NÓMADAS · REVISTA CRÍTICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS
THEORIA UCM  ·  UNIVERSIDAD COMPLUTENSE  ·  ISSN 1578-6730

El linchamiento de Lysenko
Juan Manuel Olarieta Alberdi
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última edición: octubre de 2008
Sumario:
Introducción- Genética y racismo
La maldición lamarckista- Los supuestos fracasos agrícolas de la URSS
La ideología micromerista- Los lysenkistas y el desarrollo de la genética
Regreso al planeta de los simios- Timofeiev-Ressovski, un genetista en el gulag
La teoría de las mutaciones- Los ataques contra Lysenko fuera de la URSS
La teoría sintética de Rockefeller- Los peones de Rockefeller en París
Tres tendencias en la genética soviética- La genética después de Lysenko
Un campesino humilde en la Academia- Notas
La técnica de vernalización- Otra bibliografía es posible

Introducción

Hace 60 años, en agosto de 1948, el presidente de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas de la URSS, T.D.Lysenko (1898-1976), leía un informe ante más de 700 científicos soviéticos de todas las especialidades que desencadenó una de las más formidables campañas de linchamiento propagandístico de la guerra fría, lo cual no dejaba de resultar extraño, tratándose de un acto científico y de que nadie conocía a Lysenko fuera de su país.

Sucedió que Lysenko fue extraído de un contexto científico en el que había surgido de manera polémica para sentarlo junto al Plan Marshall, Bretton Woods, la OTAN y la bomba atómica. Después de la obra de Frances S.Sauders (1) hoy tenemos la certeza de lo que siempre habíamos sospechado: hasta qué punto la cultura fue manipulada en la posguerra por los servicios militares de inteligencia de Estados Unidos. Pero no sólo la cultura. Si se podía reconducir la evolución de un arte milenario, como la pintura, una ciencia reciente como la genética se prestaba más fácilmente para acoger los mensajes subliminales de la Casa Blanca. Lysenko no era conocido fuera de la URSS hasta que la guerra sicológica desató una leyenda fantástica que aún no ha terminado y que se alimenta a sí misma, reproduciendo sus mismos términos de un autor a otro, porque no hay nada nuevo que decir: “historia terminada” concluye Althusser (2). Es el ansiado fin de la historia y, por supuesto, es una vía muerta para la ciencia porque la ciencia y Lysenko se dan la espalda. No hay nada más que decir sobre el asunto.

O quizá sí; quizá haya que recordar periódicamente las malas influencias que ejerce “la política” sobre la ciencia, y el mejor ejemplo de eso es Lysenko. Pero ya estaremos hablando de “política”, que a unos efectos nada tiene que ver con la ciencia y a otros interesa confundir de plano; depende del asunto y, en consecuencia, la dicotomía se presta a la manipulación oportunista. Así sigue la cuestión, como si se tratara de un asunto “político”, y sólo puede ser polémico si es político porque sobre ciencia no se discute. Un participante en el debate de entonces, el biólogo francés Jean Rostand, escribió al respecto: “Expresiones apasionadas no se habían dado nunca hasta entonces en las discusiones intelectuales” (3). Uno no puede dejar de mostrar su estupor ante tamañas afirmaciones, sobre todo en un científico que ignora los datos más elementales de la historia de la ciencia desde Tales de Mileto hasta el día de hoy. Ese recorrido en el tiempo mostraría que el pasado -y el presente- de la ciencia está preñado de acerbas polémicas, muchas de las cuales acabaron en sangre. No es ninguna paradoja: los estrategas de guerra sicológica que en 1948 trasladaron el decorado del escenario desde la ciencia a la política fueron los mismos que protestan contra la politización de la ciencia, entre los que destaca Rostand.

Tampoco es ninguna paradoja: Lysenko aparece como el linchador cuando es el único linchado. La manipulación del “asunto Lysenko” se utilizó entonces como un ejemplo del atraso de las ciencias en la URSS, contundentemente desmentido –por si hacía falta- al año siguiente con el lanzamiento de la primera bomba atómica, lo cual dio una vuelta de tuerca al significado último de la propaganda: a partir de entonces había que hablar de cómo los comunistas imponen un modo de pensar incluso a los mismos científicos con teorías supuestamente aberrantes. Como los jueces, los científicos también aspiran a que nadie se meta en sus asuntos, que son materia reservada contra los intrusos, máxime si éstos son ajenos a la disciplina de que se trata. Cuando en 1949 George Bernard Shaw publicó un artículo en el “Saturday Review of Literature” apoyando a Lysenko, le respondió inmediatamente el genetista Hermann J.Muller quien, aparte de subrayar que Shaw no sabía de genética, decía que tampoco convenía fatigar al público con explicaciones propias de especialistas.

Más de medio siglo después lo que concierne a Lysenko es un paradigma de pensamiento único y unificador. No admite controversia posible, de modo que sólo cabe reproducir, generación tras generación, las mismas instrucciones de la guerra fría. Así, lo que empezó como polémica ha acabado como consigna monocorde. Aún hoy en toda buena campaña anticomunista nunca puede faltar una alusión tópica al agrónomo soviético (4). En todo lo que concierne a la URSS se siguen presentando las cosas de una manera uniforme, fruto de un supuesto “monolitismo” que allá habría imperado, impuesto de una manera artificial y arbitraria. Expresiones como “dogmática” y “escolástica” tienen que ir asociadas a cualquier exposición canónica del estado del saber en la URSS. Sin embargo, el informe de Lysenko a la Academia resumía más de 20 años de áspera lucha ideológica acerca de la biología, lucha que no se circunscribía al campo científico sino también al ideológico, económico y político y que se entabló también en el interior del Partido bolchevique.

El radio de acción de aquella polémica tampoco se limitaba al interior de las fronteras soviéticas. En 1948 el enfrentamiento entre diversas posiciones ideológicas soviéticas también tuvo su reflejo en Francia, dentro de la ofensiva del imperialismo propio de la guerra fría y muy poco tiempo después de que los comunistas fueran expulsados del gobierno de coalición de la posguerra. Aunque Rostand –y otros como él- quisieran olvidarse de ellas, la biología es una especialidad científica que en todo el mundo conoce posiciones encontradas desde las publicaciones de Darwin a mediados del siglo XIX. Además tiene poderosas resistencias y enfrentamientos provenientes del cristianismo. En 1893 la encíclica “Providentissimus Deus” prohibió la teoría de la evolución a los católicos. Un siglo después, en 2000, Francis Collins y los demás descifradores del genoma humano se hicieron la foto con Bill Clinton, presidente de Estados Unidos a la sazón, para celebrar el que ha sido calificado como el mayor descubrimiento científico de toda la historia de la humanidad. Las imágenes recorrieron el mundo entero en la portada de todos los medios de comunicación. En su libro “El lenguaje de Dios” Collins, confiesa que el genoma humano no es más que eso: el lenguaje de dios que ahora, por fin, somos capaces de comprender por vez primera. Pero, según parece, todo esto no tiene nada que ver con “la política”, o al menos los genetistas no han alzado la voz para protestar por tamaña instrumentalización de la ciencia. Tampoco para protestar por la privatización del genoma (y de la naturaleza viva) por las multinacionales de los genes, lo que les autoriza a patentar la vida y llevarla a un registro mercantil, es decir, robarla en provecho propio.

El linchamiento desencadenado por el imperialismo contra Lysenko trató de derribar el único baluarte impuesto por la ciencia y la dialéctica materialista contra el racismo, que había empezado como corriente teórica dentro de la biología y había acabado en la práctica: en los campos de concentración, la eugenesia, el apartheid, la segregación racial, las esterilizaciones forzosas y la limpieza étnica. Ciertamente no existe relación de causa a efecto sino que esa ciencia y sus aberrantes prácticas fermentan en la ideología burguesa decadente de 1900 que, tras las experiencias de la I Internacional y la Comunia de París, era muy diferente de la que había dado lugar al surgimiento de la biología cien años antes de la mano de Lamarck.

La entrada del capitalismo en su fase imperialista aceleró el progreso de dos ciencias de manera vertiginosa. Una de ellas fue la mecánica cuántica por la necesidad de obtener un arma mortífera capaz de imponer en todo el mundo la hegemonía de su poseedor; la otra fue la genética, que debía justificar esa hegemonía por la superioridad “natural” de una nación sobre las demás. Ambas están en consonancia mutua y tienen el mismo vínculo íntimo con el imperialismo y, en consecuencia, con la guerra. Pero si la instrumentalización bélica de la mecánica cuántica hiede desde un principio, la de la genética se conserva en un segundo plano, bien oculta a los ojos curiosos de “la política”.

Determinados posicionamientos en el terreno de la biología no son exclusivamente teóricos sino prácticos (económicos, bélicos) y políticos; por tanto, no se explican con el cómodo recurso de una ciencia “neutral”, ajena por completo al “uso” que luego terceras personas hacen de ella. Cuando se ensayó la bomba atómica en Los Álamos, Enrico Fermi estaba presente en el lugar, y en los campos de concentración unos portaban bata blanca y otros uniforme de campaña. El capitalismo busca fundamentar su sistema de explotación sobre bases “naturales”, es decir, supuestamente enraizadas en la misma naturaleza y, en consecuencia, inamovibles. El positivismo no permite interrogar sobre el origen de los fenómenos, ni en la biologia ni en la sociología, porque demuestra el carácter perecedero del mundo en su conjunto y de su permanente proceso de cambio. Cuando la biología demostró que no había nada inamovible, que todo evolucionaba, hubo quienes no se resignaron y buscaron en otra parte algo que no evolucionara nunca para asentar sobre ello las bases de la inmortalidad terrenal.

La maldición lamarckista

Creada en 1800 por el francés J.B.Lamarck, la biología es una ciencia de muy reciente aparición. A diferencia de otras y por la propia complejidad de los fenómenos que estudia, está lejos de haber consolidado un cuerpo doctrinal bien fundado. No obstante, la teoría de la evolución, que es eminentemente dialéctica, está en el núcleo de sus concepciones desde el primer momento de su aparición.

La biología nace como una ciencia descriptiva y comparativa que trataba de clasificar las especies, consideradas como estables. La teoría de la evolución la transformó en una “historia natural” y, por tanto, obligada a explicar una contradicción: el origen de la biodiversidad a partir de organismos muy simples. ¿Cómo aparecen nuevas especies, diferentes de las anteriores y sin embargo procedentes de ellas? Normalmente cuando a partir de mediados del siglo XIX se empieza a utilizar la expresión “herencia” en su nuevo sentido biológico es para remarcar la continuidad, es decir, el parecido de una generación a la anterior. Pero además de eso la herencia tiene que explicar su contrario, la discontinuidad, el surgimiento de nuevas especies. Finalmente, a partir de la discontinuidad la biología tiene que volver a explicar la continuidad. No basta aludir a la variedad de especies sino que es necesario que esa variedad sea permanente, esto es, heredable, de manera que se transmita de generación en generación.

Por supuesto, la evolución no concierne únicamente a las especies (filogenia) sino a los individuos de cada especie (ontogenia), que también tienen su propio ciclo vital, es decir, que también tienen su propia historia: nacen y mueren. El título de la obra cumbre de Darwin era precisamente “El origen de las especies”, es decir, su comienzo, que debe completarse con el final de las especies, es decir, los registros fósiles. Finalmente, como tercer concepto básico, la biología tiene que tener en cuenta la transformación de las especies, la manera en que unos seres vivos desaparecen para dar lugar a otros diferentes.

Uno de los recursos más corrientes en biología para explicar la diversificación ha sido la hibridación o mezcla entre especies diferentes o dentro de la misma especie, una práctica tradicional que consumió muchas horas de experimentación, las primeras de una ciencia basada en la observación pura. Era como la visualización sensible de lo que había podido ser una evolución que se resiste a hacerse presente. De manera dubitativa, Linneo lo había intentado con la vieja concepción griega de la “metempsicosis corpurum”, es decir, la transformación, si bien limitada al interior de una misma especie. Por eso, comentando una obra del biólogo francés Pierre Trémaux, Marx escribió que, contrariamente a una opinión generalizada, los híbridos no son lo que produce las diferencias, sino al revés, la unidad de tipo de las especies: “Lo que Darwin presenta como las dificultades de la hibridación son aquí [en Trémaux], al contrario, pilares del sistema, puesto que [Trémaux] demuestra que una ‘espèce’ solo está constituida cuando el ‘croisement’ con otras deja de ser fecundo o posible” (5). La hibridación, pues, no puede explicar la evolución, y ese es uno de los errores básicos de los mendelistas que quieren hacer pasar unos experimentos de hibridación con guisantes como las leyes generales aplicables a todas las especies vivas en cualquier época histórica, por remota que pueda ser.

Lamarck siguió una pista muy diferente de la hibridación, sobre la base de los conceptos de generación y transformación de manera que en el siglo XIX sus tesis evolucionistas fueron calificadas de “transformismo”. Es la noción de “herencia creadora”: al futuro no se lega lo que se ha recibido sino algo más. Su obra dividió radicalmente a los biólogos en dos campos enfrentados. Por un lado, los defensores de las viejas teorías de la estabilidad de las especies, que comenzaron a llamarse “fijistas”, defensores de la creación divina del universo que, por su mismo origen, era perfecta y, en consecuencia, no podía cambiar sin empeorar, sin degenerar en algo imperfecto, en un monstruo. Por el otro, los evolucionistas, que entonces se llamaron lamarckistas o transformistas. La noción de evolución es la unidad dialéctica de la generación y la transformación, mientras que el creacionismo es una versión religiosa del antiguo pensamiento eleático, que negaba el movimiento y el cambio en el universo. El creacionismo atrae a la biología y a la materia viva las paradojas de Zenón sobre el desplazamiento; pero su concepción no reposa tanto sobre la escisión entre creador y criatura como sobre el surgimiento de la nada, es decir, la descomposición del movimiento en fases discontinuas sin tener en cuenta la continuidad. La diferencia entre dios y demiurgo es que aquel logra obtener algo donde previamente no había nada; el demiurgo sólo transforma lo que ya existe previamente.

Entre el cúmulo de nociones confusas que se han difundido en torno a la vida (y a la biología), de las que veremos varias, está la de atribuir la noción de generación a Lamarck en exclusiva, bajo la forma de “generación espontánea”, una concepción cuya falsedad fue puesta de manifiesto por Pasteur a mediados del siglo XIX. La tesis de la generación espontánea sostiene una determinada forma en la que la materia inorgánica se transforma en orgánica, es decir, en vida. Ahora bien, que ese salto no se produzca de esa forma no significa que no se produzca o, en otras palabras, que la generación no sea espontánea no significa que no haya generación, es decir, que la vida no surja de la materia inerte. No surge de la forma que se había pensado hasta mediados del siglo XIX pero surge indudablemente, por más que no se sepa cómo. Además, el concepto de generación no sólo sirve para comprender ese salto sino todos los demás que se observan en la materia viva, esto es, el desarrollo hacia formas de vida cada vez más complejas partiendo de las más simples. Es la unidad de la producción y la reproducción, el origen de la vida, el de las especies y el del hombre. En toda herencia se engendra algo nuevo y, al mismo tiempo, toda generación no parte de la nada sino de algo previo que ya existía con anterioridad. Luego toda generación es una transformación y toda transformación es una generación. Las transformaciones son cambios cuantitativos y las generaciones son saltos cualitativos que se producen a partir de ellas. Una no se puede comprender sin la otra. Se trata justamente de eso: de que existe creación, aparecen formas nuevas de vida más evolucionadas pero a partir de las ya existentes, en forma de saltos cualitativos. Esta concepción de la generación no es de Lamarck sino de Aristóteles. Fue éste quien desarrolló una concepción dialéctica y dinámica de la generación: “Tiene que haber siempre algo subyacente en lo que llega a ser”; en otra obra desarrolló aún más su concepción: “Lo que cesa de ser conserva todavía algo de lo que ha dejado de ser, y de lo que deviene, ya algo debe ser. Generalmente un ser que perece encierra aún el ser, y si deviene, es necesario que aquello de donde proceda y aquello que lo engendra exista, y trambién que este proceso no llegue al infinito” (5b). Por tanto, en Aristóteles (y en el pensamiento griego en general) no existe la idea de creación, que es de origen monoteísta. La biología acogió esta noción de generación, y la aportación de Lamarck consistió en vincularla a su verdadera aportación científica: la de transformación.

La unión de la generación a la transformación en la obra de Lamarck incorpora la noción materialista de vida, en donde no existe una intervención exterior a la propia naturaleza, ni tampoco una única creación porque la naturaleza está creando continuamente. La materia orgánica se mueve por sí misma, se crea a sí misma y se transforma a sí misma. A partir de este principio general surgen las diversas explicaciones acerca de los modos por medio de los cuales se transforma. A este respecto, lo que se observa en la primera mitad del siglo XIX es que la biología pone toda su atención en el ambiente. Las concepciones ambientalistas recuperaban otras dos viejas nociones filosóficas:

a) la del “horror al vacío” y los cuatro elementos integrantes del universo (agua, aire, tierra y fuego)
b) la empirista de la “tabla rasa” que deriva en la noción biológica de “carácter” y en la teoría de la “acción directa” del ambiente sobre el organismo.

Esa es la concepción que estuvo vigente hasta que August Weismann lanza sus tesis en 1883. A sus dos componentes se le añadió a mediados de siglo un tercero: el concepto biológico de “herencia”. El medio exterior dejaba su huella en los seres vivos, que se transmitía de generación en generación de una manera acumulativa. Esta teoría fue denominada “herencia de los caracteres adquiridos”. De esta manera hasta 1883 el núcleo esencial de la biología se articulaba alrededor de los conceptos de ambiente, carácter y herencia que pasamos a analizar seguidamente.

La palabra medio fue introducida en la biología a través de la mecánica de Newton, donde formaba parte de la acción a distancia, como éter o fluido intermediario entre dos cuerpos. El medio es el centro de la acción de las fuerzas físicas. Tenía un sentido relativo que luego se convirtió en absoluto, en algo con entidad por sí mismo que, más que unir, separa a los cuerpos. Luego Lamarck lo traslada a la biología, aunque con notables precisiones de gran importancia que importa mucho poner de manifiesto porque está bien lejos de la concepción simplista a la que habitualmente se asocia su pensamiento. En el fundador de la biología la especie y el medio forman una unidad contradictoria. Ni era ambientalista ni habló nunca de heredabilidad de los caracteres adquiridos, aunque ambas nociones son compatibles con su pensamiento si se tienen en cuenta, al mismo tiempo, las siguientes precisiones:

a) el medio es algo concreto; habla de él en plural, como “circunstancias infinitamente diversificadas” y “lentamente cambiantes”

b) el pensamiento de Lamarck no es mecanicista: no hay armonía entre el individuo y el medio; el medio más que exterior es extraño a la especie por lo que es necesario un esfuerzo repetido y continuo de adaptación materializado en costumbres, hábitos y modos de vida

c) no hay acción directa del medio sobre el organismo sino a través del organismo. Lamarck es dualista y dialéctico: hay una acción (del medio) y una reacción (del organismo). La acción del medio requiere un cambio de conducta previo a los cambios orgánicos. Su concepción, por tanto, remitía a dos factores dialécticos simultáneamente: la práctica y la interacción del individuo con el medio.

Por el contrario, en Darwin el entorno es otro ser vivo, un depredador o una presa, la lucha por la existencia y la competencia. El centro de la relación se entabla entre unos seres vivos y otros. Esta concepción es una aplicación del malthusianismo a la naturaleza: los seres vivos se reproducen hasta un punto en el que no todos pueden sobrevivir por las limitaciones del medio, momento a partir del cual entran en una lucha interna en donde el más apto sobrevive y el débil perece.

En 1838 Comte, el fundador del positivismo, convierte al medio en una noción abstracta y universal: es el conjunto total de circunstancias que son necesarias para la existencia de un determinado organismo. Es continuo y homogéneo, un sistema de relaciones sin soporte, el anonimato donde se disuelven los organismos singulares. Más que a Lamarck, los neolamarckianos eran positivistas: siguieron a Comte.

La noción de “carácter” era una especie de saco sin fondo en el que se incluía todo lo que hoy se califica como “fenotipo”, desde los rasgos morfológicos, hasta los fisiológicos y anatómicos. Pero normalmente por carácter se entendía todo aquello capaz de diferenciar a un organismo de otro de la misma especie, es decir, aquellos rasgos aparentes y exteriores que lo individualizaban. Se caracterizaban por su superficialidad: no definían a la especie como colectivo sino que se añadían a las características propias de ella. Se consideraron como caracteres los rasgos sicológicos, los comportamientos y, sobre todo, las enfermedades. Especialmente las patologías (mutilaciones, deformidades) se convirtieron en el centro de la atención de los biólogos. No sólo se mezclaba lo esencial con lo accesorio sino, además, lo típico con lo monstruoso, poniendo todo ello en el mismo plano y creando así un galimatías que luego favoreció las críticas a esta concepción.

No menos confusa era la acción del medio sobre los organismos. Los biólogos hablaban de una supuesta acción directa sobre ellos. Según esta concepción mecanicista, el medio incide en los organismos vivos del mismo modo que las balas en una diana: todas dan en el blanco, de idéntica manera y con los mismos resultados. Era una concepción determinista que derivaba de la astrología. Por eso cuando a los botánicos y agrónomos se les preguntaba por el clima miraban al cielo: el clima de la próxima estación estaba en las estrellas o en los astros. ¿Habrá un buena cosecha? El fatalismo está escrito en el cielo, cuya influencia sobre la tierra es inevitable. En su convento, Mendel, además de cuidar de la huerta, estudió meteorología.

La diferencia entre caracteres adquiridos e innatos (o congénitos) era igualmente confusa. Se llamaban adquiridos aquellos rasgos que los ancestros no poseían aparentemente; era innato todo aquello que estaba previamente en el gameto (óvulo o espermatozoide). En ocasiones esto daba lugar a un círculo vicioso: lo innato es hereditario y lo hereditario es innato. Sin embargo, a lo largo de todo el siglo XIX la biología planteó que también lo adquirido era heredable, de donde se dedujo –Darwin entre otros- que cualquier carácter adquirido era automáticamente heredable. Al heredarse los caracteres adquiridos, con el paso del tiempo se acumulaban o añadían a un fondo común que parecía no agotarse nunca. Si cualquier cosa se considera un carácter y todos los caracteres se heredan de manera directa, significa que los organismos vivos nacen con una adaptación perfecta al ambiente en el que van a vivir.

Aunque erróneamente se asocia al nombre de Lamarck, esta concepción era un recurso generalizado entre todos los biólogos desde Buffon en el siglo XVIII hasta finales del siglo XIX. Por el contrario, Lamarck no habló nunca de “herencia de los caracteres adquiridos”, aunque la noción subyace en sus escritos. Había nacido el neolamarckismo como algo diferente de Lamarck. A pesar de ello, el ambientalismo, lo mismo que la herencia de los caracteres adquiridos, quedó definitivamente asociado a su nombre como una manera de caricaturizarle y ridiculizarle.

La herencia de los caracteres adquiridos es el verdadero núcleo de la teoría de la evolución. Al aludir a un carácter “adquirido” la biología del siglo XIX ya estaba ligando dos conceptos diferentes de una manera dinámica, porque lo adquirido hace referencia a algo más que el antecedente no tenía. Esta es la esencia misma de la evolución porque la contraposición absoluta entre lo hereditario y lo adquirido es metafísica y Lysenko fue uno de los pocos que, décadas después, supo apreciar esta circunstancia: “No existe un carácter que sea únicamente ‘hereditario’ o ‘adquirido’. Todo carácter es resultado del desarrollo individual concreto de un principio hereditario genérico (patrimonio hereditario)” (6). Al separar la generación de la herencia a finales del siglo XIX la biología reintrodujo de nuevo la paradoja de Zenón sobre el movimiento: no se hereda lo nuevo, sólo lo viejo; la herencia transmite lo que hay, que es lo que siempre hubo. Por tanto, era una operación involucionista. La evolución no se puede concebir más que dentro de un proceso de cambio y, por consiguiente, dialécticamente. Si hasta 1883 los ambientalistas plantearon, además de la generación espontánea, que el organismo es una tabla rasa en donde el ambiente imprime su huella como quien escribe sobre un folio en blanco, a partir de 1883 las concepciones se volvieron del revés y la herencia se puso en primer plano: existe un fluido que se transmite de manera inalterable de padres a hijos al que no le afecta nada ajeno a él mismo y, a pesar de ello, es capaz de condicionar la configuración de los seres vivos.

Si hasta 1883 la biología sostuvo que todos los caracteres adquiridos eran heredables, a partir de entonces, con Weismann prevaleció la concepción opuesta exactamente: ningún carácter adquirido era heredable. Este giro demostraba la inmadurez de esta ciencia, que había reunido un enorme cúmulo de observaciones dispersas relativas a especies muy diferentes (bacterias, vegetales, peces, reptiles, aves) que habitan medios no menos diferentes (tierra, aire, agua, parásitos), sin que paralelamente se hubieran propuesto teorías, al menos sectoriales, capaces de explicarlas. Sobre esas lagunas y tomando muchas veces en consideración exclusivamente aspectos secundarios o casos particulares, los biólogos han proyectado sus propias convicciones ideológicas y, desde luego, han tomado como tesis lo que no eran más que conjeturas. Pero no siempre es sencillo separar una hipótesis (ideológica, religiosa, política, filosófica) del soporte científico sobre el que se asienta.

La ideología micromerista

Para un ciencia que estaba en sus inicios era inevitable empezar poniendo el énfasis en el ambiente exterior. Las referencias a las circunstancias, al medio y al entorno eran tan ambiguas como cualesquiera otras utilizadas en la biología (y en la sociología), pero no son suficientes para explicar el rechazo que las tesis ambientalistas empezaron a desencadenar. Nos encontramos ante un caso único en la ciencia cuya explicación merecería reflexiones muchísimo más profundas del cúmulo de las que se han venido exponiendo durante dos siglos. Resultaría sencillo comprobar que, además del estado inicial de la biología, concurrían también factores ideológicos, políticos y económicos para un rechazo tan visceral. Las alusiones ambientalistas tenían un componente corrosivo para una burguesía atemorizada por la experiencia del siglo XIX. Sobre todo tras la I Internacional y la Comuna de París, hablar del ambiente se hizo especialmente peligroso, signo de obrerismo y de radicalismo, y Lamarck era la referencia ineludible en ese tipo de argumentaciones. Virchow, uno de los impulsores de la teoría celular, además de científico era un militante liberal y advirtió del riesgo que suponía para el capitalismo la difusión del darwinismo, cuyas conclusiones eran favorables al movimiento obrero. Consecuente con ello, sugirió la posibilidad de limitar la enseñanza de las ciencias.

El lamarckismo rompía la individualidad clasista de la burguesía, la disolvía en una marejada informe. Frente al ambientalismo socialista, la burguesía comienza a alterar los diccionarios y a dar a la expresión “herencia” un contenido semántico nuevo: primero tuvo un significado nobiliario (feudal), luego económico (capitalista) y finalmente biológico (imperialista). En cierto modo es otro neologismo cuya utilidad iba a ser la misma que el grupo sanguíneo, la raza, el gen o las huellas dactilares. La herencia es algo esencialmente individual, se ciñe a los individuos de una especie, no a la especie misma y, desde luego, tampoco al propio ambiente, que es colectivista por antonomasia. Sin embargo, parece obvio constatar que la introducción de una especie en un habitat que no es el suyo, modifica éste de manera radical y definitiva. Si habitualmente no se considera este supuesto como “herencia de un carácter adquirido” es porque, lo mismo que el carácter, la expresión “herencia” se toma en un sentido individual. ¿No es heredable el medio? Cuando los primates descendieron de los árboles y comenzaron a caminar en bipedestación, no se trató de una modificación del medio, ni del organismo sino de ambas cosas a la vez y, desde luego, fue algo heredado porque no vuelve a repetirse en cada generación.

Por ese motivo, lo mismo que Lysenko, Lamarck es otra figura denostada y arrinconada en el baúl polvoriento de la historia científica. Lamarck y Lysenko son dos personalidades científicas vilipendiadas y ridiculizadas aún hoy en los medios científicos dominantes por los mismos motivos: porque defienden la misma teoría de la heredabilidad de los caracteres adquiridos. Pero hay algo más que une a Lysenko con Lamarck: si aquel defendió la revolución rusa, éste defendió la revolución francesa y la reacción burguesa es rencorosa, no olvida estas cosas fácilmente. Por eso el fundador de la biología, una verdadera gloria de la ciencia, murió en la miseria, ciego, abandonado por todos y sus restos han desaparecido porque fueron arrojados a una fosa común.

Había que acabar con la maldición lamarckista y el mal ambiente revolucionario del momento. Con el transcurso del tiempo los neodarwinistas prescindirán de la “herencia de los caracteres adquiridos” para acabar prescindiendo del mismo Lamarck, hábilmente suplantado por Darwin o, mejor dicho, por un remiendo de las tesis de Darwin. Esa persecución aún no ha terminado. Pero aunque sus herederos reniegan de ello, Darwin incorporó a su teoría científica de la evolución de las especies la tesis de la “herencia de los caracteres adquiridos”. El problema del origen de las especies depende de la solución que se le de a esta cuestión. Sin la “herencia de los caracteres adquiridos” la evolución es casi imposible de explicar; todo queda en manos de la selección natural. Con la “herencia de los caracteres adquiridos” la evolución se reduce a un mecanismo bastante lógico.

Desde 1859 la teoría de la evolución, erróneamente personificada en Darwin y sus concepciones, tuvo seguidores incondicionales, detractores furibundos así como intentos de síntesis con otro tipo de teorías. En esa larga polémica confluyeron factores de todo tipo, y los argumentos científicos sólo constituyeron una parte de los propuestos. Como ocurre frecuentemente cuando se oponen posiciones encontradas, los errores de unos alimentan los de los contrarios y por eso la oposición religiosa al darwinismo presentó a éste con un marchamo incondicional de progresismo que no está presente en todos los postulados darwinistas. Como también suele ocurrir cuando se abordan fenómenos asociados a conceptos tales como “raza”, los factores chovinistas estuvieron entre aquellos que hicieron acto de presencia y, ciertamente, no faltaron buenos argumentos para plantearlos porque de la misma manera que la historia del cine es la historia de Hollywood, la historia de la biología es la historia de la biología anglosajona, la bibliografía es anglosajona, las revistas son anglosajonas, los laboratorios son anglosajones... y el dinero que financia todo eso tiene el mismo origen. Incluso el término “genética” no fue un neologismo anglosajón creado a principios del siglo XX por William Bateson, como reza en el canon oficial, sino que nació casi un siglo antes entre los biólogos alemanes. Todos los descubrimientos científicos se han producido y se siguen produciendo en Estados Unidos. Por eso sólo ellos acaparan los premios Nóbel. Aunque Plutón no es un planeta, se incluye entre ellos porque fue el único descubierto por científicos estadounidenses, que no pueden quedarse al margen de algo tan mediático.

A finales del siglo XIX la burguesía tenía que dar un giro de 180 grados a su concepción de la biología: empezar de dentro para ir hacia fuera. Es el papel que desempeñó el micromerismo, una corriente ideológica que trata de explicar la materia viva a partir de sus elementos componentes más simples. La cadena reduccionista se iba imponiendo en biología. Su modelo estaba tomado del atomismo del mundo físico y de la teoría celular en la forma en que Virchow la había expuesto (“omnis cellula ex cellula”). Los organismos vivos se componen de células, concebidas como unidades autosuficientes que se reproducen a sí mismas. No hay nada en el mundo orgánico más que células y éstas derivan unas de otras. Las células se conciben como el componente último de la vida, por lo que el aforismo de Virchow acaba significando que la vida procede de la vida, que es eterna, por lo que se combatía otra de las concepciones más arraigadas de la biología del siglo XIX, la generación espontánea, también asociada erróneamente a Lamarck de manera exclusiva.

