MISERIA O ESPLENDOR DE LA ECONOMÍA DE MERCADO **Nota** 9_1

Lorenzo Peña

§ 0º.-- Consideraciones Preliminares

Proclámase diariamente, a bombo y platillo, que la experiencia histórica ha confirmado que sólo los mecanismos de economía de mercado permiten al hombre conseguir un nivel aceptable de bienestar, al paso que los procedimientos de la economía planificada conducen a frustrar la capacidad creativa humana, a bloquear los incentivos que, dada la humana naturaleza, son los únicos que pueden desembocar en una mejora de la calidad de nuestra vida mediante el incremento de la producción, tanto cuantitativo como cualitativo. Mejor o peor expresado según los casos (las más veces muy mal), ése es el tenor no ya de millones de sueltos en la prensa burguesa (y por tal entiendo toda la que es favorable precisamente a la consolidación de la economía capitalista), y de comentarios --incidentales o no-- en radio y TV, sino también de artículos y libros en todo género de publicaciones, que atronadoramente y en son de unanimidad, se hacen los heraldos del triunfo final, y merecido, de la economía de mercado.

Es propósito de este artículo desafiar esas conclusiones y argumentar a favor de la economía planificada, principalmente desde un punto de vista moral, a saber: que, sea cual fuere la prosperidad conseguible mediante la economía de mercado, ella se obtiene a expensas de la justicia; pero también alegaré que la prosperidad que aporta la economía de mercado, lejos de beneficiar a todos o a los más, únicamente aprovecha a una minoría, mientras que tanto la experiencia como el razonamiento parecen aunarse en mostrar que la economía planificada aporta una mayor prosperidad a una mayoría de la población.

No pretendo que las argumentaciones del presente artículo sean decisivas ni concluyentes, sencillamente porque a mi entender no lo es ninguna argumentación, en ningún campo. Lo más a que podemos aspirar es a una dosis de probabilidad, que deseamos sea lo más alta posible, mas siempre limitada. Así y todo, espero que, en medio del casi unánime coro que hoy nos aturde --aunque oír, lo que se dice oír, ya uno no oye casi nada, siendo ése un efecto del griterío y de la monotonía tan aburrida--, mis consideraciones hagan reflexionar a más de uno.

§1º.-- Qué es la economía de mercado

Cabe, ante todo, preguntarse qué sea la economía de mercado. En un sentido lato, cualquier economía es de mercado, desde luego. En ese sentido todo reparto de tareas, todo intercambio de resultados o productos de la actividad humana, es [como] un mercado. Yo te doy esto, o te hago este servicio o favor, y tú «a cambio», me das tal otra cosa o me haces tal otro favor. De una manera u otra, el intercambio tiene que darse no ya entre los seres humanos, sino entre cualesquiera individuos o grupos de seres vivos, de la especie que sean, que estén integrados en una sociedad o colectividad más amplia.

No faltan quienes, con tal premisa, razonan a favor de la economía de mercado: ésta es lo natural y hasta lo inevitable, al paso que la economía planificada sería un vano y contradictorio intento de obtener lo imposible, a saber una estructura de la sociedad humana en la cual no tuviera vigencia el intercambio. Lo malo de ese argumento es que prueba demasiado. Si eso es así, ¿para qué propugnar lo que ya de suyo siempre está y no puede por menos de seguir estando realizado, siendo inevitable?

Pero no es inevitable la economía de mercado entendida en un sentido más razonablemente restringido. Hay economía de mercado sólo donde, y en la medida en que, el intercambio adopta ciertas modalidades. El darse de éstas es cuestión de grado, desde luego, pero eso no anula la diferencia entre que se den y se dejen de dar. Hay mercado cuando, y en la medida en que, el intercambio está regulado por la ley de la oferta y la demanda, o sea: uno obtiene tanto más de aquello a cambio de lo cual entrega lo que tenía cuanto menor sea la oferta disponible de algo equivalente y cuanto mayor sea la demanda de ello.

Hay múltiples organizaciones sociales en las que se producen intercambios no sujetos a la ley de la oferta y la demanda. En una comunidad monástica, en una familia, en una asociación de exalumnos, p.ej., se efectúan intercambios de muy diversa índole, pero que no están sujetos a esa ley. Existe, p.ej., un cierto código tácito que regula en una familia qué contribuciones se piden a cada miembro de ella a la felicidad común, sin que ese intercambio se atenga a pauta alguna en virtud de la cual alguien pueda exigir más, a cambio de menos o de igual prestación por su parte, por la escasez de lo que él aporta o la abundancia --disponible de otras fuentes-- de lo que aporten los demás. Lo mismo sucede en cualquier sociedad amistosa, de dos o más personas. En la medida en que intervenga la ley de la oferta y la demanda, deja de haber amistad para tratarse de un trato mercenario.

Desde luego, cuán grande sea la vigencia o el efecto de la ley de la oferta y la demanda depende de cuánta sea la «equivalencia» que se exija. Estrictísimamente nunca hay otro producto u otro servicio equivalente a éste en particular. Puedo cortarme el pelo en otra peluquería, pero ninguna otra está a 25 metros de mi casa, p.ej. Puedo comprar tal otra marca de chocolate, pero ningún otro será aquel al que estoy acostumbrado. También puede uno, con sus pocas o muchas dotes de conversador y su carácter servicial, obtener la amistad de otras personas, pero no se tratará ya de sus amigos de juventud, p.ej.

