mi caluroso saludo a quienes se hayan incorporado o vayan a incorporarse a este grupo.
Por si queda un poco perdido, o pasa desapercibido, un comentario mío al respecto, recalco aquí, para mayor visibilidad que está disponible una nueva versión electrónica de VISIÓN LÓGICA DEL DERECHO: [http://lorenzopena.es/books/vision/VLD1.pdf]
El texto está en pdf dina4, visualizable no imprimible.
¡Buena lectura!
Doy la bienvenida a las objeciones.
Por si queda un poco perdido, o pasa desapercibido, un comentario mío al respecto, recalco aquí, para mayor visibilidad que está disponible una nueva versión electrónica de VISIÓN LÓGICA DEL DERECHO: [http://lorenzopena.es/books/vision/VLD1.pdf]
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¡Buena lectura!
Doy la bienvenida a las objeciones.
Lorenzo Peña ha publicado en Seminario sobre Visión lógica del derecho, de Lorenzo Peña.
**BIEN común ¿un valor entre otros?**
**De ningún modo es original de mi VLD la consideración del bien común como fin único de las normas jurídicas, que tomo, textualmente, de la SUMMA THEOLOGICA de Santo Tomás de Aquino (si bien fue Leibniz el filósofo cuya lectura más me animó a seguir esa idea seminal del Doctor Angélico).**
**Ahora bien, en la filosofía jurídica contemporánea esa tesis sí es novedosa, pues incluso los (poquitos) jusnaturalistas que quedan suelen, más bien, considerar que el valor supremo del Derecho Natural es la justicia; si acaso atribuyen al bien común el rol de fin de cada una de las leyes por separado. **
**(Para Santo Tomas Jus Naturale = Lex Naturalis, pues "Lex", "La ley" tiene, como en nuestro idioma, también en latín una acepción genérica.)**
**Son propias mías, en cambio: **
**1ª) la escalonada atribución al bien común de una pluralidad de funciones en la teoría filosófica, no solo del Derecho, sino de la Sociedad (y, por consiguiente, de la política);**
**2ª) la reducción de todos los valores jurídicos a uno único: el bien común;**
**3ª) el reconocimiento, empero, de una pluralidad de facetas de ese valor, cuyas aplicaciones colisionan entre sí (sigo en eso a Isaiah Berlin).**
**¿Qué opinan Uds?**
**De ningún modo es original de mi VLD la consideración del bien común como fin único de las normas jurídicas, que tomo, textualmente, de la SUMMA THEOLOGICA de Santo Tomás de Aquino (si bien fue Leibniz el filósofo cuya lectura más me animó a seguir esa idea seminal del Doctor Angélico).**
**Ahora bien, en la filosofía jurídica contemporánea esa tesis sí es novedosa, pues incluso los (poquitos) jusnaturalistas que quedan suelen, más bien, considerar que el valor supremo del Derecho Natural es la justicia; si acaso atribuyen al bien común el rol de fin de cada una de las leyes por separado. **
**(Para Santo Tomas Jus Naturale = Lex Naturalis, pues "Lex", "La ley" tiene, como en nuestro idioma, también en latín una acepción genérica.)**
**Son propias mías, en cambio: **
**1ª) la escalonada atribución al bien común de una pluralidad de funciones en la teoría filosófica, no solo del Derecho, sino de la Sociedad (y, por consiguiente, de la política);**
**2ª) la reducción de todos los valores jurídicos a uno único: el bien común;**
**3ª) el reconocimiento, empero, de una pluralidad de facetas de ese valor, cuyas aplicaciones colisionan entre sí (sigo en eso a Isaiah Berlin).**
**¿Qué opinan Uds?**
Lorenzo Peña ha publicado en Seminario sobre Visión lógica del derecho, de Lorenzo Peña.
BIEN COMÚN Y JUSTICIA
Una de las principales diferencias entre el jusnaturalismo aditivo propuesto en VLD y otras variantes del jusnaturalismo contemporáneo (generalmente más bien jusnaturalismos sustractivos) es la consideración de cuál es el valor supremo del ordenamiento jurídico: ¿el Bien Común (mi propia propuesta) o la justicia?
Es sabido que ya en la teoría (juspositivista) de Hart la justicia juega un papel muy derivado y secundario.
(Tenemos Pedro Serna y yo un debate sobre si en Santo Tomás de Aquino la justicia es el valor definitorio y regulatorio del derecho. Tal debate queda al margen de la cuestión actual, pues en este momento prescindo de saber si mi pensamiento corresponde o no al del Doctor Angélico.)
Yo asigno al Bien Común una serie de roles o funciones:
* Ser el fin de la sociedad.
* Constituir la razón de ser de un ordenamiento normativo que rija esa sociedad.
* Constituir el canon determinante de cómo ha de instituirse el ordenamiento normativo.
* Servir de norma de 2º nivel que prescribe a las normas de primer nivel estar enderezada a la realización del bien común.
* Ser el criterio de selección de las inferencias lógico-nomológicas válidas (aquellas que sirven al bien común y no lo perjudican).
* Ser la obligatoriedad de su realización (en la medida de lo posible, huelga decirlo) una norma, la piedra angular de ese ordenamiento.
* Ser también el tope o filtro: cuando un conglomerado de normas es tan irracional, desordenado y arbitrario que ni siquiera menguadamente sirve al Bien Común, sino que, al revés, impide su realización, dejamos de tener un ordenamiento jurídico.
¿Podría la justicia desempeñar todos esos cometidos? ¿Existe la sociedad para que se realice la justicia entre los así asociados? ¿Es la justicia la razón de ser del ordenamiento (o sea, existe ese ordenamiento para que haya justicia)? ¿Es la justicia lo determinante de cómo ha de instituirse el ordenamiento jurídico?¿Es la norma suprema del ordenamiento la de que se haga justicia? ¿Es la norma de 2º nivel que indica a qué fin han de estar enderezadas las normas de primer nivel? (O sea ¿existen las normas de primer nivel, las leyes, para que se realice la justicia?)
Veo mal cómo podría justificarse una respuesta afirmativa a esas preguntas.
Si acaso, entiendo mejor que la justicia desempeñe el último de esos papeles, el de tope o filtro. De hecho esos jusnaturalismos (por ser sustractivos y no aditivos) tienden a limitarse a esta función (formulada acaso de manera diversa).
Todavía más se echa de ver el muy diverso potencial funcional de los dos valores, el de la justicia y el del Bien Común si pensamos en las sociedades no humanas.
Una de las tesis principales de mi jusnaturalismo es la de entender nuestros ordenamientos normativos como casos particulares de los que regulan sociedades animales (a salvo, claro, de las particularidades de los humanos).
Los roles que he asignado al Bien Común los compartimos con otros animales sociales. Desde el hormiguero a las sociedades de murciélagos o las de bonobos, la razón de ser por la cual la Madre Naturaleza ha incitado a una especie (o subespecie o variedad) a la vida social es para su Bien Común, o sea la mayor cantidad y calidad de vida individual y colectiva.
