Porque la iniciativa de enmienda constitucional está, en virtud del artículo 166, regida por la regulación general de iniciativa legislativa que establece el artículo 87.1, a saber: lo estipulado en los artículos siguientes: 88, 89, 90 y 91. Pero esos artículos confieren la iniciativa legislativa al Gobierno únicamente. En el supuesto que estamos considerando, el Gobierno sigue siendo, mientras dure la crisis, el Gobierno en funciones, el anterior a las elecciones y en ellas derrotado una y otra vez.

Al margen de todo ello, hay que recalcar que ni siquiera si el monarca estuviera de acuerdo en la abolición de la Monarquía sería ésta conforme con el espíritu de la Constitución, pues ello iría en contra de la supeditación y subordinación expresa de esta norma a la superior ya considerada.


Apartado 5.-- La potestad regia de vetar decretos y leyes

El artículo 62 asigna al monarca el derecho exclusivamente suyo de: a) sancionar y promulgar las leyes; ... f) expedir los decretos acordados en el consejo de ministros.

El verbo usado en tal artículo es el de «corresponder». Esas facultades, entre otras, corresponden al rey. ¿Qué pasa cuando éste se abstenga de ejercer esas facultades que le corresponden, o alguna de ellas en particular? Nada puede obligarlo a ejercer ninguna de tales facultades. La Constitución no encierra ni acarrea disposición alguna al respecto.

Hay que hacer, sin embargo, un distingo entre los decretos y las leyes. Con relación a los decretos, la Constitución guarda sepulcral silencio. Dice eso, ya citado, de que corresponde al rey el expedirlos. El verbo «corresponder» dice claramente lo que quiere decir: es un derecho, una prerrogativa regia; no un deber. Entre otras facultades más que le corresponden según ese artículo está la de ejercer el derecho de gracia (apartado i). Resulta patente que nada lo obliga a ejercerlo. Igual con lo de expedir decretos. Ni cabe alegar en contra de esto que, según el artículo 97, el «Gobierno dirige la política interior y la exterior ... Ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes». Porque este último complemento circunstancial, «de acuerdo con la Constitución y las leyes», fija con nitidez los límites y las modalidades de ese ejercicio. El Gobierno no puede expedir decretos, sino acordarlos, proponiendo su expedición al monarca. Éste es muy dueño de expedirlos y de no expedirlos. Nunca dice la Constitución que deberá expedirlos; ni siquiera dice algo así como «los expedirá»; sólo lo ya citado: que [sólo] a él corresponde expedirlos. El Gobierno no puede decretar cosa alguna.

Nuevamente procede hacer una comparación con la Constitución de la II República, cuyo artículo 90 dice al respecto: «Corresponde al consejo de ministros ... dictar decretos; ejercer la potestad reglamentaria, y deliberar sobre todos los asuntos de interés público». Naturalmente precedentes como ése no eran desconocidos de nuestros constituyentes del 78; si redactaron el artículo 97 de la vigente Constitución como lo han hecho es por algo. Se ha suprimido esa atribución al consejo de ministros de dictar decretos. Y aun lo que se ha dejado, lo de ejercer la función ejecutiva y la potestad reglamentaria, se ha juzgado preciso matizarlo con la cláusula: «de acuerdo con la Constitución y las leyes». No sea que se vaya a entender que el Gobierno puede decretar. ¡No! Le toca ejercer su función sólo de acuerdo con el resto de las disposiciones constitucionales, una de las cuales es esa prerrogativa regia de expedición de los decretos.

En cambio, con relación a las leyes sí dice algo la Constitución. Algo que ha llevado a los halagadores del régimen a afirmar que la Carta del 78 no confiere al monarca derecho de veto sobre las leyes, a saber: el artículo 91, que reza así:

El Rey sancionará en el plazo de quince días las leyes aprobadas por las Cortes generales, y las promulgará y ordenará su inmediata publicación.