En la URSS, de la misma manera que Lysenko se enfrentó a Weismann, Olga Lepechinskaia hizo lo propio con Virchow, con idéntico –o aún peor- resultado de linchamiento. En su obra Engels destacó la teoría celular como uno de los avances científicos más importantes del siglo XIX. Pero, como sucedería luego con la genética, Virchow asoció dicha teoría a un componente ideológico: al final en Virchow “la impotencia debe ocultarse por medio de frases generales”, había escrito Engels (7). Lepechinskaia es otra de las figuras malditas de esta pequeña pero vertiginosa historia. Autores como Rostand la ridiculizan y Medvedev, demostrando su baja catadura personal, la califica de “buena cocinera”. Es otro caso de aberración científica soviética; no obstante, otros magníficos cocineros como Ludwig B&udiaer;chner (8) e Yves Delage (9) ya expresaron la misma opinión que la soviética muchos años antes.

En la ideología burguesa el micromerismo pasa por ser una forma de “materialismo” (mecanicismo vulgar en realidad). Por eso Rostand encuentra aquí una incongruencia entre los marxistas, que defienden el atomismo en física pero se oponen al atomismo en biología (10). Para eso Rostand tendría que demostrar primero que los fenómenos que estudia la física son equiparables a los fenómenos vitales, y el marxismo sostiene todo lo contrario: que la biología no se puede reducir a la mecánica. Aunque la materia orgánica procede de la inorgánica, se transforma siguiendo leyes diferentes de ella. Entre ambos universos hay un salto cualitativo.

La biología tenía que recorrer un camino que ya estaba previamente marcado por las proyecciones ideológicas positivistas. Como la física, fue encontrando lo que buscaba: partículas cada vez más pequeñas de la materia viva (célula, núcleo, cromosomas y genes), reales o inventadas, sobre las que concentrar la explicación de todos los fenómenos vitales, lo cual es algo más que simplista. La evolución de las especies, las presentes y las pasadas, no se puede explicar solo con ayuda del microscopio ni se rige por las mismas leyes del mundo físico. Pero es que ni siquiera todos los fenómenos físicos se rigen por las leyes atómicas, salvo los del átomo. Sin embargo, los micromeristas sí pretenden extrapolar las leyes que rigen los fenómenos celulares y moleculares a la evolución de todos los seres que componen la naturaleza viva.

El micromerismo es una variante del positivismo mecanicista y reduccionista que surge como reacción frente a las concepciones holistas y vitalistas que habían caído en la especulación y el misticismo. Pero degeneraron en su contrario, creando una tendecía igualmente mística. Empezaron a concebir al ser humano como una federación de células, al todo como una suma de sus partes. Hegel ya había advertido acerca de la falsedad de esa relación entre el todo y sus partes: el todo deja de ser una totalidad cuando se lo divide en partes. El cuerpo deja de estar vivo cuando se lo divide; se convierte en su contrario: en un cadáver (11). Una sinfonía no se puede descomponer en los sonidos que emiten cada uno de los instrumentos que componen la orquesta por separado, y para comprender la visión no basta estudiar el ojo sino también es necesario entender el funcionamiento del cerebro.

Pocas veces en la historia de la ciencia una ideología ha dado muestras más contundentes de intransigencia y dogmatismo, como en la biología, en donde abundan los cadáveres y los herejes llevados a la hoguera moderna del menosprecio. En Alemania el micromerismo eliminó las concepciones de la filosofía de la naturaleza; naturalmente eliminó las referencias ambientalistas y, en general, quebró las líneas de desarrollo de la biología:

a) escindió la generación de la transformación, lo que ha conducido a un absurdo: la genética no estudia los problemas de la génesis, que quedan disueltos entre los problemas de las mutaciones o transformaciones

b) puso a la herencia en el centro de la evolución, la genética suplantó a la biología o, en palabras de un micromerista actual, François Jacob, “el sustrato de la herencia acaba siendo también el de la evolución” (12)

c) impuso una concepción individualista de la herencia (y por tanto de la evolución): lo que evolucionan son cada uno de los organismos

d) la herencia no crea ni transforma, sólo transmite lo que ya existía previamente

El atomismo celular y genético no era más que un trasunto de la ideología individualista que busca la identidad propia, una diferencia indeleble por encima del aparente parecido morfológico de los seres humanos y de un ambiente social homogeneizador, hostil y opresivo. El fenotipo podía ser similar, pero el genotipo es único para cada individuo. Es la naturaleza misma la que marca el lugar de cada célula en los tejidos y de cada persona en la sociedad. El carácter fraudulento de esta inversión (de lo natural en lo social) ya fue indicado por Marx y Engels, quienes subrayaron que provenía de un truco previo de prestidigitación: Darwin había proyectado sobre la naturaleza las leyes competitivas de la sociedad capitalista que luego retornaban a ella como “leyes naturales” (13).

El micromerismo es la microeconomía del mundo vivo, su utilidad marginal y cumple idéntica función mistificadora: son las decisiones libres de los sujetos (familias y empresas) las que explican los grandes agregados económicos tales como el subdesarrollo, el déficit o la inflación.

El genotipo separa definitivamente el cosmos en dos partes bien delimitadas, lo interior y lo exterior, en donde prevalece lo primero, que es el ámbito de lo personal y único. Para destacar el carácter inexpugnable de la intimidad, los anglosajones utilizan el aforismo “Mi casa es mi castillo” y cualquier cosa que llegue de fuera necesita de una autorización previa.

Sobre la base de ese individualismo, una base natural e inmutable, había que edificar la continuidad del régimen capitalista de producción. Cabía la posibilidad de hacer cambios, siempre que fueran pequeños y no alteraran los fundamentos mismos, la constitución genética de la sociedad capitalista. Por supuesto esas pequeñas variaciones no son permanentes, no son hereditarias, no otorgan derechos como los que derivan de la sangre, del linaje y de la raza.

De ahí que las tesis micromeristas prevalecieran entre los genetistas de los países capitalistas más “avanzados”, especialmente en Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania y sus áreas de influencia cultural, bajo el título fastuoso de “dogma central” de la genética.

Cuando la evolución se abrió camino en la biología de manera incontestable, los metafísicos trataron de descubrir algo que no cambiara nunca, el tarro de las esencias inmutables. Ya no era posible un enfrentamiento frontal. Era necesario un subterfugio porque no cabía duda de que la vida había evolucionado y se trataba de separar lo que evidentemente evolucionaba de aquello que –supuestamente- no podía evolucionar en ningún caso. Engels había pronosticado que “si la reacción triunfa en Alemania, los darwinistas serán, después de los socialistas, sus primeras víctimas” (14). La lucha contra Darwin se hizo en nombre del propio Darwin.

Regreso al planeta de los simios

Esa fue la tarea que emprendió el alemán August Weismann (1834-1914), quien se presenta como darwinista. No obstante, frente a las tesis evolucionistas Weismann defendía el último reducto de la metafísica biológica, la idea de que hay algo eterno, que va más allá de la historia porque no tiene principio ni fin. Weismann, pues, no es darwinista; más bien con él empieza el neodarwinismo, que es algo diferente. Si el lamarckismo poco tiene que ver Lamarck, lo mismo debe decirse de Darwin y sus seguidores, algo muy frecuente, sobre todo en la historia de la biología. El concepto de evolución cambia radicalmente. De ahí que, aunque Lecourt considera a Weismann como un autor “olvidado” por la biología, cualquier historiador de esta ciencia, como Rostand, coincidiendo en esto con Lysenko, destaca la enorme importancia de sus concepciones (15). Fue él quien dio el vuelco a las conceopciones biológicas hasta entonces predominantes.

Los presupuestos científicos de Weismann son singulares. Como él mismo reconoce, emplea la palabra “investigación” en un sentido “un poco diferente” del usual. Para él también son investigaciones las “nuevas observaciones”, aunque de esa manera sólo cambia el problema de sitio porque no define esa noción, aunque da pistas al afirmar acto seguido que el progreso de la ciencia no se apoya sólo en “nuevos hechos” sino en la correcta interpretación de los mismos. Lo que trata de reconocer de una manera ambigua es que el giro que está a punto de dar a la biología no se fundamenta en el descubrimiento de hechos que antes nadie hubiera apreciado sino en una nueva hipótesis teórica. Luego, al aludir a la herencia de los caracteres adquiridos afirma algo más: que no está probada. Desde luego la “demostración” y la propia experimentación en biología se desarrollan mucho más tarde y en condiciones muy diferentes de la física. ¿Cómo se demuestra una teoría en biología? Hasta el siglo XX no se puede hablar de una biología experimental. Los experimentos del siglo anterior no se repiten en los mismos organismos ni en los mismos medios, de manera que cada uno de ellos arroja resultados diversos. Cuando los experimentos de Morgan con las moscas se hicieron famosos, los genetistas se volcaron en el descubrimiento. Hubo que definir un conjunto de condiciones canónicas de cultivo de moscas. Mediante una cría selectiva se eliminaron los genes que hacían que la mosca se comportara de modo distinto al previsto por la genética mendeliana. La mosca típica dejó de ser el objeto de la investigación para convertirse en el instrumento de la investigación, la personificación misma de la nueva genética.

Que la herencia de los caracteres adquiridos no estaba probada es algo que a lo largo del siglo XIX ningún biólogo había advertido antes de Weismann. Pero él tampoco define en qué consiste “demostrar” en biología, de manera que cuando el biólogo alemán Detmer le indicó varios hechos que –según él- sí lo demostraban (16) Weismann rechaza unos y de los otros ofrece una interpretación alternativa basada en la selección natural. Por tanto, la labor de Weismann fue de tipo jurídico: trasladar la carga de la prueba sobre los partidarios de la herencia de los caracteres adquiridos; son ellos quienes deben “probar”. Fue una reflexión de enorme éxito; a partir de sus escritos le dieron la vuelta al problema, repitiendo una y otra vez que la tesis -desde entonces ligada a Lamarck de manera definitiva- no está probada. Pero Weismann fue mucho más allá: la tarea de probarlo le resulta “teóricamente inverosímil”, es decir, que nunca se ha probado ni se podrá probar jamás.

Si la teoría de Lamarck no está probada sólo queda comprobar si lo está la de Weismann. La leyenda de la genética afirma que para demostrar la inconsistencia de la heredabilidad de los caracteres adquiridos, Weismann amputaba el mismo miembro de cualquier animal generación tras generación, a pesar de lo cual, dicho miembro reaparecía en cada recién nacido. Nunca existió tal experimento, pero de esa manera absurda se ha pretendido ridiculizar a Lamarck con una caricatura de experimento, cuando sería el experimentador el que hubiera quedado ridiculizado. No hacía falta ningún experimento; los judíos llevan siglos circuncidándose y, a pesar de ello, el prepucio reaparece en cada nueva generación; los hijos de los cojos a quienes se le coloca una prótesis ortopédica no nacen con las piernas de madera y, a pesar de las penetraciones sexuales desde los más remotos tiempos de la humanidad, las mujeres siguen naciendo con el himen intacto...

Pero el objetivo del ataque de Weismann no es la heredabilidad de los caracteres adquiridos: es Lamarck, es toda su obra la que se propone derribar. Como la heredabilidad de los caracteres adquiridos es el único mecanismo explicativo que Lamarck propone y es errónea, afirma Weismann, todo su sistema biológico se hunde. Todos los demás biólogos quedan a salvo del naufragio, incluso el mismo Weismann, que había defendido esa misma concepción hasta el dia anterior. Había algo en la obra de Lamarck que a finales del siglo parecía necesario erradicar. Sin embargo, convenía salvar a Darwin porque éste redujo al ámbito de acción de la herencia de los caracteres adquiridos con su teoría de la selección natural. Había que preservar ese residuo darwinista, el principio de la evolución exclusivamente por medio de la selección natural. Esa era la línea directriz a seguir por la biología en el futuro.

Pero además de eso es necesaria una teoría de la herencia que sustituya a la de Lamarck. Por eso, aunque él sostiene que ambas son independientes, Weismann contrapone su hipótesis a la neolamarckista.

En este asunto lo verdaderamente sorprendente es la rapidez con que a partir de 1883 se abandona la pauta anterior y se inicia una nueva sin grandes resistencias. En muy poco tiempo la herencia de los caracteres adquiridos pasó de ser un principio incontrovertible, incluso para los fijistas, a ser el más controvertido de toda la biología. Fue un giro fulgurante, aunque lo más sorprende es que no se fundamentara en hechos sino en contraponer una hipótesis a otra. Si no aportaba evidencias empíricas se trata de comprobar si existían grandes virtudes teóricas en la propuesta de Weismann, desde luego muy superiores a la predominante hasta entonces.

La conclusión es rotundamente negativa. Según Weismann la dotación genética (“plasma germinal”, la llamó) determina unilateralmente los rasgos morfológicos de los seres vivos. Las células de éstos aparecen divididas en dos universos metafísicamente contrapuestos: un elemento activo y otro pasivo. Hasta la fecha, la división dominante en los organismos vivos se establecía entre la especie (o el individuo) y el medio; a partir de entonces esa división separa el plasma de todo lo demás, calificado de “medio exterior”. Aunque Weismann se guarda de reconocerlo, esta teoría era una crítica directa contra Darwin, para quien el esperma emana de todas las células corporales (pangénesis). Pero la tesis de Darwin también era la tradicional: deriva de las homeomerías de Anaxágoras y conduce directamente a la herencia de los caracteres adquiridos porque según esa tradición el semen es una réplica concentrada del hombre que le da origen, de manera que si el hombre cambia, cambia su réplica seminal. Por el contrario, Weismann crea la noción de “linaje” celular: las células sexuales provienen exclusivamente de otras células sexuales.

Por lo demás, la concepción de Weismann no sólo no precisa el concepto de “medio” sino que pretende darle “una gran amplitud”. Como buen zoólogo, Weismann era un observador perspicaz y había leido a Lamarck mucho mejor que sus contemporáneos. Sabía que el francés se apoyaba en el “uso y desuso” y no en el ambiente exterior. Pero, según Weismann, el uso y desuso no puede ejercer una influencia “directa” de transformación de la especie tan grande como los factores ambientales. De esta manera, Weismann se enfrenta directamente a los neolamarckistas de su tiempo sobre dos ejes básicos:

a) los cambios individuales no afectan a la especie; si se toma al individuo aisladamente, todas las influencias exteriores no pueden transformar la especie

b) en la crítica el factor ambiental queda definido como la “acción directa del medio exterior”, una expresión que repite varias veces

Parece claro observar que la afirmación micromerista de que los cambios exteriores sólo pueden afectar a un único individuo es absurda. Las modificaciones ambientales afectan a todos los organismos a los que alcanza su radio de acción. Pero eso es exactamente lo que Weismann critica y su conclusión hará fortuna. Todos los caracteres debidos a las acciones exteriores, afirma Weismann, quedan limitados al individuo afectado y, además, desaparecen muy rápido, mucho antes de su muerte, concluyendo de una forma rotunda sin intentar siquiera ninguna clase de prueba: “No hay un solo caso en el cual el carácter en cuestión se haya convertido en hereditario” (17).

La de Weismann no es una crítica de los postulados del contrario sino de la interpretación que él mismo ofrece de esos postulados. Es un aspecto en el que Weismann deja de ser el biológo minucioso y atento para desplegar un ataque en toda la línea del frente que, en aquel momento, estaba compuesta por todos los demás. Es una crítica genérica de toda una corriente, el neolamarckismo, presentada de una manera uniforme sobre la base de conceptos imprecisos, como el “medio exterior”, cuya precisión se difumina aún más.

Sin embargo, Weismann defiende el transformismo, por lo que tiene que recurrir a otros mecanismos teóricos diferentes, es decir, tiene que explicar la transformación sin herencia de los caracteres adquiridos. Éste es uno de los problemas más profundos de la biología, advierte Weismann; su solución es decisiva para comprender la formación de las especies y los cambios en los organismos vivos. Weismann tiene que introducir un cambio previo que los cause, el plasma germinal: no hay cambio en la especie sin previo cambio del plasma: “Nunca he dudado de que modificaciones que dependen de una modificación del plasma germinal, y por tanto de las células reproductoras, sean transmisibles, incluso siempre he insistido en el hecho de que son ellas, y sólo ellas, las que deben ser transmitidas” (18). El problema cambia de sitio: ahora se trata de saber qué es lo que causa esas modificaciones del plasma que a su vez causan modificaciones del cuerpo. Entonces critica a N&adiaer;geli, para quien las modificaciones son de tipo “interno” de modo que todo el desarrollo de las especies estaba ya previamente escrito en la estructura del primer organismo simple y todas las demás proceden de él. Según Weisman las causas son “externas”, lo cual parece dar la razón a los neolamarckistas, o al menos permite una síntesis: no habría una acción “directa” del medio exterior sino que ésta sería “indirecta”. Weismann no lo dice pero sólo cabría esa reflexión.

A partir de ahí las explicaciones son ambiguas y quedan en una nebulosa. Nos dice que la selección opera sobre “variaciones germinales” pero no explica por qué se producen esas variciones, salvo que son de naturaleza distinta a las variaciones del cuerpo. También alude a las “tendencias de desarrollo” del germen, lo que parece una vuelta a N&adiaer;geli. En cualquier caso, la biología posterior se olvidó de esta parte de la concepción de Weismann, de modo que el plasma no podía resultar influenciado por nada ajeno a él mismo. El motivo es bastante claro: la acción indirecta del medio exterior sobre el plasma no era más que un retorno apenas disimulado de la heredabilidad de los caracteres adquiridos con la que se pretendía acabar. Una mala teoría siempre se puede empeorar y a los continuadores de Wiesmann les pareció preferible acabar con las medias tintas y las ambig&udiaer;edades.

También es nebulosa la misma concepción del plasma germinal, que no es un organismo “en el sentido de un prototipo microscópico que engordaría para transformarse en un organismo completo” (19). Sabemos lo que no es pero Weismann no dice lo que sí es y todo vuelve a la nebulosa. No obstante, avanza dos conjeturas de largo alcance. Primero sitúa al plasma germinal en el núcleo de la célula porque a veces se refiere a ella como “sustancia nuclear”, lo que le convierte en un precedente de la teoría cromosómica de Morgan. Además, habla de que el plasma dispone de una “estructura molecular específica” y determinadas “propiedades químicas” que no concreta, y posiblemente no podía concretar en aquel momento. No obstante, esas alusiones son suficientes para concluir que Weismann parece conceder al plasma una estructura material.

Este fue otro vuelco importante producido en el seno de la biología, pero no es original de Weismann sino que le llega de Descartes por influencia inmediata de Buffon. Hasta entonces la idea de herencia había estado vinculada a nociones filosóficas idealistas de origen aristotélico y escolástico. La herencia era la “forma” de Aristóteles y, en cuanto tal, se oponía a la materia. Según el hilemorfismo, la forma no nace sino que se realiza en un cuerpo; no sólo es la causa sino el motor del cuerpo, “la razón de la cual la materia es algo definido” (19b). Descartes fue el primero que materializó la transmisión de la herencia, dándole un sentido mecánico y determinista. El mérito de Descartes fue que precedió al descubrimiento del espermatozoide (1677), del óvulo (1827) y de la fecundación (1875). La filosofía ya lo había anticipado pero que lo dijera un biólogo, aunque no probara nada, le otorgó un estatuto muy diferente dentro del mundillo científico, facilitando su difusión.

A la conjetura de Weismann se le da el nombre de “teoría de la continuidad”, si bien sería mejor llamarle teoría de la inmortalidad y es interesante entender los motivos. De la teoría celular se extrajo la idea peregrina de que los organismos unicelulares no mueren nunca, ya que carecen de órganos reproductores y se multiplican con la totalidad de su cuerpo mediante divisiones sucesivas e idénticas que mantienen su vida indefinidamente, al menos en teoría. Parece que, por el contrario, los organismos más complejos, que tienen órganos reproductores diferenciados del resto del cuerpo, fallecen. Weismann opina lo contrario y afirma que precisamente el plasma germinal no muere nunca; lo único que muere es el cuerpo, mientras que el plasma continúa en los descendientes. El primero de los artículos teóricos de Weismann se titula “La duración de la vida”, donde la apariencia científica apenas puede encubrir el viejo misticismo: los organismos inferiores no mueren nunca, los individuos mueren pero la especie es eterna, el cuerpo se descompone pero el plasma perdura, etc. La escisión que establecía entre parte reproductora y parte reproducida, también separaba la parte mortal de la inmortal. Es el componente místico de la teoría. Aunque parece concederle una composición material, el plasma germinal de Weismann es el viejo alma (“pneuma”, “anima”) de la vieja filosofía idealista. El plasma es inmortal, lo mismo que el alma. El alma mueve al mundo, pero ¿qué mueve al alma? ¿Acaso el alma no se mueve? ¿No cambia? Como el plasma, el alma no tiene origen: se reencarna, emigra de unos cuerpos a otros, siempre idéntica a sí misma. La tesis de la generación de Lamarck no resulta criticada porque se conciba como espontánea sino porque no hay tal generación. El mundo no cambia nunca.

Esta es una concepción que perdura hasta la actualidad y en torno a ella hay organizadas varias sectas oscurantistas, entre ellas la de algunos micromeristas como Monod, para quien la vida podría ser eterna porque hay una “perfección conservativa de la maquinaria” animal; pero en el funcionamiento molecular se van produciendo errores que se acumulan fatalmente (20). Frente a estas ridículas divagaciones, Engels sostuvo lo siguiente: “Ya no se considera científica ninguna fisiología si no entiende la muerte como un elemento esencial de la vida, la negación de la vida como contenida en esencia en la vida misma, de modo que la vida se considera siempre en relación con su resultado necesario, la muerte, contenida siempre en ella, en germen. La concepción dialéctica de la vida no es más que esto. Pero para quien lo haya entendido, se terminan todas las charlas sobre la inmortalidad del alma. La muerte es, o bien la disolución del cuerpo orgánico, que nada deja tras de sí, salvo los constituyentes químicos que formaban su sustancia, o deja detrás un principio vital, más o menos el alma, que entonces sobrevive a todos los organismos vivos, y no sólo a los seres humanos. Por lo tanto aquí, por medio de la dialéctica, el solo hecho de hablar con claridad sobre la naturaleza de la vida y la muerte basta para terminar con las antiguas supersticiones. Vivir significa morir” (21).

Otra consecuencia mística de la teoría de Weismann: si el plasma germinal no cambia, no existen padres e hijos y todos los hombres somos hermanos. Si la herencia se distribuye de esa manera horizontal, si no hay sucesión generacional, tampoco hay manera de concebir siquiera ninguna clase de evolución; ni tampoco el tiempo. En castellano la palabra “generación” traiciona a Weismann en sus dos acepciones: en cuanto que expresa el surgimiento de algo nuevo y en cuanto que expresa el relevo y la sucesión de ascendientes a descendientes. De ahí que haya que concluir que Weismann en particular y el neodarwinismo en general no son evolucionsitas sino involucionistas.

Weismann apenas podía disimular de dónde había extraído sus concepciones. De manera inmediata de la formulación que Virchow hace de la teoría celular: la vida es eterna porque la vida sólo procede de la vida.

Respecto a esta parte de la teoría de Weismann cabe apuntar varias observaciones, aunque sea de manera muy resumida:

a) cuando se dice que algo no tiene fin es porque tampoco tiene principio y por eso, aunque Weismann critica a N&adiaer;geli, no acaba de romper con él; Darwin tituló su libro “el origen de las especies” y los fósiles demuestran el final de las mismas

b) a pesar de lo que diga Weismann, las células sí mueren, pero es aún más necesario recordar en qué condiciones se puede prolongar su existencia: cambiando el medio externo

c) en los embriones, las células germinales se forman después de las demás y, por tanto, a partir de ellas, justo todo lo contrario de lo que cabría esperar de la tesis de Weismann

A partir de este vuelco en la biología sólo quedaba explicar lo inexplicable: cómo era posible que algo que no cambiaba nunca pudiera determinar algo que es cambiante, es decir, que un mismo factor (gen) produjera efectos diferentes a lo largo del tiempo. Jan Sapp ha llamado “paradoja del desarrollo” a una constatación parecida: cómo es posible que células que poseen los mismos componentes genéticos se desarrollen de manera divergente creando órganos distintos. Si cada célula se replica a sí misma en otra célula idéntica, no aparecerían órganos diferenciados como el riñón o el cerebro (22).

Sobre la generación, esto es, sobre el origen de los genes ni siquiera cabe preguntar. Empezaba la gran paradoja de la genética: no podía explicar la génesis.

La teoría de las mutaciones

En 1900 a las tesis de Weismann se le suman las del monje checo Mendel, que también escribía en alemán. Es lo que habitualmente se califica como el “redescubrimiento” de las “leyes” que Mendel había formulado ya en 1865. Décadas después esas leyes se pretendieron utilizar como punta de lanza contra Darwin, en Inglaterra por razones clericales y en Alemania por esas mismas razones y por otras más de tipo patriotero. No hubo tal “redescubrimiento” porque las referidas “leyes” eran conocidas ya antes que Mendel y los escritos de éste también fueron conocidos... y descartados por los botánicos en su momento.

Mendel está considerado como el padre fundador de la genética y todos los pioneros tienen que estar envueltos en la leyenda y el misterio, como personajes adelantados a su tiempo, precursores que nadie fue capaz de entender en su momento.

Su lanzamiento e instrumentalización tuvo una estrecha relación con las querellas que se entablaron entre los tres “redescubridores” por la prelación de sus descubrimientos. Hugo de Vries se había adelantado publicando un artículo en francés en el que resumía sus ensayos de hibridación, coincidentes con los de Mendel, pero en los que no le mencionaba para atribuirse la primicia. Entonces, Karl Correns en Alemania se aprestaba a publicar los suyos sobre el mismo asunto, en los que sí mencionaba a Mendel como precedente para dejar en evidencia a De Vries. Por ello éste reaccionó publicando una segunda versión en alemán de su artículo en el que ya mencionaba al monje checo como auténtico descubridor.

El mito de Mendel comienza afirmando que su obra fue ignorada por sus contemporáneos. Esto es tan falso que, no por casualidad, su “redescubrimiento” sucedió en tres lugares distintos (Holanda, Austria y Alemania) por tres biólogos también distintos (De Vries, Tschermak y Correns). Los experimentos de Mendel no pasaron, en absoluto, desapercibidos en el ámbito científico. Simplemente fueron rechazados porque no eran reproducibles en su totalidad y porque no explicaban procesos más complejos que ya eran conocidos. N&adiaer;geli mantuvo correspondecia con él y en 1881 Wilhelm Olbers Focke le mencionó 15 veces en su obra “Die Pflanzen-Mischlinge: Ein Beitrag zur Biologie der Gew&adiaer;chse”. Como muchos otros que ni siquiera le mencionan, Focke considera que los estudios de Mendel sobre los guisantes son irrelevantes en comparación con los de otros investigadores de la misma época como K&odiaer;lreuter, G&adiaer;rtner o Wichura. Mendel no fue el primero en usar guisantes para experimentar pero sí fue el único que limitó sus experimentos a los guisantes. Por el contrario, Focke experimentó con al menos 98 tipos diferentes de plantas. Si sus contemporáneos no apreciaron las conclusiones de Mendel no fue por su originalidad sino precisamente por su falta de originalidad.

Mendel no era mendelista. Lo mismo que Lamarck y Darwin, él tampoco es responsable de lo que 35 años después sus “redescubridores” quisieran leer en sus escritos. La propia leyenda fabricada en torno a los guisantes poco tiene que ver con el original. Los experimentos de Mendel, como él mismo dijo en el título de su conferencia, se referían a la hibridación de una planta concreta. No habló nunca de la existencia de unas supuestas “leyes” de la herencia de validez universal (23). Lo que Mendel dijo exactamente de su concepción fue lo siguiente: “Todavía no se ha podido llegar a deducir, por la formación y el desarrollo de los híbridos, una ley extensible a todos los casos sin excepción; eso no podría dejar de extrañar a cualquiera que conozca la extensión del problema y sepa apreciar las dificultades que uno tiene que superar en ensayos de esta naturaleza. Una solución definitiva sólo podrá intervenir como consecuencia de experiencias detalladas hechas en las más variadas familias vegetales. Si se echa un vistazo de conjunto a los trabajos acometidos en este terreno, se llegará a la conclusión de que, entre numerosos intentos, no hay ninguno que se haya ejecutado con suficiente amplitud y método para permitir fijar el número de las diferentes formas en las cuales aparecen los descendientes de los híbridos, clasificar esas formas con seguridad en cada generación y establecer las relaciones numéricas que hay entre esas formas. En efecto, es necesario tener un cierto coraje para emprender un trabajo tan considerable. Sin embargo, sólo él parece poder conducir finalmente a resolver una cuestión cuya importancia no hay que ignorar para la historia de la evolución de los seres organizados”.

El mendelismo ha convertido en ley general unos ensayos restringidos sobre hibridación de guisantes sobre los que Mendel nunca pretendió establecer leyes generales que comprendieran a todas las especies vivas. No todos los vegetales reunen las características del guisante, cuya planta es autógama, es decir, que se autofecunda. Además, también hay muchas variedades distintas de guisantes. Por eso, las excepciones a sus leyes superan, con mucho, los casos que las confirman y, para evitar su derrumbe, los mendelistas han ido colocando un remiendo detrás de otro. El propio Mendel pudo comprobarlo. N&adiaer;geli le sugirió que estudiara otras plantas para ver si confirmaban los resultados obtenidos con los guisantes. Mendel empleó cinco frustrantes años pero los ensayos con otro tipo de plantas no coincidieron con los de los guisantes. Mendel comprobó que sus resultados eran de aplicación limitada.

Para prestar atención a Mendel en 1900 tuvieron que desencadenarse otra serie de circunstancias en paralelo. En la biología las cosas habían cambiado totalmente desde 1865. Los biólogos leen a Mendel en 1900 con unas gafas que no tenían antes. Son las gafas de Weismann. Los “factores constantes” (genes) de los que hablaba Mendel eran abstracciones, elementos puramente formales e independientes de los caracteres concretos que determinaban, una reminiscencia de la concepción hilemorfista de la materia y la forma expuesta con otras palabras que velaban su origen filosófico y teológico. Mendel no le dio un nombre en particular pero por la misma época abundaban los neologismos para hablar de ello: idioplasma, bioforas, etc. Siempre se trataba de un ente especial e inmaterial del que la materia era expresión, el “semen lógico” de los estoicos que con distintas variantes expone el comienzo del Evangelio de Juan: al principio fue el verbo que luego se hizo carne. Hoy los genetistas repiten eso mismo en un rebuscado lenguaje cibernético, convirtiendo el verbo divino en un código o en información génica. Con el tiempo las mismas nociones fueron mutando y concretándose (encarnándose) en diferentes componentes materiales del cuerpo porque la ciencia repudia las abstracciones sobre las que no puede experimentar y manipular. Otra versión de esa misma dicotomía metafísica ancestral es la del huevo (parte femenina) como la materia inerte a la que el espermatozoide (parte masculina), ánima o espíritu, insufla dinamismo. La herejía de Tertuliano era otra versión de lo mismo: el alma no proviene de dios, no se crea, pues, en cada gestación sino que la transmite el padre, lo mismo que la forma de Aristóteles: preexiste.