¿Justicia en el hormiguero? No sé. Lo dejo aquí.
Una de las principales diferencias entre el jusnaturalismo aditivo propuesto en VLD y otras variantes del jusnaturalismo contemporáneo (generalmente más bien jusnaturalismos sustractivos) es la consideración de cuál es el valor supremo del ordenamiento jurídico: ¿el Bien Común (mi propia propuesta) o la justicia?
Es sabido que ya en la teoría (juspositivista) de Hart la justicia juega un papel muy derivado y secundario.
(Tenemos Pedro Serna y yo un debate sobre si en Santo Tomás de Aquino la justicia es el valor definitorio y regulatorio del derecho. Tal debate queda al margen de la cuestión actual, pues en este momento prescindo de saber si mi pensamiento corresponde o no al del Doctor Angélico.)
Yo asigno al Bien Común una serie de roles o funciones:
* Ser el fin de la sociedad.
* Constituir la razón de ser de un ordenamiento normativo que rija esa sociedad.
* Constituir el canon determinante de cómo ha de instituirse el ordenamiento normativo.
* Servir de norma de 2º nivel que prescribe a las normas de primer nivel estar enderezada a la realización del bien común.
* Ser el criterio de selección de las inferencias lógico-nomológicas válidas (aquellas que sirven al bien común y no lo perjudican).
* Ser la obligatoriedad de su realización (en la medida de lo posible, huelga decirlo) una norma, la piedra angular de ese ordenamiento.
* Ser también el tope o filtro: cuando un conglomerado de normas es tan irracional, desordenado y arbitrario que ni siquiera menguadamente sirve al Bien Común, sino que, al revés, impide su realización, dejamos de tener un ordenamiento jurídico.
¿Podría la justicia desempeñar todos esos cometidos? ¿Existe la sociedad para que se realice la justicia entre los así asociados? ¿Es la justicia la razón de ser del ordenamiento (o sea, existe ese ordenamiento para que haya justicia)? ¿Es la justicia lo determinante de cómo ha de instituirse el ordenamiento jurídico?¿Es la norma suprema del ordenamiento la de que se haga justicia? ¿Es la norma de 2º nivel que indica a qué fin han de estar enderezadas las normas de primer nivel? (O sea ¿existen las normas de primer nivel, las leyes, para que se realice la justicia?)
Veo mal cómo podría justificarse una respuesta afirmativa a esas preguntas.
Si acaso, entiendo mejor que la justicia desempeñe el último de esos papeles, el de tope o filtro. De hecho esos jusnaturalismos (por ser sustractivos y no aditivos) tienden a limitarse a esta función (formulada acaso de manera diversa).
Todavía más se echa de ver el muy diverso potencial funcional de los dos valores, el de la justicia y el del Bien Común si pensamos en las sociedades no humanas.
Una de las tesis principales de mi jusnaturalismo es la de entender nuestros ordenamientos normativos como casos particulares de los que regulan sociedades animales (a salvo, claro, de las particularidades de los humanos).
Los roles que he asignado al Bien Común los compartimos con otros animales sociales. Desde el hormiguero a las sociedades de murciélagos o las de bonobos, la razón de ser por la cual la Madre Naturaleza ha incitado a una especie (o subespecie o variedad) a la vida social es para su Bien Común, o sea la mayor cantidad y calidad de vida individual y colectiva.
¿Justicia en el hormiguero? No sé. Lo dejo aquí.
Lorenzo Peña ha publicado en Seminario sobre Visión lógica del derecho, de Lorenzo Peña.
LA ENSEÑANZA DE LA FILOSOFÍA JURÍDICA
Ya he comentado en un suelto anterior que lamentablemente existe hoy, académicamente, al menos en España (pero me temo que en todo el mundo hispano) un divorcio entre Filosofía y Filosofía del Derecho.
No ocurre así en el mundo anglosajón, donde tenemos filósofos que enseñan en una Law School y son profesores de Philosophy of Law. En Inglaterra, p.ej., en las periódicas (o aperiódicas) evaluaciones (assessments) de las Universidades, la philosophy of law tiene un doble encuadramiento en 2 ámbitos (units of assessment): law y Philosophy.
Ya en VLD alerté de cómo el positivismo jurídico en España, tras haber eliminado la asignatura de Derecho Natural, estaba cargándose la de Filosofía del Derecho.
El área de filosofía jurídica asume 2 ó 3 asignaturas en las Facultades de Derecho (mis informaciones son muy parciales; habría que hacer una indagación más amplia): Teoría del derecho; filosofía del derecho; historia de las teorías políticas.
La Teoría del Derecho, para que no disguste a los juristas (que hoy son casi todos positivistas, pues es lo que han mamado), tiende a ser un tratamiento estructural del ordenamiento: jerarquía de normas; vigencia, eficacia; validez en el espacio y en el tiempo; la abrogación de normas; fuentes del derecho; nulidad y anulación de normas; las ramas del ordenamiento. Etc.
No es de extrañar que los civilistas reclamen esa asignatura, alegando que es una variante de la Teoría General del Derecho que ellos siempre han considerado suya.
¿Qué se enseña en Filosofía del Derecho? Teorías de la justicia. O sea filosofía política: Rawls y otros autores así (podrían ser Nozick, quizá Sandel, A. Sen, Habermas; no sé bien).
Ni siquiera Hart, Fuller, Dworkin, Raz, Alexy, Waldrom, Tamanaha, Coleman, Bobbio, Ferrajoli, Comanducci.
No hablemos ya de Jhering, Gierke, Zitelmann, Duguit, Gény, Santi Romano, ni de Savigny y la jurisprudencia de conceptos.
Menos. los jusnaturalistas.
Hervada insistió en que una cosa era Derecho Natural y otra filosofía del derecho. El primero es una rama del ordenamiento. La segunda una disciplina de estudio.
Cierto, pero a la postre vemos que, abandonado el Derecho Natural, la filosofía del derecho pierde terreno propio, refugiándose en el de la filosofía política
Ya he comentado en un suelto anterior que lamentablemente existe hoy, académicamente, al menos en España (pero me temo que en todo el mundo hispano) un divorcio entre Filosofía y Filosofía del Derecho.
No ocurre así en el mundo anglosajón, donde tenemos filósofos que enseñan en una Law School y son profesores de Philosophy of Law. En Inglaterra, p.ej., en las periódicas (o aperiódicas) evaluaciones (assessments) de las Universidades, la philosophy of law tiene un doble encuadramiento en 2 ámbitos (units of assessment): law y Philosophy.
Ya en VLD alerté de cómo el positivismo jurídico en España, tras haber eliminado la asignatura de Derecho Natural, estaba cargándose la de Filosofía del Derecho.