Lo que pasa es que cuanto más se tomen en consideración factores individuantes así, menos verdad será que la relación sea de mercado. Puedo, por lealtad a mi proveedor habitual de software, abstenerme de comprar bienes más baratos en otros establecimientos. En esa medida, sin embargo, mi relación no es de mercado. Claro que, a su vez, esa lealtad puede deberse a consideraciones mercantiles, como la de que así obtendré para otras cosas un servicio de posventa. Al entremezclarse unas consideraciones con otras, y al remitir cada una a otras, no quedan empero anuladas las diferencias entre el comportamiento mercantil y el amistoso. Persisten las diferencias de grado, y también las de aspecto. Incluso un Rockefeller estará en parte motivado por consideraciones de lealtad para con ciertos clientes y amigos. Y hasta la Madre Teresa de Calcuta habrá de tomar en cuenta para sus obras de caridad factores mercantiles. ¿Anula eso la abismal diferencia entre dos líneas de conducta tan opuestas?

Las relaciones de intercambio --y, de alguna manera, todas lo son-- son, pues, mercantiles en tanto en cuanto no sean exigentes quienes las contraigan en la fijación de la equivalencia pertinente, sino que acepten como equivalente, grosso modo, otro bien u otro servicio parecido. Al auténtico mercader poco le importa que la mercancía que vende sea de la marca tal o cual. Y hasta que sea este o aquel género de mercancía. Claro que hay muchos grados de autenticidad, en eso como en todo lo demás. Pero aquello de que aquí me ocupo es de un régimen social como el capitalista donde la élite dominante se aproxima bastante al ideal de esa autenticidad mercaderil.

§2º.-- ¿Existe el precio justo?

Cuando el intercambio está regido por la ley de la oferta y la demanda (y en la medida en que lo esté), cabe hablar de un precio de lo que cada uno da o recibe. Ese precio será una cantidad, medible de una manera u otra, p.ej. en el monto de una cierta mercancía escogida cual medida general, o de cualquier otro modo --poco importa. Evidentemente las sociedades mercantiles que nos son familiares suelen practicar lo primero, escogiendo el dinero como esa mercancía de referencia general. Sin embargo --y si bien tomaré eso en cuenta y me referiré en adelante a situaciones así-- eso es irrelevante para la discusión contenida en este artículo.

Lo que deseo indagar en primer lugar es si existe un precio justo o no. Si no existe, entonces el intercambio mercantil es, en el mejor de los casos, ajeno a consideraciones de justicia, y en el peor positivamente injusto. Si sí existe, tócanos ver en qué medida los precios tienden, en una economía de mercado, a aproximarse al precio justo.

Hay dos puntos de vista con respecto a si el precio de una mercancía viene determinado únicamente por la ley de la oferta y la demanda. Frente a quienes, como Adam Smith, sostuvieron que sí, alzáronse otros que, como Marx, alegaron que tal ley no puede, sin que se incurra en círculo o en regresión infinita, determinar por sí sola nada. Alega Marx que, efectivamente, a mayor oferta y a menor demanda, baja el precio, pero que esa baja es a partir de un monto inicial de referencia, que es el valor; que, si no, se tendría esa regresión: bajaría el precio con relación a un precio previamente determinable en función de una correlación anterior entre oferta y demanda, y así al infinito. No siendo ello posible, hay que postular ese monto inicial de referencia, ese valor, que sería la cantidad media de trabajo socialmente necesario para producir un bien equivalente.

No entra en mi propósito discutir si Marx (y con Marx Ricardo y muchos otros) lleva o no razón en eso. Pongamos primero que sí; luego que no.

Sea cierta la ley del valor, expresada aproximadamente en esos términos, siquiera como formulación no del todo incorrecta. No pretenden quienes la formulan que los precios sean idénticos al valor, claro, sino que tienden a aproximarse a él en la medida en que haya equilibrio entre oferta y demanda. Admitiendo que así sea, cabe preguntarse si es justa una relación así.

Justa o no, esa ley tiene, sin duda, su buen efecto, sirviendo como acicate para que los productores se esfuercen por conseguir la mayor productividad. El alfarero que siga haciendo a mano sus vasijas tendrá que competir con el industrial y gracias a eso habrá un desplazamiento de modos de producir que consumen muchas horas de trabajo para poco producto a otros en los que suceda lo inverso; lo cual es una mejora. Que algo de eso ocurre en efecto no creo que lo niegue nadie. El problema está en saber cuán justo sea el que las cosas sucedan así y el que la mejora se consiga de ese modo.

Dos son las consideraciones pertinentes a este respecto. En primer lugar, que el equilibrio entre la oferta y la demanda es una condición meramente ideal. En segundo lugar, que en muchos o los más casos un productor en el mercado libre no tiene medios para incrementar sensiblemente su productividad. Siendo ello así, el que lo que ofrece sea, en última instancia, retribuido según su valor significa que es retribuido, no según la cantidad de trabajo requerida para producir la mercancía que él vende, sino según la requerida para producir mercancías que al comprador le resulten equivalentes a esos efectos de la operación de compraventa en cuestión (no forzosamente a otros efectos, según lo vamos a ver).