Con otros nombres, la escisión genotipo-fenotipo (plasma-cuerpo en Weismann, factor-carácter en Mendel) tiene, pues, un origen muy antiguo. Una noción subyacente a esas concepciones, además de su separación, es que el genotipo es el motor y la causa de todo lo demás. El alma utiliza al cuerpo para expresarse y el genotipo hace lo mismo con el fenotipo. Por eso, la copia (el cuerpo) nunca puede ser tan perfecto como el original (el alma). El cuerpo es mortal pero el alma es inmortal.

Expuesto de esta forma hubiera sido inconcebible que esa clase de concepciones prosperara en el ambiente positivista de mediados del siglo XIX. Los biólogos no podían admitir que “formas”, “entes de razón” y abstracciones filosóficas semejantes pudieran influir sobre un cuerpo material. Lo mismo que Mendel, Weismann también dijo que los “factores” eran diferentes de los caracteres que determinaban (la forma es distinta de la matera), pero sobre todo introdujo la noción de su soporte material, el plasma germinal, de aquellos “factores” de los que hablaba Mendel. Los factores de Mendel son el plasma de Weismann.

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Pero las amalgamas apenas podían ocultar las incongruencias. Weismann ignoraba que los genes se presentan por pares homólogos. Según él cada uno de los cromosomas portaba todo lo necesario para construir un ejemplar completo. En consecuencia, las leyes de Mendel eran incompatibles con la concepción de Weismann.

Como cualquier otro experimento sobre hibridación de la época, las conclusiones de Mendel tienen poco que ver con la evolución. Más bien responden a un tipo de prácticas botánicas tradicionales. En el siglo XVIII y primera mitad del XIX tanto en Europa central como en Inglaterra existían numerosos párrocos de provincias que eran botánicos aficionados. La “teología natural” de aquellos naturalistas era una forma de honrar al creador estudiando las maravillas de había sembrado en la tierra. Como sus predecesores Mendel era creacionista y defensor de la estabilidad de las especies. Conoció los escritos de Darwin y sus “caracteres constantes” eran opuestos a la teoría de la evolución (24).

Mendel fue utilizado en 1900 contra Darwin. No fueron sus “redescubridores” quienes le lanzaron a la fama, sino William Bateson, que le tradujo al inglés, el idioma de la genética naciente. Bateson, al que Lysenko califica de “oscurantista” necesitaba utilizar a Mendel en contra de los darwinistas, con los que estaba enfrentado. Frente a Darwin, un naturalista, Bateson considera a Mendel como un verdadero experimentador.

La oposición entre Mendel y Darwin es clara en la continuidad o discontinuidad de los caracteres. Mientras Darwin desarrolla un modelo basado en la continuidad, descartando los saltos y la discontinuidad, las leyes de Mendel eran discretas, requieren rasgos morfológicos contrastables o “puros”. Por otro lado, Mendel sólo tomó en consideración unos pocos y secundarios rasgos de la planta, ignorando otras diferencias porque no eran suficientemente contrastables. Sus ensayos eran impracticables con tipos intermedios que, como el tamaño de las hojas y de las flores, presentan un amplio rango de variaciones. Los guisantes debían ser amarillos o verdes y no valían las tonalidades intermedias. Para obtener lo “impuro” primero hay que disponer de lo “puro”, de manera que la reproducción asexual preserva el patrimonio hereditario (permite la continuidad de la “pureza”) en tanto la sexual propicia la hibridación (permite la “impureza”).

El éxito de las leyes de Mendel en 1900 también hay que ponerlo en relación con otras “leyes” que con anterioridad Galton había establecido sobre el mismo asunto. Los biometristas, defensores del darwinismo, afirmaban que los caracteres importantes no se regían por las leyes de Mendel sino por las de Galton. Pero éstas no sólo no explicaban la biodiversidad sino que pronosticaban la mediocridad, es decir, la tendencia de las especies a la uniformidad y, en el hombre, la tendencia sociológica hacia la denominada “clase media”. La cantidad se opone a la calidad. Para impedir la regresión a la mediocridad, la burguesía implementó toda esa batería de políticas aberrantes de tipo aristocrático en los países capitalistas más “avanzados”. Como los miserables se reproducen más que los burgueses, no solamente había que impedir la hibridación interclasista sino que había que esterilizarlos.

Con Mendel el asunto se podía presentar de otra forma. Sus leyes demostraban que la hibridación no sepultaba los caracteres “puros” más que aparentemente porque en la segunda generación reaparecían. Era una explicación convincente de algo que venía preocupando a los biólogos: la involución y los atavismos, esto es, el retorno de caracteres pasados en las nuevas generaciones. Había algo en la forma-factor-gen que no se manifestaba, que quedaba latente, escondido en medio de la impureza. Las leyes de Mendel proporcionaban un método para sacarlo a la luz, que fue el utilizado por los eugenistas y racistas para extraer la pureza en medio de la mezcla degenerativa.

El reduccionismo progresivo condujo en 1900 a la teoría de las mutaciones que, habitualmente, se presenta con la muletilla de “mutaciones al azar”. La teoría de las mutaciones fue una de las razones que impulsaron el “redescubrimiento” de Mendel contra Darwin. Las mutaciones que explicaban la evolución eran saltos cualitativos que hacían aparecer nuevas especies diferentes de las anteriores. La argumentación es de tipo genético: lo que mutaban eran los genes y, a su vez, estas mutaciones engendraban especies diversas. No existían cambios graduales y, desde luego, ningún papel desempeñaba el entorno. Las mutaciones eran automutaciones de naturaleza genética y, por supuesto, no explicaban nada, como tampoco nada había explicado la teoría de los cataclismos de Couvier cien años antes. La biodiversidad se explicaba por las mutaciones pero las mutaciones carecían de explicación porque aquí hablar del azar es hablar de la nada. No hay causalidad y, por tanto, no hay ciencia. Como ha escrito Israel, “no existen fenómenos aleatorios por naturaleza porque los fenómenos físicos se rigen por el principio de razón suficiente” (25).

Este recurso oportunista al azar contrasta poderosamente con el determinismo estricto que se otorga a los factores genéticos en la configuración del fenotipo y es buena prueba de la inconsistencia interna de la teoría de las mutaciones. Por otro lado, si hay azar no hay evolución porque el azar no liga el pasado al presente, ni éste al futuro. Su introducción en la genética proviene de la escisión entre la generación y la herencia; al poner todo el énfasis en ésta desaparece cualquier posibilidad de innovación. En este sentido el azar desempeña el papel creador de lo nuevo y ese es el verdadero significado de la mutación como salto cualitativo, como auténtico acto de creación “ex novo”. La teoría de las mutaciones es un creacionismo laico, un retorno bíblico bajo nuevas apariencias. Las mutaciones se explican así sin necesidad de previos cambios cuantitativos, graduales, evolutivos. En la herencia hay continuidad sin cambio y en la mutación hay cambio sin continuidad. Monod lo expresó de una manera extremadamente dogmática: “Por sí mismo el azar es la fuente de toda novedad, de toda creación en la biosfera. El azar puro, el azar exclusivamente, libertad absoluta pero ciega, en la raíz misma del prodigioso edificio de la evolución: esta noción central de la biología moderna ya no es hoy una hipótesis entre otras posibles o al menos concebibles. Es la única concebible, la única compatible con los hechos de observación y de experiencia. Y nada permite suponer (o esperar) que nuestras concepciones sobre este punto deban o incluso puedan ser revisadas” (26). Otro punto y final para la ciencia; no hay nada más que decir al respecto.

Con la teoría de las mutaciones la genética adopta un ademán matemático abstracto o, como diría Lysenko, formal. Ya los trabajos de Mendel presentaban un sesgo probabilístico y estadístico pero fue la propia utilización de Mendel contra Darwin la que impulsó el tratamiento abstracto de la genética. Frente a los mendelistas como Bateson, los biometristas siguieron defendiendo a Darwin. Los primeros empezaron a ganar la partida, pero hacia los años veinte los biometristas lograron imponer su concepción estadística y se produjo la primera síntesis: ambas concepciones no eran incompatibles; Darwin y Mendel podían convivir. Los modelos estadísticos elaborados por los genetistas soviéticos, dados a conocer en los países capitalistas por Fisher, Haldane y Wright como si fueran previos, abrieron la vía a la “genética de poblaciones” y al tratamiento estadístico de la herencia que facilitó la amalgama entre Mendel y Darwin. Engels ya había puesto de manifiesto que “también los organismos de la naturaleza tienen sus leyes de población prácticamente sin estudiar en absoluto, pero cuyo descubrimiento será de importancia decisiva para la teoría de la evolución de las especies”. Ahora bien, los modelos estadísticos poblacionales se fundamentaban en dos de las claves de la ideología burguesa en materia biológica: micromerismo y malthusianismo, la “lucha por la existencia” y la competencia entre los seres vivos. Para introducir cualquier modelo estadístico hay que partir de una muestra de suscesos independientes entre sí. El protipo burgués es Robin Crusoe. Los animales silvestres son como los hombres en la sociedad: están atomizados, enfrentados unos con otros, sin vínculos mutuos de sociabilidad. Somos como las moléculas de gas en un recipiente cerrado, rebotando unos contra otros. No existen familias, ni rebaños, ni enjambres. Pero no todas las relaciones sociales son independientes, bilaterales e iguales. Por ejemplo, en el terreno reproductivo, hay una norma general que prohibe el incesto, hay impúberes que dependen de sus padres, etc. La lucha por la existencia es otra de esas expresiones que, según Engels, puede abandonarse. Según Engels la lucha por la existencia no tiene el carácter de mecanismo único de la evolución: “puede tener lugar” en la naturaleza pero “sin necesidad de interpretación malthusiana”. La sociedad capitalista se basa en la sobreproducción y el exceso; crea mucho más de lo que puede consumir por lo que se ve obligada a destruir en masa lo producido: “¿Qué sentido puede tener seguir hablando de la ‘lucha por la vida’?”, concluye Engels (27).

A partir de la teoría de las mutaciones, se impone abiertamente la idea de “código” genético. El gen aparece entonces como una abstracción matemática o, mejor dicho, se encubre bajo ella, deja de ser una partícula material y, por supuesto, resulta inalcanzable por cualquier fenómeno físico exterior. No se concibe como algo encerrado dentro de una caja fuerte sino como la combinación de esa caja fuerte, su secreto.

Excusamos argumentar con detalle que, a su vez, la matemática se había desarrollado a lomos de la física, o mejor dicho, de la mecánica y también que no faltaron intentos de suplantar a la biología con la matemática (y con la estadística). No había analogía entre los modelos físico-matemáticos sino identidad. Cabe indicar también que esta infiltración matemática reforzaba la teoría mutacionista de las variaciones al azar. Uno de los introductores de la matemática en la genética, R.A.Fisher, explicaba la selección natural como si se tratara de un caso de teoría cinética de los gases. La equiparación de los animales (y los hombres) con las “máquinas químicas”, es otra de esas extrapolaciones mecanicistas sobre las que está construida esta teoría. La genética se rige por las leyes de la termodinámica, por lo que entonces cada gen, como cada molécula, debería tener una incidencia insignificante sobre el carácter, es decir, se pierde la individualización gen-carácter.

Esta teoría catapultó a Mendel a un olimpo del que aún no le han bajado. Mendel es un mito al que los mendelianos le rinden el culto debido, sin escatimar adjetivos que harían sonrojar al propio monje agustino. Por ejemplo, Rostand se atreve a decir que toda la genética está contenida en las 40 páginas en las que Mendel resumió sus experimentos sobre hibridación: “Leyendo hoy esas cuarenta páginas, a uno le sorprende a la vez la novedad de los resultados obtenidos y la circunspección del autor, que no adelanta nada más que lo perfectamente probado, y se contenta con encadenar los hechos con hipótesis estrictamente necesarias. Más de un siglo después [aún no había pasado un siglo cuando Rostand escribe] de la publicación de la memoria de Mendel, no se encuentra, por así decirlo, nada que rectificar, ni un error de hecho ni de interpretación. De un golpe Mendel vio todo lo que se podía ver y todo comprendido: es casi único en la historia de la ciencia” (28). Lleno de entusiasmo por su maestro, el biólogo soviético Medvedev le pone a la altura de Copérnico, Leonardo da Vinci, Newton, Galileo y Darwin: “El descubrimiento de Mendel es tan importante como el de Darwin” porque sólo después de haber descubierto las leyes de la herencia se pudo hacer de la teoría de la evolución la base de la biología moderna (29). ¿Cómo pudieron Lamarck y Darwin escribir sus obras sin conocer las leyes de Mendel? La historia parece vuelta del revés.

El monje ha sido tratado por la ideología dominante con una benevolencia que pocos han disfrutado. Respecto a sus leyes, un fiel seguidor como Bateson ya lanzó dos advertencias:

a) los escritos de Mendel no son una descripción literal de sus investigaciones sino una “reconstrucción” de las mismas

b) en sus experimentos Mendel no utilizó líneas puras para los siete rasgos estudiados, de manera que coexistían rasgos múltiples en la misma planta

Las concepciones genetistas conducen a desarrollos circulares. En el caso de Mendel porque, como decía Bateson, era necesario empezar por obtener ejemplares genéticamente puros, lo cual no es fácil. Al mismo tiempo, a fin de que la experimentación se pueda repetir, es necesario definir un tipo igual de cobaya, como propuso Morgan con sus moscas, lo cual tampoco es fácil porque los organismos nunca coinciden genéticamente de manera exacta. Por eso cuando aluden al desciframiento del genoma humano, no dicen el de quién exactamente. Para obtener ejemplares parecidos se crían artificialmente en invernaderos o laboratorios, en condiciones muy diferentes de las que existen en la naturaleza. No obstante, se pretende que esas condiciones de laboratorio reproducen con cierta fidelidad los fenómenos de la naturaleza. Así, en ocasiones se pretende extrapolar el cultivo de enfermedades en un ratón de laboratorio con las que se observan espontáneamente en el hombre. Ni los guisantes, ni las moscas, ni los ratones, silvestres o de diseño, sirven para establecer leyes generales sobre la evolución de todos los seres vivos.

Una severa crítica contra Mendel la lanzó en 1936 el matemático y genetista R.A.Fisher, argumentando que había “maquillado” sus resultados que eran “demasiado bonitos para ser ciertos” desde el punto de vista estadístico (30). Mendel concentró su atención en siete caracteres dominantes de los guisantes que, además, presentó como mutuamente independientes. Pero hoy sabemos que eso sólo es posible si cada factor que lo produce (gen) se encuentra en un cromosoma diferente. Por casualidad, Mendel se fijó en dos caracteres situados en cromosomas distintos, por lo que sus leyes pronosticaban que en la segunda generación se deberían obtener guisantes en una determinada proporción. Sin embargo, el guisante tiene un total de siete cromosomas y la probabilidad de que siete caracteres tomados al azar pertenezcan cada uno de ellos a un cromosoma distinto es de 1 entre 163. Lo más normal es que uno o varios formen parte del mismo cromosoma, por lo que se heredan de forma conjunta y, por tanto, la proporción prevista por Mendel no podía funcionar en la mayor parte de las ocasiones. De hecho, los genetistas usan la proporción en que dos caracteres distintos se heredan de forma conjunta para calcular la distancia a la que se localizan estos dos genes en un mismo cromosoma. De los siete caracteres que Mendel estudió, y que presentó como independientes, sólo dos eran realmente independientes. El resto no podía cumplir sus leyes. La conclusión fue que las había elaborado no como conclusión de sus experimentos, sino calculando numéricamente cuál sería el resultado si todos los caracteres se transmitieran de manera independiente. Sus leyes eran un fraude.

La diosificación de Mendel ha convertido a todos los demás en herejes. La crítica del mendelismo se presenta en sociedad como una crítica a la genética, como una crítica a la totalidad de la ciencias, como si genética fuera sinónimo de mendelismo. Como los fundamentos son erróneos, desde el comienzo se va tejiendo la genética con continuas amalgamas entre concepciones dispares, con un remiendo detrás de otro para no dejar caer a los mitos sobre los que se ha construido. Con la teoría de las mutaciones los factores-genes siguieron su andadura. Lo crean todo y no son afectados por nada. La evolución se detiene a sus puertas. Como escribió Bertalanffy, la biología podía ser evolucionista pero la genética quedaba como el reducto de la estabilidad. A partir de entonces y sobre fundamentos tan poco claros, la genética se convierte en el centro de las ciencias biológicas. A ella se subordinan la citología, la embriología, la paleontología, la antropología, la medicina y otras disciplinas.

No es un fenómeno exclusivamente científico, sino también mediático, es decir, ideológico, político y económico. Los genetistas acaparan los premios Nóbel, aparecen en primera plana en los medios de comunicación y conceden ruidosas conferencias de prensa. Una interesante investigación de Matiana González Silva ha sido sugestivamente titulada de la forma siguiente: “Del factor sociológico al factor genético. Genes y enfermedad en la páginas de ‘El País’ (1996-2002)”, donde analiza cómo ha cambiado la divulgación periodística acerca de las causas de las enfermedades, a favor de una explicación genética y, lógicamente, en detrimento de otra clase de explicaciones (31). La genética lo invade todo porque hay poderosos intereses económicos, bélicos y políticos que así lo determinan. Los intereses estrictamente científicos no coinciden necesariamente con ellos. Pero donde estaba ocurriendo eso era en los países capitalistas precisamente, por más que la burguesía intente proyectar sus quimeras contra la URSS.

En definitiva, lo que se observa con el cambio de siglo es la emergencia de dos teorías de marcado sesgo antievolucionista, la de Weismann y la de Mendel, que se ensamblan y, paradógicamente, se incorporan al evolucionismo distorsionándolo. No era la primera síntesis ni será la última. Cada una de esas confusas amalgamas no hace más que poner de manifiesto los endebles fundamentos sobre los que ha pretendido construirse el edificio, la insuficiencia conceptual y la precariedad de hipótesis que son clave para futuros desarrollos.

La teoría sintética de Rockefeller

Desde mediados del siglo XIX el positivismo confió en la posibilidad de extraer la ideología (y la filosofía) de la ciencia, que podría seguir su marcha sin adherencias extrañas. Influidas por él, algunas corrientes marxistas, como el estructuralismo de Althusser, han sostenido el mismo criterio. Incluso han llegado a convencerse de que eso se ha podido lograr con el propio desarrollo científico, de modo que les repugna que una ideología aparezca explícitamente “mezclada” en las investigaciones científicas. Pero lo novedoso no consiste en “introducir” la filosofía en la ciencia sino en el hecho previo de haberla sacado previamente de ahí. Por lo demás, la repugnancia por la mezcla sólo se experimenta cuando esa ideología no es la suya propia. En ocasiones algún científico manifiesta carecer de ideología alguna, o ser neutral ante todas ellas, o ser capaz de dejarlas al margen. Lo que sucede en esos casos es que se deja arrastrar por la ideología dominante, que queda como un sustrato sobreentendido de sus concepciones científicas y, en consecuencia, no se manifiesta conscientemente como tal ideología.

En ocasiones eso se debe a la ignorancia de la filosofía, pero también a la pretensión de originalidad, de ausencia de precedentes; a veces porque parece poco científico mencionar, por ejemplo, las mónadas de Leibniz como un antecedente de los factores de Mendel, de las bioforas, del plasma de Weismann o de los genes. Un concepto filosófico, por su propia naturaleza, siempre le parece especulativo al científico, nunca parece probado y siempre vulnerable a la crítica. Prefiere inventar un neologísmo, aunque la idea sea exactamente la misma.

Esa actitud positivista, que es ideológica en sí misma, es lo que hace que el linchamiento de Lysenko reincida en dos puntos que, al parecer, resultan impensables fuera de un país como la URSS. Uno de ellos es la injerencia coactiva y omnipresente del Estado en la investigación científica, y el otro, la no menos asfixiante injerencia de una ideología, la dialéctica materialista, en detrimento de otras ideologías y, por supuesto, de la ciencia, que debe permanecer tan pura como la misma raza.

Sin embargo, en los países capitalistas, que habían entrado ya en su fase imperialista, las ciencias padecían esas y otras influencias, de manera que los científicos estuvieron directa e inmediatamente involucrados en los peores desastres padecidos por millones de seres humanos en la primera mitad del siglo pasado (32). Ahora bien, subjetivamente los científicos no perciben como influencia extraña aquella que se acopla a su manera previa de pensar, sobre todo si dicha influencia está generosamente recompensada con suculentas subvenciones. Por eso prefieren ponerse al servicio de las grandes multinaciones que al de un Estado socialista, que les resulta extraño.

En particular, la genética fue seriamente sacudida por la crisis capitalista de 1929. A partir de aquel momento, la Fundación Rockefeller inicia un giro en su política de subvenciones favorable a la nueva ciencia y en detrimento de otras, como la matemática o la física. Entre 1932 y 1945 dicha Fundación contribuyó con aproximadamente 25 millones de dólares de la época para financiar la nueva genética sintética o “formalista”.

En la Fundación Rockefeller no había ningún interés de carácter estrictamente científico; se trataba de un proyecto hegemónico imperialista cuya clave está en la guerra bacteriológica, que inició su andadura con el lanzamiento masivo de gases letales durante la I Guerra Mundial. En 1931 Cornelius P. Rhoades, del Instituto Rockefeller de Investigaciones Médicas, infectó a seres humanos con células cancerígenas, falleciendo 13 personas. Rhoades dirigía los servicios de salud del Instituto de Medicina Tropical en San Juan de Puerto Rico. Desde allí escribió varias cartas a sus amigos en Estados Unidos en las que describía su odio hacia los puertorriqueños. Hablaba de ellos con desprecio: “Los puertorriqueños son sin duda la raza de hombres más sucia, haragana, degenerada y ladrona que haya habitado este planeta. Uno se enferma de tener que habitar la misma isla que ellos. Son peores que los italianos. Lo que la isla necesita no es trabajo de salud pública, sino una marejada o algo para exterminar totalmente a la población. Entonces pudiera ser habitable”. En una de aquellas cartas, fechada el 11 de noviembre de 1931, confesaba sus crímenes. Reconocía haber implantado células cancerígenas a pacientes puertorriqueños sin su consentimiento. Las cartas fueron interceptadas por los nacionalistas puertorriqueños pero, en lugar de encarcelar a Rhoades, le pusieron a cargo de los proyectos de guerra bacteriológica del ejército estadounidese en Maryland, Utah y en Panamá. Fue condecorado por el gobierno con la medalla meritoria de la Legión. Tras la II Guerra Mundial, le nombraron director de investigaciones del hospital Sloan Kettering Memorial de Nueva York, el centro oncológico más importante del mundo. En sus instalaciones Rhoades emprendió la investigación de 1.500 tipos de gas mostaza nitrogenado con la excusa de un supuesto tratamiento contra el cáncer. Utilizaron isótopos radioactivos con mujeres embarazadas y virus patógenos en otros pacientes. Luego Rhoades formó parte de la Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos, donde siguió experimentando con radiaciones tanto en soldados como en pacientes de hospitales civiles.

El proyecto de Rockefeller se articuló en cuatro fases sucesivas: la primera es el malthusianismo, control demográfico y planes antinatalistas; el segundo es la eugenesia, la nueva genética, la esterilización y el apartheid; el tercero es la “revolución verde”, los fertilizantes, abonos y pesticidas usados masivamente en la agricultura a partir de 1945; el cuarto son los transgénicos, el control de las semillas y de la agricultura mundial. La Fundación Rockefeller colaboró con el Instituto Káiser Guillermo III y con Ernst R&udiaer;din, el arquitecto de la política eugenista del III Reich. A pesar de los asesinatos de presos antifascistas en los internados y campos de concentración, continuó subvencionando en secreto las “investigaciones” nazis al más alto nivel al menos hasta 1939, sólo unos meses antes de desatarse la II Guerra Mundial. Los gases sarín, tabún y VX, fueron descubiertos en Alemania a partir de las investigaciones sobre pesticidas. El doctor Schrader trabajó de 1930 a 1937 para Bayer y sintetizó más de 2.000 compuestos químicos, desde insecticidas hasta gases que se utilizaron experimentalmente en los campos de concentración. Dentro del consorcio I.G.Farben, Bayer fabricó el famoso gas Zyklon B, utilizado en los campos de concentración nazis. Tras la guerra, Schrader se refugió en Estados Unidos y, como tantos otros, encontró allí impunidad por sus crímenes, a cambio de colaboración científica. Los pesticidas que se utilizaron en la “revolución verde” eran derivados químicos de las sustancias utilizadas como armamento en la I Guerra Mundial y producidas por los mismos laboratorios que fabricaron las bombas químicas arrojadas durante la guerra de Corea. Se trata de un proceso que no ha terminado. A través de la multinacional suiza Syngenta y del CGIAR (Grupo Consultivo Mundial de Investigación Internacional Agraria), hoy Rockefeller sigue manteniendo su red para el control de la población mundial y de sus fuentes de alimentación. En Puerto Rico los experimentos bioquímicos con la población han sido una constante. En los años sesenta utilizaron mujeres puertorriqueñas como conejillos de indias para probar anticonceptivos. Algunas murieron. La población de El Yunque fue irradiada para probar el agente naranja con el que se bombardeó Vietnam; hasta finales de los años noventa utilizaron cancerígenos sobre la población de Vieques; contaminaron con iodo radioactivo a pacientes en el antiguo hospital de veteranos; profanaron cadáveres o partes de ellos de la antigua Escuela de Medicina Tropical y los enviaron a Estados Unidos para analizarlos (33).

La nueva política de subvenciones favorable a la genética fue impulsada por el matemático Warren Weaver que en 1932 fue nombrado director de la División de Ciencias Naturales del Instituto Rockefeller, cargo que ejerció hasta 1959. Una de las primeras ocurrencias de Weaver nada más tomar posesión de su puesto fue inventar el nombre de “biología molecular”, lo cual ya era una declaración de intenciones de su concepción micromerista. En la posguerra Weaver fue quien extrapoló la teoría de la información más allá del área en la que Claude Shannon la había concebido. Junto con la cibernética, la teoría de la información de Weaver, verdadero furor ideológico de la posguerra, asimilaba los seres vivos a las máquinas, los ordenadores a los “cerebros electrónicos”, al tiempo que divagaba sobre “inteligencia” artificial y demás parafernalia adyacente.

Rockefeller y Weaver no fueron neutrales; no financiaron cualquier área de investigación en genética sino únicamente aquellas que aplicaban técnicas matemáticas y físicas a la biología. Otorgaron fondos a laboratorios y científicos que utilizaban métodos reduccionistas, cerrando las vías a cualquier otra línea de investigación diferente (34). A partir de entonces muchos matemáticos y físicos se pasaron a la genética, entre ellos Erwin Schr&odiaer;dinger que escribió al respecto un libro titulado “¿Qué es la vida desde el punto de vista físico?” La mayor parte eran físicos que habían trabajado en la mecánica cuántica y, por tanto, en la fabricación de la bomba atómica. Junto con la cibernética y la teoría de la información, la física de partículas fue el tercer eje sobre el que desarrolló la genética en la posguerra.

El destino favorito del dinero de Rockefeller fue el laboratorio de T.H.Morgan en Pasadena (California), que se hizo famoso por sus moscas. El centro de gravedad de la nueva ciencia se trasladó al otro lado del Atlántico y la biología dejó de ser aquella vieja ciencia descriptiva, adquiriendo ya un tono claramente experimental. Generosamente subvencionados por Rockefeller y Weaver, numerosos genetistas europeos pasaron por los laboratorios de Morgan en Pasadena para aprender las nuevas maravillas de la teoría sintética que con Morgan adopta dos vectores, no siempre bien articulados.

El más importante de ellos es la llamada teoría cromosómica, según la cual los determinantes hereditarios se alojaban exclusivamente en aquellos filamentos del núcleo celular que se presentaban normalmente por parejas homólogas, unos procedentes del padre y otros de la madre. De esta manera concreta en los cromosomas el plasma germinal del que Weismann había hablado. Los cromosomas, sostiene Morgan, “son las últimas unidades alrededor de las cuales se concentra todo el proceso de la transmisión de los caracteres hereditarios” (35). A partir de entonces los genetistas empezaron a decir que los genes eran cada uno de los eslabones de las cadenas de cromosomas. Así, un gen es un “lugar” o una posición dentro de un cromosoma.

La teoría cromosómica es consecuencia del micromerismo, que Morgan defiende con claridad:

“El individuo no es en sí mismo la unidad en la herencia sino que en los gametos existen unidades menores encargadas de la transmisión de los caracteres.

“La antigua afirmación rodeada de misterio, del individuo como unidad hereditaria ha perdido ya todo su interés” (36).

El micromerismo le sirve para alejar un misterio... a cambio de sustituirlo por otro: esas unidades menores de las que nada aclara. Por el camino se ha perdido irremisiblemente la idea del “individuo como unidad” a favor de otras unidades más pequeñas. A este respecto Morgan no tiene reparos en identificarse como mecanicista: “Si los principios mecánicos se aplican también al desarrollo embrionario, el curso del desarrollo puede ser considerado como una serie de reacciones físico químicas, y el individuo es simplemente un término para expresar la suma total de estas reacciones, y no habría de ser interpretado como algo diferente de estas reacciones o como más de ellas” (37).

El otro descubrimiento de Morgan, al que ya nos hemos referido, demostró la falsificación de los resultados expuestos de Mendel en su memoria: la independencia de los genes que, según Morgan, aparecían asociados entre sí. Los genes interactuaban, al menos consigo mismos. Cada gen (“factor” lo llama Morgan) no incide sobre una parte sino sobre varias del cuerpo al mismo tiempo. Pero Morgan se cuida de no poner de manifiesto la contradicción de su descubrimiento con las leyes de Mendel, que “se aplica a todos los seres de los reinos animal y vegetal” (38). Morgan tapaba una falsedad colocando otra encima de ella.

Morgan acabó convencido de que sus descubrimientos habían acabado con el engorroso asunto del “mecanismo” de la herencia de manera definitiva, pero a costa de seguir arrojando lastre por la borda: “La explicación no pretende establecer cómo se originan los factores [genes] o cómo influyen en el desarrollo del embrión. Pero éstas no han sido nunca partes integrantes de la doctrina de la herencia” (39). De esta manera absurda es como Morgan encubría las paradojas de la genética: sacándolas de la genética, como cuestiones extrañas a ella. Esto es consecuencia de la ideología positivista que se limita a exponer el fenómeno tal y como se desarrolla delante del observador, que se atiene a los rasgos más superficiales del experimento. La transmisión, la herencia, es algo diferente de la generación; el “mecanismo” de Morgan significa que sólo se transmite lo que ya existe previamente pero no cabe preguntar de dónde surge y cómo evoluciona eso que existe (40). El binomio generación y herencia se ha roto definitivamente en dos pedazos metafísicamente incompatibles y ese artificio positivista es el que impide plantear siquiera la heredabilidad de los caracteres adquiridos.

El método de Morgan era experimental; no salía de su laboratorio y sólo miraba a través de su microscopio. Él no cazaba moscas sino que las criaba en botellas de cristal, sometiéndolas a condiciones muy distintas de las que encuentran en su habitat natural, por ejemplo, en la oscuridad o a bajas temperaturas. De esa manera lograba mutaciones que cambiaban el color de sus ojos. Pero esas mutaciones eran mórbidas, es decir, deformaciones del organismo. Las moscas con las que Morgan experimentaba tienen los ojos rojos y él decía que las cruzaba con moscas de ojos blancos. Ahora bien, no existen moscas de ojos blancos en la naturaleza sino que las obtenía por medios artificiales. Por tanto, no se pueden fundamentar las leyes de la herencia sobre el cruce de un ejemplar sano con otro enfermo. Como bien decía Morgan con su teoría de los genes asociados, esas mutaciones no sólo cambian el color de los ojos a las moscas sino que provocan otra serie de patologías en el insecto. Una alteración mórbida es excepcional y no puede convertirse la excepción en norma, es decir, en un rasgo fenotípico de la misma naturaleza que los rasgos morfológicos habituales: color del pelo, estatura, etc.