El área de filosofía jurídica asume 2 ó 3 asignaturas en las Facultades de Derecho (mis informaciones son muy parciales; habría que hacer una indagación más amplia): Teoría del derecho; filosofía del derecho; historia de las teorías políticas.
La Teoría del Derecho, para que no disguste a los juristas (que hoy son casi todos positivistas, pues es lo que han mamado), tiende a ser un tratamiento estructural del ordenamiento: jerarquía de normas; vigencia, eficacia; validez en el espacio y en el tiempo; la abrogación de normas; fuentes del derecho; nulidad y anulación de normas; las ramas del ordenamiento. Etc.
No es de extrañar que los civilistas reclamen esa asignatura, alegando que es una variante de la Teoría General del Derecho que ellos siempre han considerado suya.
¿Qué se enseña en Filosofía del Derecho? Teorías de la justicia. O sea filosofía política: Rawls y otros autores así (podrían ser Nozick, quizá Sandel, A. Sen, Habermas; no sé bien).
Ni siquiera Hart, Fuller, Dworkin, Raz, Alexy, Waldrom, Tamanaha, Coleman, Bobbio, Ferrajoli, Comanducci.
No hablemos ya de Jhering, Gierke, Zitelmann, Duguit, Gény, Santi Romano, ni de Savigny y la jurisprudencia de conceptos.
Menos. los jusnaturalistas.
Hervada insistió en que una cosa era Derecho Natural y otra filosofía del derecho. El primero es una rama del ordenamiento. La segunda una disciplina de estudio.
Cierto, pero a la postre vemos que, abandonado el Derecho Natural, la filosofía del derecho pierde terreno propio, refugiándose en el de la filosofía política
Lorenzo Peña ha publicado en Seminario sobre Visión lógica del derecho, de Lorenzo Peña.
Los miembros de este grupo de discusión pueden descargarse las notas a la versión PDF sin notas en el enlace:
http://jurid.net/.y/notas.pdf
http://jurid.net/.y/notas.pdf
Filosofía jurídica y filosofía política
En otro momento volveré sobre este distingo. No es posible deslindar netamente la filosofía política de la jurídica.
No me cabe duda de que hay temas comunes y de que es fácil y útil transitar de la una a la otra (y vuelta).
Pero la diferencia sí existe. Mi libro VLD es un texto de filosofía jurídica, no política.
Uno de filosofía política (aunque un poquito también jurídica) es el de ESTUDIOS REPUBLICANOS.
Para entender cómo concibo la inserción de la filosofía jurídica propuesta en VLD en el transfondo del conjunto de disciplinas filosóficas invito a leer un corto texto acerca de tal inserción:
http://lorenzopena.es/ms/lugar5.pdf
En otro momento volveré sobre este distingo. No es posible deslindar netamente la filosofía política de la jurídica.
No me cabe duda de que hay temas comunes y de que es fácil y útil transitar de la una a la otra (y vuelta).
Pero la diferencia sí existe. Mi libro VLD es un texto de filosofía jurídica, no política.
Uno de filosofía política (aunque un poquito también jurídica) es el de ESTUDIOS REPUBLICANOS.
Para entender cómo concibo la inserción de la filosofía jurídica propuesta en VLD en el transfondo del conjunto de disciplinas filosóficas invito a leer un corto texto acerca de tal inserción:
http://lorenzopena.es/ms/lugar5.pdf
Lorenzo Peña ha publicado en Seminario sobre Visión lógica del derecho, de Lorenzo Peña.
BIEN COMÚN Y DERECHOS HUMANOS
Para Dworkin los derechos humanos --o derechos fundamentales del hombre («hombre» en el sentido latino de «homo»)-- son TRUMPS, triunfos, que se imponen de manera absoluta, no ponderable, estando por encima de cualesquiera consideraciones de interés público o políticas públicas de bienestar.
Una idea similar la ha ofrecido Ernesto Garzón Valdés con su fórmula del coto vedado.
Las cortes constituyentes democráticas de España en 1869 también abrazaron esa idea al afirmar, en los debates, que los derechos naturales del hombre son ilegislables. (Tal idea, empreo, no fue recogida en el texto constitucional.)
Si nos remontamos más lejos, a la Declaración francesa de los derechos del hombre y del ciudadano, recordaremos cómo Jeremías Bentham, en ANARCHICAL FALLACIES, rechazó esos derechos, porque, afirmar el derecho a la libertad implicaría hacerlo a cualquier precio y sin límite ni freno.
No sé hasta qué punto Dworkin, al hacer ese aserto, se refirió únicamente a los derechos de libertad (los únicos en los que pensaba el constituyente español de 1869 y también los únicos parcialmente reconocidos en la Declaración de 1789).
Para Dworkin no hay ponderación, porque un derecho existe sólo en tanto en cuanto es compaginable con los derechos ajenos. (Supongo que para él el enclaustramiento forzoso de todos actualmente no viola la libertad, pues sólo tendríamos derecho a la libertad ambulatoria en tanto en cuando no suponga peligro alguno para la salud propia o ajena, aunque sea con probabilidad de 1/9999.)
En el Derecho anglosajón, la norma jurídica es sustancialmente consuetudinaria. Los textos legislativos, «Act» o «Statute», sólo prescriben excepciones a la regla consuetudinaria, taxativas pero rígida y liternalmente interpretables. (Por ello, en ese transfondo, una declaración de derechos genéricos parece excluida.)
(A qué quebraderos de cabeza conduce ese literalismo lo conocen quienes sepan algo de la jurisprudencia constitucional de la Corte Suprema de los EE.UU.)
En general, todo el Occidente, aunque aceptó que en la DUDH de 1948 se incluyeran también los de bienestar, sigue constantemente usando la locución «derechos humanos» exclusivamente para los de libertad. (De incluir los de bienestar, esas visiones como la de Dworkin de los triunfos serían difíciles o imposibles de sostener.)
Frente a tales puntos de vista, mi visión es la de que los derechos humanos no son triunfos. Son, todos, participaciones en el bien común.
Para que el bien común sea bien y común, tiene que ser fruto del esfuerzo de todos (cada uno según sus capacidades y posibilidades de contribuir) y reporte un beneficio a todos.
¿Qué beneficio? Que aumente y mejore su vida.
Hay dos facetas diferenciables de esa mayor y mejor vida. La una es de bienestar, teniendo como correlativos deberes ajenos (o, según sea el caso, de la propia colectividad) de aportarnos las prestaciones que sean menester para ese bienestar. (Deberes positivos.)
La otra faceta es la libertad (cuyo correlativo esencial es, por parte ajena, la de no infligirnos coacciones que coarten nuestra libertad). (Deberes negativos.)
La libertad no es un valor sustantivo e inderivado, no es un fin en sí mismo; no aspiramos a la libertad para ser libres. La libertad es un medio para ser felices, para tener una vida más y mejor realizada, más plena.