Para no andarnos por las ramas, vayamos aproximándonos un poco más al suelo. Dadas las condiciones climáticas, la calidad de la tierra y otros factores, cuesta mucho menos producir cacao en Malasia que en Àfrica. La cantidad media socialmente necesaria de trabajo requerida para producir una tonelada de cacao depende cada vez más, entre otras cosas, de la productividad en Malasia, donde ese cultivo está en expansión. En la medida en que rija la ley del valor, y a igualdad de otras condiciones, la Costa de Marfil --cuyo pueblo vive principalmente de cultivar y vender cacao-- venderá su cacao en función de cuánto cuesta producir otro cacao en Malasia. Puede que el de Malasia sea peor, pero supongamos incluso que no. ¿Es justo eso? Bueno, los marfileños no tienen más que modernizarse y reconvertirse, o escoger otra producción. Desgraciadamente, sin embargo, toda una serie de factores concurren a imposibilitar tal reconversión: el grado general de [sub]desarrollo del país, sus condiciones climáticas, sus recursos naturales o la falta de ellos, la propia situación del mercado. Aun si prescindimos de lo último, ya los otros factores son por sí decisivos.

Pueden también entonces los marfileños, ya que en su casa no tienen opción ninguna para reconvertirse, emigrar. Pero también eso les está vedado, dadas las leyes de extranjería de los países a los que podrían desean emigrar para dedicarse --ya que no en su propia tierra, al menos en tierra extraña-- a una producción rentable.

Así pues, con la ley del valor no les queda a los marfileños sino que su cacao se venda según lo que cueste producir cacao en otros lugares donde cuesta mucho menos esfuerzo esa producción. Eso o morirse de hambre --que es casi lo mismo, pues la primera alternativa cada vez se aproxima más a la segunda.

Por otro lado, entra aquí eso de que la equivalencia se da por grados y de que es característico de la relación mercantil el ser lo menos meticuloso o exigente en el grado de equivalencia deseado. Cuando se pregunta uno cuánto trabajo cuesta producir un Kg de cacao, no se pregunta, claro, cuánto cuesta producir un Kg de cacao marfileño; pero ¿por qué entonces va a haber que ceñirse forzosamente al cacao? ¡Para algo está el chocolate sin cacao! Digamos, pues, que se trata de averiguar cuánto cuesta producir material chocolatable. Está ahí la enorme gama de sucedáneos sintéticos, que permiten hundir todavía más los precios del cacao, ya que es, gracias a la técnica euro-nipo-yanqui, pequeñísima la cantidad de trabajo socialmente necesario para producir un Kg de «materia chocolatable». ¡Ah, pero esas materias alternativas son peores, no tienen las mismas cualidades ni de sabor, ni de nutrición! ¡No, claro que no! Pero se trata de buscar un equivalente aproximado y, además, a sólo los efectos pertinentes en ese intercambio mercantil. Poco se les da a los grandes negociantes cuál sea el efecto para la salud o el paladar de los consumidores, salvo en la medida en que ello repercuta en las ventas. Y puede repercutir poco, tirando a nada, a causa tanto del contraefecto de los precios cuanto del control de las redes de comercialización por los grandes fabricantes y asimismo del propio desconocimiento de los compradores, así como sus reflejos rutinarios.

El resultado de ello es que no sólo Costa de Marfil, sino la mayoría de los países productores de cacao lo están vendiendo desde hace años a precios que, de mantenerse, no permitirán ni siquiera la supervivencia de sus poblaciones. Mas, aunque la cosa no llegara a tanto, y en los casos en que no llega a tanto, paréceme claro que no puede llamarse justo retribuir a esos pueblos el fruto de su trabajo según cuánto trabajo cueste obtener otros productos «similares» --similares a los efectos de la operación comercial en cuestión y ello en función de la situación del mercado. Podrá calificarse como se quiera tal estado de cosas, pero lo que sin duda no se puede fundadamente decir es que sea equitativo, o sea justo. Puede que no sean del caso consideraciones de justicia o injusticia, pero lo seguro es que equidad o justicia no la hay.

Pasemos entonces a considerar la otra alternativa: que no exista ninguna ley del valor, sino que sólo intervenga en la fijación de los precios la ley de la oferta y la demanda. Puede que tal hipótesis no sea tan insostenible como parece, porque acaso no hay ninguna «última instancia»: dado un precio cualquiera en una coyuntura determinada, éste vendrá ulteriormente elevado o disminuido según la evolución sucesiva de la oferta y de la demanda. A efectos prácticos, sin embargo, estamos en las mismas que en la hipótesis precedente. El Kg de cacao estaba, hace 15 años, costando tanto, pongamos cien ducados. Dados los factores enumerados más arriba, hoy se paga a 60 ducados, cuando lo que al pueblo de Costa de Marfil le cuesta poder producirlo es mucho más. ¿Es eso justo?

Cabe decir que sí lo es, porque eso es lo que determina la ley de la oferta y la demanda. Mas ya hemos visto que en la práctica los marfileños no pueden ni dedicarse a otra producción en su casa ni emigrar a otras tierras para en ellas dedicarse a otras producciones. ¿Es justo pagarles por lo que producen, por lo único que pueden producir dadas las circunstancias, en función de una correlación entre oferta y demanda? Parece obvio que no. No podrá en ningún caso llamase justa una retribución que condena a los productores al hambre sin dejarles vía alternativa. A lo sumo cabrá alegar que en eso no entran ni la justicia ni la injusticia, sino «que es así» (!). Bien es así, pero justo no es.

