El amargo sabor del azúcar
por Guillermo Jiménez Soler
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La caña de azúcar es uno de los mayores dones con que los dioses han favorecido a los desagradecidos humanos. Ninguna planta cultivada compite con la caña en su prodigiosa convertibilidad de energía solar en materia vegetal. Ninguna fuente de azúcar la desplaza en el rendimiento de su producto final por hectárea o por su vida útil como plantación.

Pero, tampoco ningún producto derivado, como el azúcar, se ve sometido a tantas y tan variadas regulaciones económicas y políticas a contrapelo de la racionalidad del ordenamiento natural.

Los amargados productores de caña de azúcar, en mayor medida que los cultivadores de café, cacao, arroz, maíz, bananos, etc., han de sobrevivir a una feroz competencia debido a la extendida producción en más de 100 países, o a una gama de fuentes de donde obtenerla, o una mayor inestabilidad en los precios durante un siglo con tendencia a una baja --calculada a precios deflacionarios--, o a un continuado antiguo proteccionismo estatal que data de más de dos siglos.

Peor aún, ninguna de esas desventajas representan nada al lado de aquella proveniente de los Países Desarrollados (PD), tanto de EE.UU. como de la Unión Europea (UE), quienes, en buena medida animados por bastardos intereses electorales no coincidentes siquiera con el del resto de sus conciudadanos, protegen a sus menos rentables productores internos, en especial los de remolacha, impidiendo la natural, lógica y económica prevalencia del azúcar de caña.

Pero, según parece, ese complicado y restrictivo mercado azucarero, diseñado desde mediados de los años 70 por EE.UU. y la entonces Comunidad Europea, cada quien por separado, pudiera estarse preparando en estos momentos para uno de esos traumatizantes triple saltos en el trapecio sin malla protectora a los que en ciclos no regulares nos tiene acostumbrados.

El detonante puede provenir en este caso, de una parte, de las oscilaciones de las variables internas de EE.UU. que ya se perciben y, de otra, quizás, sólo quizás, por las expectactivas de liberación del comercio de los productos agrícolas bajo cuyos principios se lograra ese parto con forzudos forceps aplicados por rudas comadronas con que naciera la Organización Mundial del Comercio (OMC).

La estructura y característica del mercado azucarero dentro de EE.UU., vigente hace cerca de una veintena de años, pudiera estar alcanzando su cúspide antes de iniciar un nuevo remolino en su status, lo que, por otra parte, no ha sido extraño en su historia de 200 años.

Desde el inicio de la fundación de EE.UU. el azúcar ha sido uno de los productos donde más ha gravitado la intervención estatal y donde no siempre razones económicas sino también políticas han pesado sobre las decisiones de la Administración y las del Congreso.

Esa vieja historia comenzó a partir de 1789 cuando el azúcar se gravó con un arancel de un 2 1/2 que constituiría durante un siglo el principal ingreso del Presupuesto de la naciente nación.

Con el tiempo fue disminuyendo su importancia como fuente de ingresos. A la par, la vasta superficie de la nación, su agraciado territorio, su diversidad de zonas climáticas y, sobre todo, el impactante desarrollo tras la culminación de su Guerra Civil, hicieron surgir una incipiente industria azucarera, tanto de caña como de remolacha, que era necesario proteger de la competencia del azúcar de caña producida a menor costo en los países tropicales.

Entonces se dio paso en 1894 a un nuevo sistema arancelario, vigente hasta 1934, cuyo objetivo no sería ya el Presupuesto sino la defensa a ultranza de esos productores domésticos, lo que haría prosperar la producción continental, la de las colonias de Puerto Rico, Hawai, Filipinas y la de la semicolonia de Cuba.

La Gran Depresión de 1929 y la especial crisis coincidente en Cuba entronizaron una situación desestabilizadora en el mercado mundial que se enfrentaría mediante el sistema de cuotas promulgado por la Ley Costigan-Jones del 9 de mayo de 1934, la que con sucesivas variantes mantendría lo esencial de su espíritu durante 40 años.

En 1959, cuando el surgimiento de la Revolución, Cuba, aunque venía gradualmente declinando en su peso en el mercado norteamericano, aún era su principal proveedor externo con el 75% de las importaciones, hasta que el 6 de julio de 1960, apelando a esa ineficiente herramienta política de las sanciones económicas --tan querida y tan costosa para Washington-- la Administración del general Eisenhower cortaría de un solo e irreflexivo tajo un complicado sistema comercial.

Entonces fue el caos y el predominio de las tinieblas. Se abrió una etapa diferenciada agudizando el tradicional intervencionismo norteamericano hacia el azúcar de caña, un producto noble y dulce, pero al cual el injusto y antieconómico control estatal de los liberales de los Países Desarrollados la han vuelto amarga para los múltiples productores de Países Subdesarrollados (PSD).

