Primero fue en política exterior. Luego, al madurar las condiciones, también en política interior. Cuando los entusiastas guardias rojos del 67 nos espetaron la retahila de los crímenes de Liu Shaochi y Ten Xiaoping creímos que exageraban, pues lo que nos largaron era una lista banal de tópicos, del tipo de «querer restaurar el capitalismo y unirse a los imperialistas». Sí, tenía aire de simplificación burda. Y lo era. Pero no tanto, después de todo. Algo, y más que algo, había de fondo de verdad en tales alegaciones, según lo hemos podido comprobar con el transcurso del tiempo.
Desde hace más de un decenio la política procapitalista de Ten Xiaoping ha ido dando sus frutos. Poquito a poco, muy al modo chino. Se han desmantelado las comunas populares en el campo. Quizá estuvieron siempre mal concebidas y planeadas. Puede que efectivamente necesitaran enmienda. Mas lo que se ha hecho es suprimirlas y, prácticamente, privatizar la tierra. En el sector industrial y de servicios, la reforma procapitalista (la introducción de la economía de mercado) se ha ido llevando a cabo mediante los siguientes pasos: alquilar empresas estatales a «colectivos» particulares --que, si no lo son desde el comienzo, acaban convirtiéndose en compañías de tipo capitalista--; las demás empresas, las que quedan teóricamente en el ámbito de la posesión pública, han visto modificados sus mecanismos de gestión, introduciéndose en los mismos más factores de economía mercantil: descentralización, autonomía financiera, libre disposición de sus ganancias, salvo un porcentaje de impuestos, monopolio de sus propios inventos y mejoras técnicas en provecho propio exclusivamente; con todo lo cual los administradores y, en el mejor de los casos, los obreros de una unidad de producción se comportan, frente a los demás, como competidores mercantiles, y pueden lucrarse merced a la ruina y empobrecimiento de los otros. Han surgido bolsas de valores y se ha producido inflación en un país que antes gozaba de una total estabilidad de precios.
A todo eso hay que añadir las Zonas Económicas Especiales, verdaderos paraísos fiscales capitalistas, cuyos éxitos han sido muy cacareados por la prensa burguesa y por los dirigentes chinos. Parece que no es para tanto, sino que tales logros han sido, sobre todo, obtenidos en el turismo y la construcción, no en la manufactura --con lo cual no se ve que ese tipo de triunfos sean los que más vayan a ayudar a China a salir del subdesarrollo. La contrapartida de esos logros ha sido un incremento de las disparidades regionales, lo que ha conllevado la frustración y el resentimiento de buena parte de la población. El régimen ha tenido que colocar alambradas para separar esas zonas del resto del país. Y, más en general, se ha producido y se va agravando un deterioro de las condiciones de vida de los obreros, una erosión de las conquistas sociales de la revolución de Mao Tsetung. Sin que ésta haya estado, tras 1956, muy acertada en su orientación o desorientación (por los muchos bandazos), hay que reconocerle que obtuvo para la mayoría del pueblo chino metas como la eliminación de las más insultantes desigualdades, la supresión de la supeditación humillante de los chinos a los inversionistas extranjeros, un cierto incremento de la producción agrícola y su mejor distribución, pleno empleo, seguridad en el trabajo, elevación del estatuto y la consideración social de los trabajadores, pensiones, asistencia sanitaria y educativa, elevación de la esperanza de vida.
Para muchos «ex» y «pos» todo eso no vale ni significa nada: ellos no están por la labor de sacrificar el confort que a una minoría de la población mundial proporciona el capitalismo (y la belleza adicional de los turnos electorales, con las campañitas televisivas) más que a cambio del Socialismo de verdad, del fetén, con «S» mayúscula; uno que sea, no ya un dechado de perfecciones, sino una combinación de todos los bienes sin mezcla de mal alguno; un socialismo con Democracia, pues --nos dicen--, sin ella no sería ya socialismo (sin que nadie se haya tomado siquiera la molestia de demostrarnos que es posible, hoy por hoy, una conjugación de la democracia parlamentaria pluripartidista con la propiedad pública de todos los medios de producción). Para cientos de millones de chinos, esas conquistas de la revolución de Mao, todavía en parte no desmanteladas, tienen la enorme importancia que marca la diferencia entre ser y no ser, vivir y morir.