Ahora bien, ¿son situaciones así tan sólo marginales? ¡Lejos de ello! En la economía de mercado real la depreciación general de las materias primas es un hecho reconocido y que está causando el empobrecimiento hasta extremos increíbles de la mayoría de la población; de la mayoría de la población del área geográfica en la cual prevalece esa misma economía de mercado --e.d. del mundo capitalista, que forma hoy (y siempre, pero hoy mucho más) una unidad.

En la economía de mercado moderna no cabe ya --sin incurrir en un abuso de lenguaje que encierra muchísima más falsedad que verdad-- seguir hablando de esta o aquella «sociedad», porque, en mayor o menor medida --pero cada vez más, y ya siempre en una medida que es más bien mayor que menor-- lo que se está realizando es una única sociedad internacional de economía de mercado, por encima de las fronteras, que sólo existen a ciertos efectos. (Así ha sido siempre, pero hoy mucho, muchísimo más.) En esa entidad geoglobal de economía de mercado --que abarca a Río de Janeiro, Buenos Aires, Chicago, Londres, Berlín, Nairobi, Pretoria, Bombay, Tokyo, Yakarta, etc.-- la mayoría de la población, en virtud de esos mismos mecanismos de la economía de mercado recién considerados, está sufriendo una suerte que, si no en todos los casos le anda rondando a lo apuntado sobre Costa de Marfil, sí se traduce no obstante en un deterioro de condiciones de vida ya previamente precarias.

Pero, aunque así no fuera --que sí lo es--, cabe preguntarse si, aun suponiendo que a tan triste sino se viera condenada sólo una minoría de la población del ámbito de la economía de mercado, eso sería justo. Y de nuevo aquí creo que la respuesta es claramente negativa. Puede que no haya en este asunto ni justicia ni injusticia, pero desde luego justicia no la hay en una situación así.

Por consiguiente, o bien la economía de mercado escapa a consideraciones de justicia o injusticia o bien es injusta.

No entra en los límites de este artículo demostrar que no hay faceta alguna de la actividad humana que pueda escapar a consideraciones de justicia o injusticia. En todo caso, lo que ofrezco será, si se quiere, un argumento ad hominem, válido para quienes estén de acuerdo con este supuesto: que no es ajeno a consideraciones de justicia o justicia qué disposiciones tomen los seres humanos para organizar su vida en común, de resultas de las cuales se rebaje la calidad o hasta la cantidad de vida de muchos o los más de ellos. Si en eso no cabe hablar ni de justicia ni de injusticia, entonces en nada, y el comerciar será tan exento de justicia [y también de injusticia] como el robar o el matar.

Mi argumento va a consistir en hacer ver que nuestro común sentir es el de que sí entran aquí consideraciones de justicia. Solemos considerar injusto, p.ej., que a alguien se le pague una miseria por unas joyas heredadas de sus abuelos y de mucho valor, abusando de que se ve en un terrible trance por una gravísima enfermedad suya o de un pariente próximo. También condenamos con nombres como fraude, dolo, abuso etc., prácticas que consiguen comprar algo que, en circunstancias «normales», sería caro aprovechándose de alguna particularidad que aflige al vendedor forzado. Pero, ¿qué circunstancias son o serían las «normales»? A menudo, unas ideales. En cualquier caso, si hay algo moralmente condenable en una práctica de compraventa, lo abusivo en ella no puede ser que se practique poco; no puede, pues, dejar de ser abusiva o condenable porque haya más abundancia de desaprensivos, o porque los desaprensivos o aprovechados logren controlar más generalmente el tenor de las transacciones. No es condenable llevar sombrero porque la mayoría de la gente no lo lleve, ni dejaría de ser condenable darle una paliza a un inválido aunque la mayoría lo hiciera.

Cuando decimos, pues, que tal transacción es un abuso porque en circunstancias «normales» se pagaría o habría de pagarse [muy] por encima, no nos referimos a normalidad en el sentido de lo usual, sino de cómo deberían suceder las cosas. Aprovecharse de las desgracias y las dificultades del vendedor para sacarle su mercancía a un precio bajo es tan condenable como engañarlo u obligarlo por la fuerza a la transacción. En la práctica, la economía de mercado vive mediante una combinación dosificada de esos tres procedimientos.

Esto que estoy diciendo de vender una mercancía se aplica también al caso particular de que la mercancía no sea otra cosa que la propia fuerza de trabajo, claro está. Si alguien tiene su fuerza de trabajo para vender o alquilar (y prefiero no entrar aquí a juzgar si lleva razón Marx al decir que lo que se vende no es el trabajo, sino la fuerza de trabajo, un distingo importante en el marco de la teoría de Marx, pero que no me parece a mí tan prioritario), y pide por ella un precio por encima del que venga determinado en función de la oferta y la demanda, cabe decirle que no tiene más que modificar esa fuerza de trabajo suya, cualificarse mejor, ir a venderla a otro lugar, dedicarse a otra tarea, instalarse por cuenta propia, etc. Por razones obvias --y que guardan paralelo con las expuestas a propósito del monocultivo de muchos países--, nada de todo eso es viable en la mayoría de los casos. Ahora bien, si es en general condenable o injusto el aprovecharse de las desgracias ajenas para obtener, por debajo del precio justo, una mercancía dada, igual --o más todavía-- sucede eso cuando la «mercancía» no es otra que la propia persona desgraciada, sus brazos o sus pies o su cerebro; y desgracia es, en el marco de la economía de mercado, carecer de otros recursos para poder regatear sobre lo que uno vale o cuesta.