¿Qué significa eso? No es casual la redacción del artículo, con ese verbo en futuro. Comparemos de nuevo con la Constitución de la II República, artículo 83: «El Presidente promulgará las leyes sancionadas por el congreso, dentro del plazo de quince días, ... El Presidente quedará obligado a promulgarlas». «Obligado»: la palabra es clara. La no promulgación del presidente sería una violación de la Constitución. Y, como el Presidente de la República es responsable, acarrearía su destitución. Además, se ve que el Presidente de la República no tenía ninguna facultad sancionadora (como tampoco la tiene, p.ej., en la actual Constitución de la República Italiana). En cambio, además de que en la Constitución del 78 el monarca es irresponsable --y, por lo tanto, ni siquiera si incumpliera algo tal que la Constitución dijera que es un deber suyo, ni siquiera en tal caso se le podría imputar su incumplimiento, pues no podría ser depuesto ni podría sufrir merma su autoridad--, además de eso esta Constitución se abstiene cuidadosamente de decir que el rey tenga que sancionar o promulgar las leyes aprobadas por las Cortes. A él le corresponde hacerlo; lo hará; lo hará, si no van en contra de una consideración más importante y elevada de la cual él sería único árbitro, como moderador que es del funcionamiento regular de las instituciones, y más todavía del propio ordenamiento constitucional. (¿Cuál sería esa consideración más alta? La de preservar en su plenitud los valores de la Constitución: la libre empresa, la economía de mercado [artículo 38], así como, desde luego, los intereses de la propia «dinastía histórica» y de las otras di nastías, reinantes o no, con ella emparentadas --como los Schleswig-Holstein, o la casa real inglesa-- o simplemente asociadas --como los As-Sabah de Kuwait.)

Ni vale objetar contra lo recién apuntado --como lo han hecho algunos alabadores de la Constitución-- que la potestad de veto no se le reconoce expresamente al monarca en el texto constitucional. El que la Constitución no reconozca explícitamente derecho de veto legislativo al monarca no significa que se lo rehuse. En caso de conflicto de interpretaciones, es él el árbitro, a tenor del artículo 56.1. Y no se alegue en contra de eso que tal artículo señala que el rey «ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes»; porque, en primer lugar, no se dice que ejerza sólo esas funciones; en segundo lugar, y sobre todo, esa frase va precedida de la conjunción copulativa «y», que la une a las anteriores: «es el Jefe del estado, ...», «arbitra y modera ...», «asume la más alta representación ...». La cláusula que sigue a la conjunción ha de entenderse, pues, como un añadido; su sentido obvio es que el monarca ejerce, además, las otras funciones que le atribuyan la Constitución y las leyes. Aunque así no fuera, lo único de que carecería el monarca sería de una facultad de proclamar su veto legislativo de manera pública, pues eso sí constituiría un acto firmado y, por lo tanto, menesteroso de refrendo para que tuviera validez constitucional; no por ello carecería del poder --que implícitamente le otorga la Constitución al no decir lo contrario-- de vetar por vía de mera omisión, e.d. simplemente de abstenerse de sancionar y de promulgar.

Tampoco cabe objetar que esa prerrogativa regia de veto a las leyes no se amoldaría al monopolio legislativo que la Constitución dizque conferiría a las cortes. Fíjense bien en la redacción de la Constitución quienes nos quieren persuadir de eso. No dice la Constitución que la potestad legislativa radique o resida en las cortes, sino que éstas la ejercen (artículo 66.2). Comparemos una vez más esa redacción con la de la Constitución republicana de 1931, cuyo artículo 51 dice: «La potestad legislativa reside en el pueblo, que la ejerce por medio de las cortes o congreso de los diputados». En la República es el pueblo quien ejerce esa potestad; hácelo a través de las Cortes por él elegidas. En la monarquía la cortes ejercen la potestad legislativa; mas lo hacen --eso como todo-- de consuno con el rey: si éste no promulga (en el ordenamiento regular de la Constitución) ninguna ley no aprobada por las cortes, sólo a él compete sancionar y promulgar las leyes que, en uso de su potestad, aprueben las cortes. Sin el aval regio, sin la aceptación del monarca, no habrá ley alguna (en virtud del artículo 62.a). La facultad que confiere a las cortes el artículo 66.2 es, pues, meramente la de elaborar las leyes. Y aun eso sólo dentro de los límites prescritos por los artículos 81 y siguientes, en particular por el 88, que otorga la iniciativa de las leyes al Gobierno.