Morgan era plenamente consciente de ello y la manera en que elude la crítica es destacable por la comparación que establece: también en física y astronomía hay experimentos antinaturales. De nuevo el reduccionismo y el mecanicismo juegan aquí su papel: las moscas son como los planetas y la materia viva es exactamente igual que la inerte. Las moscas obtenidas en el laboratorio (sin ojos, sin patas, sin alas) son de la misma especie que las silvestres y, en consecuencia, comparables (41). Morgan confundía una variedad de una especie con una especie enferma.

Los genetistas de la época de Morgan se llamaban darwinistas y defendían aparentemente la evolución. No obstante, bajo el mismo nombre los conceptos habían vuelto a cambiar. Ya no hay lucha por la existencia, dice Morgan: “La evolución toma un aspecto más pacífico. Los caracteres nuevos y ventajosos sobreviven incorporándose a la raza, mejorando ésta y abriendo el camino a nuevas oportunidades”. Hay que insistir menos en la competencia, continúa Morgan, “que en la aparición de nuevos caracteres y de modificaciones de caracteres antiguos que se incorporan a la especie, pues de éstas depende la evolución de la descendencia”. Pero no sólo habla Morgan de “nuevos caracteres” sino incluso de nuevos factores, es decir, de nuevos genes “que modifican caracteres”, añadiendo que “sólo los caracteres que se heredan pueden formar parte del proceso evolutivo” (42).

Sorprendentemente esto es un reconocimiento casi abierto de la tesis de la heredabilidad de los caracteres adquiridos. En realidad, las investigaciones de Morgan confirmaban la tesis lamarckista, es decir, que al cambiar las condiciones ambientales, las moscas mutaban el color de sus ojos y transmitían esos caracteres a su descendencia. No hay acción directa del ambiente sobre el organismo; la influencia es indirecta, es decir, el mismo tabú que antes había frenado a Weismann. Pero entonces –absortos por la genética- ya nadie se acordaba de aquella denostada teoría. Es más, los genetistas seguían implacables a la caza de Lamarck y los restos que quedaban de las tesis ambientalistas. El 7 de agosto de 1926 Gladwyn Noble publicó en la revista “Nature” un informe denunciando que los experimentos realizados por el biólogo autriaco Paul Kammerer con sapos parteros criados en el agua para demostrar la influencia sobre ellos del cambio de medio, eran fraudulentos. El suicidio de Kammerer pocos días después ejemplificaba la suerte futura de este tipo de teorías. Kammerer fue arrojado al basurero de la historia, del que aún no ha salido. También Mendel había falsificado las suyas pero un fraude no se compensa con otro (al menos en la ciencia). Por lo demás, estaba claro que el mendelismo tenía bula pontificia y el fraude de Kammerer pareció cometido por el mismísimo Lamarck en persona. Era un anticipo de lo que le esperaba a Lysenko. Al fin y al cabo Kammerer era socialista y se aprestaba a impartir un ciclo de conferencias en la URSS cuando se pegó un tiro en la cabeza.

En el confuso estado que mantenían, los ingredientes ideológicos de la genética se convierten en dominante en la cultura capitalista y propician el racismo y la xenofobia. En 1900 se descubren los grupos sanguíneos, de los cuales se extraen otras tantas nociones oscurantistas a sumar a las que la genética formal engendraba por sí misma. Los lazos nacionales y raciales son una extensión de los familiares y éstos se basan en la consanguinidad. La sangre es la unión más próxima y más íntima; en la Biblia está asociada al alma. Pero pronto el papel místico de la sangre pasará a ser desempeñado por lo genético. Se forma un “darwinismo social” que divide a los seres humanos entre los ostentadores de un pedigrí secular, una estirpe superior, y los portadores de malformaciones hereditarias, predestinados al exterminio.

Tres tendencias en la genética soviética

Las posiciones de la dialéctica materialista respecto de la biología, harto resumidas, ya fueron expuestas en los inicios mismos del darwinismo por Engels en el “Anti-D&udiaer;hring” y la “Dialéctica de la naturaleza”, aunque este último texto no se conoció hasta su publicación en 1928 aproximadamente. Engels destacó que un fenómeno tan complejo como la evolución sólo se podría explicar sobre la base de una colaboración entre multiples disciplinas científicas. Como ciencia de los organismos vivos, la biología involucra de una manera directa las cuestiones decisivas de la dialéctica: la producción y la reproducción, la continuidad y la discontinuidad, la herencia y el medio, entre otras cuestiones.

En su “Dialéctica de la naturaleza” Engels recoge la siguiente tesis de Haekel como núcleo central de la teoría evolucionista: “Desde la simple célula en adelante, la teoría de la evolución demuestra que cada avance hasta la planta más complicada, por un lado, y hasta el hombre, por el otro, se realiza en el continuo conflicto entre la herencia y la adaptación [...] Se puede concebir la herencia como el lado positivo, conservador, y la adaptación como el lado negativo que destruye continuamente lo que heredó, pero de la misma manera se puede tomar la adaptación como la actividad creadora, activa, positiva, y la herencia como la actividad resistente, pasiva, negativa” (43).

La tesis de Engels está tan lejos del reduccionismo genetista como del reduccionismo ambientalista. Es muy corriente en determinados medios progresistas otorgar una relevancia especial a los factores ambientales, por encima de cualesquiera otros, tanto en biología como en sociología, a pesar de la multiplicidad de condicionantes que concurren y de que no todos los factores ambientales influyen siempre, ni influyen de la misma manera y mucho menos influyen de manera permanente, generación tras generación. Engels sostenía la mutua interacción de los dos factores fundamentales: genotipo y fenotipo, en donde éste tiene un carácter dominante o principal respecto al primero. En la epigenética actual se utiliza en ocasiones una fórmula parecida que sirve para enmascarar la acción del medio ambiente: genotipo + ambiente -> fenotipo. Esta fórmula es confusa y lo que pretende sostener es que el ambiente no incide sobre la dotación genética sino sólo sobre sus efectos. Para superar las lagunas de la genética formalista, los científicos han vuelto a tener que recurrir a continuos remiendos como ese, que es el fundamento de la epigenética actual, prueba de la insuficiencia y de las lagunas de las teorías sobre las que han venido apoyándose. La epigenética es un retorno de la herejía, de la heredabilidad de los caracteres adquiridos (43b). Como afirma E.B.Ford, “se observó muy pronto que los genes sufren la acción del medio ambiente, y recíprocamente”. Este mismo genetista añade también otra noción básica de la dialéctica: que “el medio no es sólo externo sino interno” (44). El organismo vivo forma una unidad de contrarios con su medio, con el aire (o el agua), con la alimentación, con la luz y las radiaciones, con la temperatura, etc. No se puede estudiar al medio por un lado y al organismo por otro. El medio influye sobre el organismo normalmente a través de una metabolización o transformación previa del propio organismo. Según Engels, “la vida es un continuo intercambio metabólico con el medio natural [...] El metabolismo consiste en la absorción de sustancias cuya composición química se modifica, que son asimilados por el organismo y cuyos residuos se segregan junto con los productos de descomposición del propio organismo” (45). Por otro lado, la distinción entre lo interno y lo externo es relativa; en unos casos determinados componentes del medio son externos y en otros internos. En una colmena de abejas, la flora circundante es el medio frente al cual las abejas forman una unidad; pero para cada una de ellas, las demás abejas también son su medio e interactúan unas con otras. En unos casos las bacterias son externas al organismo humano y en otras forman parte de él, desempeñando determinadas funciones vitales o mortales.

Además, la dialéctica exige estudiar los seres vivos en su ciclo de desarrollo y cambio permanente, no como elementos estáticos: “Cuando se quiere hacer algo en el campo de la ciencia teórica a un nivel que abarque el conjunto, no hay que considerar los fenómenos naturales como unas cantidades inmutables, como hacen la mayoría de las personas, sino considerarlos, al contrario, en su evolución, como susceptibles de modificación, de evolución, fluidos. Y todavía hoy es en Hegel donde esto se aprende con más facilidad” (46). Por ejemplo, una embarazada no puede exponerse a radiaciones que, aunque sean inocuas para ella, afectan al feto; luego una misma causa provoca efectos diferentes según la fase de desarrollo en que se encuentre el organismo. Otro ejemplo: las enfermedades tienen un origen muy diferente; unas son de origen predominantemente genético, otras son predominantemente ambientales. Pero, cualquiera que sea su origen, una enfermedad no afecta lo mismo a un niño que a un adulto. Así, se conocen unas 5.000 enfermedades catalogadas como genéticas, de las cuales sólo 1.600 se consideran causadas por un único gen. De éstas, en un 90 por ciento de los casos ese gen no afecta al portador, no se manfiesta en él como enfermedad. Por lo tanto, el gen está muy lejos de tener el carácter ineluctable que le atribuyen; en consecuencia, además del gen serán necesarias otras circunstancias para que la enfermedad se manifieste. La enfermedad denominada “corea de Huntington” (“baile de San Vito”) es de tipo monogénico pero sólo se manifiesta a partir de la edad madura del individuo. Además del gen, son necesarias otras explicaciones para saber por qué durante la juventud el paciente no experimenta la enfermedad. Para cubrir esas lagunas apareció la epigenética hacia mediados de los setenta del siglo pasado.

A pesar de la Revolución de 1917, la biología en Rusia seguía su propia inercia, que la influencia de Engels, como es lógico, no podía contrarrestar de manera decisiva. En consecuencia, el caso de Rusia, con algunos matices, no es diferente del de ningún otro país de la época. El elemento fundamental a tener en cuenta en la polémica que se iba a abrir inmediatamente es que no solamente no existió una “injerencia” del marxismo sobre la genética sino que el impacto fue en la dirección contraria, de la genética (y de las nuevas ciencias) sobre los postulados marxistas. Los nuevos descubrimientos y progresos, especialmente la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica, abrieron nuevos interrogantes dentro el marxismo como dentro de tantas otras corrientes ideológicas. A partir de esos interrogantes se desarrollaron concepciones divergentes, algunas de las cuales permanecieron dentro del marxismo y otras se escaparon fuera de él. Este fenómeno no sólo ocurrió en la URSS sino en todo el movimiento comunista internacional, especialmente en Gran Bretaña y Francia.

Desde comienzos del siglo XX coexistían en Rusia tres corrientes dentro de la biología. La primera de ellas, de tipo simbiótico, fue rescatada en 1902 por la obra del anarquista Kropotkin “El apoyo mutuo, un factor de la evolución” ensalzado por el periódico “Times” como “posiblemente el libro más importante del año”. En su estudio Kropotkin acusaba a Darwin de despreciar la cooperación de los organismos frente a la lucha por la existencia. Muy pocos años después el biólogo ruso Konstantin S. Mereshkovski (1855-1921) formalizó la teoría de la simbiogénesis.

Mucho antes, en plena marejada darwinista, Engels ya había sostenido la validez científica de esta concepción. En 1875 en su carta a Piotr Lavrov, Engels le manifiesta su desacuerdo con la idea darwiniana de que la “lucha de todos contra todos” fue la primera fase de la evolución humana, sosteniendo que la sociabilidad instintiva “fue una de las palancas más esenciales del desarrollo del hombre a partir del mono”. Al mismo tiempo y de forma paralela, en otra obra suya destacó el carácter predarwiniano de esta concepción, así como su unilateralidad: “Hasta Darwin, lo que subrayaban sus adictos actuales es precisamente el funcionamiento cooperativo armonioso de la naturaleza orgánica, la manera en que el reino vegetal da alimento y oxígeno a los animales, y éstos proveen a las plantas de abono, amoniaco y ácido carbónico. Apenas se reconoció a Darwin, ya esas mismas personas veían ‘lucha’ en todas partes. Ambas concepciones están justificadas dentro de límites estrechos, pero las dos tienen una igual característica de unilateralidad y prejuicio. La interacción de cuerpos en la naturaleza no viviente incluye a la vez la armonía y los choques; la de los cuerpos vivientes, la cooperación conciente e inconciente, así como la lucha conciente e inconciente. Por lo tanto, inclusive en lo que se refiere a la naturaleza, no es posible inscribir sólo, de manera unilateral, la ‘lucha’ en las banderas de uno. Pero es en absoluto pueril querer resumir la múltiple riqueza de la evolución y complejidad históricas en la magra frase unilateral de ‘lucha por la existencia’. Eso dice menos que nada” (47).

La obra de Mereshkovski, como cualquier otra que no es de origen anglosajón, fue absolutamente ignorada, salvo para los biólogos marxistas (48). En las corrientes dominantes no fue tomada en consideración hasta 1966, cuando fue rescatada del olvido por la investigadora estadounidense Lynn Margulis, defensora de esta teoría simbiótica. Hasta esa fecha no tuvo ninguna influencia, quedando la obra de Kropotkin como una de esas exóticas incursiones de los políticos, en este caso anarquistas, en la ciencia.

La segunda corriente es la mendeliana, introducida en la Rusia prerrevolucionaria por Yuri A.Filipchenko (1882-1930), un seguidor de la escuela alemana de N&adiaer;geli, Hertwig y Von Baer, que creó una sociedad de eugenesia en 1922 que difundía su propia revista de la que Filipchenko era editor. Fue la única experiencia de ese tipo que se conoció en la URSS. A Filipchenko le cupo el honor de descubrir el efecto mutágeno de las radiaciones, que se suele atribuir al estadounidense H.J.Muller. De las aulas de Filipchenko salió uno de los creadores de la teoría sintética, Theodosius Dobzhansky (1900-1975), que estudió en la Universidad de Kiev, emigrando en 1927 a Estados Unidos, donde trabajó con Morgan, siendo el fundamento de su trabajo la necesidad de conciliar el evolucionismo con la Biblia vaticana. En Estados Unidos Dobzhansky, que había impartido clases a Lysenko, destacó por ser un antilysenkista feroz. La corriente mendelista, aunque siempre estuvo presente, tampoco tuvo mucha influencia en la URSS a causa de la propia revolución de 1917. Sin embargo, en Estados Unidos Dobzhansky fue uno de los impulsores de la teoría sintética que bajo una apariencia darwinista logró recuperar terreno dentro de la genética soviética.

La tercera corriente, representada por el científico K.A.Timiriazev (1843-1920), es la que se denomina a sí misma como evolucionista y darwinista, aunque en sus concepciones es evidente la presencia también de Lamarck. Además de Timiriazev, las prácticas agrícolas de I.V.Michurin (1860-1935) corresponden también a la Rusia prerrevolucionaria que, después de 1917, es la que inicialmente se abre camino. Otro de los impulsores del darwinismo en la URSS fue Alexander I.Oparin, que publicó en 1923 su trascendental obra “El origen de la vida” que, sin embargo, tampoco fue conocida en los países capitalistas hasta que en 1967 John D. Bernal lo incluyó en su “The origin of life”.

En su obra “Anarquismo o socialismo”, escrita en 1907, Stalin denunció las tergiversaciones de los seguidores caucasianos de Kropotkin, para quienes el marxismo se apoyaba en el darwinismo “sin espíritu crítico”. Sin embargo, aquellas referencias de Stalin a Lamarck y Darwin eran muy someras y se utilizaban como ejemplo de la validez universal de la leyes de la dialéctica. Engels defendió a Darwin de las críticas de D&udiaer;hring pero, al mismo tiempo, era plenamente consciente de las limitaciones y del carácter unilateral de las explicaciones de aquel: “Yo acepto la teoría de la evolución de la doctrina de Darwin pero no acepto su método de demostración (‘struggle for life, natural selection’) salvo como primera expresión, provisional e imperfecta, de una realidad recién descubierta”. El británico, añade Engels en otra obra, habría puesto el acento en los efectos pero no en las causas de la selección natural. Además, “el hecho de que Darwin haya atribuido a su descubrimiento [la selección natural] un ámbito de eficacia excesivo, que le haya convertido en la palanca única de la alteración de las especies y de que haya descuidado las causas de las repetidas alteraciones individuales para atender sólo a la forma de su generalización, todo eso es un defecto que comparte con la mayoría de las personas que han conseguido un progreso real” (49).

Hacia 1928 las nuevas corrientes sintéticas en la genética, con su aparente integración del darwinismo, se introdujeron con fuerza dentro de la URSS, del Partido bolchevique, de las universidades y los centros de investigación, abriendo una larga polémica. Tras la muerte de Michurin en 1935 Lysenko pasó a encabezar las posiciones científicas evolucionistas, pero la correlación de fuerzas no tardó en cambiar. Aunque fue elegido presidente de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas en 1937, Lysenko empezaba a estar en minoría y no pudo tener los apoyos políticos y oficiales que la campaña quiere hacer creer.

Los polemistas se lanzaron entre sí mutuas acusaciones porque los unos tergiversaban las posiciones de los otros, de modo que aparentemente se habían formado dos posiciones contrapuestas. Incluso el biólogo soviético Stoletov resumía esas posiciones en el titular de su libro: “¿Mendel o Lysenko? Dos caminos en biología” (50). Pero no se puede resumir la polémica en dos posiciones y, desde luego, esas posiciones no formaban una alternativa entre Mendel y Lysenko. Hubo posiciones intermedias y hubo quien, aún declarándose michurinista, no secundaba las tesis de Lysenko, o no las secundaba en su integridad. Es igualmente comprobable que ni todos los que le defendían ni todos los que le criticaban exponían los mismos argumentos. Por ejemplo, no es fácil compartir los motivos del británico George Bernard Shaw para defender a Lysenko, que se apoyaban en una vaga comprensión de los términos del debate. Shaw decía que frente al mecanicismo vulgar de la teoría sintética, Lysenko defendía una concepción integral de los organismos de la naturaleza como seres dotados de vida. En una carta publicada por el “Saturday Review of Literature”, el genetista Dunn, que había viajado por la Unión Soviética protestaba por la equiparación de todo el conjunto de la biología soviética con las tesis lysenkistas, que no representaban la doctrina “oficial” del país, poniendo un ejemplo odioso para comparar: no se puede juzgar a la biología soviética desde la óptica de Lysenko del mismo modo que no se puede juzgar a la biología estadounidense desde el punto de vista de los creacionistas. Lo mismo expuso el británico Eric Ashby en 1945. También había viajado por la URSS, donde estuvo una larga temporada, publicando a su regreso varios libros sobre la situación de las ciencias soviéticas, su organización académica y científica y sus métodos de investigación. Ashby apreció que en la URSS concurrían diversas corrientes científicas, desde aquellas que manifestaban cierto rechazo hacia la investigación occidental hasta otras que seguían los mismos derroteros que ella. No obstante, considera que, en general, la ciencia soviética era equiparable a la occidental y no parecía estar influida por la filosofía marxista “en absoluto” (51).

A mi juicio el núcleo de la postura de Lysenko no es positiva sino negativa y está constituida por su rechazo a las teorías sintéticas que defendían un mecanismo unilateral por el cual la herencia determina la constitución de los organismos vivos, y si hay que indicar un rasgo positivo fundamental de su pensamiento no es el de ambiente sino el de desarrollo. Mantengo dudas, que no estoy en condiciones de resolver ahora, acerca de si la crítica de los lysenkistas fue, al mismo tiempo, capaz de asimilar la médula racional de las ideas de Weismann, Mendel y Morgan o si, por el contrario, adoptaron la misma posición errónea que éstos, un rechazo en bloque de sus concepciones. Pero por encima de todo ello, considero esencial que gracias a la firmeza que demostró en la defensa de sus postulados (otros dirían dogmatismo, fanatismo, intolerancia), la URSS fue uno de los pocos países del mundo en los que pudo contrarrestarse la influencia de la teoría sintética. A causa de ello la propaganda imperialista lanzó en la posguerra su ofensiva de acusaciones falsas en su contra según la cual sus tesis habían conducido a la prohibición de la genética, al cierre de los laboratorios y el encarcelamiento de los biólogos opuestos a sus tesis.

Vamos a comprobar la falsedad de esta campaña.

Un campesino humilde en la Academia

En 1917 llegaron al poder en Rusia los obreros y los campesinos más pobres, los que hasta entonces habían sido siervos humildes y analfabetos, como Michurin, un obrero ferroviario apasionado de la botánica, y como Lysenko, un campesino ucraniano, a quienes el poder soviético permitió estudiar y adecuar la ciencia a las prácticas agrícolas y ganaderas más avanzadas del momento para ponerlas al servicio de los sectores más oprimidos y de sus necesidades.

Lysenko y otros como él se pusieron a la cabeza de las instituciones sociales que se ocupaban de las ciencias, para lo cual antes hubo que desalojar de esas mismas instituciones a los burgueses académicos, universitarios y oscurantistas que hasta entonces habían manejado la ciencia en provecho de su clase, de la explotación y de sus intereses particulares. En 1917 la población sometida a la autocracia zarista era analfabeta, los estudiantes eran una casta privilegiada procedente de la aristocracia y la alta burguesía. Los poco más de 11.000 científicos, que cobraban 20 ó 30 veces más que un obrero especializado, vivían a espaldas de las necesidades y de los intereses de los obreros y campesinos. Tras la revolución de octubre su situación fue idéntica a la de los demás especialistas, artistas e intelectuales; unos se exiliaron y otros permanecieron, bien para colaborar lealmente en la construcción del socialismo o bien para sabotearlo. Unos permanecieron en la posición que habían adoptado inicialmente y otros la modificaron, cambiando de bando en un momento determinado de su biografía personal o de la historia del país. Como consecuencia de esa evolución y del propio proceso de alfabetización, la composición de clase de los científicos cambió radicalmente y sus condiciones materiales de vida también cambiaron, especialmente en los años veinte, cuando surgieron los llamados “científicos descalzos”, de los que Lysenko fue el prototipo, técnicos surgidos desde las entrañas mismas de la nueva sociedad. Como muchos otros, Lysenko era un humilde campesino que tuvo la oportunidad de formarse y llegó hasta la presidencia de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas. La alfabetización y las facilidades para cursar estudios avanzados promocionaron a estos “científicos descalzos”. Fue un cambio a la vez cualitativo y cuantitativo que se produjo en medio de una guerra, de un bloqueo internacional y de una situación económica lamentable. A pesar de las dificultades de la guerra civil, dice Medvedev, los científicos “recibieron un apoyo inmenso, tomando en consideración los recursos limitados de un país empobrecido”. Se fundaron nuevos laboratorios e institutos de investigación: “Si se compara el grado de adelanto científico y tecnológico en la Unión Soviética entre 1922 y 1928 con el de un periodo similar anterior a la Revolución, se descubre un enorme impulso en los programas de investigación y educación” (52). Entre 1929 y 1937 se triplicó el número de académicos y el de estudiantes de agricultura aumentó seis veces. Si en 1913 había en Rusia menos de 300 universidades, escuelas superiores y centros de investigación, en 1940 el número superaba los 2.359. En los años veinte el número de investigadores se acercó ya a los 150.000, en 1953 subió a 250.000 y en 1964 a 650.000. En 1922 el número de publicaciones de investigación se cuadruplicó respecto al año anterior y al siguiente se multiplicó por ocho.

La revolución de 1917 no sólo alteró los fundamentos económicos de la vieja sociedad zarista, sino que sembró de interrogantes todas las concepciones del mundo que hasta aquel momento se habían presentado como intocables. No existían precedentes de un cambio tan drástico que, además, acarreó en algunas corrientes la pretensión errónea de que todo -absolutamente todo- debía cambiar, de que había que empezar desde cero, de que nada de lo anterior era válido. Estimuló las discusiones hasta extremos difícilmente concebibles, cuando no existían modelos previos sobre los que asentar algunas conclusiones previas. A modo de ejemplo del ambiente en el que disputaban todas aquellas corrientes, puede ponerse el caso de Bogdanov, cuyo nombre real era A.A.Malinovski. Médico y autor de un manual clásico de economía marxista, Bogdanov había sido dirigente del Partido bolchevique, aunque fue expulsado de él en 1909 por su incorporación al empiriocriticismo. No obstante, siguió siendo muy influyente en los distintos círculos marxistas rusos, incluso después de la Revolución de 1917. Sus concepciones alcanzaban áreas tan variadas como la economía, el arte, la ciencia y la filosofía, en las que realizó aportaciones que, al margen de su veracidad, eran enormemente originales (53). En torno a sus concepciones se creó el movimiento “proletkult” o “cultura proletaria”, una de las que pretendía hacer tabla rasa del pasado. Fue el movimiento “proletkult” el que impulsó en la URSS la idea errónea de la existencia de “dos ciencias” de naturaleza distinta y enfrentadas entre sí por su propio origen de clase. Reivindicaba no las creaciones intelectuales del proletariado como clase sino cualquier clase de creación cuyo origen estuviera en uno de aquellos nuevos “científicos descalzos”. Pero una cosa era estimular la ciencia entre los trabajadores y campesinos y otra, muy distinta, dar validez científica a cualquier clase de aportación por el mero hecho de su origen social. Los “científicos descalzos” se equivocan tanto como los de traje y corbata. No obstante, concepciones de esa naturaleza estuvieron presentes en los debates científicos a partir de los años treinta, a pesar de las críticas que contra ellas expuso el Partido bolchevique. Stalin los califico de “trogloditas”. Sin embargo, muchas de las concepciones expresadas por los seguidores de “proletkult” pasan como si se tratara del punto de vista oficial del Partido bolchevique o de todos los marxistas soviéticos porque la propaganda les presenta a todos como si formaran parte de un mismo bloque monolítico.

Los debates científicos empezaron a presentar un nuevo aspecto. Dejaron de ser el reducto de una élite reducida y en ellas se vio involucrado el marxismo de una manera multifacética. Por ejemplo, en genética hubo militantes del Partido bolchevique que defendieron el mendelismo, como los había que defendieron la posición contraria. Se dieron toda clase de combinaciones ideológicas y científicas imaginables. Por eso es difícil hablar de una influencia del marxismo sobre la ciencia en la URSS, cuando bajo el marxismo existían distintas corrientes en conflicto interno.

Las academias fueron uno de aquellos centros de discusión científica e ideológica. No habían sido una creación soviética sino que su existencia se remonta a Pedro I El Grande en el siglo XVIII, eran de carácter estrictamente científico, se regían por sus propios estatutos y sus cargos se elegían mediante escrutinio secreto. Sin embargo, la de Ciencias Agrícolas fue fundada por Vavilov, quien en 1919, en plena guerra civil, organizó en Petrogrado un laboratorio de botánica aplicada que luego se convirtió en Instituto de Agronomía Experimental y finalmente, en 1929, en la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas, presidida por el propio Vavilov. Con excepción de su escaño como diputado del Soviet Supremo, ese fue el único cargo que desde 1937 ocupó Lysenko a lo largo de toda su vida y era un nombramiento de enorme prestigio incluso fuera de la URSS. Un asiento en cualquier academia era el puesto de más prestigio para cualquier científico; otorgaba derecho a un sueldo vitalicio que era mayor que el de un ministro del gobierno: “Aún en la actualidad -escribía Medvedev en los años setenta- el cargo de presidente de la Academia de Ciencias de la URSS tiene más influencia que el de ministro del gobierno, y su sustitución es un asunto más importante para el Partido que el reemplazo de un ministro en la mayor parte de las ramas de la industria” (54). La Academia no era un órgano del Ministerio de Agricultura, ni del Partido bolchevique sino una asociación de científicos de las más variadas procedencias ideológicas para discutir y debatir acerca de asuntos de su especialidad (55). Desde luego la política agraria implementada en la URSS quedaba fuera de la competencia de la Academia.

Como en cualquier otro país, en la URSS coexistían tanto organizaciones científicas públicas como privadas. Funcionaban nada menos que 118 Academias de Ciencias, de las cuales 29 tenían relación con las distintas ramas de la biología; además había otros 965 Institutos de Investigación Científica, estaciones y explotaciones agrarias experimentales dependientes del Ministerio de Agricultura y unos pocos más dependientes de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas. También existía la Asociación de Científicos y Técnicos para el Apoyo de la Construcción Socialista (Varnitso), dirigida por el bioquímico A.N.Bach, militante del Partido bolchevique desde 1912. Además del Ministerio (Comisariado del Pueblo) de Agricultura, existía también el Ministerio de Educación y Ciencia (Narkompros), del cual dependía una agencia pública específica encargada de promover la investigación científica (Glavnauka). La enseñanza universitaria tampoco dependía de la Academia que presidía Lysenko sino de los referidos Ministerios. El de Agricultura, por ejemplo, disponía de 14.000 investigadores sobre el terreno. En todos esos organismos concurrían diferentes correlaciones de fuerzas entre una corrientes y otras. Pero a su vez, todos ellos dependían para su financiación del Consejo Supremo de Economía (VSNJ), también afectado por las polémicas científicas e ideológicas del momento. Un panorama muy distinto y muchísimo más complejo del que la campaña de linchamiento quiere hacer creer. Lo que parece evidente es que cualquiera de esas organizaciones tuvo un protagonismo en las discusiones mucho mayor que el Partido bolchevique, que pocas “órdenes” podía impartir cuando, a su vez, estaba muy dividido.

En todo el mundo los genetistas académicos siempre consideraron a Lysenko como un advenedizo, un intruso porque no procedía de la universidad, no tenía título. En lugar de alegrarse por la llegada de alguien de fuera de su círculo de referencia, de un trabajador humilde, les salió a relucir su estrecha mentalidad burguesa en la que encierran un odio de clase apenas disimulado. En 1937 a un profesor universitario le sucedió un campesino autodidacta en la presidencia de la Academia, poniéndose por encima de todos los licenciados, a quienes cabe imaginar carcomidos por los celos y la envidia. Aunque la campaña imperialista en su contra, entre otros insultos, le califica como demagogo, sus investigaciones fueron apoyadas, dentro y fuera de la URSS, por numerosos científicos de varias especialidades. En su condición de botánico, el mencionado Eric Ashby se entrevistó personalmente con Lysenko, de quien critica muy duramente sus concepciones científicas. Le describe como un hombre nervioso y tímido, pero –según Ashby- en ningún caso ambicioso, añadiendo además que tampoco es ningún charlatán ni un “showman”. En su opinión, “Rusia ha hecho notables contribuciones a la genética” y, además, añade que ningún observador puede negar que el materialismo dialéctico “ha dado nuevos ímpetus a la investigación científica en la Unión Soviética” (56). Rostand también reconoció el 9 de setiembre de 1948 en la revista “Combat” las “notables realizaciones de la ciencia soviética”, e incluso fue más allá y afirmó lo siguiente: “Lysenko es un hombre de ciencia muy estimable al que debemos importantes investigaciones principalmente en el terreno de la fisiología vegetal aplicada a la agricultura”. Este reconocimiento no le impide a Rostand criticar las tesis lysenkistas.

Por méritos propios Lysenko fue presidente de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas hasta 1956, volvió a ser reelegido en 1961 durante cinco años más y luego continuó siendo miembro de la misma hasta su fallecimiento veinte años después. Durante todo ese tiempo también dirigió una estación agrícola experimental cerca de Moscú en la que trabajaban 300 investigadores. No obstante, a pesar de lo que diga la propaganda imperialista, no fue nunca miembro del PCUS y tampoco coincidió personalmente con Stalin (fuera de los actos oficiales, naturalmente). El agrónomo soviético inició sus experimentos de hibridación por su propia iniciativa, sin ninguna clase de apoyo oficial. No existieron gigantescos presupuestos, ni inversiones, ni viveros, ni cámaras térmicas, ni sofisticados laboratorios, ni centros universitarios. Todo empezó de una manera mucho más modesta y sencilla, como empezaban las iniciativas de los obreros y campesinos en la URSS, basándose en el entusiasmo y en el esfuerzo colectivo de las organizaciones populares.