§3º.-- La eficiencia de la economía de mercado

No se puede negar que la economía de mercado, desde que comenzó a existir hará unos cuantos miles de años, ha logrado para la humanidad --al precio, no hay que olvidarlo, de terribles sufrimientos de la mayoría de la población-- una elevación de la calidad de la vida. Pero que sea hoy el medio más eficaz o eficiente para seguir organizando la vida de la sociedad humana eso es otro asunto.

Ante todo hay que decir que, aunque la economía de mercado fuera la mejor manera de organizar la sociedad humana para conseguir un ulterior crecimiento de las fuerzas productivas, una ulterior elevación o aplicación de la técnica o cualquier otra ventaja así real o supuesta, aun en ese caso, sin embargo, habría que preferir otra organización de la vida social que fuera simplemente posible y que estuviera exenta de la injusticia que, como hemos visto, aflige a la economía de mercado --injusticia que los gestores de la misma se encargan de que aflija a los desheredados dentro de esta organización social. Así pues, sería ya un argumento decisivo a favor de una economía que no fuera de mercado --de una, pues, planificada, entendiendo por tal cualquiera en la cual el intercambio no esté regido por la ley de la oferta y la demanda-- el que fuera meramente posible, aunque su establecimiento conllevara, provisional o incluso definitivamente, un relativo estancamiento tecnológico. Y es que en eso como en todo lo demás hay prioridades. Entre la técnica y la justicia la prioridad es obvia.

Pero, por otro lado, cualquier comparación ha de hacerse pertinentemente, tomando en consideración todos los factores relevantes. Hoy está en el transfondo el llamado fracaso del comunismo real. Fracaso es si se entiende por tal que en la mayor parte de los países donde se estableció ha prevalecido la economía de mercado (ya restaurada del todo o en vías de restauración). Igualmente prevaleció en vida de Galileo la tesis de que el Sol se mueve alrededor de la Tierra; y prevalecieron los esclavistas sobre las revueltas como la de Espartaco. (Nada altera el fondo del problema el que el capitalismo sea hoy restaurado por las propias élites que se creía llamadas a preservar el sistema del comunismo real. Todas las contrarrevoluciones en la historia han triunfado ayudadas, fomentadas o incluso ejecutadas por el sector que, según las circunstancias, llevó las de ganar dentro de la propia élite revolucionaria. En eso no hay nada nuevo.)

Si se quiere hacer un estudio serio y hondo de la eficacia o la ineficacia de la economía de mercado para obtener «la mayor prosperidad general», lo que toca es efectuar una investigación comparativa detallada entre la prosperidad o falta de ella de la mayoría de la población en la órbita de economía de mercado y en la del comunismo real, cuando existió, tomados simultáneamente y tenidos en cuenta los factores pertinentes a fin de que la comparación sea, en la medida de lo posible, a igualdad de las demás condiciones; teniendo, por lo tanto, en cuenta la fuerza o debilidad del sistema, su grado de implantación, de experiencia o inexperiencia, de arraigo en la tradición y la costumbre de la gente, su grado de acumulación previa de recursos gestionables, la amplitud y diversidad de territorios controlados por cada uno de los sistemas.

Pensará el lector que con todo esto lo estoy poniendo de tal manera que sea abrumadora y sin discusión la ventaja del comunismo real. Y estoy seguro de que lo es. Estoy seguro de que lo seguiría siendo aun sin tomar en consideración ni siquiera un décimo de todos esos factores, sin tomar siquiera en consideración ninguno de ellos. Tómese el nivel medio de vida de la población en la Rusia soviética de 1940 y, simultáneamente, en el British Empire y en el Empire Français. Dejo a otros el detalle de la investigación comparativa. Con tal, eso sí, de que no se quiera comparar a la URSS con sólo la metrópoli inglesa o francesa, que es como comparar a Alemania con el Barrio de Salamanca.

Queda para otra ocasión discutir muchas cosas sobre el comunismo real. Quienes de un modo u otro nos seguimos sintiendo leales a aquella formación histórico-social discrepamos mucho entre nosotros. La mayoría opta por no conceder el membrete de comunismo, o al menos el de «auténticamente tal», sino a un período delimitado, o a una zona restringida; dónde haya que trazar la raya es asunto controvertido entre las escuelas. Desde mi propia óptica gradualista, el debate no está bien planteado, porque no es una cuestión de [totalmente] o [totalmente] no. He hablado de la Rusia de 1940 no porque todos estén de acuerdo en tomarla como genuinamente comunista, sino porque unos cuantos pensamos que, por lo menos, era una sociedad orientada hacia esa meta --con todas las reservas que se quiera y, si se es gradualista como yo, permitiéndose uno esas reservas con menor dificultad--, sirviendo así de referencia.

