SANIDAD: LA PRIVATIZACIÓN EN MARCHA

Àngeles Maestro

En estos momentos es a todas luces evidente que nos encontramos ante la puesta en marcha de políticas neoliberales. Los instrumentos de éstas pretenden conseguir el incremento de los beneficios con un alto desarrollo tecnológico para un tipo reducido de industrias y la máxima descentralización de los procedimientos productivos.

Para este tipo de diseño socioeconómico, servicios públicos de carácter universal, gratuito y de calidad, como el sanitario, no son rentables. ¿Para qué mantener sana o atender a la totalidad de la población, cuando sólo una parte es esencial para la producción y el resto es fácilmente sustituibles?

Si a esto añadimos que el gasto público que requiere la sanidad es incompatible, tanto con el objetivo de máxima desfiscalización de las rentas del capital, como con la reducción del déficit exigida por Maastricht, tendremos una parte de las coordenadas básicas que definen el futuro de la sanidad pública en nuestro país. El resto tiene que ver con la pretensión de las compañías privadas y de la industria farmacéutica de obtener, no sólo mayor espacio de mercado, sino también la gestión de una porción creciente del presupuesto público.

Deterioro de la sanidad pública y privatización son mecanismos que se retroalimentan en un proceso complejo que no pasa, como ingenuamente creerían algunos por la venta directa de las infraestructuras sanitarias, sino por la gestión privada con criterios empresariales de los propios servicios públicos. La consecuencia es la expulsión del ámbito del derecho a la salud de los improductivos viejos, enfermos crónicos y pobres.

A estos objetivos pretendió servir fielmente el llamado Informe Abril Martorell, apresurada traducción de otros documentos semejantes que en otros países europeos sirvieron para dar cobertura a medidas privatizadoras de la sanidad.

A pesar de que dicho Informe --resultado de una propuesta parlamentaria del CDS apoyada fervientemente por el PSOE-- no llegó a discutirse en el Congreso debido a la durísima respuesta social que ocasionó, marcó un punto de inflexión esencial en la política sanitaria, por cuanto los gestores del PSOE aceptaron en la práctica sus planteamientos básicos: la mayor eficacia de la gestión privada y la drástica reducción de inversiones en el sistema público.

El Ministerio de Sanidad adoptó en 1991 --curiosamente el año de la publicación del Informe Abril-- dos medidas fundamentales:

1. La separación entre la financiación pública y la provisión de servicios --público o privado.

2. La gestión de los servicios sanitarios en función de servicios empresariales, es decir, la primacía de la rentabilidad económica sobre la social.

Estas medidas de gestión, que se denominan contrato programa, cartera de servicios, coste por proceso, acuerdo cooperativo, etc. consisten en esencia en la adjudicación a un servicio hospitalario o a un médico de atención primaria de un presupuesto cerrado a cambio de la realización de una determinada cantidad de intervenciones quirúrgicas, consultas médicas, etc. Si se produce ahorro porque porque se reduce la derivación a especialistas, el ingreso en centros hospitalarios, la demanda de instrumentos de diagnóstico o de tratamiento costoso, parte del beneficio se reparte entre el personal sanitario.

Hay que indicar que no existía, ni existe, ningún mecanismo de control de calidad que detecte si el «ahorro» ha producido complicaciones, secuelas más graves, retrasos u obstáculos en diagnósticos o tratamientos. Por otra parte, con criterios de beneficio se excluyen, necesariamente, todos aquellos que por edad, enfermedades concomitantes o por la inseparable unidad de pobreza y enfermedad, encarecen los procesos sanitarios.

La introducción de la gestión empresarial en la sanidad pública, en un contexto de presupuestos e infraestructuras insuficientes, es una privatización encubierta de la sanidad pública por dos motivos: en primer lugar, porque lo que define a un sistema como privado o público no es el origen de su capital financiero, sino los objetivos fundamentales que se persiguen: rentabilidad económica (reducción de los costes en ausencia de controles de calidad) o rentabilidad social (actuación en función de prioridades socio-sanitarias).

En segundo lugar, porque todos los criterios de gestión introducidos son los propios de un sistema de mercado y preparan el Sistema Sanitario público para su privatización.