En los escritos de Lysenko sobresale la idea de la selección “artificial”, superpuesta a la selección “natural” de Darwin, esto es, la idea de que la naturaleza no es un paisaje fijo sino que es posible actuar sobre ella en interés de los obreros y campesinos. De un modo dialéctico, Lysenko estudia la flora en su desarrollo; cita continuamente a Timiriazev para recordar la “historia” de cada especie y de cada planta dentro de ella, tratando de observar la manera en que se puede dirigir y controlar ese desarrollo.

La selección “artificial” de Lysenko no tiene nada que ver con la moderna “ingeniería genética” de las multinacionales cuyas mutaciones provocan cambios imprevisibles en los organismos vivos. Lo que Lysenko pretendía obtener eran cambios planificados, a fin de orientar el desarrollo natural de los organismos para mejorar el rendimiento agrícola.

No obstante, Lysenko no aporta una nueva teoría relevante a la biología. Él rechaza considerarse lamarckista, que es la acusación que le lanzan sus oponentes y, desde luego, es claro que no admite las concepciones ambientalistas tal y como las exponían los neolamarckistas. No obstante, Lamarck está presente en su concepción general del desarrollo de los organismos. Explícitamente Lysenko se apoya en concepciones de otros autores, de quienes enfatiza determinados aspectos que juzga importantes. En consecuencia, quienes dicen criticar sus supuestas teorías, están criticando esos precedentes, que están en Lamarck, Darwin y Timiriazev. A pesar de ello, la campaña de linchamiento presenta a Lysenko como un agrónomo original, aislado, sin precedentes, cuyas disquisiciones absurdas forman una rama separada y ya desaparecida para siempre de la biología. Además, pasando por alto la disputa entre las diversas corrientes, se responsabiliza de sus tesis a todos los científicos soviéticos, es decir, que su caso sería un mero ejemplo de un caso general, ilustrativo de las intromisiones políticas en la ciencia y de la imposición forzada de un canon científico único y exclusivo.

Lysenko tampoco realiza innovaciones prácticas sustanciales a las que ya eran conocidas desde tiempos lejanos. Cuando en ocasiones su linchamiento se extiende también a Michurin, pretendiendo generalizarlo a toda la ciencia soviética, debería incluirse a botánicos de otros países cuyas prácticas eran idénticas. El caso más singular al respecto es el del norteamericano Luther Burbank (1849-1926), también olvidado, autor de la magnífica autobiografía “La cosecha de los años”. Si Michurin había creado 300 nuevos frutales, Burbank, calificado por Medvedev como el “Michurin americano”, creó 800 nuevas variedades de flores, hortalizas y plantas, una de ellas una opuntia o cactus comestible y sin espinas. Los tres artesanos, Burbank, Michurin y Lysenko, fueron los últimos pioneros de una estirpe de botanistas innovadores sepultados hoy por un olvido que no tiene nada que ver con la ciencia. A ellos cabría añadir al también estadounidense Frederic Clemens, uno de los precursores de la ecología cuyas concepciones son idénticas a las de Lysenko.

Hay algo en lo que Lysenko destaca por encima de todo: su certera oposición al erróneo modelo de Weismann, Mendel, Morgan y el “dogma central” de la genética. No solamente Lysenko no es en absoluto dogmático sino que el objeto de su crítica es precisamente el dogmatismo seudocientífico que se había infiltrado en el terreno de las ciencias biológicas. Por lo demás, él no fue el único en oponerse a la genética formalista. En la URSS, Oparin sostuvo posiciones científicas equivalentes y lo mismo sucedió con Richard Goldschmidt en Estados Unidos y otros en diferentes países. Pero una de las claves de toda buena campaña de guerra sicológica consiste siempre en personalizar los males -reales o fingidos- en una única persona que debe ser utilizada como chivo expiatorio.

La técnica de vernalización

El 15 de diciembre de 2006 científicos de la Universidad de California acabaron de identificar los tres segmentos del ADN del trigo y la cebada que controlan la vernalización con el fin de lograr por métodos de la denominada “ingeniería genética” lo que Lysenko había logrado por métodos naturales 80 años antes.

A finales de 1925 Lysenko inició sus primeras investigaciones en la sementera de Kirovabad (Gandja), en Azerbaián. Empezó a estudiar los factores que regulan la duración del periodo vegetativo de las plantas cultivadas. Los resultados de sus experimentos los expuso en el Congreso de Genética celebrado en Leningrado en enero de 1929.

Aquel mismo verano la prensa soviética anunció que en Ucrania una prueba con trigo de invierno de la variedad “ukrainka” sembrado en primavera había espigado exitosamente. El experimento lo había llevado a cabo el padre del agrónomo soviético a petición de su hijo en el terreno que él mismo trabajaba por su cuenta en la región de Poltava. Fue un hito de la agronomía; por primera vez el trigo de invierno espigaba completamente con un rendimiento de 24 quintales por hectárea. El 6 de noviembre de 1933 el botánico soviético N.I. Vavilov (1887–1943), habitualmente presentado como enemigo y víctima de Lysenko, apoyaba públicamente en el diario “Izvestia” sus métodos agrícolas como un descubrimiento revolucionario de la investigación soviética.

En vista del éxito, el Comisariado del Pueblo (Ministerio) de Agricultura decidió crear un laboratorio especial en el Instituto de Génética y Selección de Odessa para analizar detenidamente aquel experimento. Al año siguiente centenares de investigadores koljosianos repitieron el mismo ensayo. Se trataba de explotar el descubrimiento de que era posible regular la duración del periodo vegetativo de las plantas cultivadas.

En 1935 más de 40.000 koljoses y sovjoses llevaron el experimento al campo, sembrando más de dos millones de hectáreas de cereales de primavera con simiente vernalizada.

Impuesto por Lysenko, desde 1929 el término “vernalización” (yarovización) es ya corriente en botánica. Hasta entonces era una práctica tradicional de la que se tenía un conocimiento empírico y fragmentario. Ya había sido estudiada anteriormente por Gassner, pero el primer estudio sistemático lo escribió Lysenko en 1935 y lleva el título “Las bases teóricas de la vernalización”. De ella dijo Lysenko que era un método que “marca el comienzo de una era en la que el hombre dirije de manera consciente el desarrollo de las plantas en los campos”.

Hasta entonces no existía en la ciencia agrícola ningún medio de regular la velocidad de desarrollo de las plantas. Las especies y variedades cuyo desarrollo no se acomodaba a las condiciones climáticas y geográficas de la región, eran simplemente desechadas. Entre éstas estaban hasta entonces los cereales de invierno, una variedad que se consideraba estéril. Lysenko demostró que este tipo de cereales no sólo soportan las bajas temperaturas sino que éstas son necesarias para su desarrollo y que, además, son más productivas.

Posteriormente se observó que muchas especies de clima templado también requieren las bajas temperaturas del invierno para florecer en primavera: remolacha, cebolla, zanahoria y otras.

Lysenko demostró la posibilidad de acelerar el ciclo vegetativo de las plantas, pudiendo obtener -en determinadas condiciones- dos cosechas anuales donde antes sólo se podía lograr una sola. También sostuvo que entre los cereales de invierno y los de primavera había un continuo de variedades intermedias y que su clasificación en una u otra variedad no dependía sólo de la dotación genética de la misma sino también de las condiciones ambientales en que se desarrollaran las plantas.

Es una técnica precisa que requiere entrenamiento y experiencia para que la semilla no se malogre. Al llevarla a la práctica, los investigadores de los koljoses y sovjoses cometieron numerosos errores de método que Lysenko fue el primero en advertir, indicando el riguroso cumplimiento de una serie de requisitos imprescindibles para su éxito. En su informe a la Conferencía soviética consagrada a los problemas de la resistancia de los vegetales al invierno, el 24 de junio de 1934, y en la sesion científica del Instituto de Genética de la Academia de Ciencias, el 6 de enero de 1935, rindió cuenta detallada los errores cometidos en los experimentos de vernalización llevados a cabo en distintos lugares. Esas reuniones eran públicas y en ellas participaron tanto científicos como especialistas de las cooperativas agrarias.

El agrónomo ucraniano inserta la vernalización en una concepción amplia del desarrollo de los vegetales que llamó “teoría fásica”. Lysenko dividía el desarrollo de las plantas en una etapa vegativa y otra reproductiva, ambas cualitativamente distintas. Diferenciaba el crecimiento (aumento de tamaño) del desarrollo, caracterizando a éste por cambios cualitativos que, en ocasiones, no son observables aparentemente.

Antes se pensaba que la edad era el factor único del desarrollo, que estaba ya predeterminado por componentes hereditarios y, en consecuencia, que las etapas eran iguales e independientes del medio. A fines del siglo XIX Klebs demostró que no era así y que el medio no actúa sobre el organismo de una manera directa sino a través de cambios internos del propio organismo. Entre los factores ambientales, Klebs destacó especialmente la importancia de la luz.

La teoría fásica de Lysenko demuestra que su concepción no se puede calificar estrictamente de ambientalista porque él situaba al desarrollo de la planta en el centro de su investigación. Él analiza los organismos vegetales en su proceso de cambio. Cada fase sólo empieza cuando termina la anterior, cuando ha agotado sus posibilidades e inicia un cambio cualitativo; cada fase requiere un determinado ambiente para que el organismo se desarrolle. A través del organismo en proceso de cambio, Lysenko precisa el significado del término “ambiental”. Según el ucraniano bajo el concepto de medio se alude habitualmente a circunstancias muy diversas, de las cuales no todas tienen la misma importancia. La operatividad de esas circunstancias depende del ciclo concreto en el que se encuentre la planta, destacando la vernalización como la primera de ellas, y el fotoperiodismo como la segunda, de modo que si la temperatura es el factor dominante en la primera fase, la luz lo es en la segunda.

Como escribió Maximov, la teoría de la vernalización “representa un gran paso en el esclarecimiento de las leyes del desarrollo vegetal y suministra métodos útiles para dirigirlo en la dirección deseada” (57). En efecto, no se pueden saltar las etapas del desarrollo de las plantas pero sí se puede acortar la duración de su ciclo vegetativo. La vernalización permite eludir las sequías que padecen determinadas regiones a finales del verano y en el otoño; también en aquellas regiones frías cuyo verano es muy corto; finalmente, aumenta los rendimientos en cualquier región que se practique.

La idea de “potencialidad” es otra de las aportaciones significativas de Lysenko, directamente enfilada contra Vavilov y el determinismo genetista. El determinismo de Vavilov adoptó la forma de una supuesta “ley”, otra más, de las series homólogas cuyo fundamento está en la ineluctabilidad del desarrollo de los organismos. Según esa “ley”, el desarrollo es unilateral y viene impuesto por la dotación genética. Según Lysenko, esa “ley” contradice la biodiversidad. La dotación genética se puede inhibir en unos casos y reforzar en otros, en función de las circunstancias, y para demostrarlo parte precisamente de uno de los descubrimientos de Mendel: la existencia de unos caracteres dominantes y otros recesivos. Pero los genetistas se han limitado a constatar este hecho, dice Lysenko, sin llegar al fondo del problema que, según él, radica en la adaptación a las circunstancias ambientales. La existencia de dominancia, afirma Lysenko, demuestra precisamente la inconsistencia del ciego determinismo genético porque no es posible conocer de antemano qué rasgo va a prevalecer sobre el otro. El genotipo no es más que un punto de partida a partir del cual se va a desarrollar el organismo.

Genética y racismo

El debate suscitado por Lysenko en 1948 en la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas concentró durante una semana entera al mayor número de científicos que se ha conocido nunca en ningún país, salvo en la URSS, donde tales acontecimientos no eran infrecuentes. Como escribió Stalin, “no hay ciencia que pueda desarrollarse y expandise sin una lucha de opiniones, sin libertad de crítica”(57b). Se tomaron actas taquigráficas del debate, se publicaron y se tradujeron a varios idiomas. Si se leen es fácil observar que todas las intervenciones, tanto en uno como en otro sentido, fueron aplaudidas por cada grupo de partidarios, es decir, que no fue el típico acto protocolario, hipócrita y formalista al que estamos acostumbrados en los países capitalistas.

A lo largo de las semanas siguientes, la prensa soviética, y “Pravda” en concreto, fue publicando las intervenciones de diversos académicos en aquella sesión. Como no interesará las que fueron a favor, diré que también publicaron las críticas a Lysenko en defensa de las tesis genéticas formalistas los siguientes: A.Shebrak, B.Zavadovski, S.Alijanian, P.M.Zhukovski, L.Schmalhausen, J.Poliakov, D.Kislovski, V.S.Nemchinov y J.A.Rapoport. Varios millones de soviéticos pudieron conocer los puntos de vista de ambas partes y opinar al respecto. Esto no tiene precedentes en la historia de la ciencia, absolutamente ninguno.

En cualquier caso es importante tener en cuenta que tanto en una como en otra corriente de la biología soviética había científicos que se declaraban los verdaderos marxistas (y otros que no se declaraban marxistas en absoluto). Por ejemplo, en 1945 el genetista soviético A.R.Shebrak publicó en la revista americana “Science” un breve artículo titulado "Soviet biology" criticando las teorías de Lysenko (58). En 1947, dos biólogos, Efroimson y Liubishev, se dirigieron al Comité Central por escrito manifestando su desacuerdo con el lysenkismo. En abril del siguiente año se produjo un ataque de Yuri Zhdanov contra Lysenko dentro –nada menos- que de la sección científica del Comité Central, lo cual nos ofrece una perspectiva muy distinta del “caso Lysenko”, sobre todo si tenemos en cuenta quién era Y.Zhdanov: químico, hijo del conocido dirigente comunista Andrei Zhdanov y yerno del mismísimo Stalin. Pocas semanas después, en agosto, después del debate de la Academia, Yuri Zhdanov publica una autocrítica en la que reconoce que sus posiciones eran equivocadas, pero sigue manteniendo su desacuerdo con Lysenko.

La propaganda imperialista sostiene que después del debate de 1948 la discusión se resolvió con decretos y represalias ordenadas por Stalin. Lo cierto es que las tesis de Lysenko siguieron siendo muy discutidas entre los científicos de la URSS. Los genetistas formales siguieron con las espadas en alto. Se agruparon en torno a la “Revista Botánica”, dirigida por V.N.Sujatsev, que se convirtió entonces en el principal crítico de Lysenko, secundado por otros científicos como N.V.Turbin y N.D.Ivanov (59). Los mendelistas no fueron represaliados a causa de sus concepciones científicas. Por poner un ejemplo, Dubinin, uno de los principales representantes de las tesis formalistas en la URSS, a quien Lysenko ataca en su informe de 1948, publicó en 1976 (el año de la muerte de Lysenko) un artículo que está traducido al castellano y que se titula “La filosofía dialéctico-materialista y los problemas de la genética” (60), lo cual significa dos cosas: que el denostado Dubinin seguía en activo y que en esencia seguía defendiendo sus tesis de siempre, las de Mendel, Weismann y Morgan. A diferencia de Lysenko, Dubinin sí era militante bolchevique y el título del artículo también evidencia que Dubinin defendía que las concepciones formalistas eran conformes a la dialéctica materialista.

La amplia polémica que se estaba desarrollando en la URSS contrasta poderosamente con la censura que el evolucionismo padecía en los países capitalistas, especialmente en Estados Unidos, donde en 1925 se celebró el llamado “juicio del mono” en el que el Tribunal Supremo de Tenesee condenó a un profesor por violar la ley Butler que declaraba ilegal enseñar cualquier teoría que negara la creación divina del hombre a partir de la nada que enseña la Biblia. La censura científica en Estados Unidos llega hasta nuestros días. Un profesor de química de la Universidad de Oregón, Ralph Spitzer, fue despedido en 1959 por enseñar las teorías de Lysenko en su aula. A la carta de despido el rector aportó como prueba un artículo de Spitzer en la revista “Chemical and Engineering News” defendiendo a Lysenko. El rector, según su propias manifestaciones, podía tolerar el error del profesor al impartir doctrinas equivocadas, pero en ningún caso podía admitir la divulgación de enseñanzas marxistas. Su carta de despido fue ampliamente difundida por toda la prensa estadounidense en primera plana. Spitzer había sido miembro de la asociación “Estudiantes por una Sociedad Democrática” y del Partido Progresista de Henri Wallace, pero fue condenado por marxista junto con su mujer, también despedida. En los artículos científicos se puede citar a Platón, a Descartes o a Comte, pero en ningún caso a Marx.

En una entrevista muy reciente al biólogo Jan Sapp publicada por “Sciences et Avenir” los periodistas le comentan que las observaciones que contradicen el neodarwinismo son antiguas, preguntándole seguidamente acerca de los motivos por los cuales se han ocultado durante tanto tiempo. Sapp responde que ello se debe a múltiples razones de tipo político. Afirma que en los años cincuenta era peligroso hablar de herencia citoplasmática y del papel de la simbiosis en la adaptación: “Abordar esas cuestiones suponía arriesgarse a pasar por lamackiano, o peor, por un discípulo del soviético Lysenko, es decir, por un comunista”. El propio Sapp confiesa que él mismo fue censurado en Estados Unidos y tuvo que marcharse a trabajar a Canadá: “Cuando me interesé por esos grandes biólogos de la posguerra que habían trabajado sobre otros modelos diferentes del neodarwinismo, como Tracy Morton Sonneborn o Victor Jollos, ¡Se me acusó de comunista! Tuve que abandonar Estados Unidos y salir a Canadá, el único medio para mí de redescubrir los trabajos pioneros de esos sabios que habían huido del racismo de la Alemania hitleriana y que se metieron en una trampa por la intolerancia académica en su exilio americano” (61).

Como suele suceder en lo que concierne a la URSS, la historia ha sido vuelta del revés porque el denominado “caso Lysenko” no es un supuesto que demostraría la censura allí imperante sino justamente lo contrario, la existencia de una amplia y libre discusión de ideas. Por lo demás quienes han dado la vuelta al asunto son los mismos que hasta la fecha de hoy pretenden mantener a la teoría de la evolución fuera del ámbito académico.

En la URSS se debatió abierta, pública y libremente sobre toda clase de asuntos, incluidos los científicos y nunca se dejó de debatir acerca de ningún asunto en todos los ámbitos sociales, políticos y universitarios.

Stalin estaba muy interesado en la discusión sobre la genética, siguió el debate muy de cerca y aunque no existen escritos suyos, en las reuniones siempre defendió las tesis evolucionistas de Lamarck, Darwin y Lysenko. En el diario de V.Malishev, vicepresidente del gobierno en la época, hay una anotación con algunos comentarios suyos sobre Lysenko en los que dijo que era el continuador de Michurin, habló de sus defectos y de los errores que había cometido “como científico y como ser humano”, que había que supervisar sus experimentos, pero que también había que impedir su destrucción como científico porque eso significaba ponerlo en manos de los “shebrakianos”. Con esta designación Stalin se refería a A.R.Shebrak, un genetista formal que había dirigido en 1946 la sección científica del Comité Central. En la polémica soviética nunca hubo un intento de liquidar al formalismo genetista sino que se trataba justamente de lo contrario: de evitar que esa corriente aplastara a su contraria, la que encabezaba Lysenko. De ese modo volvemos a descubrir que la falsificación de la historia ha vuelto las cosas del revés, poniendo a las víctimas en el lugar que corresponde a los victimarios.

No obstante, lo más importante es que aquella batalla ideológica contribuyó a frenar la proliferación de teorías racistas y eugenésicas en la URSS. En realidad, detrás de las nuevas teorías y prácticas “científicas” de la genética formal se escondía el racismo, que a comienzos del siglo XX se había convertido en la religión de los imperialistas. Impulsado por la burguesía, el racismo se presentó como algo “científico” y “progresista”, como una aplicación natural del conocimiento sobre la reproducción al campo de la sociedad y con el fin de mejorarla.

La biología nació como una ciencia taxonómica cuyo objeto era clasificar a las especies vivas. Cuando ese mismo objetivo se impuso a la sociedad, la biología se convirtió en eugenesia, en el intento de clasificar (y por tanto de dominar) a los hombres, de establecer diferencias entre ellos y, en consecuencia, justificar las políticas de desigualdad social. La confusión entre la genética y la estadística (biometría) no es más que otra prueba de lo mismo porque la estadística es otra ciencia de la clasificación: establece una “media” y las “desviaciones” y “regresiones” que aparecen a partir de ella (62). La biología está repleta de “monstruos” que rompen la norma de la especie, como la medicina de enfermos y la sociedad de “desviados”, de modo que unos son llevados a los laboratorios, otros a los hospitales y otros a los siquiátricos, a las cárceles o a los campos de concentración, lugares en los que se puede experimentar con ellos, practicar lobotomías, electrochoques o drogas. En unos casos la justificación es la enfermedad y la delincuencia, pero en otros es suficiente con la “peligrosidad social”. Entonces ni siquiera es necesario un juicio previo para encerrarles porque el Estado actúa con el benéfico fin de curarles.

Una de las maneras de clasificar a las personas consiste en otorgarles una nacionalidad, cuyo fundamento, en los países del norte de Europa, es el “ius sanguinis”, el derecho de sangre, es decir, que son alemanes, por ejemplo, los descendientes de padres alemanes, cualquiera que sea su lugar de nacimiento, cualquiera que sea el lugar donde residan, y aunque ignoren el idioma o la cultura de su país de origen. Según el pangermanismo, las fronteras del Estado deben extenderse hasta el lugar en donde se encuentren esos alemanes.

La sangre ocupó antiguamente el papel que hoy ocupan los genes. Antes que los genes se concibió la sangre como ese fluido misterioso omnipresente que todo lo condicionaba. En la sangre estaba el alma y, por tanto, la vida, un componente sagrado; el cuerpo le pertenece al hombre pero la sangre (el alma) le pertenece sólo a dios y por eso en los sacrificios rituales hay derramamiento de sangre y los Testigos de Jehová no permiten transfusiones. La aristocracia tiene la sangre de color azul; ser de buena familia es ser de “buena cuna”, es decir, algo que no surge en la vida sino que se lleva dentro desde siempre. Como la solera para el buen vino, lo aristocrático es lo rancio, cuanto más antiguo mejor, como si sobre el presente influyeran las generaciones pretéritas, como si así tuviera todo más arraigo.

A estas aberraciones la genética ha contribuido con otra más: la creación de ”grupos de riesgo”, esto es, personas normales aparentemente pero que portan genes defectuosos que los hacen propensos a enfermedades o comportamientos fuera de la norma. Ya hay pólizas de seguros y profesiones para las que se exigen pruebas genéticas previas.

La genética se está convirtiendo en una cuestión de política económica. Las deformaciones que se están difundiendo acerca de las enfermedades hereditarias (confundidas con las genéticas, las congénitas y las innatas) conducen a políticas eugenésicas. Antiguamente la gente que padecía enfermedades hereditarias, como la diabetes, se morían jóvenes y no tenían descendencia. Pero ahora ya es posible curarlas, al menos en parte, por lo cual ya no se mueren como antes y transmiten sus genes defectuosos a su descendencia. La sanidad generalizada no permite que opere la selección natural, es decir, que se mueran los menos aptos, por lo que en los siglos futuros aumentarán las enfermedades genéticas. Además las radiaciones, las drogas, la proliferación de productos químicos, los pesticidas, la contaminación, el napalm de Vietnam y las explosiones atómicas aceleran las mutaciones genéticas y crearán graves perturbaciones en la salud que se transmitirán de generación en generación provocando graves crisis médicas “para socorrer a una sociedad tiranizada por la enfermedad y ayudar a millones de tullidos durante toda su vida” (63).

Uno de los detractores de Lysenko es Julian Huxley, nieto del conocido defensor de Darwin y miembro la “Sociedad Eugenésica” (o sea, racista) desde 1931, lo que no le impidió llegar a ser el primer Secretario General de la UNESCO en 1946. Escribió un libro contra Lisenko (64), y también cosas como ésta:

“Por grupo social problemático entiendo a esa gente de las grandes ciudades, demasiado conocida por los trabajadores sociales, que parece desinteresarse de todo y continuar simplemente su existencia desnuda en medio de una extrema pobreza y suciedad. Con demasiada frecuencia deben ser asistidos por fondos públicos, y se vuelven una carga para la comunidad. Desgraciadamente, tales condiciones de existencia no les impiden seguir reproduciéndose, y sus familias son en promedio muy grandes, mucho más grandes que las del país en su conjunto.

“Diversos tests, de inteligencia y de otro tipo, revelaron que tienen un C.I. [cociente intelectual] muy bajo, y que están genéticamente por debajo de lo normal en muchas otras cualidades, como la iniciativa, el interés y afán general exploratorio, la energía, la intensidad emocional y el poder de la voluntad. Esencialmente, no son culpables de su miseria e imprevisión. Pero tienen la mala suerte de que nuestro sistema social abona el suelo que les permite crecer y multiplicarse, sin otra expectativa que la pobreza y la suciedad”.

Como muestran estas afirmaciones, el racismo no era un problema étnico sino social. Las políticas racistas van dirigidas contra los trabajadores y los sectores sociales oprimidos y marginados en su conjunto.

Los ataques contra Lysenko en la posguerra trataron de desviar la atención sobre las teorías seudocientíficas de los imperialistas que habían conducido a los campos de concentración, a la eugenesia y la esterilización, no sólo en la Alemania nazi sino en Gran Bretaña, Estados Unidos, Suecia y otros países capitalistas. Sólo la URSS se había librado de aquella repugnante plaga “científica”.

Los supuestos fracasos agrícolas de la URSS

La campaña propagandística reincide en los repetidos fracasos de los experimentos lysenkistas, que no se ciñen al aspecto científico sino que se trasladan al económico. Lysenko sería así el responsable último de unas supuestas malas cosechas, que a su vez causaron otras supuestas hambrunas, que a su vez causaron millones de muertos. Tratándose de la URSS todo vale y siempre se mide por millones porque cualquier otra cifra no es noticiable. Es enormemente interesante analizar esta acusación porque originalmente no aparece para nada en 1948 y años subsiguientes. El vacío atraviesa la época de Stalin, la peor considerada en los medios capitalistas, e incluso va más allá de los tiempos de Jrushov. Lo que resulta aún más sorprendente todavía es que se trata de un argumento que, como veremos, nace de una forma modesta en la propia Unión Soviética dentro de las pugnas internas que condujeron a la destitución de Jrushov. Por si no hubieran aparecido suficientes argumentos fuera de sus fronteras, los revisionistas soviéticos aportaron uno más, otra falsedad a añadir al cúmulo de las que habían ido surgiendo. Sólo hubo que dramatizarlo y exagerar hasta el ridículo para ligarlo a un acontecimiento histórico, la colectivización agraria, que había ocurrido 35 años antes. Así quedaba unido estrechamente a Stalin.

El decreto de 1917 que nacionalizaba la tierra, la colectivización, los koljoses y la política agraria soviética acabaron con el secular problema del hambre en menos de diez años de revolución socialista. La alimentación de los trabajadores (para impedir los estallidos revolucionarios) ha sido una preocupación hasta hace bien poco. En la URSS eso se solucionó en 1927, cuando se acabaron el paro y las cartillas de racionamiento. Esos éxitos contrastan poderosamente con la pavorosa situación en los países capitalistas más importantes, donde la población padecía la miseria más espantosa. Se pretende trasladar a la URSS un problema como el hambre cuando por aquellas mismas fechas, en 1929, el capitalismo entraba en una de sus peores crisis económicas jamás conocidas.

Si pasamos a la situación económica de la posguerra, sólo encontramos menciones a Lysenko en el manual de Alec Nove (65) que repite la letanía de memoría. Para Nove Lysenko era un charlatán pseudocientífico que triunfó “con ayuda de la máquina del Partido” imponiendo sus ideas en las granjas “al tiempo que se prescindía de los auténticos expertos en Genética”, una ciencia que fue “destruida”. Los bolcheviques pusieron a “pequeños Stalin” como éste al frente de cada rama de las ciencias y de las artes, afirma Nove, los cuales torpedearon los contactos con la ciencia mundial. Sin embargo, Nove no refiere ninguna muerte, ni habla tampoco de hambre; únicamente alude a la escasez de reservas alimenticias, lo cual hizo que se retrasara el racionamiento existente durante la guerra mundial. Tampoco Harry Schwartz refiere hambre ni muertes (66). Durante la guerra la agricultura de las zonas ocupadas fue devastada; unos siete millones de caballos murieron o fueron saqueados por los nazis, así como 17 millones de cabezas de ganado bovino. En 1946 hubo una terrible sequía, según Cafagna, la peor en medio siglo. Como consecuencia de todo ello, este historiador refiere precariedad pero tampoco hambre ni muertes a causa de ello (67). A pesar de las destrucciones de los campos y de los tractores causadas por la guerra y de la reducción en un tercio del número de trabajadores koljosianos, las cosechas recuperaron casi inmediatamente el nivel de 1940. Se enviaron a las cooperativas más de 120.000 agrónomos y técnicos y se empezaron a roturar más de 17 millones de hectáres de tierras vírgenes. En 1958 se logró obtener la cosecha máxima de la historia, e incluso pudieron exportar trigo al extranjero.

Esta situación también contrasta con la de los países capitalistas, en donde aún en 1948 la población pasaba hambre en países como Alemania, por ejemplo, y por eso, para calmar el descontento, llegó el Plan Marshall desde Estados Unidos. A diferencia de la URSS, Europa occidental no se recuperó por sí misma de los devastación bélica. En la posguerra la agricultura capitalista comenzó a padecer los desastres ecológicos de la “revolución verde” impuesta en todo el mundo por Rockefeller. El éxito de la agricultura soviética en la posguerra no necesitó de la incorporación de la química industrial. Por eso Harry Schwartz pone de manifiesto el “retraso” que experimentaba la URSS en la introducción de fertilizantes y pesticidas en la agricultura (68). A su vez ese “retraso” derivaba de que la Unión Soviética no estaba experimentando con armas químicas ni bacteriológicas, que fueron el venero de la evolución de la química en los países capitalistas en la primera mitad del siglo XX.

Desde el punto de vista científico, las concepciones de Lysenko tampoco constituyeron ningún fracaso. La agronomía, como muchas otras materias, entre ellas la medicina, tiene mucho que ver con el arte, desde luego bastante más que con las llamadas ciencias “exactas” (si es que existe alguna ciencia de esas características). El método de Lysenko era empírico, basado en la prueba y el error, idéntico al del resto de los experimentos biológicos. De ahí que medio siglo después de su informe hubo 280 intentos fracasados antes de lograr clonar a la primera oveja, intentos que comprometieron a un número mucho mayor de personal investigador y más medios técnicos. No obstante, en una ciencia mediática como la biología, los errores no son nunca noticia, salvo aquellos que tengan su origen en la agricultura soviética.

Esa concepción de la ciencia avanzando linealmente con sus velas desplegadas también es fruto de una ideología burguesa basada en la competencia y el éxito. Los fracasados nunca cuentan, como si el éter o el flogisto nunca hubieran sido concebidos por la física. Para que unos científicos avancen otros han debido errar y entrar en vías muertas. En todo caso, el experimento fallido es tan importante como el fructífero y nadie ha dejado de ser reputado como científico por el hecho de haber fracasado.