Concedamos y supongamos, no obstante, que el verbo en tiempo futuro del artículo 91 sí constituye una prescripción, y no una mera previsión. Concedamos que, a tenor de tal artículo el rey queda, aunque suavemente, obligado a sancionar y promulgar las leyes aprobadas por las cortes. ¿Qué pasa si no lo hace? Pues nada. Sencillamente nada. Volvemos a lo ya visto más arriba. No es responsable. Su persona y su trono son inviolables. Como el abstenerse de sancionar y de promulgar es una omisión, no puede recibir refrendo, ni por lo tanto lo requiere para tener validez. Una situación así, en tal hipótesis, sería una situación para la que la Constitución no habría previsto salida. Produciríase, pues, una crisis constitucional, y, en virtud de las razones ya consideraras, se devolvería la plenitud del poder constituyente al sancionador de la presente Constitución. O bien, y a pesar de la crisis, como se trataría de una situación a la cual no ha previsto solución la Constitución, y como el árbitro y moderador del funcionamiento de ésta no es otro que el monarca, sería a éste a quien competiría determinar qué habría que hacer. Sencillamente, pues, las leyes que le desagradaren, las que suscitaran su veto, no entrarían nunca en vigor, sino que se mantendrían las anteriores.


Apartado 6.-- El poder constituyente del soberano

En su discurso ante las cortes del 27-12-1978 dice el monarca que otorga su sanción a la Constitución aprobada por el parlamento. En el Boletín Oficial del Estado apareció publicada la Constitución, el 29-12-1978, junto con la SANCIÓN real a la misma. Sanción y promulgación. Esos hechos han producido cosquilleo y molestia a los ensalzadores de la Carta del 78, quienes quieren hacernos creer que ésta es una ley fundamental democrática, en vez de ser --como vamos viendo-- una ley fundamental monárquica, que sólo prevé un funcionamiento democrático dentro de límites bien prefijados, o sea en tanto en cuanto no entre en conflicto con la supremacía del monarca.

Si la Constitución ha sido (y lo ha sido, en efecto) sancionada por el soberano, entonces es que a éste le corresponde, además de los poderes que expresamente le atribuye la propia Constitución, un poder más: el constituyente, o sea: la facultad de dictar una nueva Constitución cuando las circunstancias históricas le hagan ver la conveniencia de una alteración del orden constitucional. Pues una cosa es el procedimiento intrínseco de enmienda constitucional, dentro del marco de la vigente Carta del 78, y otra una alteración más radical del orden constitucional que consistiría en el reemplazamiento puro y simple de tal Carta por otra ley fundamental que, en nuevas condiciones, estuviera mejor adaptada a la preservación de la perdurable Forma política de España, según la propia Constitución, que es la monarquía. Dentro del funcionamiento normal o regular del orden constitucional, no compete al monarca iniciar ni llevar a cabo enmiendas al texto de la vigente Carta. Pero, por encima de ese funcionamiento --y reservado, precisamente, para situaciones de crisis-- está el poder constitucional del soberano, que, como corresponde al tutelaje supremo que en él inhiere y a su condición de árbitro, se ejercerá en circunstancias de crisis del funcionamiento constitucional ordinario. Habrá entonces llegado al final la vigencia de la presente norma fundamental, y ésta será reemplazada por otra.

Y es que, como lo hemos visto más arriba, la norma básica que es la presente Carta no se ve a sí misma como absolutamente básica, sino que se supedita expresamente a una norma, aunque no esté escrita, que es la existencia de la monarquía como Forma política de España. La vigente Constitución deriva toda la legalidad o legitimidad que tiene o aspira a tener de la sanción real. El concurso del pueblo, a través de sus representantes elegidos, es una buena cualidad de la Constitución, pero no es lo que confiere a ésta su validez.