Todos los derechos humanos son derivaciones de ese derecho esencial y natural del individuo humano a participar del bien común.
Tales derivaciones entran frecuentemente en conflicto unas con otras.
Para Rawls existe un orden lexicográfico por el cual, ante todo, se prioriza la libertad (la máxima libertad, pero con una enunciación cauta y refinada); sólo subordinadamente, la igualdad. (No el bien, pues éste, según Rawls, es cosa de cada uno; no hay bien común.)
Yo rechazo tal orden lexicográfico. En realidad nadie lo toma en serio. Unas libertades colisionan con otras. Unos derechos de bienestar colisionan con otros. Y, desde luego, a menudo hay conflictos entre derechos de libertad y de bienestar.
Cómo arbitrarlos pienso que es más una tarea del filósofo político que del jurídico.
Quizá ni siquiera del filósofo, sino del político.
Jurídicamente lo único que podemos fijar es que cualquier arbitraje ha de ser justificado, motivado en aras del bien común y, en la medida de lo posible, equilibrado y respetuoso de esa pluralidad de necesidades esenciales del individuo humano: la del bienestar (en sus varios componentes) y la de libertad. (Ante todo la más elementar, la de salir y entrar, ir y venir y relacionarse con los demás.)
Para Dworkin los derechos humanos --o derechos fundamentales del hombre («hombre» en el sentido latino de «homo»)-- son TRUMPS, triunfos, que se imponen de manera absoluta, no ponderable, estando por encima de cualesquiera consideraciones de interés público o políticas públicas de bienestar.
Una idea similar la ha ofrecido Ernesto Garzón Valdés con su fórmula del coto vedado.
Las cortes constituyentes democráticas de España en 1869 también abrazaron esa idea al afirmar, en los debates, que los derechos naturales del hombre son ilegislables. (Tal idea, empreo, no fue recogida en el texto constitucional.)
Si nos remontamos más lejos, a la Declaración francesa de los derechos del hombre y del ciudadano, recordaremos cómo Jeremías Bentham, en ANARCHICAL FALLACIES, rechazó esos derechos, porque, afirmar el derecho a la libertad implicaría hacerlo a cualquier precio y sin límite ni freno.
No sé hasta qué punto Dworkin, al hacer ese aserto, se refirió únicamente a los derechos de libertad (los únicos en los que pensaba el constituyente español de 1869 y también los únicos parcialmente reconocidos en la Declaración de 1789).
Para Dworkin no hay ponderación, porque un derecho existe sólo en tanto en cuanto es compaginable con los derechos ajenos. (Supongo que para él el enclaustramiento forzoso de todos actualmente no viola la libertad, pues sólo tendríamos derecho a la libertad ambulatoria en tanto en cuando no suponga peligro alguno para la salud propia o ajena, aunque sea con probabilidad de 1/9999.)
En el Derecho anglosajón, la norma jurídica es sustancialmente consuetudinaria. Los textos legislativos, «Act» o «Statute», sólo prescriben excepciones a la regla consuetudinaria, taxativas pero rígida y liternalmente interpretables. (Por ello, en ese transfondo, una declaración de derechos genéricos parece excluida.)
(A qué quebraderos de cabeza conduce ese literalismo lo conocen quienes sepan algo de la jurisprudencia constitucional de la Corte Suprema de los EE.UU.)
En general, todo el Occidente, aunque aceptó que en la DUDH de 1948 se incluyeran también los de bienestar, sigue constantemente usando la locución «derechos humanos» exclusivamente para los de libertad. (De incluir los de bienestar, esas visiones como la de Dworkin de los triunfos serían difíciles o imposibles de sostener.)
Frente a tales puntos de vista, mi visión es la de que los derechos humanos no son triunfos. Son, todos, participaciones en el bien común.
Para que el bien común sea bien y común, tiene que ser fruto del esfuerzo de todos (cada uno según sus capacidades y posibilidades de contribuir) y reporte un beneficio a todos.
¿Qué beneficio? Que aumente y mejore su vida.
Hay dos facetas diferenciables de esa mayor y mejor vida. La una es de bienestar, teniendo como correlativos deberes ajenos (o, según sea el caso, de la propia colectividad) de aportarnos las prestaciones que sean menester para ese bienestar. (Deberes positivos.)
La otra faceta es la libertad (cuyo correlativo esencial es, por parte ajena, la de no infligirnos coacciones que coarten nuestra libertad). (Deberes negativos.)
La libertad no es un valor sustantivo e inderivado, no es un fin en sí mismo; no aspiramos a la libertad para ser libres. La libertad es un medio para ser felices, para tener una vida más y mejor realizada, más plena.
Todos los derechos humanos son derivaciones de ese derecho esencial y natural del individuo humano a participar del bien común.
Tales derivaciones entran frecuentemente en conflicto unas con otras.
Para Rawls existe un orden lexicográfico por el cual, ante todo, se prioriza la libertad (la máxima libertad, pero con una enunciación cauta y refinada); sólo subordinadamente, la igualdad. (No el bien, pues éste, según Rawls, es cosa de cada uno; no hay bien común.)
Yo rechazo tal orden lexicográfico. En realidad nadie lo toma en serio. Unas libertades colisionan con otras. Unos derechos de bienestar colisionan con otros. Y, desde luego, a menudo hay conflictos entre derechos de libertad y de bienestar.
Cómo arbitrarlos pienso que es más una tarea del filósofo político que del jurídico.
Quizá ni siquiera del filósofo, sino del político.
Jurídicamente lo único que podemos fijar es que cualquier arbitraje ha de ser justificado, motivado en aras del bien común y, en la medida de lo posible, equilibrado y respetuoso de esa pluralidad de necesidades esenciales del individuo humano: la del bienestar (en sus varios componentes) y la de libertad. (Ante todo la más elementar, la de salir y entrar, ir y venir y relacionarse con los demás.)
Lorenzo Peña ha publicado en Seminario sobre Visión lógica del derecho, de Lorenzo Peña.
MÁXIMA LIBERTAD Y BIEN COMÚN
Cuando inicié mi giro a la filosofía jurídica --a mediados/finales de la década de los 90 del pasado siglo--, ya iba en ascenso el lirertarianismo, entonces conocido principalmente por Nozick (al menos en el campo estrictamente filosófico).