En su informe de 1948 Lysenko dijo algo capaz de convencer a cualquiera: con los métodos michurinistas se han creado 300 nuevas variedades de plantas. Cualquiera que hubiera estado allí hubiera preguntado, ¿cuántas han creado los genetistas formales? La respuesta es: ninguna. Los primeros transgénicos se obtuvieron medio siglo después de que Lysenko leyera su informe.

Un discurso pronunciado por Lysenko en 1941 es bastante ilustrativo de la diferencia entre un país socialista y un país capitalista en materia de investigación científica: los norteamericanos realizan experimentos genéticos con moscas, decía Lysenko, nosotros lo hacemos con patatas.

Hace bien poco, a finales de 1996, la revista “Nature Genetics” publicaba un artículo del genetista Dean Hamer titulado “La felicidad heredable”. Se había gastado muchos millones, un laboratorio y un equipo de “investigadores” trabajando durante años para descubrir el gen de la felicidad. El año anterior ya dijo en el mismo medio haber descubierto el de la homosexualidad (69). Quizá lo que nos quieren decir es que, pase lo que pase, siempre van a ser felices los mismos, es decir, que la felicidad también es hereditaria y que nunca lograremos nada con cambios ambientales (sociales, políticos, económicos) sino que necesitamos terapia génica...

Los lysenkistas y el desarrollo de la genética

Los vergonzosos ataques contra Lysenko prostituyen hasta el ridículo sus tesis, que tratan de presentar como si fueran incompatibles con los descubrimientos de la genética. Por ejemplo, Medvedev afirma que hubo una “negación integral de la genética” (70). Lo cierto es que ni Lysenko ni la URSS se opusieron al desarrollo de la genética en los centros educativos y en los laboratorios, de manera que, por ejemplo, la Sociedad de Naturalismo de Moscú siempre se destacó en la defensa de los principios mendelistas.

Las aportaciones soviéticas en este terreno científico también son muy importantes, en algunos casos anteriores a las anglosajonas y, desde luego desconocidas, descuidadas o ignoradas por su propio origen, por lo que conviene recordarlas. Entre 1922 y 1929 Vavilov reunió en sus expediciones la colección de plantas y semillas más importante del mundo, cuyo destino era la selección y la hibridación y, por consiguiente, el mejoramiento en la calidad de los cultivos agrarios. En 1924 Oparin expuso la primera hipótesis científica sobre el origen de la vida. Ese mismo año A.N.Bach creó el primer Instituto de Investigación Bioquímica del mundo y expuso las primeras nociones bioquímicas sobre la oxidación. Aunque el efecto mutagénico de las radiaciones sobre los cromosomas se atribuye al estadounidense H.J.Muller, y por eso le concedieron el premio Nóbel, sus verdaderos descubridores fueron los soviéticos G.A.Nadson y G.C.Filipchenko, que observaron el efecto en levaduras y hongos, adelantándose en dos años a Muller. En 1927 S.S.Chetverikov fue el primero en formular las leyes del polimorfismo genético que constituye la base de la genética de poblaciones, adelantándose en varios años a Wright, Fisher y Haldane, que pasan por ser sus creadores. Ese mismo año G.D.Karpetchenko, por medio de la ploidización, creó la primera planta sintética del mundo, a la que dio el nombre de “Raphanobrassica”, un híbrido del rábano y la col. Ese mismo año N.K.Koltsov fue el primero en describir la estructura de los cromosomas como moléculas gigantescas capaces de reproducirse por medio de un mecanismo de templete, concepto que relacionaba la genética con la bioquímica. No obstante, como todos los genetistas de la época, Koltsov pensaba que esa molécula era una proteina y no un ácico, el ADN, como se supo después. La noción de biosíntesis permitió entender la autoreplicación genética. En 1927 A.R.Serebrobsky estudió la primera variación intragenética de la mutabilidad. En 1935 A.N.Belozersky logró aislar ADN en forma pura por primera vez y dos años después N.P.Dubinin, enemigo de Lysenko, fue el primero en descubrir en una población de moscas drosophilas al menos un dos por ciento de mutantes espontáneas.

Las desinformaciones presentan a la ciencia soviética como una laguna aislada, ajena y extraña a las corrientes de la genética en otros países, consecuencia a su vez del aislamiento internacional de la URSS que, naturalmente, era una política deliberadamente perseguida por la diplomacia soviética, como si los demás países no tuvieran ninguna responsabilildad en ello. También aquí hay que proceder a una verdadera reconstrucción de los hechos casi completa. La URSS estuvo durante muchos fuera de la Sociedad de Naciones y sometida a un riguroso bloqueo internacional. En líneas generales y, especialmente en lo que a la ciencia respecta, desde su mismo nacimiento, la URSS buscó desarrollar toda clase de intercambios científicos con el extranjero, a cuyos efectos creó una Oficina para el Estudio de la Ciencia y la Tecnología Extranjera. En 1924 se organizó la Sociedad para las conexiones culturales con los países extranjeros: “Con posterioridad a 1920 la Academia de Ciencias primero y después otros centros de investigación, tomaron medidas para establecer relaciones directas con centros de investigación del extranjero. Aun cuando al principio la cooperación internacional fue muy modesta, tuvo sin embargo extraordinaria importancia para el desarrollo de la ciencia soviética” (71). La gran crisis capitalista de 1929 favorecio los intercambios. Al acabar con los presupuestos para educación e investigación en Estados Unidos, la URSS invitó a muchos científicos y técnicos extranjeros que se habían quedado en el paro a instalarse allá, e incluso se construyeron urbanizaciones y ciudades enteras para ellos. Otros ya se habían instalado anteriormente. Un conocido eugenista como Leslie Clarence Dunn viajó a la URSS en 1927 con una beca de Rockefeller. También H.J.Muller, un discípulo de Morgan, que presidió el Instituto de Genética de Moscú desde 1933 hasta 1937, fecha en la que vino a España como miembro de las Brigadas Internacionales. En una conferencia impartida en Moscú en 1936 Muller estableció el puente que unió la química y la genética: el portador de la información genética era un polímero compuesto por una serie aperiódica de subunidades.

El caso de Muller es bastante singular e ilustra sobre la verdadera situación de la genética en aquella época, ya que recorrió todo el espectro ideológico imaginable. Su “redescubrimiento” del efecto mutágeno de las radiaciones sobre los cromosomas en 1927 fue trascendental; su manual “Principles of Genetics” tuvo una amplia difusión universitaria por todo el mundo y fue muy pronto traducido al ruso. Fue uno de los fundadores del Consejo Nacional de Amistad Americano-Soviética y presidente de la Sociedad Científica Americano-Soviética. Muller publicó varios artículos en la prensa soviética elogiando la colectivización agrícola y apoyando la investigación científica soviética. En ellos criticaba el lamarckismo y defendía que la genética formalista era una aplicación del marxismo a la biología. Pero también era eugenista y acabaría militando en las filas del anticomunismo más salvaje. Muller creía que la Unión Soviética era el Estado ideal para llevar a cabo experimentos eugenistas de mejora de la raza humana porque las barreras de clase habían desaparecido. En mayo de 1936 le envió a Stalin un ejemplar de su libro “Out of the night” en el que defendía la eugenesia. En esa obra, lo mismo que en las conferencias científicas en las que intervino mientras permaneció en la URSS, Muller sostuvo que la inseminación artificial entre los soviéticos podría asegurar la victoria del socialismo. Había que mejorar la dotación genética de la clase obrera y del campesinado para suplir su inferioridad natural.

La genética soviética estuvo siempre estrechamente imbricada con la de los demás países del mundo. Sus científicos formaron parte de academias e institutos de investigación de otros países, del mismo modo que existieron científicos de otros países que formaron parte de las universidades y laboratorios soviéticos. Así el biometrista Chester Bliss, al quedarse en el paro en Estados Unidos, se trasladó a Leningrado, donde trabajó de 1936 a 1937 en el Instituto Botánico. En los libros soviéticos publicados no hay más que repasar la bibliografía y las citas para observar cómo los avances de otros países también fueron conocidos por los científicos soviéticos, así como sus manuales, de los que existen numerosas traducciones. Lo mismo cabe decir de los fondos bibliográficos disponibles en bibliotecas y librerías.

Una de las acusaciones lanzadas en contra de Lysenko es su negativa a reconocer los genes, cuestión que él abordó en varios textos con bastante claridad. A lo que él se oponía era al concepto de gen como corpúsculo portador de la herencia, y pone un ejemplo: no por negar que existan partículas o una sustancia de la temperatura, se niega la existencia de ésta como medida de un estado de la materia: “Nosotros negamos que los genetistas, y con ellos los citólogos, puedan percibir un día los genes por el microscopio. Se podrá y se deberá discernir en el microscopio detalles cada vez más ínfimos de la célula, del núcleo, de los cromosomas, pero eso serán parcelas de la célula, del núcleo o del cromosoma, y no lo que los genetistas entienden por gen. El patrimonio hereditario no es una sustancia distinta del cuerpo, que se multiplica a partir de él mismo. La base de la herencia es la célula que se desarrolla, se transforma en organismo. Esta célula comporta unos orgánulos con fines diversos. Pero no hay en ella ninguna partícula que no se desarrolle, que no evolucione”.

Esta concepción no fue exclusiva de Lysenko sino que también puede encontrase en Oparin, quien desde el punto de vista del origen de la vida criticó la teoría de las mutaciones al azar:

“En el problema mismo del origen de la vida, muchos naturalistas continúan sosteniendo, aun después de Darwin, el anticuado método metafísico de atacar este problema. El mendelismo-morganismo, muy usual en los medios científicos de América y de Europa occidental, mantiene la tesis de que los poseedores de la herencia, al igual que de todas las demás particularidades sustanciales de la vida, son los genes, partículas de una sustancia especial acumulada en los cromosomas del núcleo celular. Estas partículas habrían aparecido repentinamente en la Tierra, en alguna época, conservando práctica e invariablemente su estructura definitiva de la vida, a lo largo de todo el desenvolvimiento de ésta. Vemos, por consiguiente, que desde el punto de vista mantenido por los mendelistas-morganistas, el problema del origen de la vida se constriñe a saber cómo pudo surgir repentinamente esta partícula de sustancial especial, poseedora de todas las propiedades de la vida.

“La mayoría de los autores extranjeros que se preocupan de esta cuestión (por ejemplo, Devillers en Francia y Alexander en Norteamérica), lo hacen de un modo por lo demás simplista. Según ellos, la molécula del gene aparece en forma puramente casual, gracias a una ‘operante’ y feliz conjunción de átomos de carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y fósforo, los cuales se conjugan ‘solos’, para constituir una molécula excepcionalmente compleja de esta sustancia especial, que contiene desde el primer momento todas las propiedades de la vida.

“Ahora bien, esa ‘circunstancia feliz’ es tan excepcional e insólita que únicamente podría haber sucedido una vez en toda la existencia de la Tierra. A partir de ese instante, sólo se produce una incesante multiplicación del gene, de esa sustancia especial que ha aparecido una sola vez y que es eterna e inmutable.

“Está claro, pues, que esa ‘explicación’ no explica en esencia absolutamente nada. Lo que diferencia a todos los seres vivos sin excepción alguna, es que su organización interna está extraordinariamente adaptada; y podríamos decir que perfectamente adaptada a las necesidades de determinadas funciones vitales: la alimentación, la respiración, el crecimiento y la reproducción en las condiciones de existencia dadas. ¿Cómo ha podido suceder mediante un hecho puramente casual, esa adaptación interna, tan determinativa para todas las formas vivas, incluso para las más elementales?

“Los que sostienen ese punto de vista, rechazan en forma anticientífica el orden regular del proceso que infiltra origen a la vida, pues consideran que esta realización, el más importante acontecimiento de la vida de nuestro planeta, es puramente casual y, por tanto, no pueden darnos ninguna respuesta a la pregunta formulada, cayendo inevitablemente en las creencias más idealistas y místicas que aseveran la existencia de una voluntad creadora primaria de origen divino y de un programa determinado para la creación de la vida.

“Así, en el libro de Schroedinger ‘¿Qué es la vida desde el punto de vista físico?’, publicado no hace mucho; en el libro del biólogo norteamericano Alexander: ‘La vida, su naturaleza y su origen’, y en otros autores extranjeros, se afirma muy clara y terminantemente que la vida sólo pudo surgir a consecuencia de la voluntad creadora de Dios. En cuanto al mendelismo-morganismo, éste se esfuerza por desarmar en el plano ideológico a los biólogos que luchan contra el idealismo, esforzándose por demostrar que el problema del origen de la vida –el más importante de los problemas ideológicos- no puede ser resuelto manteniendo una posición materialista”.

Idéntica posición que Lysenko y Oparin expuso el genetista suizo Émile Guyénot en 1948. En su obra sobre la herencia, Guyénot inserta un epígrafe titulado “¿Existen los genes?” y reconoce que los genetistas no sabían nada cierto sobre la naturaleza de los genes: “La existencia misma del gen, al menos tal y como se le concibe generalmente, se comienza a poner en duda”. Añade también que aunque los cromosomas se pueden dividir en unidades que preservan cierta autonomía, esas posiciones diferenciables no son necesariamente genes (72).

Esa era la posición de un genetista suizo en 1948, justo cuando Lysenko lee su informe en la Academia. Parece claro, en consecuencia, que la postura de Lysenko sobre los genes era compartida, al menos por una parte de la genética mundial no anglosajona. Pero la diferencia entre Guyénot y Lysenko es que éste era soviético.

Ahora la moda ha pasado pero en las primeras décadas del siglo pasado era frecuente que los genetistas hicieran cálculos sobre el tamaño de los genes que hoy nadie se atrevería, a pesar de haber descifrado el genoma.

El concepto de gen es uno de los fantasmas sobre los que se ha articulado la genética, su misma médula. No es extraño, por tanto, que mostrando sus lagunas algunos lleguen a pensar que el fundamento de esa ciencia naufraga. Con el transcurso del tiempo y el denominado “descubrimiento” del genoma humano en 2000, es posible volver a establecer una evaluación acerca del concepto de gen. Sin embargo, a pesar del genoma, el mapa del tesoro, no sabemos lo que son los genes, no sabemos dónde están, no sabemos qué función cumplen, ni tampoco sabemos cuántos genes tenemos. Al principio estimaron que su número debía ser proporcional a la complejidad del organismo. Monod ya había anticipado con seguridad que una mamífero tenía mil veces más genes que una bacteria. Empezaron a trabajar en el desciframiento de los genomas de los animales más simples. Una mosca tenía 13.000 genes; en diciembre de 1998 se secuenció el genoma de la lombriz intestinal: tenía 19.098 genes. La lombriz intestinal está formada por 959 células, de las cuales 302 son neuronas cerebrales. Los humanos tienen 100 billones de células en su cuerpo, incluidas 100.000 millones de células cerebrales. Por tanto, un organismo más grande y complejo, como el ser humano, debía tener muchos más genes. Calcularon que 750.000 genes era un número razonable para el hombre, pero pronto empezaron a bajar la cifra. Randy Scott, director científico de Incyte Genomics, pronosticó en septiembre de 1999 que el hombre tendría exactamente 142.634 genes. Para descifrar el genoma humano se formaron dos equipos. Uno de ellos, dirigido por Craig Venter de la empresa Celera Genomics, encontró 26.383 genes codificadores de proteínas y otros 12.731 genes “hipotéticos”. El otro equipo dijo que existen aproximadamente 35.000 genes, aunque posiblemente la cifra podía acercarse a 40.000. Por tanto, aunque se había secuenciado el genoma los datos no cuadraban; en realidad, no había tales datos. El baile de cifras acerca del número de genes del hombre nunca ha cesado y los continuos cambios se hacen sin dar explicación alguna. Cada genetista lanza su cifra en las entrevistas periodísticas pero no explica los criterios que utiliza para contar los genes y, en consecuencia, también es incapaz de indicar en dónde están localizados (si es que están localizados en alguna parte). Lo peor de toda esta patraña es que sólo tenemos el doble de genes que una lombriz intestinal. Con un número tan modesto de genes los genetistas deben explicar –si es que pueden- la enorme complejidad del ser humano.

En fin, no sabemos qué es un gen, para qué sirve, cuántos hay, ni, menos aún, dónde están localizados. De cualquier modo, parece evidente que, de una manera solapada, el concepto de gen empieza a perder terreno y se comienzan a utilizar expresiones como cistrones, supergenes, intrones, exones, operones y otras. Hay genes formados por unos pocos miles de pares de bases y genes de millones de pares de bases, sin intrones, con unos pocos, o con muchos intrones dentro. Hay genes con genes dentro, otros que codifican una proteína, están repartidos en trozos dispersos por el genoma. Hay proteínas codificadas por varios genes independientes, y también un mismo gen (una misma secuencia) tiene significados diferentes según la posición que ocupe en el genoma. Por otra parte, hay genes que pueden codificar proteínas distintas (lo que se conoce como “splicing” alternativo), y hay genes que regulan a otros genes. Finalmente (por el momento) los genes pueden leerse de formas diversas, en distintas posiciones, en diferentes direcciones y en distintos niveles...

La postura de Lysenko acerca de la genética la expuso él mismo en varias ocasiones, otorgándole una importancia capital puesto que la selección artificial debía fundamentarse en ella. Entre otras, en la sesión de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas de 23 de diciembre de 1936 dijo lo siguiente:

“Nuestros contradictores declaran que Lysenko repudia la genética, es decir, la ciencia de la herencia y de la variabilidad. Es falso. Nosotros luchamos por la ciencia de la herencia y de la variabilidad, lejos de repudiarla.

“Nosotros combatimos diversas tesis de la genética, tesis erróneas y totalmente imaginarias. Nosotros luchamos para que la genética se desarrolle sobre la base y sobre el plan de la teoría darwiniana de la evolución. Nosotros debemos asimilar la genética, que es una de las ramas más importantes de la agrobiología, debemos reconducirla con la ayuda de nuestros métodos soviéticos a lo más alto y lo más completamente posible, en lugar de adoptar pura y simplemente numerosos principios antidarwinistas que están en la base de las tesis fundamentales de la genética.

“Nadie entre nosotros sueña con negar los brillantes trabajos de la citología que han hecho progresar nuestro conocimiento de la morfología de la célula, y sobre todo el núcleo; nosotros estimulamos sin reservas esos trabajos [...] Son ramas del saber indispensables que acrecientan nuestros conocimientos”.

Es, pues, obvio que la lucha de Lysenko no se entabló contra la genética sino contra toda la amalgama de concepciones oscurantistas que pretendían introducirse junto con ella. Pero los mendelistas no conciben una genética sin la interpretación que ellos ofrecen de Mendel. La genética se confunde con Mendel lo mismo que la sicología con Skinner. Cualquiera que critique el conductismo también niega la sicología. No obstante, ni siquiera la crítica del mendelismo es una crítica de Mendel, por lo que las versiones difundidas en los países capitalistas acerca de Lysenko no pueden calificarse más que de una manipulación vergonzosa.

Si el lysenkismo era tan contrario al progreso de la ciencia, si retardó tanto el avance de la genética, alguien debería explicar cómo es posible entonces que el biólogo británico J.D.Bernal, un defensor de Lysenko, esté considerado como el fundador de la genética molecular en su país. Cabe reseñar también que, lo mismo que en la URSS, mientras un militante del Partido Comunista como Bernal defendía a Lysenko, otro militante, J.B.S.Haldane, también biólogo, defendía todo lo contrario.

Pero el lysenkismo no fue sólo un fenómeno soviético. Uno de los muchos países en los que las tesis de Lysenko tuvieron más aceptación fue China y el primer cultivo transgénico se creó en 1992 en aquel país asiático. Era una planta de tabaco a cuyo genoma se le añadió un gen de resistencia para el antibiótico kanamicina. En 1999 el Instituto de Genética Médica de Shanghai creó el primer ternero probeta transgénico utilizando las mismas técnicas que se emplearon en la obtención de la oveja clónica Dolly tres años antes. A pesar de la influencia lysenkista China se situó a la cabeza de investigación genética.

Timofeiev-Ressovski, un genetista en el gulag

Nikolai V.Timofeiev-Ressovski (1900-1981) fue uno de esos científicos que resumieron en su biografía la historia de un siglo convulso. Referir algunos aspectos de su personalidad puede ayudar a comprender detalles importantes de la ciencia y de los científicos soviéticos.

Nació en Kaluga y comenzó sus estudios universitarios en Moscú en 1916, donde se convirtió en un seguidor de Kropotkin. En 1918 se unió a una pequeña unidad de la caballería anarquista para luchar en la guerra civil, el “Ejército Verde”, es decir, que no se integró en el Ejército Rojo hasta el año siguiente. Entonces Timofeiev-Ressovski luchó en Crimea y en el frente polaco.

En 1920 se incorporó como investigador de biología experimental en Moscú bajo dirección de N.K.Koltsov y a partir de 1922 enseñó zoología en la Facultad Biotécnica de la capital en un departamento dirigido por Chetverikov.

En 1924 el siquiatra y neurofisiólogo alemán Oskar Vogt visitó Moscú. Era director del Instituto Káiser Guillermo III de Investigación del Cerebro de Berlín. En virtud del tratado de Rapallo entre Alemania y la URSS, Vogt trataba de reclutar investigadores soviéticos en el campo de la genética para su Instituto en el marco de un intercambio científico entre ambos países. A cambio, los alemanes crearían un instituto de investigaciones del cerebro en Moscú. Vogt entabló buenas relaciones con el ministro de Sanidad soviético Nikolai A. Semashko, que fue quien le recomendó que se pusiera en contacto con Timofeiev-Ressovski para el laboratorio de genética de la capital alemana. Así, en el verano de 1925 Timofeiev-Ressovski, en compañía de Serguei R. Zharapkin, se trasladó a trabajar a Berlín. La estancia duró 20 años, hasta que el Ejército soviético entró en Berlín, poniendo fin a la II Guerra Mundial.

En 1929 Timofeiev-Ressovski fue nombrado director del Departamento de Genética Experimental del Instituto Káiser Guillermo III que al año siguiente, gracias al dinero de la Fundación Rockefeller, cambió su sede e inauguró nuevas instalaciones cerca de Berlín. En el Departamento, Timofeiev-Ressovski dirigía un amplio equipo multidisciplinar, parcialmente compuesto por investigadores soviéticos y de varias nacionalidades europeas. En dicho equipo estaba su mujer Elena Alexandrovna, el mencionado Zharapkin, los físicos y biólogos radiactivos Alexander Katsch y Karl Zimmer, el radioquímico Hans-Joachim Born y la asistente técnico Natasha Kromm.

Conjuntamente con el genetista franco-ruso Boris Efrussi y con el dinero de la Fundación Rockefeller, Timofeiev-Ressovski organizó una conferencia anual de genética biofísica y radiológica; en 1932 participó en el VI Congreso Internacional de Genética celebrado cerca de Nueva York, donde trabó una estrecha amistad con Vavilov, entonces presidente de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas.

El equipo de Timofeiev-Ressovski en Berlín seguía los pasos establecidos por el descubrimiento de los efectos genéticos de las radiaciones, en donde las aportaciones de los físicos eran tan importantes como las de los genetistas. Con Delbr&udiaer;ck Timofeiev-Ressovski firmó el artículo “Sobre la naturaleza de las mutaciones y la estructura del gen” en el que explicaba las mutaciones genéticas producidas por radiaciones, lo que condujo a modelar el comportamiento genético en base a la mecánica cuántica. El artículo inspiró todas las investigaciones posteriores sobre la aplicabilidad de la teoría de la información a la genética. A partir de diferentes intensidades de fuentes de energía, Timofeiev-Ressovski determinó el número de mutaciones inducidas en la mosca de la fruta.

Con la llegada de Hitler a la cancillería en 1933, las relaciones germano-soviéticas se deterioraron. En 1937 le propusieron a Timofeiev-Ressovski abandonar Berlín y regresar a la URSS, pero rechazó la invitación, permaneciendo en Alemania, y prosiguiendo sus investigaciones en un área de interés militar preferente, sin ser jamás molestado por la Gestapo ni por las SS. Esta circunstancia es bastante sorprendente porque su amigo Oskar Vogt fue inmediatamente detenido en su Instituto e interrogado por las SA. Vogt fue denunciado por un fisiólogo del Instituto que se había incorporado al partido nazi, quien declaró que Vogt financiaba al partido comunista y mantenía vínculos con la URSS. Fue despedido del Instituto.

Cuando en 1939 Alemania invade Polonia, todos los ciudadanos soviéticos residentes en el país fueron internados en campos de concentración. No sucedió lo mismo con Timofeiev-Ressovski. Sus investigaciones encajaban a la perfección tanto con el régimen nazi como con la política científica de la Fundación Rockefeller. Sus resultados más conocidos resultaron de su colaboración con el biofísico Max Delbr&udiaer;ck en Berlín en 1934, con quien colaboró hasta que en 1937, becado por Rockefeller, Delbr&udiaer;ck se fue a trabajar con Morgan a California.

Timofeiev-Ressovski colaboró muy estrechamente con el químico nuclear de origen ruso Nikolaus Riehl, director científico de “Auergesellschaft”, una corporación industrial gigantesca que trabajaba para la Wehrmacht, especialmente en la producción de uranio para el proyecto atómico alemán. Las investigaciones fueron financiadas por Walter Gerlach, director de aquel programa. También colaboró con Pascual Jordan, involucrado en el mismo programa, intervino en un ciclo de conferencias para médicos nazis y publicó en las revistas médicas nazis “Ziel und Wegt” y “Der Erbarzt”. Su correspondencia oficial siempre acababa con el ¡Heil Hitler! como despedida final.

En 1943, durante la guerra mundial, el hijo mayor de Timofeiev-Ressovski, Dimitri, estudiante de la Universidad Humboldt de Berlín, fue detenido por la Gestapo acusado de formar parte del Comité de Berlín del Partido bolchevique y de mantener contacto con los presos soviéticos de los campos de concentración. Fue enviado al campo de Mathausen y fusilado por la Gestapo el 1 de mayo de 1945, poco antes de finalizar la guerra.

Pese a ello, Timofeiev-Ressovski siguió adelante con sus investigaciones que, por su carácter preferente, podía incorporar mano de obra forzosa de los campos de concentración. Con su consentimiento, sus colaboradores inyectaron torio radiactivo en seres humanos para analizar sus efectos.

Fue detenido en Berlín por las tropas soviéticas al finalizar la guerra pero fue puesto en libertad inicialmente y pudo continuar su trabajo en el Instituto Káiser Guillermo III, del que fue nombrado director. Timofeiev-Ressovski era un reputado radiobiólogo, uno de los pocos especialistas mundiales justo en un momento en que la primera bomba atómica fue ensayada sobre seres humanos en Japón. Igor V. Kurchatov, que dirigía el proyecto atómico soviético, le visitó en Berlín. Sin embargo, volvió a ser detenido el 14 de setiembre por el NKVD, juzgado y condenado por traición y colaboración con el enemigo a diez años de trabajos forzados.

Después de dos años de reclusión ociosa, Timofeiev-Ressovski fue enviado a trabajar al Laboratorio B en Sungul, que formaba parte de un complejo penitenciario denominado “sharaga” al que eran deportados los científicos y especialistas. En su condición de preso obligado a trabajar, encabezó la división biológica del campo de prisioneros, dirigió el laboratorio radiológico e impartió conferencias.

Su discípulo Medvedev, que tergiversa los hechos, especialmente su complicidad con los nazis, afirma que Timofeiev-Ressovski sólo pudo ser liberado a la muerte de Stalin, como si se hubiera tratado de alguna cuestión personal entre ambos. Lo cierto es que lo fue porque había cumplido su condena, tras lo cual desplegó una gran actividad por toda la URSS en defensa de sus concepciones genetistas. En Sverdlovsk organizó un departamento de radiobiología para la sección de los Urales de la Academia de Ciencias y, en plena era lysenkista, fundó una estación experimental junto al lago Miassovo sobre genética poblacional, de la que Medvedev se permite la licencia de decir otra de sus falsedades: que fue “el primer centro científico consagrado al estudio de la genética después de la prohibición de 1948” (73). En aquel departamento había otros dos laboratorios de radiobiología genética, uno celular, dirigido por V.I.Korogodin, y otro molecular, dirigido por el propio Medvedev. Éste le considera “nuestro jefe”, el “jefe de filas de una vasta escuela de biólogos soviéticos”. Numerosos estudiantes acudían de todas partes a escuchar sus lecciones, publicó varios libros sobre genética y viajó por todo el país dando conferencias. Todos los veranos organizaba cursillos de genética para los militantes del “Komsomol”, las juventudes comunistas, en los alrededores de Moscú.

Nunca pudo volver a abandonar la URSS y tampoco fue rehabilitado de su condena hasta que en 1991 se disolvió el país (74): si no había patria tampoco había traición a la patria. Nunca la hubo. Todo fue un artificio.

Los ataques contra Lysenko fuera de la URSS

Que una sola mano movió los hilos de la campaña de linchamiento contra Lysenko parece evidente cuando se comprueba que Lysenko no copó las primeras páginas de la prensa sólo en Estados Unidos, o en Inglaterra o en Alemania, sino que se trató de un fenómeno internacional bien orquestado. Tan importante como la cantidad fue la calidad de la campaña. Para dar cuenta del informe de Lysenko a la Academia el diario “Los Angeles Times” tituló su portada “La aplicación del marxismo al crecimiento de los tomates” el 25 de agosto de 1948. Del tono de la misma da una idea el hecho de que el genetista Dobzhansky calificara a Lysenko de “hijo de puta”, y de su obra “La herencia y su variabilidad”, que Dobzhansky tradujo al inglés, dijo que era un “excremento”. Se preparaba la “caza de brujas” del senador McCarthy. No bastaron los engaños y las tergiversaciones sino que era necesario el sensacionalismo y la chabacanería más groseros. La campaña no se desplegó en revistas especializadas sino en los diarios de información general porque no era una errónea tesis científica lo que se estaba criticando sino que subyacía un problema de clase, un racismo social y un odio feroz hacia el socialismo. También se ponía de manifiesto el carácter partidista y beligerante de los científicos burgueses que en ella colaboraron, cuyo entusiasmo estuvo movido, más que nada, por motivos lucrativos. A ellos la defensa de unas determinadas concepciones científicas les traía sin cuidado; eran mercenarios. En sus firmas ponían sus títulos académicos pero los artículos poco más que desprecio se podía encontrar. Los lectores no merecían sofisticadas teorías genetistas sino descalificaciones absolutas.

Dobzhansky debía sentirse especialmente frustrado porque Lysenko había sido alumno suyo. ¿Un caso de mal aprendizaje o de enseñanza defectuosa? ¿De envidia quizá? Lo más probable es que Dobzhansky debiera eterna gratitud a su amo Rockefeller que le pagó el billete sin retorno a Estados Unidos. Probablemente se sentía frustrado porque Hitler no había logrado el propósito que perseguía cuando invadió la URSS en 1941, como Dobzhansky había pronosticado. También pronosticó que se establecería un gobierno fascista en Estados Unidos, y falló. ¿En qué acertó Dobzhansky? El ucraniano era un científico del mismo corte que Huxley; dos años antes de lanzarse a la campaña, cuando ya se conocían las atrocidades nazis había escrito un libro titulado “Herencia, raza y sociedad” para dar una nueva fundamentación al concepto de raza, que ya no debía establecerse sobre consideraciones antropológicas sino genéticas. La obra de Lysenko era un excremento, pero ¿cómo calificar la de Dobzhansky?