En efecto: la Disposición Derogatoria primera de la Constitución abroga la Ley 1/1977 de 4 de enero para la Reforma política, la Ley franquista de principios del movimiento nacional del 17-5-1958 y demás leyes fundamentales de la dictadura fascista de Franco (sin usar, evidentemente, tales términos). Quiere decirse que los redactores y promulgadores de la Carta juzgan que, hasta el momento de entrada en vigor de la misma, las normas constitucionales vigentes eran las del franquismo, con la enmienda de las mismas que encerraba la reforma política de Suárez. Ahora bien, esta ley de enero del 77 faculta expresamente al rey para sancionar una Ley de Reforma constitucional. Por lo tanto, si es verdad lo que supone la Disposición Derogatoria primera de la Constitución, o sea si estaba en vigor hasta ella la Ley de reforma política, entonces efectivamente el soberano poseía el poder constituyente y toda la validez y vigencia de la presente Carta vienen únicamente de la sanción y promulgación reales. Si, por el contrario, es falso ese supuesto, entonces la Constitución carece de base y de vigencia jurídica, toda vez que la norma inmediatamente anterior a la que se remite carecería de validez: la actual Carta habría sido entonces elaborada por una asamblea carente del derecho de elaborarla y aprobada y promulgada por alguien que no habría tenido facultad legal para hacerlo.

Y no vale alegar --como lo hacen algunos ensalzadores-- que no se plantean problemas de tal índole, puesto que la Constitución es --según ellos-- una norma de ruptura. No es así, porque la entrada en vigor de la Constitución no ha acarreado la anulación de la legislación franquista, gran parte de la cual sigue en vigor. Es más: la propia Constitución, en lugar de declarar nulas las normas del franquismo, se toma expresamente la molestia de derogar las leyes fundamentales de ese régimen, indicando una por una cuáles quedan derogadas. Sólo se deroga aquello cuya vigencia se reconoce para el tiempo que precede al acto de derogación.

Pero hay más. Si, según lo presupone la mencionada disposición de la vigente Carta, era legalmente vigente, entre el 4-1-1977 y el 29-12-1978, la Ley de Reforma de Suárez, como a su vez ésta se remite al anterior cúmulo de Leyes Fundamentales franquistas, bajo cuya autoridad se ampara, es que lo legalmente vigente hasta el 4-1-1977 eran esas Leyes Fundamentales. Pero, si lo eran, entonces no podían ser radicalmente modificadas. Sobre todo no podía modificarse la Ley de principios fundamentales del movimiento nacional de 1958, que se declaraba a sí misma inmutable, inmutabilidad que era ratificada por la Ley Orgánica del estado del 10-1-1967. Llegamos así a una paradoja: si estaba legalmente en vigor ese cúmulo legislativo franquista, era, básicamente, inalterable, y por lo tanto será ilegal el resultado de su alteración; si no lo estaba, también será ilegal la vigente Constitución, toda vez que la misma se remite expresamente, para derogarla, a esa normativa franquista, reconociéndole con ello una vigencia sin la cual carecería de valor legal la propia norma derogadora.

La solución está en el poder constituyente del soberano. En el orden intraconstitucional del régimen fascista de Franco, prolongado tras la muerte de éste, aunque con los paliativos de Arias Navarro y Suárez, no cabía modificación o alteración radical; sobre todo no cabía alteración que conllevara un cambio en los principios del movimiento ni, menos, un abandono de los mismos. Pero en el orden supraconstitucional, sí. El poder constituyente para pasar de un orden constitucional a otro lo ejerce sólo el soberano, árbitro de los destinos de España, como Titular que es de la monarquía, o sea de la Forma política de España.

Y no es correcto objetar a ese razonamiento el que la Constitución atribuya la soberanía al pueblo (artículo 1.2). Porque lo que dice este artículo es lo siguiente:

La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del estado.