Este Sistema debe ser gestionado según criterios de rentabilidad social y sanitaria, y evaluado en función de su capacidad para mejorar el estado de salud de la población, de disminuir las desigualdades sociales en materia de salud, reducir la morbi-mortalidad por enfermedades evitables, e incrementar la cantidad y calidad de vida.

La calidad en la gestión comporta la elección de la alternativa más barata capaz de conseguir el mismo resultado, eliminando el despilfarro y desde luego la corrupción. Pero nada tiene ello que ver con la tan cacareada gestión empresarial de la sanidad, compartida acríticamente por el PSOE, PP, PNV y CiU y que supone elevar la rentabilidad económica a la categoría de criterio prioritario, cuando no único. Todo ello a pesar de que el dogma de la eficacia del mercado en la Sanidad, como los mejores dogmas religiosos, jamás ha sido demostrado. Más bien al contrario, el gasto sanitario en sistemas mayoritariamente privados triplica al de países con sistemas públicos, y el nivel de calidad es sensiblemente más bajo.

El Sistema Sanitario de EE.UU., prototipo de los nuevos gestores, gasta el triple del PIB que los sistemas públicos europeos, mantiene sin protección sanitaria a 80 millones de personas y ostenta los indicadores de salud más bajos entre los países industrializados. La ineficiencia de los sistemas privados es máxima, igual que su costo social, aunque, eso sí, proporciona jugosos beneficios a las compañías privadas y a la industria farmacéutica.

El PP va a terminar la tarea. No cabe duda de que va a congelar las inversiones en la sanidad pública y que seguirá los pasos de sus socios catalanes y vascos, intentando transformar el Insalud en un ente público de derecho privado. Es decir, aprovechando como justificación la exasperante insuficiencia de infraestructuras --reflejadas en las listas de espera-- para transformar la administración sanitaria en un mero comprador de servicios, bien a la sanidad pública «más costosa e ineficiente» o a la sanidad privada «más competitiva». Se abrirá así más aún (la empresa privada controla ya más del 40%) un jugoso presupuesto de 3,3 billones de pesetas al negocio privado, sin controles económicos ni sanitarios.

Es la bien conocida carrera hacia la obtención de beneficios, en la que competirán servicios públicos y privados por igual para captar clientes que no están en condiciones de comprobar el nivel de cualificación de los profesionales, la dotación de quirófanos, etc., sin que exista ya, al nivel actual, el hospital de la Seguridad Social, al que se deriva al enfermo de la privada cuando hay problemas serios.

En este marco se sitúa el Real Decreto Ley 10/1996 convalidado el día 17 de junio por el Congreso de los Diputados, en cuyo articulado único se establece que: «La gestión y administración de los centros, servicios y establecimientos sanitarios de protección de la salud o atención sanitaria o sociosanitaria podrá llevarse a cabo directamente o indirectamente, mediante cualesquiera entidades admitidas en derecho, así como a través de la construcción de consorcios, fundaciones u otros entes dotados de personalidad jurídica...»

Nos encontramos ante una brutal y directa medida de privatización de la sanidad que implica la dinamitación del consenso social y político. También supone la modificación de las relaciones laborales de los trabajadores del sector, que se encontrarán, por la vía de los hechos con contratos impuestos por las empresas adjudicatarias de la gestión de los servicios sanitarios públicos, y que sin duda conllevarán drásticas reducciones de plantillas.

Por último las empresas privadas supeditarán la calidad y la exclusión de pacientes «no rentables» --atacando directamente principios de solidaridad, equidad y priorización de grupos de riesgo-- al objetivo general básico de la obtención de beneficios.

Todo ello si el PP es capaz de sobrepasar dos escollos importantes. Uno de carácter jurídico: la imposibilidad de trasladar al ámbito del derecho privado el patrimonio sanitario de la Seguridad Social, construido aún hoy en su inmensa mayoría con las cotizaciones de empresarios y trabajadores, sin vulnerar principios constitucionales explícitos, hecho que ha llevado a IU a solicitar de los grupos parlamentarios la presentación de un Recurso de Inconstitucionalidad.

Otro de carácter social: la capacidad de resistencia y de lucha de la población en defensa de una sanidad pública, que necesita mejorar, sin duda, pero cuya esencia de servicio público es inseparable de criterios de equidad, solidaridad y eficacia sanitaria, gestionada públicamente en función de objetivos de rentabilidad social y sanitaria.



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Director: Lorenzo Peña