Lysenko fue un agrónomo influyente también fuera de la URSS, en países tan diferentes como México o Francia, país éste en el que llegó a crearse una “Sociedad de Amigos de Michurin” dirigida por el biólogo Claude Charles Mathon. Fueron numerosos los filósofos y científicos que apoyaron sus investigaciones, entre ellos Georg Lukacs (“La destrucción de la razón”, 1953), Robert Boudry, Roger Garaudy (“La lutte idéologique chez les intellectuels”, 1955), Jeanne Lévy, hija de Dreyfuss y primera catedrática de medicina en Francia, Jean Toussaint Desanti, George Bernard Shaw y otros.

Cuando en 1948 estalla el “caso Lysenko” en Francia existía una corriente en biología muy distinta que en Inglaterra, la cuna de la genética. De hecho, los cien años de historia de la biología que van desde el “Origen de las especies” en 1859 al debate de 1948 son diferentes en Francia y en Inglaterra y no solamente en la biología sino en las prácticas políticas que de ellas se derivaron.

La campaña internacional en su contra desplegada en plena fría tenía como objetivo erradicar esa influencia e imponer las tesis genetistas y racistas propias de las culturas seudocientíficas germánicas y anglosajonas. No parece ninguna casualidad que el racismo y la eugenesia hayan predominado precisamente en esos dos bloques culturales.

A diferencia de Inglaterra y Alemania, en Francia Lamarck estaba sólidamente instalado en la biología. Además, a mediados del siglo XIX allí predominaban las tesis de Pasteur, que reforzaban las posiciones lamarckistas en biología por la incidencia del medio ambiente en el organismo a través de factores externos como virus y bacterias.

Como consecuencia de ello, en Francia existió toda una corriente francamente opuesta a las tesis mendelianas que no se dio en los países del eje germánico-anglosajón. Hasta 1945 la universidad de la Sorbona no tuvo una cátedra de genética, casi medio siglo después de Rusia. Ese “retraso” en integrar los postulados genetistas germánicos y anglosajones es lo que favoreció que en Francia el racismo no tuviera la misma intensidad que en otros países capitalistas.

En un contexto científico como el francés, Lysenko no sólo no era un extraño sino que encajaba como un guante en la mano. Por eso la extraordinaria campaña contra Lysenko en Francia también fue una campaña contra la influencia de Lamarck y Pasteur, una batalla por sustituir las influencias científicas autóctonas por otras de origen foráneo.

Todo comenzó el 26 de agosto de 1948 con un artículo provocador de Jean Champenois en “Lettres françaises” con un título aparentemente neutral: “Un gran acontecimiento científico: la herencia ya no está dirigida por factores misteriosos”. Sin embargo, el texto abundaba en las fórmulas de la época: persecución de las ideas científicas, imposición forzada desde el partido y el gobierno de las concepciones biológicas, etc.

Al mes siguiente toma el relevo el diario “Combat” que abre una tribuna en primera página dedicada al asunto bajo el título “¿Mendel... o Lysenko?”, con un subtítulo engañoso que prefiguraba el tono de la polémica: “¿Han ido construyéndose las ciencias de la herencia sobre un error desde hace 200 años?”. Pero “las ciencias de la herencia” no tenían 200 años sino apenas la cuarta parte de esa edad, lo cual era un calculado error de bulto para dar la impresión de que Lysenko estaba enfrentado a toda la historia de la biología, a sus mismos fundamentos. En sucesivos números aparecieron las aportaciones de Jean Rostand, Jacques Monod, Marcel Prenant y otros. En “L’Humanité”, órgano del partido comunista francés, George Cogniot replicó a Champenois, de modo que el desarrollo de la polémica, lo mismo que en la URSS, entrará dentro de la filas del propio partido comunista. En febrero de 1949, en una reunión de intelectuales comunistas en Paris, Laurent Casanova se enfrenta a su camarada y biólogo Marcel Prenant, cuyas posiciones eran eclécticas y defiende la errónea concepción según la cual existen dos tipos diferentes de ciencia según su origen de clase. Al siguiente año en la revista comunista “La Nouvelle Critique” aparece un manifiesto firmado por Laurent Casanova, Francis Cohen, Jean Toussaint Desanti y Raymond Guyot defendiendo la tesis de las “dos ciencias”, que no fue abandonado por el PCF hasta 1953.

El caso de Rostand es un prototipo del lamentable papel jugado por determinados científicos arrastrados por los pelos a la arena de un debate que les desbordaba. En 1948 Rostand confiesa que participa en la polémica sin haber leido los términos de la misma, lo cual no parece muy propio de un científico. Eso no le impide diez años después volver a la carga contra Lysenko y Lepechinskaia (75), pero esta vez con el tono completamente cambiado. La agresividad es ahora la nota dominante. ¿Se ha informado mejor esta vez? Es imposible decirlo, aunque lo cierto es que sigue sin citar ninguno de sus escritos, lo cual no le impide lanzar toda clase de insultos: fanáticos, delirio científico, politización, intoxicación doctrinal e ideológica, verdad de Estado, etc. Rostand no explica los motivos de su giro. Su caso es un buen ejemplo de un científico que afirma que “cualquier ideología es mala consejera para el investigador” y, sin embargo, escribe al dictado de las circunstancias que, diez años después eran más desfavorables para Lysenko. Basta ojear su libro para comprender que, o bien sigue sin conocer los escritos de Lysenko, o bien los falsea a su gusto. Rostand escribió numerosos libros de divulgación científica y en casi todos menciona a Lysenko, pero debería haber reservado un capítulo de su libro sobre las seudociencias para sí mismo.

Dentro del terreno del marxismo, y en Francia particularmente, fue Marcel Prenant (1893-1983), sin ningún género de dudas, quien adoptó una postura más matizada y personal, demostrando la complejidad de las relaciones entre el marxismo y la biología que venimos exponiendo. Prenant no sólo era un biólogo profesional sino uno de los fundadores del Partido Comunista de Francia, en el que militó toda su vida. Su obra demuestra, además, que tiene un profundo conocimiento de la dialéctica materialista verdaderamente inusual en un científico, incluso en aquellos que se adscriben al marxismo. El interés de Prenant tiene el interés añadido de que interviene en la campaña con su propia posición, que no coincide con la de su Partido, y también que dicha posición ya la había dado a conocer con anterioridad a desencadenarse el asunto Lysenko en 1948. Para ser un biólogo francés es tan original que no se alinea con Lamarck, aunque reconoce que el pensamiento de éste “reaparece siempre”. Sin embargo, su crítica a Lamarck, como suele suceder es más bien una crítica al ambientalismo neolamarckista de sus epígonos. Observa una contradicción en el neolamarckismo: si cada organismo estuviera adaptado al medio, desaparecería la noción misma de herencia y, por tanto, no habría lugar a heredar los caracteres adquiridos; sin esta herencia los descendientes se adaptarían igualmente al medio de manera automática. Prenant tampoco cabría dentro del neodarwinismo, tal y como existía en la primera mitad del siglo XX, pero la influencia darwinista es muy importante. En contra de los neodarwinistas desarrolla críticas muy acertadas acerca de la errónea noción de mutaciones al azar y del azar mismo; también expone consideraciones rigurosas sobre la unidad dialéctica entre la generación y la transformación; pero sobre todo adelanta -sorprendentemente- dos tesis que luego irán ganando fuerza en la genética: la de la herencia citoplasmática y la epigenética. Según Prenant, aunque sólo el genotipo es hereditario, el medio influye sobre las células sexuales, de modo que el fenotipo es consecuencia tanto del genotipo como del medio: los cromosomas “no pueden ser considerados como independientes de lo que les rodea porque el núcleo está, al menos en reposo, en interacción material continua con el protoplasma. Pueden, por tanto, sufrir las acciones exteriores e, inversamente, actuar sobre el protoplasma” (76).

En lo que a la biología concierne, la obra de Prenant es la aportación marxista más importante después de la de Engels.

Los peones de Rockefeller en París

Después de la II Guerra Mundial, en toda Europa los estadounidenses imponen sus concepciones de la misma manera que sus armas nucleares y su sistema monetario. La ciencia no marcha separada de la fuerza bruta, como han demostrado las investigaciones de John Krige, la más reciente de las cuales se titula “La hegemonía americana y la reconstrucción de la ciencia en la Europa de la posguerra” (77). La ciencia de la posguerra formó parte del Plan Marshall, de modo que unos científicos cobraban en dólares mientras otros apenas podían sobrevivir. Por ejemplo, el CERN (Centro Europeo de Investigación Nuclear) fue un proyecto estadounidense destinado a evitar que los investigadores europeos resultaran atraídos por la URSS, como había sucedido en 1929. Además, en 1945 existía un gran número de científicos comunistas de enorme prestigio en el continente cuya influencia había que neutralizar. En Francia el CNRS (Centro Nacional de Investigaciones Científicas) estaba dirigido por Georges Teissier que reunía en su persona todas las contradicciones del momento: militante del PCF, cuñado de Monod y partidario del mendelismo. Por su parte, el Instituto de biología físico-química había sido fundado por Rothschild en 1927 y financiado por Rockefeller desde los años treinta del pasado siglo.

En 1948, con dinero de Rockefeller, compran unos solares cerca de París, levantan los edificios, instalan los laboratorios y también aportan su equipo de científicos incondicionales, formados en California junto a Morgan y sus moscas. En Francia no se encuentran genetistas que no estuvieran becados por su fundación; Philippe L’Héritier (1906-1990) fue otro de ellos. Uno de los más importantes genetistas de la posguerra francesa fue Boris Efrussi. Nacido en Moscú, Efrussi (1901-1979) había huido de la revolución dos años después de que estallara, instalándose en Francia, desde donde se trasladó a California en 1934 para trabajar con Morgan becado por Rockefeller. Luego regresó a Francia para impulsar allá las nuevas teorías genetistas. En 1958 el laboratorio de Efrussi se convirtió en el Centro de Genética Molecular. Por lo demás, Efrussi fue el primer catedrático de genética de la Sorbona.

Rockefeller movía los hilos de la ciencia en Europa. Además de mercancías, Europa importaba la ideología de Estados Unidos, caracterizada por el reduccionismo y el mecanicismo más groseros. A comienzos de los años cincuenta Paul Zamecnik logró identificar los ácidos del núcleo de las células utilizando las técnicas físicas de partículas radiactivas. Las marcaba mediante isótopos radiactivos, las centrifugaba y luego las detectaba mediante los contadores finos de centelleo utilizados para medir la radiactividad. Al respecto ha escrito Santesmases:

Los desarrollos tecnológicos que se habían producido al amparo de la guerra marcaron las pautas de su aplicación en las investigaciones sobre las ciencias de la vida, por medio de esas políticas que se diseminaron por Europa a través de la oficina económica del Plan Marshall, la OECE -luego OCDE-. Las nuevas tecnologías hicieron algo más que eso, no sólo se diseminaron técnicas, instrumentos y sistemas experimentales en vías de diseño provistos de nuevos dispositivos, diseminaron su propio lenguaje. El ADN se convirtió en un idioma, y esto fue así porque la biología molecular asumió como propio el que se había creado para nombrar a los productos del cálculo automático, que produjo máquinas capaces de acumular información y transmitirla. La investigación biomédica experimental se encontró con una visión del organismo y de las moléculas como almacenes de información y sistemas de recuperación de esa información. Gracias al desarrollo de la cibernética, de los ordenadores y de las tecnología de la información nuevas máquinas generaron nuevos lenguajes que se adaptaron al creciente conocimiento genético incluso antes de la descripción de la estructura de hélice doble de la molécula de ADN por James Watson y Francis Crick in 1953. El matemático húngaro emigrado a Estados Unidos, John von Neumann, el también matemático del Massachusetts Institute of Technology Norbert Wiener y el fisiólogo de Harvard Claude Shannon contribuyeron a introducir el lenguaje de esas nuevas tecnologías en el vocabulario de las ciencias de la vida desde la inmediata posguerra. Von Neumann escribió un artículo en que describía a un autómata autorreplicante, una máquina que podría construir otra igual a sí misma si disponía de instrucciones. El mecanicismo resultaba nuevamente alimentado por el desarrollo técnico y aplicado a las interpretaciones sobre los fenómenos vitales [...]

Los contactos personales de von Neuman y Wiener con experimentadores de la biología y la fisiología se encargaron de adoptar tan sugerente exposición de lo que hoy ha llegado a aceptarse como el funcionamiento de los genes. Ellos llevan escrito el libro de la vida, almacenan la información genética que con algunas sustancias capturadas del medio le permitirían reproducirse y sintetizar otras que darían lugar al organismo completo. Francis Crick usó este lenguaje por primera vez en 1957, cuando se refirió al flujo de información genética del ADN a las proteínas y forma parte hoy del vocabulario (idioma) habitual de la biología molecular y de la genética. Fueron los instrumentos técnicos matemático-físicos los que aportaron ese lenguaje y lo convirtieron a su vez en generador de pensamiento y de nuevos experimentos (78).

Monod fue uno de los principales introductores de la genética formalista en Francia en la posguerra mundial. Era un clon científico surgido de la factoría que Rockefeller, Weaver y Morgan tenían en Pasadena. Su madre era norteamericana y él desde 1936 tuvo una beca de la Fundación Rockefeller y trabajó en el laboratorio de Morgan. Monod es uno de los apóstoles del micromerismo, de la “cibernética microscópica” y de lo que él califica de “método analítico”. Como para Weaver, para Monod las personas somos “máquinas químicas” y la biología no se rige por la dialéctica de Hegel sino por el álgebra de Boole, como los programas informáticos (79).

En 1948 los imperialistas necesitaban a personajes como Monod en Francia, entonces un desconocido, para imponer sus concepciones genetistas. Monod trasladará el mecanicismo de Wiener y Weaver desde Estados Unidos a su “filosofía natural de la biología” en Francia y en tal condición estuvo entre los científicos que se prestaron a colaborar en la campaña de linchamiento contra Lysenko desde la revista “Combat”. En 1970 se publica su libro “Azar y necesidad”, en donde ataca al marxismo después de caricaturizar y tergiversar sus postulados. Ese mismo año, además de su libro, también escribió el prólogo para la traducción al francés de la obra de Jaurés Medvedev contra Lysenko. Con contribuciones políticas de esa naturaleza no es de extrañar que le regalaran el premio Nóbel de Medicina en 1965.

Como todos los enemigos de Lysenko, Monod también es un eugenista radical que no oculta sus verdaderas pretensiones. Según él, después de dominar el entorno, al hombre no le queda otro adversario que él mismo, una guerra interna dentro de la especie humana, desconocida entre los animales, que es uno de los principales factores de la selección natural. Aplaude los genocidios ancestrales porque han favorecido la expansión de los humanoides más dotados de inteligencia, voluntad y ambición. La parte cultural del hombre no pudo influenciar ese costado animal que el hombre lleva dentro. Pero ahora la parte cultural se ha impuesto y la selección natural ya no puede realizar su tarea: el único medio de mejorar la especie humana es el de realizar “una selección deliberada y severa” (80). A lo que ya no se atreve Monod es a concretar los medios por los cuales hay que proceder a ello. Las cámaras de gas estaban muy recientes.

El nombre de Monod está estrechamente relacionado con el de François Jacob, autor del libro “La lógica de lo viviente”, en donde defiende idénticas posiciones micromeristas y reduccionistas: “Toda la naturaleza se ha convertido en historia, pero una historia en la que los seres son la prolongación de las cosas y en la que el hombre se sitúa en el mismo plano que el animal” (81).

En Francia la guerra contra Lysenko no se ha agotado nunca. Otro anticomunista feroz, Denis Buican, rumano exiliado en Francia, también biólogo, publicó dos libros contra Lysenko en 1978 y 1988, contra el que ya había abierto varias campañas en las universidades de su país en la posguerra (81b). El 8 de abril de 1998 aún se celebraba un coloquio en París sobre el asunto de Lysenko protagonizado por algunos de los supervivientes de aquellas viejas polémicas de la guerra fría de la que no acaban de apagarse los rescoldos.

Otro de los más conocidos ataques contra Lysenko es el que lanzó en 1976 el filósofo Dominique Lecourt, un discípulo de Althusser, quien le prologó su libro. La diferencia entre Lecourt y cualquier otro crítico de Lysenko es que él pretendía hacerse pasar por marxista, igual que su padrino Althusser. Otra diferencia importante es que Lecourt no escribe al dictado de los imperialistas sino de los revisionistas soviéticos. Fueron ellos los que en la época de Breznev le encargaron la redacción de su libro dentro de la campaña de desestalinización y de crítica del “culto a la personalidad”. A pesar de su éxito en determinados medios seudomarxistas, el libro de Lecourt, como él mismo reconoce, no aporta nada nuevo. Se apoya en la obra de Medvedev (82) y Joravsky (83) y resulta tan incalificable como ambas. El propio Medvedev reconoció que su libro contra Lysenko no era una obra de historia, sino “un desesperado llamamiento para atraer la atención del público hacia la situación en que se encontraba la biología soviética” (84). No pretendió ningún rigor de análisis sino difundir un panfleto que luego los demás han reconvertido en fuente historiográfica de solvencia.

Un sedicente “marxista” como Lecourt pone el acento de su crítica contra Lysenko en las afirmaciones de éste acerca de la existencia de dos ciencias. Ésta era una manera incorrecta de plantear la polémica por varias razones. La primera porque daba a entender que sólo existían dos bandos en liza, lo cual era erróneo y suscitó quejas por la adscripción de unos y otros en la facción que consideraban que no les correspondía. La segunda porque Lysenko no era una alternativa al mendelismo. Pero sobre todo, había una tercera razón, la más importante: porque pretendía la existencia de una ciencia burguesa y una ciencia proletaria. No obstante, era una expresión muy característica entre los marxistas en aquella época, consecuencia de la influencia del empiriocriticismo y de “proletkult”. Como el postivismo tiene una acepción muy restringida de la ciencia, expulsa fuera de ella todo aquello que no encaja dentro de sus estrictos límites. Por lo demás era una expresión que se puede leer también en enemigos de Lysenko, como Zavadovski. Lo que diferencia a Althusser y su discípulo Lecourt de Lysenko y de los verdaderos marxistas es que éstos no separan la ideología de la ciencia y, en consecuencia, reconocen la lucha ideológica dentro de la ciencia y desenmascaran el oscurantismo y la superchería que la burguesía trata de pasar de contrabando bajo etiquetas aparentemente científicas. No existen dos ciencias diferentes; la ciencia no tiene una naturaleza de clase, pero Lysenko y Stoletov hablaban con propiedad cuando se refería a “dos tendencias” opuestas dentro de la biología. Ese es el sentido exacto de su concepción y no lo que Lecourt pretende.

El énfasis de Althusser y Lecourt contra las dos ciencias significa lo siguiente: en biología no hay más ciencia que el mendelismo y derivados posteriores. Todo lo demás, Lysenko especialmente, es pura ideología y la ideología es algo completamente distinto de la ciencia, si no enfrentado a ella. En Weismann, Mendel y Morgan no hay ideología. Posiblemente también Marx estuviera equivocado al encontrar ideología en la economía política de Adam Smith o David Ricardo; por tanto, también se equivocó al comenzar su obra por la crítica de esas concepciones ideológicas prevalecientes dentro de la economía política de la época.

A los revisionistas franceses y soviéticos no les gustó nunca Lysenko porque su política fue la de claudicar y hacer concesiones, tanto en el terreno político como en el ideológico. Como en el caso de Stalin, Lysenko les sirve para encubrir el fracaso de sus reformas económicas. En la URSS la cosecha máxima de 1958 nunca pudo ser igualada y a partir de 1964 comenzaron las importaciones de trigo desde Estados Unidos y Canadá. Ahora bien, si los éxitos agrícolas no tuvieron su origen en Lysenko, tampoco podemos pretender atribuir los fracasos al comienzo de su linchamiento sino a la desorganización introducida por las reformas de Jrushov y, muy especialmente, a la privatización de los medios de producción agrícolas. Pero no está de más comprobar que ambos acontecimientos coinciden en el tiempo y que hubo buenas razones políticas para establecer entre ellas una relación de causa a efecto, aunque fuera saltando por encima de la historia.

Los imperialistas en el oeste y los revisionistas en el este también fueron capaces de ponerse de acuerdo en su fobia contra Lysenko, cuya marginación en su propio país es ilustrativo narrar, ya que la campaña de linchamiento incide con especial énfasis en su estrecha vinculación con Stalin. La pretensión es la tratar de ofrecer la imagen que las aberraciones seudocientíficas de Lysenko sólo son explicables en el contexto de las aberraciones políticas de Stalin, de que las unas van ligadas a las otras. No obstante, que Lysenko no fuera destituido de sus funciones sino una década después del XX Congreso muestra a las claras que no existía ese vínculo político tan estrecho entre él y Stalin. A pesar de la crítica contra Stalin iniciada por Jrushov a partir de 1956, Lysenko se mantuvo en su puesto y, de hecho, permaneció activo hasta su muerte en 1976. El cambio político no le afectó en absoluto. Es cierto que en 1956 no fue elegido para la presidencia de la Academia, pero también lo es que volvió a ocupar su cargo en 1961 durante otros cinco años y, sobre todo, que estos cambios no tenían que ver con los vaivenes políticos y económicos sino con las modificaciones ocurridas con el nacimiento de la era atómica o, mejor dicho, con el aprovechamiento oportunistas que los genetistas convencionales soviéticos supieron hacer de esos cambios.

Una nueva era tecnológica había aparecido irreversiblemente en 1945, ante la cual las concepciones de Lysenko, ligadas a la agricultura, parecían una antig&udiaer;edad remota. La sociedad soviética también había cambiado; en 1948 la URSS ya no era un país rural y campesino sino urbano e industrial, capaz de hacer estallar una bomba nuclear e incapaz de prever sus consecuencias contaminantes sobre la salud. Los genetistas enfrentados a Lysenko maniobraron para demostrar que sólo ellos eran capaces de diagnosticar y tratar los efectos de las radiaciones atómicas. Lysenko no tenía nada que decir en radiobiología y sus enemigos abrieron una campaña de presión sobre los peligros de la radiactividad y los residuos nucleares, comprometiendo en ella a los físicos que trabajaban en los laboratorios sometidos a radiaciones. Los físicos nucleares eran la élite científica en la URSS, uno de los grupos de presión más poderosos y los genetistas supieron estimular su susceptibilidad hacia la radiología genética, presentándose como los únicos especialistas en el asunto. En torno a Jrushov se formó una camarilla de intrigantes en torno a Andrei Sajarov y los hermanos Medvedev (de los cuales uno de ellos, Jaurés, era biólogo) es bastante indicativo. Los tres mantuvieron una relación personal y política muy estrecha entre sí, así como con el también científico Soljenitsin, que luego fue más conocido como literato. El primero era físico nuclear, sobrino del biólogo Vavilov y lanzado al estrellato en época de Jrushov como “reformador”, aunque su precipitación le llevó a convertirse en uno de los “disidentes” más famosos de la guerra fría. El caso de Jaurés Medvedev es parecido: biólogo, empezó junto con su hermano como estrecho colaborador de Jrushov y acabó de disidente profesional escribiendo libros anticomunistas, el primero de los cuales fue precisamente sobre Lysenko. Como las cosas no suceden por casualidad, también el físico Sajarov inició su andadura de literato disidente como crítico de Lysenko. A Sajarov le corresponde la primogenitura de otra novedad que la guerra fría no había tenido en cuenta en su munición: que las acciones de Lysenko suben en la medida en que bajan las de Vavilov, y a la inversa. Esta formulación del problema no se le había ocurrido a nadie en 1948 hasta que la lanzó Sajarov 15 años después, momento en que la propaganda empezó a relacionar las biografías de ambos de la manera vergonzante a la que nos tienen acostumbrados.

El XX Congreso del PCUS encandiló a los físicos y, naturalmente, a los enemigos de Lysenko. Jruschov dio alas a quienes, como los intelectuales y los especialistas, querían un retorno rápido al capitalismo, abriendo un proceso de cambio que no supo cerrar, ni él ni ninguno de los que le siguieron. Pero la situación política interior se demostró muy oscilante porque las reformas de Jrushov fracasaron en casi todos los terrenos, a pesar de las numerosas concesiones ofrecidas. Su fracaso, tanto en el plano internacional (distensión) como en el interno (crisis agrícola) se observó muy rápidamente, llevando a la URSS al borde de la quiebra y no tardó en enfrentarse con importantes sectores sociales, incluido el propio Partido Comunista. Jrushov se vio sometido a un fuego cruzado y, como en tantos otros problemas, no supo maniobrar más que con torpeza, de manera balbuceante y demagógica, iniciando un enfrentamiento solapado con los intelectuales derechistas casi desde su misma llegada al poder en 1956 (85). Los escritores, especialistas, científicos y técnicos apoyaban los cambios de Jrushov pero querían más y utilizaron a Lysenko para probar hasta dónde llegaban sus verdaderas intenciones. Ganaron la primera batalla cuando lograron destituir a Lysenko de la presidencia de la Academia en abril de aquel mismo año. Creyeron que aquello era el principio del fin de Lysenko y de lo que Lysenko simbolizaba para ellos, pero se equivocaron. En tres discursos pronunciados en 1957 Jrushov demostró su apoyo a Lysenko. Las cosas marchaban mucho más despacio de lo que ellos esperaban, e incluso también padecieron algunos reveses. En 1958 perdieron sus puestos en la redacción de la “Revista Botánica”, la de Dubinin del Instituto de Citología y Genética de Novosibirsk, así como la de V.A.Engelgardt, presidente de la división de biología de la Academia.

Pero en 1957 se había producido la primera catástrofe nuclear en Cheliabinsk. Hasta Chernobil fue el accidente nuclear más importante de la URSS. Un almacén de residuos nucleares provocó una reacción en cadena, causando una especie de erupción volcánica contaminante que inundó una región de unos 2.000 kilómetros cuadrados. El viento esparció las nubes radiactivas aún más lejos, afectando a decenas de miles de personas. Fueron trasladadas a hospitales, pero ningún médico sabía cómo proceder en un caso de esa naturaleza. Al año siguiente el gobierno soviético suspendió todas las pruebas nucleares que tenía previstas, aunque por poco tiempo. Entre los científicos se dispararon las alarmas, adquiriendo plena conciencia de los riesgos de la energía nuclear. Las presiones de los físicos lograron modificar los protocolos de manipulación de sustancias radiactivas, imponiendo controles más estrictos. En 1963 se firmó el Tratado de No proleferación Nuclear con Estados Unidos, verdadero ejemplo de lo que significaba la colusión entre ambas potencias. El Tratado les obligaba al desarme, y esa era la obligación que ellos nunca cumplieron. Quedaba la otra parte, cuyo cumplimiento trataron de imponer a todos los demás: que no podían dotarse de las mismas armas.

Al año siguiente cayó Jrushov pero no cayó Lysenko. No obstante, la veda se había abierto y comenzaron las críticas periodísticas. Al año siguiente la Academia inició una investigación sobre sus actividades y posteriormente fue destituido de su cargo de presidente. Coincidió con el centenario de Mendel, que permitió a los formalistas organizar un gran espectáculo dentro del telón de acero. En Checoslovaquia fue recuperada oficialmente la memoria del monje. Los revisionistas organizaron una gran conferencia internacional sobre genética en el teatro Janacek de Brno. La estatua de Mendel volvió a su pedestal. El obispo dio una solemne misa en su honor en la catedral de San Pedro y San Pablo, y en el monasterio de Santo Tomás, donde Mendel vivió y trabajó, se ubicó el Museo Mendel de Genética. Es un fenómeno que no sólo se experimenta en la URSS sino en todos los países del este. Cuando en 1959 la República Democrática Alemana establece el Premio Darwin, todos los galardones son acaparados por los genetistas formales: Chetverikov, Schmalhausen, Timofeiev-Ressovski y Dubinin.

En la destitución de Jrushov, según Medvedev “el más grave de los motivos aducidos” por Suslov ante la dirección del PCUS fue su apoyo a Lysenko. No obstante, parece que, una vez más, Lysenko no era más que una excusa de una batalla política que tenía otros componentes más importantes que los simbólicos. Ucraniano como Lysenko, en el nombramiento de Jrushov la dirección del PCUS había tenido en consideración sus supuestos conocimientos agrícolas. Pero en ningún terreno como en la agricultura las reformas de Jruschov habían fracasado de una manera más estrepitosa y un oportunista como Suslov sabía hilar fino: una de las causas más importantes de la destitución de Jrushov fue la crisis agrícola y, vinculando esa crisis a Lysenko, la nueva dirección del PCUS mataba dos pájaros de un tiro; también Lysenko tenía su parte de culpa en la crisis agrícola. A partir de 1964, por tanto, los antilysenkistas tenían otro argumento más para continuar su campaña: Lysenko era responsable de la crisis agraria. Dos años después perdía su cargo de presidente de la Academia y nacía otra leyenda que se fue alimentando a sí misma: crisis agrícola, hambruna, millones de muertos. Esto sucedía en 1966 pero a los oportunistas no les importa adelantar un poco las fechas y situarla 35 años antes. Al fin y a la postre la imagen que hay que ofrecer de la URSS es la de un país en crisis permanente desde su mismo origen. Ni siquiera los reformistas más acérrimos, como Medvedev, se atrevieron a realizar ese tipo de afirmaciones, que procedían de elementos, como Suslov, considerados entre los más “duros” de la dirección del PCUS. Lo cierto es que ni los unos ni los otros se salvan del naufragio.

Ni con Lysenko en el banquillo cesó la polémica. Algunos genetistas querían más: querían la eugenesia. Medvedev lo encubre de una manera sofisticada (86): después de 1965 la “auténtica ciencia” pudo dedicarse nuevamente a la investigación y la educación. Pero faltaba la “genética médica” y particularmente la “humana”, que había sido destruida por racista, sus investigadores detenidos, ya no quedaba ni uno con vida, etc. Por lo tanto, la genética sólo había sido rescatada “a medias”. El primer libro de la era postlysenkista, redactado por Lobashov en 1967, aunque criticaba el racismo, “hacía afirmaciones muy positivas sobre la eugenesia”. Surgió una discusión para crear un instituto de genética humana. Al caer Lysenko, Dubinin quedó como la máxima autoridad en genética y le tomaron como nueva como cabeza de turco porque no era reduccionista: reconocía que el hombre tenía un componente biológico pero que junto a él existía otro social y cultural, que es dominante respecto al primero. Como consecuencia de ello, afirmaba que aspectos humanos tales como la personalidad y el intelecto no están determinados por el componente genético sino por el ambiente social. Otros, como el propio Medvedev, opinaban que el hombre es una animal (no llega a hablar de “máquina química”) y, por tanto, la genética se le aplica por igual lo mismo que a todos los demás animales. Repitieron con Dubinin la campaña desatada contra Lysenko. Le acusaron de prohibir y perseguir la genética humana (sólo la humana esta vez). Aunque Medvedev lo encubre bajo un aspecto médico, lo que ellos pretendían era que no hubiera medicina, es decir, la eugenesia, que la selección natural pudiera realizar su trabajo de aniquilar a los tullidos, deformes y tarados de todas las especies.

La colusión entre el este y el oeste no ha dejado huecos ni dudas. Mencionar hoy a Lysenko es llenarse la boca de adjetivos truculentos. No fue Lysenko quien pulverizó a los genetistas formales en la URSS sino que fueron éstos quienes borraron a Lysenko del panorama científico de una manera brutal y sin concesiones de ninguna clase. Puede decirse que fue en 1965 cuando su pensamiento y su obra fueron laminados, pero eso hubiera resultado mucho más complicado si fuera cierto el bulo de que los genetistas formalistas estaban en el gulag. Seguían al pie del cañón como lo habían estado siempre y los revisionistas les abrieron las puertas de par en par.

