¡ABAJO LA LEY DE EXTRANJERÍA! **Nota** 13_1

Lorenzo Peña

La reciente manifestación por las calles madrileñas (el 18 de noviembre) puso de relieve el rechazo que muchos sentimos hacia la Ley de Extranjería promulgada por el régimen borbónico. Quienes se proclaman con énfasis adalides de los derechos humanos no dudan en imponer una ley tan repugnante como lo es la citada. Y no es sólo la burguesía española la que pone en práctica medidas racistas y, en general, discriminatorias para con los habitantes del tercer mundo; lo propio hacen los gobiernos capitalistas de los demás países del grupo dominante, tanto los EE.UU. como, desde luego, los del Mercado Común. Se está produciendo un recrudecimiento de las medidas contra los inmigrantes de los países pobres en los países de la llamada Europa comunitaria. Pero lo que aquí voy a denunciar es ese arreciar de la campaña en nuestra Patria contra los trabajadores extranjeros. Ello nos lleva a una reconsideración del problema que suscita ese acoso, ese exacerbarse contra unos hombres y mujeres que sólo aspiran a ganarse honradamente un módico vivir vendiendo su fuerza de trabajo allí donde esperan que ésta puede ser comprada.

Da que pensar, ante todo, que los países de Europa occidental que --salvo Francia-- dan la bienvenida en sus respectivos territorios a fuerzas armadas extranjeras --a tropas de los EE.UU., para mencionarlos por su nombre-- a la vez se muestren tan implacables, cerrando a cal y canto sus fronteras a extranjeros desarmados, inermes e indefensos. El comportamiento que ahora vemos en los gobernantes de estos países libres eurooccidentales parece indicio de que algo anda mal, algo huele a podrido en estos reinos.

Proclaman las constituciones de cuantos países se dicen democráticos --o sea casi todos los del mundo--, así como probablemente todas las demás normas de rango constitucional en el mundo de hoy, que cada ciudadano tiene derecho a escoger libremente su residencia dentro del territorio del «país» en el cual esté vigente la norma en cuestión. Mas ¿qué es un país? En este contexto, significa lo mismo que significa «Estado» en una de sus acepciones. ¿Será (el territorio de) la entidad «pública» que goce de soberanía? Esa noción de soberanía es no menos difícil de definir y de articular, salvo acudiendo a artilugios la mar de arbitrarios. Igual que lo es, en verdad, la de «independencia»: de hecho lo que hay es grados y aspectos de dependencia. Pero, en fin, sea: aceptemos (para andar por casa) que está claro eso de «país independiente y soberano»: un territorio cuyas autoridades tienen derecho a enviar un embajador ante la ONU.

Ante esa unanimidad universal en reconocer a cada individuo el derecho a cambiar libremente su residencia --dentro de los confines aludidos-- considero ocioso debatir aquí sobre el fundamento de tal derecho inalienable de la persona humana. Verosímilmente, cualquier lector o interlocutor aceptará la existencia de tal derecho, aunque lo limite de la manera indicada. Pues bien, lo que quiero probar es que son injustas todas las limitaciones de ese género.

Si el individuo humano tiene derecho a ir y venir (pacíficamente, claro) y a escoger su lugar de residencia, según sus intereses y gustos, entonces ¿qué puede acarrear que semejante derecho únicamente pueda ejercerlo dentro de unos confines llamados fronteras? Seguramente la única justificación de tal delimitación es que, colectivamente, los habitantes de un territorio llamado país independiente poseen dicho territorio y pueden, por ello, excluir, del mismo a los forasteros o extranjeros, pues éstos no poseen el territorio ni siquiera tienen parte alguna en ninguna posesión colectiva del mismo. Sin embargo, de ser eso cierto, igualmente, o mucho más, podría decirse que poseen un territorio provincial, regional, cantonal, municipal u otro los habitantes del mismo, y con similares consecuencias. (Y no faltan entre nosotros políticos monárquicos que se atrevan a decir cosas así, aunque son de los más desprestigiados.) Cualesquiera que sean los derechos colectivos de posesión de un territorio por sus habitantes --que eso es discutibilísimo--, tales derechos estarán sujetos a restricciones, como cualesquiera derechos de propiedad y posesión; entre otras, la de que se ejerzan sin menoscabo del libre ejercicio del derecho inalienable del individuo humano a ir y venir, a vivir donde quiera y decida.