Cabe añadir muchas otras consideraciones, además. En la medida en que existió (y, como tantas otras cosas en el mundo, su existencia no fue nunca plena), el comunismo real padeció muchísimas lacras, pero nunca se vio afectado por hechos como estos que resultan de la economía de mercado: las crisis de superproducción; el desempleo crónico; el constante incremento de las desigualdades y la creciente distancia entre los países más adelantados y los más atrasados. El comunismo real nunca fue de color de rosa, pero nunca tampoco produjo los extremos de depauperación mayoritaria de la población que, según lo hemos visto, produce (ha producido siempre y sigue hoy produciendo) el sistema de la economía de mercado.

Eficiente, la economía de mercado lo es, sin duda, para muchos efectos. No lo es para engendrar una mayor prosperidad del mayor número de seres humanos. Queda la posibilidad, sin embargo, de que, como engendra una mayor prosperidad de una minoría, ello compense, de algún modo, haciendo que, habida cuenta de todo, haya [globalmente] más prosperidad con la economía de mercado que sin ella.

No sé cómo quepa promediar o ponderar esos diversos factores para llegar a alguna conclusión razonable al respecto. No parece impensable que la economía de mercado y la planificada posean, cada una, sus propias ventajas y sus inconvenientes de tal manera que no sea posible, así en general, decir que la una es mejor o que lo es la otra; puede que sean inconmensurables. O puede que no, puede que quepa ponderar razonablemente los diversos factores y llegar a la conclusión de que, cuenta habida de todo, una de las dos es mejor --o, si se quiere, menos mala.

Para mi actual propósito, bástame sin embargo con concluir que la economía planificada es, en todo caso, menos injusta. Si eso, por sí solo, es de suyo bastante o no para decir con fundamento que es [cuenta habida de todo] mejor, es otro asunto. Pero sí es, a mi juicio, bastante para optar por ella, al menos desde una perspectiva como la de quien esto escribe, una perspectiva que no puede conceder a ninguna otra consideración la supremacía sobre la justicia. No porque la justicia sea, por sí sola, tal que, siempre, en cualesquiera circunstancias, haya de prevalecer por sobre todo lo demás junto y globalmente tomado; que eso sí sería lo de que se haga la justicia y perezca el mundo (aunque, parafraseando a un personaje del drama sartriano «Los refugiados de Altona» sí cabría decir que el mundo no vale la pena de ser salvado si ha de ser a expensas de la justicia). Pero, sin llegar a tanto, sí que --desde una perspectiva como la aquí propuesta-- cabe alegar que no hay ninguna otra consideración, ningún otro elemento de juicio, ningún otro valor, que, tomado aisladamente y en sí, pueda ser de mayor peso que la justicia.

Así pues, cuando oye uno decir que la economía de mercado es eficaz, lo que se le viene a las mientes es preguntar: eficaz ¿para qué? Que, muy probablemente, ni aun para eso es tan eficaz como nos la pintan. Pero que, séalo o no para la cacareada modernización tecnológica, lo seguro es su eficacia para implantar un orden distributivo la mar de injusto.

Pero, antes de poner fin a este Apartado, deseo considerar una objeción: aunque la economía de mercado no ha podido hasta ahora traer prosperidad a toda la zona geográfica donde impera --pues no sólo no ha traído prosperidad a la mayoría de los territorios de Àfrica, Asia y Latinoamérica, sino que a muchos de ellos los ha ido hundiendo más y más en la miseria--, por lo menos sí se ha revelado eficaz para traer prosperidad a los países más adelantados; eso mostraría acaso que la economía de mercado, sin ser una panacea, es una estructura idónea dadas ciertas condiciones. Ahora bien, esa objeción desconoce que la verdadera relación que se da entre los dos hechos --la prosperidad de unos países y la miseria de otros-- no es la expresada por la conjunción «aunque», sino la significada por «porque» --o más bien es un vínculo de interacción causal. Igual que sólo puede un comerciante tener éxito si fracasan sus competidores, lábrase el triunfo mercantil de un bloque de países con la ruina y el empobrecimiento de otros. Si se ha desmoronado como vemos la economía de Argentina --un país en vías de industrialización avanzada y al nivel, más o menos, del Canadá hasta los años veinte--, ello no es casual, ni un fenómeno raro e inexplicable, sino que esa ruina ha sido el triunfo de sus competidores de Europa occidental, Norteamérica y Australia --por causas complejas, pero fácilmente comprensibles. Los nuevos admiradores de la economía de mercado se las pintan muy felices pensando que los países que ahora se encarrilan por esa vía, habiendo relegado la de la planificación, lograrán así una situación similar a la de los países ricos de Occidente. Está por ver qué pase , pero por si acaso, quizá les convenga irse preparando a una evolución como la de la Argentina (aunque no se me escapa que el establishment de los países rectores euro-nipo-norteamericanos hará bastante por evitar lo que podría favorecer el surgimiento de focos de inestabilidad en Europa oriental).