La genética después de Lysenko

Con su aparente concepción restringida de la ciencia, el positivismo es incapaz de explicar las relaciones entre la ciencia y la ideología, que sigue jugando malas pasadas. No sólo ha pretendido expulsar a la ideología de la ciencia, es decir, no sólo ha pretendido expulsar de la ciencia a todas las ideologías, excepto a la ideología dominante, sino que, además, dado que no existen “dos ciencias” sino una sola, ha tratado de expulsar de ella a quienes no admiten la corriente dominante. En la genética esto ha significado que no cabe otra que el mendelismo y sus derivados, síntesis y amalgamas. Todo lo demás no es ciencia sino “política”. De ahí que en su devenir ha sembrado el campo de cadáveres, empezando por Lamarck y siguiendo por Lysenko.

Pero la ideología es inseparable de la ciencia. Sólo el progreso científico va desgranando la ideología de la ciencia, depurando a ésta de sus limitaciones y errores y formulando postulados más sólidos, mejor fundados o más profundos. La ciencia se despega entonces de la ideología a costa de introducir nuevas ideologías y de convertirse ella misma en ideología. Como toda verdad, la ciencia es relativa en cada etapa del conocimiento a la que alcanza; cuando esa verdad relativa se pretende transformar en un absoluto, en un punto y final, se ha convertido en ideología porque ese punto y final no existe: toda tesis científica va a ser mejorada y superada por otra posterior.

Exponer las limitaciones de la genética no significa combatirla o despreciarla, sino todo lo contrario. En la historia han existido puntos de partida peores que ese. Conocemos los casos de la astrología o la alquimia. Hoy se trata de disciplinas, cuando menos, despreciadas pero en su momento fueron el punto de arranque de la astronomía y de la química. Que la astronomía haya superado ampliamente la astrología no significa que en ella no se infiltren periódicamente concepciones ideológicas absurdas, como la hipótesis del “big bang”. Nadie es denostado en esa disciplina ni expulsado de ella por criticar esa u otras hipótesis, por más que se presenten en sociedad como tesis y tengan -nunca por casualidad- tamaña repercusión mediática.

Cuando una concepción es errónea no basta con criticarla, con el momento negativo, sino que es necesario, además, oponerle la concepción verdadera. La ciencia sigue un recorrido dialéctico: tesis, antítesis y síntesis. Como su propio nombre indica, la síntesis no se limita a enfrentarse con su contraria sino que la asmila en su interior, absorbe su núcleo racional, lo eleva y lo desarrolla en un plano más elevado. En toda síntesis científica hay, pues, algo de los postulados que le dieron origen y que fueron criticados. Por eso la genética del futuro partirá de los hallazgos encontrados en el siglo XX por erróneos que hayan sido sus planteamientos y fundamentos. Tendrá que partir de ahí porque no hay otros y la ciencia nunca empieza desde cero; la tabla rasa de los empiristas no existe. Tendrá que partir de ese punto y comprender sus limitaciones internas, que son muchas y muy importantes, de las cuales la principal es que ha convertido una verdad relativa en una verdad absoluta. Cuando una verdad se presenta como absoluta es falsa con toda seguridad, lo cual no quiere decir que sea completamente falsa; lo que quiere decir es que, en realidad, es una verdad relativa.

Ningún fenómeno se puede analizar de forma estática, y la ciencia tampoco. En cada etapa del conocimiento no es posible saber qué postulados son verdaderos y cuáles falsos, cuáles se pueden reputar como ciencia y en dónde se ha infiltrado la ideología. Pero sí se pueden aventurar líneas de desarrollo, aunque para ello no basta ser un buen científico en una determinada especialidad sino que hay que conocer la historia de las ciencias (no de una sino de varias) y conocer cómo son sus evoluciones. Pero esto es algo vedado por el positivismo que no gusta ni del pasado ni del futuro. La ciencia se ahorraría muchos esfuerzos si fuera capaz de vislumbrar las líneas de desarrollo, para lo cual necesita conocer su propia historia. En el caso de la genética se trata de saber si esos desarrollos han ido confirmando las expectativas de las teorías formalistas o si, por el contrario, siguen derroteros diferentes. A mi juicio, 60 años después del informe de Lysenko podemos decir que la experimentación genética ha demostrado la teoría de la herencia de los caracteres adquiridos y, por el contrario, ha derribado las tesis oscurantistas sobre las que se ha pretendido edificar la genética, empezando por las leyes de Mendel y la teoría cromosómica y acabando por su “dogma central”.

Pero eso no es ninguna novedad porque desde 1925 se sabía que los genes se podían alterar mediante radiaciones y las experiencias al respecto se han ido acumulando con el paso del tiempo. Dos años después Muller lo confirmaba en Estados Unidos y doce años después, Teissier y L’Heritier repitieron la experiencia en Francia con el gas carbónico. La interacción ambiental se ha demostrado no sólo con las radiaciones (naturales y artificiales) sino con las sustancias químicas ingeridas en los alimentos o en el aire que respiramos y con los virus o bacterias con los que el organismo entra en contacto. Pero no hay demostración más dramática de la tesis de la herencia de lo adquirido que las secuelas de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki sobre los supervivientes y las generaciones sucesivas de afectados. En la guerra de Vietnam, los estadounidenses bombardearon a la población con el “agente naranja” que contenía dioxinas, una sustancia tóxica que ha pasado de generación en generación provocando la aparición de tumores, leucemias linfáticas, anormalidades fetales y alteraciones del sistema nervioso en tres millones de vietnamitas. Todo eso a pesar de que la herencia de los caracteres adquiridos no está demostrada. ¿Qué hará falta para demostrarlo?

Uno de los ejemplos más conocidos de transmisión de los caracteres adquiridos es fruto de un descubrimiento que se llevó a cabo en todo el mundo en los años sesenta del siglo pasado: los antibióticos generan resistencias en las bacterias que tratan de combatir. Numerosos gérmenes muy sensibles a los antibióticos se volvieron reacios a ellos de manera que era necesario aumentar la dosis o aplicar antibióticos diferentes. Al principio la explicación de esta resistencia seguía un modelo darwinista: el abuso de antibióticos creaba bacterias más resistentes a través de una selección en la que morían las más débiles y sobrevivían las más resistentes. Entre los millones de bacterias que contiene cualquier tejido humano, algunas son ya resistentes a los antibióticos. Si la persona toma un antibiótico, muere la inmensa mayoría de las bacterias y sólo sobreviven las más resistentes. Una vez aniquilada la competencia, las bacterias resistentes proliferan sin impedimentos. El antibiótico, por tanto, no vuelve resistentes a las bacterias, sino que se limita a seleccionar a las que ya lo eran.

Después de numerosos ensayos se comprobó que, en realidad, las bacterias segregaban una enzima que hacía inoperante a la penicilina. La resistencia de las bacterias se debía a una mutación génica: algunas habían producido un gen que sintetizaba la enzima enemiga. Por tanto, el gen no era creador sino criatura. Un factor ambiental, el antibiótico, perturba la existencia de la bacteria y ésta reacciona desactivando los sistemas que normalmente vigilan que la replicación del ADN sea precisa. El resultado es que la bacteria acumula una enorme cantidad de mutaciones en sus genes. El microbio genera millones de variantes de sí mismo. Algunas de ellas resultan ser resistentes al antibiótico en cuestión, y entonces empiezan a proliferar. Pero lo interesante es que el fármaco crea resistencias nuevas que luego se heredan en las sucesivas generaciones de bacterias. Es más: éstas intercambian la información que les permite constituir el gen no sólo dentro de la misma especie, sino de una a otra especie.

Por tanto, en todo caso los genes no son puros conceptos estadísticos sino que algo material hay detrás. Pero sobre todo, la noción de gen encerrado en una caja fuerte inaccesible se ha venido abajo estrepitosamente. Los genes interactúan: consigo mismos, con los demás componentes del protoplasma de cada célula y, por fin, con el ambiente externo. Si los genes son materia no podía ser de otra forma porque toda la materia del universo forma una unidad, está interrelacionada. También es conocido que unos genes se activan y otros permanecen latentes, que unos se expresan en determinadas personas y en otras no, que unos empiezan a cumplir su función en un determinado ciclo del desarrollo y otros en otro, etc.

La teoría cromosómica de Morgan y el “dogma central” de la genética, consecuencia de ella, también se han hundido. Según la teoría cromosómica el monopolio de la herencia se conserva en el núcleo celular. El ADN tendría ese monopolio de manera que todo el secreto de la herencia está en el ADN y sólo hay ADN en los cromosomas del núcleo celular. Ni el ARN ni el citoplasma celular desempeñan ninguna función, según el “dogma”. Este principio se ha venido abajo. Los genes no se localizan exclusivamente en los cromosomas nucleares, según han puesto de manifiesto dos descubrimientos fundamentales.

El primero es que en 1971 se observó experimentalmente tanto en virus (Howard Temin y David Baltimore) como en bacterias (Mirko Beljanski) que el flujo de información genética también puede ir del ARN al ADN. El ARN tiene capacidad de replicarse a sí mismo y, además, de traducirse en ADN. Posteriormente se ha ido comprobando la interacción del ADN y del ARN con las proteínas y demás elementos contextuales, así como incluso ambientales externos no sólo a la célula sino a todo el organismo.

El segundo es la existencia de factores hereditarios en el citoplasma. En 1988 se lograron aislar las mitocondrias del resto de la célula, observando entonces que no son unos orgánulos celulares más entre las numerosas variantes que de ellos existen, sino que en realidad son bacterias alojadas simbióticamente dentro de nuestras células. Cada célula tiene cientos de mitocondrias, y algunas, como las hepáticas, más de mil. Son el pulmón celular. Pero, además, cada mitocondria tiene su propio ADN, al que se le suponen 37 genes. Por tanto, el ADN mitocondrial suma en cada célula casi tantos genes como el ADN nuclear. Del ADN mitocondrial depende casi un millar de proteínas que son enviadas al núcleo celular e intervienen decisivamente en la programación de la información genética nuclear. También es interesante poner de relieve que la herencia mitocondrial sólo se transmite por vía materna. Finalmente, cabe añadir también que en el imaginario genetista convencional el citoplasma donde se alojan las mitocondrias forma parte del “cuerpo” de la célula, por lo que no existe esa separación estricta entre plasma germinal y cuerpo de la que hablaba Weismann.

A pesar de la censura oficial, esta corriente se fue abriendo camino en la posguerra. A diferencia de la teoría cromosómica de Morgan, que concede la exclusiva de la dotación hereditaria al núcleo de la célula, ésta no habla de exclusividad, es decir, de que la herencia sólo se encuentre en las mitocondrias, sino que ambos, núcleo y mitocondrias, participan en la transmisión hereditaria. Ahora bien, lo más importante, según Prenant, es que este tipo de herencia es la responsable principal de las características fundamentales del organismo, es decir, de aquellos rasgos que distinguen los grupos taxonómicos superiores. De acuerdo con este enfoque, la herencia nuclear es responsable sólo de los aspectos más superficiales organismo: “Los caracteres hereditarios más fundamentales dependen esencialmente del protoplasma y de sus localizaciones germinales. La herencia de base material nuclear, que es más conocida, y sobre la que, por esta razón, normalmente se atiende más, no tiene, no hay que olvidarlo, más que un papel secundario”. Es el protoplasma el que orienta el conjunto del desarrollo embrionario, mientras que el núcleo lo modifican ligeramente a cada instante. El protoplasma celular es más estable que el núcleo y sufre menos las influencias del entorno (87).

La tesis de la herencia mitocondrial también ha sido combatida con saña en los medios académicos oficiales. La presión ideológica sobre la genética ha sido tan fuerte que una investigación tan importante como la de Barbara McClintock (1902-1992), que rompía bastantes moldes, fue vergonzosamente silenciada durante más de 30 años. La conferencia que dio en 1983 al recibir el premio Nóbel se titulaba “El significado de las respuestas del genoma a los estímulos” (88). Explicó cómo las células responden a la presión ambiental a la que se ven sometidos los organismos vivos mediante una reestructuración de su genoma; estos mecanismos explican la formación de nuevas especies y son la base de los cambios evolutivos. Es el fundamento de la epigenética, de la que se ha escrito que no es más que un retorno a la vieja herejía lamarckista.

La genética tiene que liberarse del estigma de un siglo de controversias en donde los victimarios se han querido pasar por víctimas. No obstante, la burguesía tiene poderosas razones para seguir anclada en un dogma infundado, por razones que poco tienen que ver con la ciencia y que no son sólo ideológicas. Hoy, además de la verdad, sobre la biología gravitan los poderosos intereses de las multinacionales de la genética, los transgénicos y la ingeniería genética. Con ellas colabora a jornada completa la Fundación Rockefeller. A los viejos argumentos oscurantistas contra el darwinismo se le han sumado los más transparentes del dinero, de las gigantescas multinacionales y el no menos gigantesco de las inversiones públicas en biotecnología. Sólo el descifrado del genoma humano consumió tres mil millones de dólares en un proyecto de dudoso calado científico pero de gigantesco rendimiento mediático. Esto es algo que la genética comparte con la carrera espacial donde también hay grandes derroches de dinero para un rendimiento científico insignificante. En ambos casos el objetivo es aparente y parcialmente publicitario; lo habitual es que muchas partidas encubran proyectos de guerra bacteriológica o sean subproductos de ella.

Por eso los genes y el ADN son siempre noticia. La biología es una ciencia mediática desde los tiempos de Darwin, la batalla ideológica no va a remitir y los que se oponen a algunos postulados ridículos de los científicos seguirán apareciendo como enemigos jurados de la ciencia.

Notas:

(1) La CIA y la guerra fría cultural, Debate, Madrid, 2001.
(2) Prólgo al libro de D.Lecourt: Lysenko. Historia real de una ‘ciencia proletaria’, Laia, Barcelona, 1978, pg.14.
(3) Ciencia falsa y pseudo ciencias, Tecnos, Madrid, 1961, pg. 46.
(4) Un buen ejemplo es el artículo de Pablo Francescutti: Por un puñado de guisantes. La genética soviética proscrita por Stalin, en Historia 16, núm.214, febrero de 1994, pgs. 113 y stes.
(5) Marx y Engels: Cartas sobre las ciencias de la naturaleza y las matemáticas, Anagrama, Barcelona, 1975, pg.49.
(5b) Física, Gredos, Madrid, 1998, pg.111; Metafísica, Sarpe, Madrid, 1985, pg.114.
(6) La selección y la teoría fásica del desarrollo de las plantas, en Agrobiología. Genética, selección y producción de semillas, pgs.38 y stes.
(7) Dialéctica de la naturaleza, Akal, Madrid, 1978, pg.164.
(8) Sechs Vorlesungen &udiaer;ber die darwinische theorie, Leipzig, 1868.
(9) L’heridité et les grands problémes de la biologie générale, Schleicher Frères, Paris, 2ª Ed., 1903, pgs.449 y 453.
(10) L’atomisme en biologie, Gallimard, Paris, 4ª Ed., 1956, pgs.102 y stes.
(11) Lógica, Folio, Barcelona, 2002, tomo II, pgs.43 y stes.
(12) François Jacob: La lógica de lo viviente. Una historia de la herencia, Tusquets, Barcelona, 1999, pg.213.
(13) Marx, carta a Laura y Paul Lafargue de 15 de febrero de 1869; Engels, carta a Piotr Lavrov de 12-17 de noviembre de 1875, en Cartas, cit., pgs.71 y 84 y stes.
(14) Carta a Piotr Lavrov de 10 de agosto de 1878, en Cartas, cit., pg.96.
(15) L’atomisme, cit., pgs.35 y stes.
(16) Zum probleme der Vererbung, en Archiv f. Phisiol. der Pflüger, t.41, 1887.
(17) Essais sur l’heredité et la sélection naturelle, Paris, Reinwald, 1892, pg.528.
(18) Essais, cit., pg.535
(19) Essais, cit., pg.526.
(19b) Aristóteles, Metafísica, cit., pg.218 y 230.
(20) Le hasard y la nécessité. Essai sur la philosophie naturelle de la biologie moderne, Seuil, Paris, 1970, pg.146.
(21) Dialéctica de la naturaleza, cit., pg.235.
(22) The nine lives of Gregor Mendel, en Experimental Inquiries, Kluwer Academic Publishers, 1990, pgs. 137-166.
(23) D.Briggs y S.M.Walters: Evolución y variación vegetal, Guadarrama, Madrid, 1969, pg.72.
(24) L.A. Callender: Gregor Mendel: An opponent of descent with modification, en History of Science, 26, 1988; B.E. Bishop: Mendel’s opposition to evolution and to Darwin, en Journal of Heredity, 87, 1996.
(25) La mathématisation du réel. Essai sur las modélisation mathématique, Seuil, Paris, 1996, pg.241.
(26) Le hasard y la nécessité, cit., pg.148.
(27) Anti-D&udiaer;hring, Grijalbo, México, 2ª Ed., 1968, pg.57; carta a Piotr Lavrov de 12-17 de noviembre de 1875, en Cartas, cit., pg.87.
(28) L’atomisme, cit., pg.45.
(29) Savants sovietiques et relations internationales, Paris, Julliard, 1973, pg.102.
(30) R.A.Fisher: Has Mendel’s Work Been Rediscovered?, Annals of Science, 1, 1936, pgs.115 y stes.
(31) http://www.ugr.es/~amenende/docencia/Genes_Pais.pdf
(32) Ann Finkbeiner: Los jasones. La historia secreta de los científicos de la guerra fría, Paidós, Barcelona, 2007.
(33) Edwin Vázquez, en El Nuevo Día, 13 de abril de 2003.
(34) Pnina Abir-Am: The discourse of physical power and biological knowledge in the 1930s: a reappraisal of the Rockefeller Foundation’s policy in molecular biology, en Social Studies of Science, vol. 12, 1982; Lily E.Kay: The Molecular Vision of Life. Caltech, the Rockefeller Foundation and the New Biology, Oxford University Press, 1993.
(35) Morgan: Evolución y mendelismo. Crítica de la teoría de la evolución, Calpe, Madrid, 1921, pg.84.
(36) Morgan, Evolución y mendelismo, cit., pg.50.
(37) Evolución y mendelismo, cit., pgs.51-52 .
(38) Evolución y mendelismo, cit., pgs.81.
(39) Evolución y mendelismo, cit., pgs.128.
(40) Marcel Prenant: Darwin y el darvinismo, Grijalbo, México, 1969, pg.110.
(41) Evolución y mendelismo, cit., pgs.76 y 77.
(42) Evolución y mendelismo, cit., pgs.1, 78 y 79.
(43) Dialéctica de la naturaleza, cit., pg.170.
(43b) S.Varmuza: Epigenetics and the renaissance of heresy, Genome, vol. 46, núm. 6, diciembre de 2003.
(44) E.B.Ford: Mendelismo y evolución, Labor, 2ª Ed., Barcelona, 1973, pgs.33 y stes.
(45) Dialéctica de la naturaleza, cit., pg.240.
(46) Engels: artículo necrológico sobre Carl Schorlemmer, en Vorw&adiaer;rts, núm.153, 3 de julio de 1892; también en Cartas, cit., pg.123.
(47) Cartas, cit., pg.88 y Dialéctica de la naturaleza, cit., pg.244.
(48) Marcel Prenant: Biologie et marxisme, Editions Sociales Internationales, Paris, 1936, pgs.99 y 106.
(49) Carta Piotr Lavrov de 12-17 de noviembre de 1875 y Anti-Dühring, cit., pg.58.
(50) V.Stoletov: ¿Mendel o Lysenko? Dos caminos en biología, Lautaro, Buenos Aires, 1951.
(51) Scientist in Russia, Penguin Books, Nueva York, 1947, pg.99.
(52) Jaurés Medvedev: La ciencia soviética, Fondo de Cultura Económica, México, 1980, pgs.24 y 30
(53) A.Bogdanov: La scienza, l’arte e la classe operaia, Mazzotta, Milan, 1978.
(54) La ciencia soviética, cit., pg.201.
(55) Gennadi Fish: A People’s Academy, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1949.
(56) Scientist in Russia, cit., pgs.106 y stes.
(57) N.I.Maximov: Fisiología vegetal, Buenos Aires, 1946, pgs.381-382.
(57b) Le marxisme et les problèmes de la linguistique, Editions en Langues Étrangères, Pekin, 1975, pgs.28-29.
(58) A.R.Shebrak: Soviet biology, en “Science”, vol.102, 1945, pgs.357 y 358.
(59) Gustav A.Wetter: Filosofía y ciencia en la Unión Soviética, Guadarrama, Madrid, 1968, pg.121.
(60) En la obra colectiva Aspectos filosóficos de la Biología, Academia de Ciencias de la URSS, Moscú, 1978.
(61) http://olivier.pingot.free.fr/dossiers%20scientifiques/darwin/darwin_texte_08.html
(62) Alain Desrosières: La política de los grandes números. Historia de la razón estadística, Melusina, Barcelona, 2004.
(63) John J.Fried: El misterio de la herencia, Alianza Editorial, Madrid, 1973, pgs. 15 a 20.
(64) La genética soviética y la ciencia mundial. Lisenko y el significado de la herencia, Hermes, México, 1952.
(65) Historia económica de la Unión Soviética, Alianza Editorial, Madrid, 1973, pgs. 315-316 y 337.
(66) La economía soviética desde Stalin, Ediciones de Cultura Popular, Barcelona, 1965, pgs.140 a 147.
(67) Luciano Cafagna: La economía de la Unión Soviética, UTEHA, México, 1961, pg.93.
(68) La economía soviética, cit., pgs.157 y 158.
(69) Bertrand Jordan: Los impostores de la genética, Península, Barcelona, 2001, pgs.74 a 76.
(70) Savants sovietiques, cit., pg.124.
(71) Medvedev, La ciencia soviética, cit.,pg.33.
(72) L‘heredité, París, 4ª Ed., 1948, pgs.303, 455 y 468-469.
(73) Savants sovietiques, cit., pg.130.
(74) Diane B.Paul y Costas M.Krimbas: Nikolai V. Timofeev-Ressovski, en Investigación y Ciencia, núm.187, abril de 1992, pgs.70 y stes.
(75) Ciencia falsa y pseudo ciencias, cit., pgs. 43 y stes.; también en L’atomisme, cit.
(76) Biologie et marxisme, cit., pgs.170 y stes.; también en Darwin y el darvinismo, cit., pg.128.
(77) American hegemony and the postwar reconstruction of science in Europe, MIT Press, 2006.
(78) María Jesús Santesmases: ¿Artificio o naturaleza? Los experimentos en la historia de la biología, Theoria, Segunda Época, Vol. 17/2, 2002, pg.290.
(79) Le hasard y la nécessité, cit., 1970, pg.67.
(80) Le hasard y la nécessité, cit., 1970, pgs.204-206.
(81) La lógica de lo viviente, cit., pg.174.
(81) L'éternel retour de Lyssenko, Copernic, Paris, 1978 y Lyssenko et le lyssenkisme, PUF, 1988.
(82) Rise and Fall of T.D.Lysenko, Columbia University Press, 1969.
(83) The Lysenko affair, University of Chicago Press, 1970.
(84) La ciencia soviética, cit., pg.12.
(85) Medvedev, La ciencia soviética, cit., pg.157.
(86) La ciencia soviética, cit., pgs.331 y stes.
(87) Prenant, Biologie et marxismme, cit., pgs.156-157, 172-173 y 187-188.
(88) The significance of responses of the genome to challenge, en Science, 16, noviembre de 1984
(http://nobelprize.org/nobel_prizes/medicine/laureates/1983/mcclintock-lecture.pdf)

Otra biliografía es posible

Obras de Lysenko:

- La herencia y su variabilidad, La Habana, 1946.
- Heredity and its variability, King’s Crown Press, Nueva York, 1946.
- Soviet Biology: Report to the Lenin Academy of Agricultural Sciences, Moscú, 1948 (también en Birch Books, Londres, 1948)
- The science of biology today, International Publishers, 1948.
- New developments in the science of biological species, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1952.
- Agrobiology: Essys on Problems of Genetics, Plant Breeding and Seed Growing, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1954.
- Agrobiologie. Arbeiten &udiaer;ber Fragen der Genetik, der Z&udiaer;chtung und des Samenbaus, Verlag Kultur und Fortschritt, Berlin, 1951.
- Agrobiologie. Génétique, sélection et production des semences, Editions en Langues Etrangères, Moscú, 1953.
- Soil Nutrition of Plants, Foreign Languages Publishing, Moscú, 1957.

Documentos:

- Academia Lenin de Ciencias Agrícolas de la URSS: La situación en las ciencias biológicas. Actas taquigráficas de la sesión de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas de la URSS. 31 de julio-7 de agosto de 1948, Editorial Sendero, Buenos Aires, 1949.
- Michurin, Ivan V.: Selected works, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1949.
- Murneek, A. E. y Whyte, R. O.: Vernalization and Photoperiodism: A Symposium, Waltham, Mass: Chronica Botanica, 1948
- Safonov, Vadim A.: El país verde, Futuro, Buenos Aires, 1945.

Obras lysenkistas:

- Bacarev, A.N., Miciurin grande trasformatore della natura, Universale Economica, Milano 1953.
- Clements, Frederic et al.: Adaptation and Origin in the Plant World: The Role five years of Soviet natural science, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1944.
- Fraser, Allan: Animal husbandry heresies, Crosby Lockwood & Son Ltd., Londres, 1960.
- Fish, Gennadi: A People’s Academy, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1949.
- Fyfe, James: Lysenko is right, Lawrence and Wishart, Londres, 1950.
- Khalifman, I.: Bees: a Book on the Biology of the Bee-Colony and the Achievements of bee-science, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1951.
- Lévy, Jeanne: L’oeuvre de Lyssenko et l’evolution de la génétique, en La Pensée, núm. 21, noviembre-diciembre de 1948.
- Mathon, Claude-Charles y Maurice Stroun: Température et floraison: la vernalisation, Presses Universitaires de France, 1962.
- Mathon, Claude-Charles y Maurice Stroun: Lumière et floraison: le photopériodisme, Presses Universitaires de France, 1960.
- Mathon, Claude-Charles: La vie des plantes, Presses Universitaires de France,
- Mathon, Claude-Charles: La greffe végétale, Presses Universitaires de France, 1959.
- Mathon, Claude-Charles y Maurice Stroun: Études mitchouriniennes sur les céréales,
- Mathon, Claude-Charles: La greffe végétale, Presses Universitaires de France, 1968.
- Mathon, Claude-Charles: Biogéographie des plantes alimentaires de ramassage en Europe de l’Ouest (Écologie et biogéographie), Faculté des sciences, 1983.
- Mathon, Claude-Charles: L’origine des plantes cultivées: Phytogeographie Appliquee, Masson, 2007.
- Maximov, A.N.: Fisiología vegetal, Buenos Aires, 1948.
- Molodcikov A.: Miciurin, Lysenko, Burbank trasformatori della natura, Firenze, Macchia, 1949.
- Pérez Hernández, J.M.: Problemas filosóficos de las ciencias modernas, Contracanto, Madrid, 1989.
- Segal, J.: Miciurin, Lysenko e il problema dell’eredit, Universale Economica, Milano 1952.
- Shaw, George Bernard: The Lysenko Muddle, en Labour Monthly, enero de 1949.
- Shaw, George Bernard: Behind the Lysenko Controversy, en The Saturday Review of Literature, 16 de abril de 1949.
- Stoletov, V.: ¿Mendel o Lysenko? Dos caminos en biología, Lautaro, Buenos Aires, 1951.
- Stoletov, V.: Principes élémentaires de biologie mitchourinienne, Editions en langues étrangères, Moscú, 1951.
- Stoletov, V.N.: The Fundamentals of Michurin Biology, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1953 (también en University Press of the Pacific, 2002).
- Tsitsin, N.: Science at the Service of Soviet Agriculture, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1939.
- Vasilyev, L.M.: Wintering of plants, Amer. Inst. Biol. Sciences, Wash., 1961.

Obras generales:

- Ashby, Eric: Scientist in Russia, Penguin Books, Nueva York, 1947.
- Ashby, Eric: Genetics in the Soviet Union, reimpreso por Nature: The Tension Between Mendelism And Michurin Genetics, 1948.
- Bogdanov, A.: La scienza, l’arte e la classe operaia, Mazzotta, Milan, 1978.
- Gayon, Jean y Daniel Jacobi: L’éternel retour de l’eugénisme, Presses Universitaires de France, 2006.
- Goldschmidt, Richard: Le Déterminisme du sexe et l’intersexualité, Félix Alcan, 1937.
- Goldschmidt, Richard: The Material Basis of Evolution, New York University Press, 1940.
- Graziosi, F.: La discussione sulla genetica nell’URSS, en Società, núm. 1, 1949.
- Haig, David: Weismann Rules! OK? Epigenetics and the Lamarckian temptation, en Biology and Philosophy, 22, 2007 (www.oeb.harvard.edu/faculty/haig/Publications_files/Weismann.pdf)
- Hudson, P.S. y R.H.Richens: The new genetics in the Soviet Union, Cambridge, 1946.
- Manevich, Eleanor D.: Such were the times: A personal view of the Lysenko era in the USSR, Pittenbruach Press, 1990.
- Margulis, Lynn y Dorion Sagan: Captando genomas: una teoría sobre el origen de las especies, Kairós, Barcelona, 2003.
- Margulis, Lynn y Karlene V. Schwartz: Cinco reinos: guía ilustrada de los phyla de la vida en la Tierra, Barcelona, Labor, 1985.
- Margulis, Lynn y Dorion Sagan: Microcosmos: cuatro mil millones de años de evolución desde nuestros ancestros microbianos, Barcelona, Tusquets, 1995.
- Margulis, Lynn: El orígen de la célula, Reverté, Barcelona, 1986.
- Margulis, Lynn: Planeta simbiótico: un nuevo punto de vista sobre la evolución, Debate, Barcelona, 2002.
- Margulis, Lynn y Dorion Sagan: ¿Qué es la vida?, Tusquets, Barcelona, 1996.
- Margulis, Lynn: Una revolución en la evolución: escritos seleccionados, Universitat de Valencia, Valencia, 2003.
- Morange, Michel: Histoire de la biologie moléculaire, La Découverte, Paris, 2003.
- Morange, Michel: Quelle place pour l’épigénétique?, M/S: médecine sciences, vol. 21, núm. 4, 2005.
- Oparin, A.I.: El origen de la vida, Losada, Buenos Aires, 1960.
- Pichot, André:: Histoire de la notion de vie, Gallimard, Paris, 1993.
- Prenant, Marcel: Biologie et marxisme, Editions Sociales Internationales, Paris, 1936.
- Prenant, Marcel: Un débat scientifique en URSS. Entre la ‘génétique classique’ et la ‘génétique nouvelle’, en La Pensée, núm. 21, noviembre-diciembre de 1948.
- Prenant, Marcel: Darwin y el darvinismo, Grijalbo, México, 1969.
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- Sapp, Jan ed.: Microbial Phylogeny and Evolution: Concepts and Controversies, Oxford University Press, Nueva York, 2005.
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- Sapp, Jan: The Bacterium’s Place in Nature, en J. Sapp ed., Microbial Evolution Concepts and Controversies, Oxford University Press, Nueva York, 2005.
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- Steele, Edward J., Robyn A. Lindley y Robert V. Blanden: Lamarck’s Signature: How Retrogenes Are Changing Darwin’s Natural Selection Paradigm, Reading, Mass., Perseus, 1998.
- Varmuza, S.: Epigenetics and the renaissance of heresy, Genome, Vol. 46, Num. 6, diciembre de 2003.