# Recuerdo que ya en 1989, se había publicado mi artículo «**Flew on Entitlements and Justice» (escrito al menos un año antes). Había venido rechazado por varias revistas, aduciendo que carecía de interés discutir la teoría de los «entitlements» de Antony Flew, que era muy parecida a la concepción de Nozick. Según aquellos relatores, esas tesis libertarias, o de sabor libertario (radicalmente antiigualitaristas) se consideraban (al menos en el Reino Unido) como extravagancias de un filósofo idiosincrático que no valía mucho la pena tomar en serio.**
**No era ésa mi impresión. En aquel entonces estaba yo todavía muy alejado de abrazar el rumbo a la filosofía jurídica por el que optaré unos años después, siendo aquel breve ensayo un mero ejercicio argumentativo sobre un tema que no era para mí, entonces, prioritario. (De hecho hoy no suscribiría las tesis defendidas en aquel artículo.)**
**A lo que voy. Entonces prevalecía aún en filosofía jurídica y política un enfoque tendencialmente igualitarista y bienestarista, vagamente solidarista. Contraponíanse varias formas de comunitarismo al liberalismo, pero éste venía principalmente representado por Rawls, entonces un valor en ascenso. (El artículo que yo critiqué de Flew era una andanada contra Rawls y su maximin; yo, empero, no defendía ni a Rawls ni al maximin.)**
**Erigir como axioma único de la filosofía jurídico-política el principio de la máxima libertad del individuo no resultaba entonces muy popular. (Recuerdo un artículo en MIND donde se argumentaba, muy bien, cómo unas libertades colisionan con otras; de donde se infería que ese axioma no es válido para regir el funcionamiento de la sociedad.)**
**Posteriormente el libertarianismo ha ido prosperando, bifurcándose en varias ramas. Viejas figuras como Mises, Hayek y Milton Friedman tienen hoy más seguidores que nunca, agregándose otros filósofos, economistas y juristas de similar obediencia.**
**Es muy difícil defender como único axioma del orden jurídico el de la máxima libertad, porque entonces estamos abocados al estado de naturaleza hobbesiano: puedo hacer lo que me dé la gana, pero los demás también pueden hacerme a mí lo que quieran.**
**Por eso Hobbes consideró que la propia razón natural nos imponía salir de ese estado, concurriendo a un pacto social que instaurase un bien común. Sólo que su concepto de ese bien común era su grado cero: la seguridad, la no-agresión. Lo único que conseguimos en sociedad es que no nos agredan, a cambio de estar obligados a no agredir. Hemos sacrificado la máxima libertad pero para tener seguridad; esperando que el soberano sea respetuoso del bien común (o sea, la seguridad), no restringiendo ulterior o arbitrariamente nuestra libertad, si bien le es lícito hacerlo (Bueno, aquí caben varias lecturas del LEVIATÁN.)**
**Locke, como es sabido, puso en la cúspide 3 valores, 3 derechos: la vida, la libertad, la propiedad. En el pacto social no renunciamos a tales derechos, aunque aceptamos algunas restricciones. Locke no funda el derecho de propiedad en la libertad, como harán los libertarios.**
**Una dificultad para los libertarios no anarquistas es la de fijar los límites admisibles del poder público. Según su criterio, el poder público es legítimo mientras respete la máxima libertad del individuo. Por eso, para Milton Friedman, son funciones lícitas las de legislación penal, policía, ejército, cárceles, recaudación de tributos y relaciones exteriores; ninguna otra.**
**Podemos cuestionar que esa institución estatal respete la máxima libertad individual; respeta, sí, la máxima libertad compatible con la existencia de tal poder. Otro poder investido de funciones más amplias respetaría la máxima libertad compatible con ese otro poder.**
**Un ordenamiento en el cual no existiera la propiedad privada podría ser máximamente respetuoso con el summum de libertad individual compatible con tal ordenamiento.**
**Por mi parte, en VLD lo que propongo es que los derechos de libertad forman parte de las participaciones lícitas del bien común.**
**Como fórmula aproximativa, de valor heurístico (y, en cierto modo, como fórmula de compromiso para quienes se sientan atraídos por el libertarianismo débil), propongo yo (a sabiendas de que se trata de una enunciación provisional y forzosamente inadecuada) el siguiente principio: la máxima libertad individual compatible con el bien común.**
Cuando inicié mi giro a la filosofía jurídica --a mediados/finales de la década de los 90 del pasado siglo--, ya iba en ascenso el lirertarianismo, entonces conocido principalmente por Nozick (al menos en el campo estrictamente filosófico).
# Recuerdo que ya en 1989, se había publicado mi artículo «**Flew on Entitlements and Justice» (escrito al menos un año antes). Había venido rechazado por varias revistas, aduciendo que carecía de interés discutir la teoría de los «entitlements» de Antony Flew, que era muy parecida a la concepción de Nozick. Según aquellos relatores, esas tesis libertarias, o de sabor libertario (radicalmente antiigualitaristas) se consideraban (al menos en el Reino Unido) como extravagancias de un filósofo idiosincrático que no valía mucho la pena tomar en serio.**
**No era ésa mi impresión. En aquel entonces estaba yo todavía muy alejado de abrazar el rumbo a la filosofía jurídica por el que optaré unos años después, siendo aquel breve ensayo un mero ejercicio argumentativo sobre un tema que no era para mí, entonces, prioritario. (De hecho hoy no suscribiría las tesis defendidas en aquel artículo.)**
**A lo que voy. Entonces prevalecía aún en filosofía jurídica y política un enfoque tendencialmente igualitarista y bienestarista, vagamente solidarista. Contraponíanse varias formas de comunitarismo al liberalismo, pero éste venía principalmente representado por Rawls, entonces un valor en ascenso. (El artículo que yo critiqué de Flew era una andanada contra Rawls y su maximin; yo, empero, no defendía ni a Rawls ni al maximin.)**
**Erigir como axioma único de la filosofía jurídico-política el principio de la máxima libertad del individuo no resultaba entonces muy popular. (Recuerdo un artículo en MIND donde se argumentaba, muy bien, cómo unas libertades colisionan con otras; de donde se infería que ese axioma no es válido para regir el funcionamiento de la sociedad.)**
**Posteriormente el libertarianismo ha ido prosperando, bifurcándose en varias ramas. Viejas figuras como Mises, Hayek y Milton Friedman tienen hoy más seguidores que nunca, agregándose otros filósofos, economistas y juristas de similar obediencia.**
**Es muy difícil defender como único axioma del orden jurídico el de la máxima libertad, porque entonces estamos abocados al estado de naturaleza hobbesiano: puedo hacer lo que me dé la gana, pero los demás también pueden hacerme a mí lo que quieran.**
**Por eso Hobbes consideró que la propia razón natural nos imponía salir de ese estado, concurriendo a un pacto social que instaurase un bien común. Sólo que su concepto de ese bien común era su grado cero: la seguridad, la no-agresión. Lo único que conseguimos en sociedad es que no nos agredan, a cambio de estar obligados a no agredir. Hemos sacrificado la máxima libertad pero para tener seguridad; esperando que el soberano sea respetuoso del bien común (o sea, la seguridad), no restringiendo ulterior o arbitrariamente nuestra libertad, si bien le es lícito hacerlo (Bueno, aquí caben varias lecturas del LEVIATÁN.)**
**Locke, como es sabido, puso en la cúspide 3 valores, 3 derechos: la vida, la libertad, la propiedad. En el pacto social no renunciamos a tales derechos, aunque aceptamos algunas restricciones. Locke no funda el derecho de propiedad en la libertad, como harán los libertarios.**
**Una dificultad para los libertarios no anarquistas es la de fijar los límites admisibles del poder público. Según su criterio, el poder público es legítimo mientras respete la máxima libertad del individuo. Por eso, para Milton Friedman, son funciones lícitas las de legislación penal, policía, ejército, cárceles, recaudación de tributos y relaciones exteriores; ninguna otra.**
**Podemos cuestionar que esa institución estatal respete la máxima libertad individual; respeta, sí, la máxima libertad compatible con la existencia de tal poder. Otro poder investido de funciones más amplias respetaría la máxima libertad compatible con ese otro poder.**
**Un ordenamiento en el cual no existiera la propiedad privada podría ser máximamente respetuoso con el summum de libertad individual compatible con tal ordenamiento.**
**Por mi parte, en VLD lo que propongo es que los derechos de libertad forman parte de las participaciones lícitas del bien común.**
**Como fórmula aproximativa, de valor heurístico (y, en cierto modo, como fórmula de compromiso para quienes se sientan atraídos por el libertarianismo débil), propongo yo (a sabiendas de que se trata de una enunciación provisional y forzosamente inadecuada) el siguiente principio: la máxima libertad individual compatible con el bien común.**
Derecho natural, filosofía del derecho y filosofía política. Problemas de demarcación
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En uno de su cursos, el Profesor Javier Hervada sostuvo la tesis de que el derecho natural y la filosofía jurídica son dos disciplinas diversas.