Sí, la soberanía reside en el pueblo, pero quien la ejerce es el monarca. No vale replicar que, si en el pueblo reside, entonces sólo pueden ejercerla los representantes elegidos por el pueblo mediante votación. Porque el artículo 1.2 dice que del pueblo emanan los poderes del estado: también emana, pues, del pueblo el monarca, con la plenitud de su poder real. Porque según el sentir de los constituyentes del 78, la dinastía histórica es una emanación del pueblo. Igual que no porque las elecciones hayan tenido lugar, supongamos, en el año tal y 1.441 días después hayan muerto muchos de los votantes mientras que hayan alcanzado la mayoría de edad muchos otros ciudadanos que no la tenían, no por eso está invalidado el Gobierno si la Constitución prevé elecciones cada cuatro años (o, si prevé elecciones cada 9 años, aunque se dé esa situación descrita 3.266 días después de las elecciones), de igual manera, y según la vigente Carta, la elección histórica de la dinastía por el pueblo español capacita y capacitará siempre a los herederos legítimos de la Corona a poseer el poder constituyente, cualesquiera que sean las preferencias o los criterios de unas u otras generaciones que vienen y van, que pasan, mientras que queda y quedará el resultado de la unión histórica del pueblo español con su dinastía y con los sucesivos cabezas de esa legitimidad dinástica. La única diferencia al respecto es que, en tanto que la elección de representantes a cortes u otras asambleas es para un período limitado y sólo en el marco de un funcionamiento regular de las instituciones entonces vigentes, la elección histórica de la dinastía, efectuada, no por votación, sino por un pacto explícito o implíci to, es perpetua y está por encima de cualesquiera contingencias.


Apartado 7.-- Conclusión

A quien esto escribe le repugna profundamente la existencia de cualquier monarquía, de cualquier poder hereditario en una familia, como en general cualquier herencia, cualquier transmisión de beneficios o cargas a otras personas meramente porque desciendan de Fulano o de Mengano. Pero eso no ha de ser óbice a un estudio lo más objetivo posible de la estructura y la trabazón del texto constitucional y del pensamiento político que lo inspira. Ese estudio es lo que se ha llevado a cabo en el presente artículo.

La conclusión alcanzada es que la monarquía española articulada por la vigente Constitución no es una monarquía parlamentaria, moderada y limitada, en el sentido usual en el pensamiento liberal de los siglos XIX y XX, más que en un orden jurídico intrínseco, intraconstitucional, supeditado a otro orden, que la propia Carta sitúa por encima --entre otras cosas porque le reconoce legitimidad propia y anterior y porque su vigencia emana únicamente del poder constituyente del Titular de ese orden superior.

Cada uno es muy dueño de tener las ideas que quiera. Cada persona que piense en esa entidad histórico-política que es España concebirá a ésta de un modo u otro. No entra en los límites de este artículo decir cómo la entiende el autor. Éste respeta mucho a las personas de sentimientos monárquicos. Lo que no le parece bien es dar gato por liebre. Lo que desapruebo es que se nos esté presentando la Constitución como un dechado de democracia, como una norma en la que el monarca quedaría como mera figura decorativa. Los verdaderos monárquicos, además, harán muy bien en no querer eso, pues, si es justo y conveniente que exista un soberano, éste habrá de reinar y gobernar.

Y, como lo hemos visto, discretamente la Constitución de 1978 le atribuye al monarca amplias competencias de legislador y de gobernante, cifradas sobre todo en su triple derecho de veto: veto al nombramiento de gobiernos no satisfactorios para la Corona; veto a las leyes; veto a los decretos. Añádese a ello el poder constituyente. Sin llegar a ser una monarquía absoluta, lo que sí es la que se perfila en nuestra vigente Norma es una monarquía de las que históricamente se llamaron de «Carta otorgada». La plenitud de la misma se echará de ver cuando llegue el momento en que se ejerza de nuevo el poder constituyente del soberano (en una nueva etapa de la lucha de clases). Y es que los constituyentes del 78 nos lo han dejado todo atado y bien atado, igual que lo hiciera Franco y en idénticos beneficio y perjuicio.

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Lorenzo Peña
eroj@eroj.org
Director de ESPAÑA ROJA

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