§4º.-- Los encantos de la economía de mercado

Existe, no obstante, un argumento que a muchos les parece decisivo a favor de la economía de mercado, y es el hecho de que, de Jruschov a Gorbachov, haya habido tantos líderes políticos de la Rusia soviética y de los países «del Este» en general que han optado, en mayor o menor medida, por la economía de mercado. Ahora bien, si hasta los propios dirigentes de países donde se había implantado la economía planificada se han dejado seducir por los encantos de la economía de mercado, eso prueba --o así se arguye al menos-- la superioridad de esta economía. Porque los gobernantes de un estado con economía planificada serían los más interesados en que se mantuviera ésta, y en que conservara, en la mayor medida posible, su característica de ser, y seguir siendo, eso mismo que es, economía planificada.

El argumento falla por completo porque existen muchas otras razones plausibles y verosímiles que explican suficientemente ese atractivo de la economía de mercado en las mentes de muchos dirigentes de estados con economía planificada. Razones que explican, pues, los planes, más o menos conscientes según los casos, más o menos exitosos también, de retorno al capitalismo.

En primer lugar, la economía planificada es difícil de organizar, más difícil que la de mercado, porque supone un grado mayor de conjuntamiento o aunamiento de voluntades, una mayor organización. En general la actividad consciente y conforme a un plan es más difícil que la «espontánea», la que se hace al albor de la vicisitudes. Posiblemente los dirigentes incapaces, o acaso pusilánimes, quieran escurrir el bulto de tales dificultades y responsabilidades por la vía de la descentralización que conlleva el incremento de la dosis de mercado en la economía general del país, y que --en la medida en que se efectúe-- transforma las relaciones entre los colectivos de producción en relaciones mercantiles.

Otra razón nada inverosímil es que, una vez aupados a su posición de dirigentes --sea cual fuere su origen social--, esos líderes se ven tentados por la imagen de sus colegas del mundo capitalista. Tal tentación es sin duda más fuerte todavía en el caso de los administradores de empresas y de los técnicos. Es normal que tiendan a envidiar los privilegios y latitudes de que gozan sus homólogos en países con economía de mercado. Que, de haber subsistido en sus propios países tal economía de mercado, ellos no hubieran accedido probablemente --en la mayoría de los casos-- a las posiciones relativamente privilegiadas que poseen, ésa es una consideración que difícilmente será una barrera contra la seductora tentación de acercarse lo más posible, una vez llegados donde están, al disfrute de privilegios todavía mayores, cual son los de los managers, tecnócratas y hombres de negocios capitalistas. Todo ese sector administrativo-tecnocrático constituye la base social de la política de dirigentes como Jruschov y Gorbachov proclive a la economía de mercado.

Otra razón más que posiblemente no haya dejado de jugar también un papel en esto es la creencia de ciertos dirigentes de que así se conseguiría reducir el grado de burocratismo y se instauraría una mayor dosis de democracia. Piénsase que, cuanto más cerca de la base se tomen más decisiones, cuanto más dependa de los de abajo qué se hace o se deja de hacer, cuanto menos control tenga que ejercerse desde el centro, mayor agilidad se logra, menor papeleo, menor cúmulo de funcionarios y, sobre todo, mayor margen para la libre iniciativa de los de abajo. Desgraciadamente, eso se convierte en un regalo envenenado. Ese mayor margen se traduce inmediatamente --en la medida, eso sí, en que efectivamente se lleven a cabo tales reformas-- en que las relaciones entre los diversos colectivos se transforman en relaciones mercantiles. De hecho, en tanto en cuanto se articulen y apliquen de veras tales reformas descentralizadoras, y hasta donde eso tenga realmente lugar, los colectivos de producción pasarán a ser propietarios de sus respectivos medios de producción. Eso significa de hecho el restablecimiento de la propiedad privada, de una propiedad privada de colectivos cooperativistas, sí, pero que no deja de ser privada, y que encierra en la práctica todas las consecuencias de serlo: los cooperativistas poseedores de haciendas o firmas en mejores condiciones para competir se enriquecerán, al paso que los de instalaciones en peores condiciones de concurrencia se irán empobreciendo y arruinando. Un ejemplo palmario es el de la llamada autogestión yugoslava, pero lo propio ha sucedido, en mayor o menor medida, dondequiera se ha acudido a procedimientos de esa índole.

Claro que, aun sin esas políticas mercantilistas, siempre ha habido en el régimen de economía planificada un factor y un sector de relaciones mercantiles. Hasta es posible que vaya a seguir sucediendo eso siempre en el futuro, en alguna medida, siquiera infinitesimal. Pero --si es correcta la argumentación de los apartados precedentes de este artículo-- es tarea de las personas conscientes, y más de los dirigentes políticos, luchar porque el grado de mercantilismo tienda lo más posible a ser cero, mientras que el grado de planificación consciente tienda a ser del 100%. También en la economía de mercado puede haber algo de economía planificada, y de hecho lo hay. De ahí que los líderes capitalistas tiendan a reducir ese algo al mínimo. (Sin embargo la experiencia ha dado un amargo mentís a las ilusiones de que, aumentando poco a poco ese margen de planificación dentro del marco general de la economía de mercado, sería posible un tránsito al comunismo sin revolución.)