El derecho natural es una de las ramas del ordenamiento jurídico. Igual que hay derecho político, internacional público, civil, procesal, laboral, administrativo, penal, registral, penitenciario, tributario y otros (con una lista muy disputada y variable de un país al otro y de un período al siguiente), hay un derecho natural, que abarca aquellas normas que forman parte del ordenamiento sin provenir del promulgamiento del legislador ni de la costumbre vinculante. (Al menos tal fue mi comprensión de aquellas lecciones, a las cuales tuve ocasión de acceder por internet; es posible que mi recuerdo no sea fiel a lo expuesto por Hervada.)
Por el contrario, la filosofía jurídica no es una rama del ordenamiento. No contiene preceptos propios, no está vigente. La filosofía jurídica es un estudio doctrinal; no estudio de ésta o aquella rama del ordenamiento, sino del ordenamiento en su conjunto, indagando su porqué, su justificación, su función, sus fuentes, su estructura, sus nexos con otras facetas de la normatividad y del quehacer humanos. La filosofía jurídica, evidentemente, abordará la cuestión de si hay o no hay un derecho natural, pero no entraría a exponer doctrinalmente su contenido.
Me convenció el argumento de Hervada, pero confieso que me ha resultado imposible atenerme a él. ¿Cómo vamos a estudiar, en la filosofía jurídica, la existencia pura de un derecho natural sin dilucidar cuál es, cómo es y qué relación guarda con las ramas del derecho positivo?
En filosofía jurídica no podemos ni debemos estudiar derecho civil (aunque incluso en una rama tan determinada del ordenamiento jurídico la filosofía no puede dejar de considerar conceptos y principios que están en su base, aplicándose similar consideración a las demás ramas del ordenamiento). La razón es que la instancia que determina cuál es el derecho civil vigente es el mandamiento del legislador (junto con la costumbre vinculante).
Mas la fuente del derecho natural no es ni la costumbre ni el promulgamiento legislativo, sino la naturaleza misma de las cosas; concretamente la naturaleza de las relaciones sociales, sus requerimientos. ¿Cómo se patentizan tales requerimientos? Puede que sea por una voz de la conciencia; o por un instinto colectivo; o un razonamiento abductivo, explícito o implícito (individual o social); o meramente por un hecho de la vida social, que hemos heredado de nuestros antepasados, quienes lo heredaron de las sociedades de la especie del género *homo *de la cual procede la nuestra del *homo sapiens *(y así sucesivamente hacia atrás). Como bien lo dijo Aristóteles, el hombre es un ser naturalmente social; y ser social, vivir en sociedad, exige regirse por normas, que se fundan, en última instancia, en alguna norma no promulgada.
Si la fuente del derecho natural no es la costumbre ni el promulgamiento, ¿cómo va a abordar su materia el profesor de derecho natural (si es que aún existiera esa asignatura)? ¿Qué fuente va a consultar? Veo muy difícil que sea otra que la filosofía jurídica. Una determinada filosofía jurídica, claro está; porque la de un juspositivista no le podría servir.
Conque ni el filósofo del derecho que opine que hay un derecho natural puede limitarse a sostener su existencia sin indagar su esencia (su contenido); ni el especialista en derecho natural puede tratar esa rama tan peculiar del ordenamiento sin basarse en la filosofía jurídica, sin extraer de ella el sustento y el sentido de un derecho natural.
Por otro lado, la filosofía jurídica es una disciplina muy abstracta, cuya tarea empieza y termina con la dilucidación de qué es el ordenamiento jurídico, en qué bases descansa, cómo es a grandes rasgos, para qué existe, qué lo justifica, cuáles son sus elementos prescindibles e imprescindibles, cómo se deslindaría de lo que no fuera un ordenamiento jurídico, qué estructura lógica ha de configurarlo, cuáles son sus axiomas y sus reglas de inferencia.
P.ej. la doctrina de filosofía jurídica propuesta en *Visión lógica del derecho *sostiene que uno de los axiomas es la obligatoriedad de [que se realice] el bien común. (Huelga decir: en la medida de lo posible.)
¿Qué es el bien común? ¿Cómo se alcanza? ¿Qué deberes y qué derechos incumben a cada uno y a la colectividad para labrar ese bien común? ¿En qué facetas se desglosa? ¿Cómo interactúan las unas con las otras? ¿Qué colisiones surgen entre unas y otras? ¿Qué criterios de prevalencia determinan que unos modos de solucionar tales colisiones sean acertados y lícitos, al paso que otros no lo son, o lo son menos?
¿Hay grados de bien común? ¿Cuánto ha de promoverse el bien común? Cuando el bien común colisione con bienes privados, ¿cómo ha de arbitrarse el conflicto? Abrazar el axioma del bien común ¿significa postular la preceptiva realización del máximo bien común, del bien común «cueste lo que cueste»? ¿O quizá esa cuestión carece de sentido, pues un imaginario beneficio, sea el que fuere, es impensable a expensas del bien común? (O sea, sacrificado o menoscabado el bien común, no habría nada salvado ni por salvar.)
De ahí pasamos a otras cuestiones derivadas. ¿Cómo ha de organizarse la sociedad para realizar el bien común? ¿Cuál ha de ser su estructura política con vistas a esa meta? Una vez fijada una determinada estructura política en aras del bien común, ¿cómo y cuándo puede modificarse, de ser necesario para ese mismo fin?