Que, además, este derecho fundamental de la persona humana a desplazarse de dondequiera y a dondequiera está por encima de cualquier presunto derecho de posesión colectiva de un territorio por una población revélalo cualquier apreciación serena y lúcida, no sólo de la naturaleza de sendos derechos, sino también de las maneras de su adquisición y ejercicio. En efecto, el derecho a desplazarse y vivir donde uno quiera es un derecho inherente al hombre mismo independientemente de contingencias y accidentes del tipo que sean, al paso que el supuesto derecho a la posesión colectiva de un territorio, si es que existe, viene determinado en cada caso por miles de vicisitudes, que revelan su endeblez, precariedad y relatividad. Además, no a veces, no, sino siempre, ese supuesto derecho se ha engendrado a lo largo de los siglos con recurso a la fuerza. No niego (¿cómo iba a hacerlo?) que, así y todo, cuanto más históricamente afincada en un territorio esté una población, más derecho le asiste a repeler una incursión armada de fuera. Pero hay un abismo de ahí a desconocer la precariedad y relatividad del derecho a tener un territorio como suyo que posee una población, precisamente porque en la formación de ésta y en su implantación en el territorio en cuestión se ha empleado la fuerza contra anteriores habitantes cuyos derechos de posesión del territorio eran --de ser certeros los títulos al presente aducidos por los actuales habitantes-- igual por lo menos de válidos y fundados.

Las fronteras son líneas que sólo han cobrado la escasa realidad que poseen por el prevalecer del más fuerte, en tratados que siempre han sido desiguales e impuestos. Ya es problemático reconocer o conceder como «suyo» a alguien una participación en la posesión colectiva de un territorio hasta tal raya, y no más, simplemente porque dos reyes o sultanes, tras guerrear por intereses dinásticos, hayan acordado hacer provisionalmente las paces con un reparto arbitrario, a cuyo tenor los antepasados de la persona en cuestión quedaron a un lado de la frontera. Peor, mucho peor, es, alegando tal presunta participación, conculcar el derecho de los descendientes de quienes quedaron al otro lado a atravesar pacíficamente y con propósitos de honrado trabajo una línea de demarcación que debe su existencia a semejante pacto.

¡Cuánto vociferó la prensa burguesa a favor de los pobrecitos habitantes de países del Este que no podían salir de su territorio! Sin embargo, es más grave negar el derecho a la inmigración a los habitantes de los demás «países» que el derecho a la emigración a los del propio «país», porque lo primero atenta contra derechos inalienables de muchos más seres humanos que lo segundo; y, sobre todo, es mucho más grave cuando se dan circunstancias como las que empujan a esos exiliados económicos de los países pobres, países que las potencias colonialistas no han tenido empacho en someter durante mucho tiempo a su dominación, y cuya actual pobreza tiene como su causa principal esa opresión que sufren todavía, aunque con otras formas.

No está quizá de más a este respecto una reflexión acerca de la prioridad del derecho a abandonar un territorio sobre el derecho a entrar en otro. Quienes llevan ya tantos años dedicados a enaltecer los acuerdos de Helsinki (y ahora la nueva Santa Alianza reaccionaria recién firmada en París) nos han acostumbrado a la idea de que es un derecho natural del hombre, en verdad, el de abandonar el territorio donde vive: el derecho a salir; pero, en cambio, nunca han proclamado ellos que exista el derecho a ir a otros territorios: el derecho a entrar. Entonces, una de dos: o hay un acto de salir (de un territorio) que no sea, en absoluto, a la vez acto de entrar (en otros territorios), y es a tal salir a lo que se tendría derecho; o, si no, entonces, como cada hombre tiene derecho a salir del territorio en que está, resulta que cada hombre tiene derecho a entrar en otro territorio. Lo primero es palmariamente falso: cada salir es, a la vez, un entrar. Luego si alguien tiene derecho a salir, tiene derecho a entrar en algún lugar. Sólo que --nos dirán esos adalides de la nueva Santa Alianza--, aunque se tenga derecho a entrar en algún lugar, no hay lugar alguno (en particular) en el que se tenga derecho a entrar. Cuán irrazonable y peregrino sería eso creo que resultará manifiesto a cualquier lector. O bien se dirá que el derecho a salir es condicional: se tiene sólo si a uno lo dejan ir a otra parte. Dudo que merezca ser discutido semejante alegato.