Por otra parte, la experiencia ha revelado cuán infundada y errónea es la creencia de que, a mayor introducción de mecanismos descentralizadores de economía de mercado, menor papeleo y mayor eficacia. Lo que se suele decir de que el capitalista, o el productor mercantil en general, tiene interés en vender, mientras que el burócrata sólo tiene interés en hacer el menor esfuerzo posible se ve confrontada con esta doble constatación. De un lado, tanto el burócrata como el productor mercantil son seres humanos y no abstracciones. También el capitalista tiende, como cada uno de nosotros, al mínimo esfuerzo, y también el burócrata está motivado por consideraciones que lo llevan a veces a un mayor esfuerzo --desde la de fomentar su carrera y su prestigio como funcionario eficaz y escrupuloso hasta su propio pundonor, para no hablar ya de motivaciones ideológicas que, por lo menos en algunos casos, sí se dan. En segundo lugar, el capitalista tiene interés en no desatender a un cliente importante, pero poco o a veces ningún interés en satisfacer o contentar a los pequeños clientes. Que éstos estén descontentos, poco se le da en eso. Si entro en una tienda de maquinaria y herramientas a comprar un aparato muy costoso me atenderán bien --mejor si ya me conocen y están al acecho de mi cheque--, pero si voy a comprar unos pocos tornillos es muy posible que, mediante su resistencia pasiva, me hagan dar media vuelta sin haber adquirido nada (¿no tiene el lector tan abundantes experiencias en tal sentido como quien esto escribe?). Más todavía cuando el capitalista tiene alguna situación privilegiada próxima o parecida a la de monopolio, como sucede tantas veces en el capitalismo del siglo XX. Y, por último, cualquiera que sea el interés del capitalista, ése es uno, y otro es el interés del emple ado del capitalista, cuya relación con el propietario reproduce todos los defectos que puedan darse en la actitud del funcionario burocrático estatal en un régimen de economía planificada. Cierto que el funcionario está siempre al menos seguro de no quedarse en la calle, pero en la práctica esa diferencia no sirve para gran cosa buena, puesto que pocos dueños se cuidarán de desatenciones de sus empleados a clientes de poca monta (aparte de que las más veces no tendrán modo ni de enterarse de tales desatenciones).

A las razones ya invocadas cabe añadir otra, y es que, dada la enorme superioridad técnica, financiera, industrial, territorial, política, militar, diplomática y de todo tipo de recursos del mundo capitalista por sobre el puñado de países, generalmente atrasados y débiles, que se empeñaron un día en organizarse en régimen de economía planificada, siempre existe la tendencia, muy comprensible, de muchos dirigentes, intelectuales y en general personas que reflexionan sobre estos temas a atribuir tal superioridad a una supuesta preferibilidad intrínseca del sistema de economía de mercado. Sobre todo, en esto, se han llevado la palma los economistas, o muchos de ellos. Obsesionados por la rentabilidad, no han comprendido que las ganancias en rentabilidad que se logran, en el plano de una planta o empresa, con la introducción de mecanismos de economía de mercado vienen con creces compensados por el despilfarro global que entraña tal economía (y que, entre miles de hechos similares, podemos cifrar en los millones de quintales de productos alimenticios que se destruyen cada año para mantener altos precios, cuando hay millones de seres humanos que mueren de hambre, para no hablar ya de lo que cuesta a la sociedad el sufragar la prosperidad de los mercaderes de armas y de automóviles, o la especulación del suelo). Al fin y al cabo, los países del campo que se llamó socialista no fueron excepción a la regla de que Vicente va donde va la gente, de que uno tiende a pensar como se piensa, como piense la mayoría, y sobre todo como piense el establishment; pero en eso como en cualquier otro terreno, hay que referirse, principalmente, al orden mundial, al ámbito internacional, porque las barreras estatales, las fronteras, separan siempre mucho menos de lo que se cree. Otra razón posible de la actitud de los economistas puede estribar en que, viviendo en un mundo de abstracciones, idealizan los mecanismos de una racionalidad económica mercantil, olvidando que el manager mercantil es tan ser de carne y hueso como cualquier otro y está sujeto a constreñimientos efectivos, que limitan los recursos y ponen cortapisas a la teóricamente libre oferta o demanda --además de que, según lo hemos visto, aun una oferta y una demanda perfectamente libres sólo podrían traer el enriquecimiento de los unos a expensas de la ruina de los otros. Pero de nuevo esos factores son, más que nada, explicables por el predominio general, en ese campo, de los pareceres del establishment occidental. Las opiniones prevalecientes --así a secas o habida cuenta de todo-- son las que prevalecen en la arena planetaria.

Pero, si tan difícil es empeñarse y, sobre todo, perseverar en el afán por construir una alternativa real a la economía de mercado, ¿no es irracional seguir haciéndolo? No, no es irracional. Nunca hay ni habrá garantía de que este o aquel empeño terminará triunfando, como no hay en la vida de nadie garantía de que logrará sacar adelante sus proyectos sin que vengan frustrados por una embolia, un accidente de tráfico u otro percance. Pero si, no obstante, vale la pena seguir viviendo y luchando, más aún merece nuestros esfuerzos la lucha por una causa justa, como lo es --si no es equivocada mi argumentación precedente-- la de la puesta en pie de una economía planificada.




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Este artículo fue originalmente publicado en en el número 0 (y último) de la revista Cuestión, Madrid, junio de 1991, págªs 31-48.volver al cuerpo principal del documento




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