A fines de 1974 el sistema de cuotas fue suspendido. El proteccionismo a sus productores internos se mantuvo recurriendo a una serie de mecanismos tales como variadas tarifas y aranceles, subsidios directos a los productores, programas de préstamos de la Corporación de Créditos para Productores Básicos (conocida por sus siglas en inglés de CCC), protección del precio interno mediante el sistema de derechos y recargos, o, en fin, el regreso al sistema de cuotas a mediados de 1982.

Desde luego, cada una de esas variantes se imponía según el predominio coyuntural de las alianzas entre lobbystas de productores de azúcar de caña y de remolacha contra los de Jarabe de Maíz Rico en Fructuosa (JMRF), o la de estos tres ahora aliados contra los consumidores, o la de refinadores e importadores de crudo contra la de los productores.

Nuevos factores se conjugaron a los ya mencionados para moldear el sistema actual ahora en entredicho. El consumo absoluto de azúcar por parte de la población comenzaría a disminuir desde mediados de los 70. Por la misma época haría su premiere el JMRF arrebatando en una ofensiva tipo Blitzkrieg el mercado hasta controlar alrededor de 2/3 partes del consumo.

El cultivo de la remolacha, más costosa que la caña y menos competitiva que otras cosechas, declinó en mayor proporción que ésta.

Por último, mientras en el pasado decenio el precio a los consumidores se elevó en cerca de una mitad más, el recibido por los cultivadores se mantuvo desestimulantemente estabilizado.

La resultante final es que, no sólo los productores de azúcar de PSD han degustado el amargo sabor del azúcar, sino que incluso los de EE.UU. han paladeado sus sinsabores.

Desde comienzos de la década de los años 80 la producción de ambos cultivos languidece desapareciendo paulatinamente plantas procesadoras de remolacha, centrales azucareros de caña, refinerías y antiguas áreas dedicadas a esos cultivos. Sin embargo, en estos momentos nuevos elementos apuntan hacia una inevitable reevaluación y reestructuración del conflictivo mercado.

De una parte, el precio del azúcar se ha elevado a los niveles más altos de los últimos 5 años, de otra, el deprimido consumo de azúcar de la población ha ascendido modestamente y, por último, el especializado mercado consumidor de JMRF parece haber topado ya con la frontera de su saturación pues, debido a su textura, estructura, dulzura y otros factores, sus principales destinatarios han sido la industria alimenticia, en especial, la de los refrescos (los llamados soft drink), la de cereales y la de productos horneados.

Por tanto, los potenciales incrementos de producción tendrán que ser forzosamente satisfechos por la caña o por la remolacha. Existen además los acuerdos de 1995 de la OMC que obligan a los PD a una reducción gradual hasta el año 2000 de subvenciones y subsidios a los cultivos, por lo que, si se respetaran tales compromisos (la OMC ha estado absorta en regular el mercado de los servicios, ese nuevo importante rubro del comercio exterior de los PD), bajo las nuevas circunstancias del umbral alcanzado por el JMRF una demanda adicional del mercado o, incluso, la producción actual, no podría sostenerse por muchos empresarios dentro de EE.UU., y el déficit entonces habría de satisfacerse mediante importaciones.

A los amenazados productores de caña y remolacha en el territorio continental de EE.UU., que sólo pueden subsistir por los subsidios y otras prebendas estatales, les sería de gran beneficio la agudización del fuerte malentendido entre EE.UU. y la UE derivada de las sanciones de la Ley Helms-Burton, que sin duda amenazan los frágiles cimientos de la OMC.

En especial, se aprovecharían los de caña, menos costosa, y dentro de ellos, los del estado de la Florida --el principal productor continental-- donde, no por casualidad los más importantes empresarios son los hermanos Fanjul, una familia de cubanos emigrados, vástagos de los Rionda-Fanjul y de los Gómez-Mena, dos recios troncos de legendarios Taipanes de la fabulosa saga azucarera cubana de comienzos de siglo, los que, según se dice, han sido generosos y fervientes patrocinadores de dicha Ley.

En resumen, EE.UU. está abocado, tarde o temprano, a una inexorable decisión en su política azucarera: o mantiene contumazmente el modelo actual favoreciendo a unos pocos miles de cosecheros cañeros y remolacheros sin mayor peso político o económico o, por el contrario, los sacrifica en beneficio de sus principales productores agrícolas, los de mayor productividad y mayores exportadores mundiales, a quienes la liberalización del comercio agrícola preconizado por la OMC les abrirían mercados ilimitados.

Con esta última opción además se favorecería la población consumidora al disminuirse el actual sobreprecio minorista del azúcar y se abriría cierta posibilidad para la Iniciativa de la Cuenca del Caribe --ese trasto olvidado ideado por Reagan que Clinton acaba de desempolvar-- en tanto estos países verían incrementado sus potenciales de venta tanto en EE.UU. como en la UE.

Si fuera este un mundo cuerdo habrían justificadas esperanzas para que, por alguna vez, se les endulzara la fiesta a los malhadados productores de caña de azúcar de los PSD. Pero, veremos, pues en realidad el azúcar sólo endulza --y eso con frugalidad dietética-- los postres de los gourmets del Primer Mundo.

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