Ese bien común es —obviamente— el bien de una comunidad; ¿de qué comunidad? ¿Cómo se determinan las comunidades jurídicamente relevantes para que sea axiomática la preceptiva realización de su bien común? ¿Cómo se originan tales comunidades? ¿Cómo y cuándo se alteran —e.d. cómo y cuándo pueden legítimamente alterarse? P.ej. ¿es lícita la fragmentación de la comunidad, o, por el contrario, cualquier partición es atentatoria contra la norma suprema que rige la comunidad realmente existente, o sea su bien común?
Mi libro VLD es producto, en parte, de mi tesis doctoral jurídica *Idea Iuris Logica*, aunque, sobre todo, de las disputaciones que suscitó directa o indirectamente.
Una cuestión se suscitó reiteradamente a todo lo largo del itinerario que va de la redacción de la Tesis —en abril de 2015— a su sustentación —en junio— y, tras mucho escribir y mucho gestionar, finalmente, a la publicación del libro en noviembre de 2017. Es la cuestión de la insuficiencia de mis aclaraciones sobre el bien común. Sí, es verdad, queda dicho que estriba en una mayor cantidad y calidad de vida individual y colectiva, un bien que subsume los diferentes bienes de la vida (cuanto es bueno para la vida humana) en tanto en cuanto tenerlo y gozar de ello se realicen en la doble vertiente de la posesión y el disfrute colectivo y del beneficio de los integrantes de tal colectividad (salvo los sacrificios no arbitrarios que sean menester en aras de ese mismo bien común).
Objetóseme insistentemente que no bastan tales notas, poco informativas. Mi caracterización no precisa si el bien común es o no compatible con la propiedad privada, si el bienestar se alcanza por una actividad productiva socialmente planificada o, al revés, por mecanismos de la economía de mercado (como ya lo afirmó Adam Smith —a través del recurso de la mano invisible— y, de otro modo [y con otro utillaje conceptual], lo ha reafirmado la escuela austríaca).
Mi respuesta ha sido siempre la misma. Son cuestiones perfectamente legítimas, doctrinalmente relevantes y merecedoras de honda meditación. Ahora bien, desbordan el marco de la filosofía jurídica para entrar en la filosofía política. (Al menos así lo veo yo o así entiendo yo los confines de la filosofía jurídica.)
Creo, no obstante, haber aportado varias respuestas (no definitivas) a esos interrogantes (y a muchos otros relacionados) en mi libro *Estudios Republicanos, *así como en una cantidad de ensayos, artículos, sueltos, opúsculos y panfletos.
En el futuro (Dios mediante) espero sacar tiempo para escribir un libro cuyo título será, precisamente, *El bien común*, que, arrancando de mis ideas de filosofía jurídica, irrumpa de lleno en el terreno de la filosofía política. No se espere que en él vaya a contestar exhaustivamente a todas esas interrogaciones.
Tampoco el filósofo político puede —en el ejercicio legítimo de su desempeño académico e investigativo— desbordar un marco, difuso pero no arbitrario, invadiendo el terreno propio del pensamiento político, de la opinión política. (Varios de mis escritos más arriba aludidos carecían de pretensión alguna de ser trabajos de filosofía política, contentándose con ser expresiones de mera opinión política.)
Entre la filosofía política y la opinión política se ubicaría tal vez (si es que existe) el terreno, doblemente indefinido, de la ciencia política. Confieso que todavía no sé qué sea esa ciencia; no me cabe duda de que mi perplejidad viene de no haberle prestado suficiente atención, pero lo poco que de o sobre ella he leído no me ha estimulado para indagar más.
Sea como fuere, yo soy un filósofo y también un pensador. Me siento habilitado a hacer propuestas de filosofía política (aunque con una solvencia académica muy inferior a la que tengo en mi propio campo, el de la filosofía jurídica). Y, como cualquier hijo de vecino, estoy capacitado para tener mis opiniones políticas (y las tengo). Tales opiniones no las integro en mi trabajo académico. Los documentos en los cuales las expongo no figuran repertoriados en los tres directorios donde he ofrecido listas de mis textos académicos disponibles en línea: El Anaquel (libros) [http://lorenzopena.es/hispano/libros/], El Mostrador (surtido de publicaciones) [http://lorenzopena.es/hispano/escritos.htm] y El obrador (trabajos inéditos) [http://lorenzopena.es/ms/].
No se me oculta que, sea cual fuere ese, para mí ignoto, campo intermedio de la ciencia política, hay un insensible deslizarse de la filosofía política (disciplina académica) a la opinión política (un campo de mera doxa) y que pueden haber fracasado mis esfuerzos para ubicar cada uno de mis escritos, definidamente, en el terreno académico o en el de la mera opinión.
A los lectores incumbe la última palabra. Aquí sólo me refiero a mis propósitos.
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En uno de su cursos, el Profesor Javier Hervada sostuvo la tesis de que el derecho natural y la filosofía jurídica son dos disciplinas diversas.
El derecho natural es una de las ramas del ordenamiento jurídico. Igual que hay derecho político, internacional público, civil, procesal, laboral, administrativo, penal, registral, penitenciario, tributario y otros (con una lista muy disputada y variable de un país al otro y de un período al siguiente), hay un derecho natural, que abarca aquellas normas que forman parte del ordenamiento sin provenir del promulgamiento del legislador ni de la costumbre vinculante. (Al menos tal fue mi comprensión de aquellas lecciones, a las cuales tuve ocasión de acceder por internet; es posible que mi recuerdo no sea fiel a lo expuesto por Hervada.)
Por el contrario, la filosofía jurídica no es una rama del ordenamiento. No contiene preceptos propios, no está vigente. La filosofía jurídica es un estudio doctrinal; no estudio de ésta o aquella rama del ordenamiento, sino del ordenamiento en su conjunto, indagando su porqué, su justificación, su función, sus fuentes, su estructura, sus nexos con otras facetas de la normatividad y del quehacer humanos. La filosofía jurídica, evidentemente, abordará la cuestión de si hay o no hay un derecho natural, pero no entraría a exponer doctrinalmente su contenido.
Me convenció el argumento de Hervada, pero confieso que me ha resultado imposible atenerme a él. ¿Cómo vamos a estudiar, en la filosofía jurídica, la existencia pura de un derecho natural sin dilucidar cuál es, cómo es y qué relación guarda con las ramas del derecho positivo?
En filosofía jurídica no podemos ni debemos estudiar derecho civil (aunque incluso en una rama tan determinada del ordenamiento jurídico la filosofía no puede dejar de considerar conceptos y principios que están en su base, aplicándose similar consideración a las demás ramas del ordenamiento). La razón es que la instancia que determina cuál es el derecho civil vigente es el mandamiento del legislador (junto con la costumbre vinculante).