Hay que añadir unas consideraciones muy especiales referentes al caso particular de nuestra Patria. No sin violencia los habitantes de la España septentrional se apoderaron, durante los siglos XI al XV, de las tierras de los de la meridional, en su mayor parte de religión islámica y de lengua árabe. No sin violencia arrojaron de España a olas y olas sucesivas de tales pobladores, hasta concluir en la expulsión de los últimos moriscos en el siglo XVII por el poder regio. Sólo en el País Valenciano hubo 117.000 víctimas de la expulsión perpetrada en 1608-1614 por Felipe III (una de las joyas de la «dinastía histórica»). Habiendo así ganado cada uno de nosotros su derecho a considerar propia esta piel de toro, pretendemos ahora negar el derecho a la libre y pacífica inmigración a muchos que puede incluso que sean descendientes de quienes fueron expulsados por la fuerza de nuestros antepasados. ¿Pretendemos? Bueno, más bien: eso pretenden los círculos gobernantes de la Corona, quienes con la entrada en el Mercado Común nos prometieron, no el moro, mas sí el oro, y con él la incorporación de España a la libre vida internacional, al libre tránsito, a la libertad de ir y venir; lo cual ahora resulta que es: mayor libertad de tránsito por una o dos de las fronteras y para portadores de pasaportes prestigiosos, a expensas de una menor libertad de tránsito por las demás fronteras y para portadores de pasaportes «mal vistos» o para gente de tez menos clara, o más desharrapados simplemente.

Así que quienes más legítimos títulos tendrían a que se les permitiera venir a residir en este país constituyen el primer grupo de víctimas de la Ley de Extranjería (el grupo de los norteafricanos, aunque hablan la lengua de nuestros Averroes, Maimónides y Abén Arabí y aunque vengan del país que esos grandes pensadores andalusíes consideraban como el mismo país que el suyo). El segundo grupo es el de los latinoamericanos. Por más que se llamen «Pérez» o «Martínez», hablen la lengua de Cervantes y tengan antepasados de Cuenca; que, en lo tocante a los demás latinoamericanos, los que se llaman «Cunalata», p.ej., y no son de raíz hispana, sus títulos son, si cabe, aún mayores, ya que han sido víctimas de la conquista y de la dominación españolas, y eso les da un especial derecho a ser recibidos en este país, cuya monarquía alegó como pretexto para la conquista el que, sin ella, los españoles no podían ir a radicarse y vivir en aquellas tierras. Y el tercer grupo es el de los negros africanos, a quienes también debemos, quizá más que a nadie, una compensación por lo que les hemos hecho. Según cálculos de ciertos historiadores, la América española importó millón y medio de esclavos negro-africanos entre 1500 y 1810. Y durante en siglo XIX fueron los buques negreros españoles los que estuvieron a la cabeza del feroz tráfico de esclavos que constituyó la fuente de tantas grandes fortunas y de la acumulación del capital.

Los elementos gobiernistas aducen que la libertad de circulación de la gente a través de las fronteras y la admisión del derecho de cada ser humano a residir donde desee acarrearían consecuencias funestas, harían que todos pasáramos hambre y provocarían no sé qué caos. Todo eso, sin embargo, carece de fundamento. Así se quería justificar en el pasado la imposición por la cual los señores feudales prohibían a sus vasallos irse del territorio en el que los explotaban, trasladándose a las ciudades; decíase que, de abolirse tales prohibiciones, se harían invivibles los centros urbanos. En verdad, el propio mercado de trabajo pone coto a excesivos movimientos migratorios. Ni es cierto que, porque vengan aquí más habitantes del tercer mundo, vamos todos a pasar hambre. La historia prueba lo contrario: los aflujos poblacionales pacíficos han venido bien a todos.

Sea como fuere, hay algo que quieren desconocer esos elementos, y es que, de haberse aplicado leyes como ésta de Extranjería a los millones de emigrantes españoles que se vieron llevados a buscar su subsistencia fuera de España, hubiera resultado una situación espantosa en este país; ante todo para esos millones de españoles, pero también para los demás. Claro que no son los magnates de la monarquía quienes tuvieron que pasar por ésas, ni residir clandestinamente, ni obtener un precario permiso de residencia quincenal, ni nada por el estilo. Ellos, o muchos de ellos, estaban cobijados por el régimen franquista, al cual se arrimaban. Pero para quienes tuvimos que sufrir el exilio y la emigración en las duras condiciones de entonces, resúltanos claro que apoyar la monstruosa Ley de Extranjería sería hacerles a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros, lo que quisimos que no nos hicieran.

Conque, si los Señores del Mercado Común tanto cavilan sobre la inmigración ilegal --que ellos asimilan al tráfico de drogas y a la delincuencia--, hay una solución fácil: que toda inmigración sea legal.




13_1.

Artículo publicado en Vanguardia Obrera Nº 740 y escrito en noviembre de 1990.volver al cuerpo principal del documento




volver al comienzo del documento

Volver al portal de ESPAÑA ROJA

Volver al Nº 1 de ESPAÑA ROJA
______________ ______________ ______________

Director: Lorenzo Peña


______ ______ ______

mantenido por:
Lorenzo Peña
eroj@eroj.org
Director de ESPÑA ROJA