Los actuales líderes chinos son procapitalistas --aunque ahora van más con pies de plomo que antes de los incidentes de Tien An Men de 1989 y la caída en desgracia del más ardiente adalid de la reforma, Zhao Ziyang. Con pies de plomo y todo, se sigue en esa dirección. Lo ha visto el astuto Sr. González Márquez, quien ha venido a decir que la visita del primer ministro chino se inscribe en ese proceso lento pero seguro y al cual hay que contribuir. Hay que contribuir a que se consume la vuelta al capitalismo y, con ella, el despido de decenas o cientos de millones de trabajadores, la superinflación, la abolición de cualquier subsidio de paro y la supresión práctica de la seguridad social (la situación económica del país lo impondría, igual que sucede en el tercer mundo capitalista). Hay que contribuir a que en China mande, como manda en el tercer mundo capitalista, el genocida y asesino Fondo Monetario Internacional. En vez de romper con los líderes chinos, hay que animarlos a que sigan por tan loable camino.
La prensa, radio y TV borbónicas no parecen convencidas (¿o no es más bien que se reparten los papeles con los politicastros del régimen monárquico?). Gritan hasta desgañitarse recordando a Tien An Men. Sí, claro, es que la represión en Tien An Men fue impresentable, porque iba enfilada contra estudiantes que, al fin y al cabo, lo único que pedían era la democracia burguesa, algo respetable y digno donde lo haya. Otro gallo nos cantara si se hubiera disparado contra desharrapados y hambrientos, como lo hacen mil veces los héroes y protagonistas más queridos de la prensa y la opinión democráticas, como un Carlos Andrés Pérez que sólo ha matado a unos pocos cientos o miles de alborotadores que no aceptaban contentarse con su suerte dentro de la economía de mercado (¡habráse visto impertinencia mayor!); o los otros muchos demócratas burgueses que aprietan el gatillo contra los amotinados del hambre en el Cairo, Lima, Guayaquil, Río de Janeiro, Dakar, Bombay, etc. etc.
Viendo las cosas con realismo, hemos de declarar que no nos gustan ni Li Peng ni ninguno de los otros dirigentes chinos actuales. Pero, mientras no se haya consumado la restauración del capitalismo en China, sigue habiendo --en alguna medida aunque sea pequeña-- hechos que no cabe desestimar. Ante todo, para esos cientos de millones de chinos a los que el capitalismo [plenamente restaurado] traería hambre y, en muchos casos, muerte, el semisocialismo les aporta al menos la vida, que no es poco. En segundo lugar, unas pocas (muy muy pocas) facetas de la política exterior china son algo mejores de lo que serían las de una China plenamente capitalista; la diferencia --de grado, y no muy grande en general-- tiene su importancia en algún que otro punto local, como las relaciones con Cuba. En tercer lugar --y sobre todo--, mientras persista el sistema nominalmente socialista, estando en el poder un Partido [nominalmente al menos] comunista, subsiste una (pequeña) posibilidad, una (no enteramente infundada) esperanza de que, tras la presente generación dirigente, pueda llegar a la dirección un equipo empeñado en el socialismo; al paso que, si China cae en la podredumbre y la corrupción desenfrenadas propias del pluripartidismo democrático burgués (que, en aquel país, además posiblemente se alternaría con regímenes totalitarios de facto), se habrá apagado toda luz de esperanza salvo la de, a larguísimo plazo, una nueva revolución violenta.
Artículo publicado en Octubre Nº 3 (marzo de 1993).volver al cuerpo principal del documento
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Director: Lorenzo Peña
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