Mas la fuente del derecho natural no es ni la costumbre ni el promulgamiento legislativo, sino la naturaleza misma de las cosas; concretamente la naturaleza de las relaciones sociales, sus requerimientos. ¿Cómo se patentizan tales requerimientos? Puede que sea por una voz de la conciencia; o por un instinto colectivo; o un razonamiento abductivo, explícito o implícito (individual o social); o meramente por un hecho de la vida social, que hemos heredado de nuestros antepasados, quienes lo heredaron de las sociedades de la especie del género *homo *de la cual procede la nuestra del *homo sapiens *(y así sucesivamente hacia atrás). Como bien lo dijo Aristóteles, el hombre es un ser naturalmente social; y ser social, vivir en sociedad, exige regirse por normas, que se fundan, en última instancia, en alguna norma no promulgada.
Si la fuente del derecho natural no es la costumbre ni el promulgamiento, ¿cómo va a abordar su materia el profesor de derecho natural (si es que aún existiera esa asignatura)? ¿Qué fuente va a consultar? Veo muy difícil que sea otra que la filosofía jurídica. Una determinada filosofía jurídica, claro está; porque la de un juspositivista no le podría servir.
Conque ni el filósofo del derecho que opine que hay un derecho natural puede limitarse a sostener su existencia sin indagar su esencia (su contenido); ni el especialista en derecho natural puede tratar esa rama tan peculiar del ordenamiento sin basarse en la filosofía jurídica, sin extraer de ella el sustento y el sentido de un derecho natural.
Por otro lado, la filosofía jurídica es una disciplina muy abstracta, cuya tarea empieza y termina con la dilucidación de qué es el ordenamiento jurídico, en qué bases descansa, cómo es a grandes rasgos, para qué existe, qué lo justifica, cuáles son sus elementos prescindibles e imprescindibles, cómo se deslindaría de lo que no fuera un ordenamiento jurídico, qué estructura lógica ha de configurarlo, cuáles son sus axiomas y sus reglas de inferencia.
P.ej. la doctrina de filosofía jurídica propuesta en *Visión lógica del derecho *sostiene que uno de los axiomas es la obligatoriedad de [que se realice] el bien común. (Huelga decir: en la medida de lo posible.)
¿Qué es el bien común? ¿Cómo se alcanza? ¿Qué deberes y qué derechos incumben a cada uno y a la colectividad para labrar ese bien común? ¿En qué facetas se desglosa? ¿Cómo interactúan las unas con las otras? ¿Qué colisiones surgen entre unas y otras? ¿Qué criterios de prevalencia determinan que unos modos de solucionar tales colisiones sean acertados y lícitos, al paso que otros no lo son, o lo son menos?
¿Hay grados de bien común? ¿Cuánto ha de promoverse el bien común? Cuando el bien común colisione con bienes privados, ¿cómo ha de arbitrarse el conflicto? Abrazar el axioma del bien común ¿significa postular la preceptiva realización del máximo bien común, del bien común «cueste lo que cueste»? ¿O quizá esa cuestión carece de sentido, pues un imaginario beneficio, sea el que fuere, es impensable a expensas del bien común? (O sea, sacrificado o menoscabado el bien común, no habría nada salvado ni por salvar.)
De ahí pasamos a otras cuestiones derivadas. ¿Cómo ha de organizarse la sociedad para realizar el bien común? ¿Cuál ha de ser su estructura política con vistas a esa meta? Una vez fijada una determinada estructura política en aras del bien común, ¿cómo y cuándo puede modificarse, de ser necesario para ese mismo fin?
Ese bien común es —obviamente— el bien de una comunidad; ¿de qué comunidad? ¿Cómo se determinan las comunidades jurídicamente relevantes para que sea axiomática la preceptiva realización de su bien común? ¿Cómo se originan tales comunidades? ¿Cómo y cuándo se alteran —e.d. cómo y cuándo pueden legítimamente alterarse? P.ej. ¿es lícita la fragmentación de la comunidad, o, por el contrario, cualquier partición es atentatoria contra la norma suprema que rige la comunidad realmente existente, o sea su bien común?
Mi libro VLD es producto, en parte, de mi tesis doctoral jurídica *Idea Iuris Logica*, aunque, sobre todo, de las disputaciones que suscitó directa o indirectamente.
Una cuestión se suscitó reiteradamente a todo lo largo del itinerario que va de la redacción de la Tesis —en abril de 2015— a su sustentación —en junio— y, tras mucho escribir y mucho gestionar, finalmente, a la publicación del libro en noviembre de 2017. Es la cuestión de la insuficiencia de mis aclaraciones sobre el bien común. Sí, es verdad, queda dicho que estriba en una mayor cantidad y calidad de vida individual y colectiva, un bien que subsume los diferentes bienes de la vida (cuanto es bueno para la vida humana) en tanto en cuanto tenerlo y gozar de ello se realicen en la doble vertiente de la posesión y el disfrute colectivo y del beneficio de los integrantes de tal colectividad (salvo los sacrificios no arbitrarios que sean menester en aras de ese mismo bien común).
Objetóseme insistentemente que no bastan tales notas, poco informativas. Mi caracterización no precisa si el bien común es o no compatible con la propiedad privada, si el bienestar se alcanza por una actividad productiva socialmente planificada o, al revés, por mecanismos de la economía de mercado (como ya lo afirmó Adam Smith —a través del recurso de la mano invisible— y, de otro modo [y con otro utillaje conceptual], lo ha reafirmado la escuela austríaca).
Mi respuesta ha sido siempre la misma. Son cuestiones perfectamente legítimas, doctrinalmente relevantes y merecedoras de honda meditación. Ahora bien, desbordan el marco de la filosofía jurídica para entrar en la filosofía política. (Al menos así lo veo yo o así entiendo yo los confines de la filosofía jurídica.)
Creo, no obstante, haber aportado varias respuestas (no definitivas) a esos interrogantes (y a muchos otros relacionados) en mi libro *Estudios Republicanos, *así como en una cantidad de ensayos, artículos, sueltos, opúsculos y panfletos.
En el futuro (Dios mediante) espero sacar tiempo para escribir un libro cuyo título será, precisamente, *El bien común*, que, arrancando de mis ideas de filosofía jurídica, irrumpa de lleno en el terreno de la filosofía política. No se espere que en él vaya a contestar exhaustivamente a todas esas interrogaciones.
Tampoco el filósofo político puede —en el ejercicio legítimo de su desempeño académico e investigativo— desbordar un marco, difuso pero no arbitrario, invadiendo el terreno propio del pensamiento político, de la opinión política. (Varios de mis escritos más arriba aludidos carecían de pretensión alguna de ser trabajos de filosofía política, contentándose con ser expresiones de mera opinión política.)
Entre la filosofía política y la opinión política se ubicaría tal vez (si es que existe) el terreno, doblemente indefinido, de la ciencia política. Confieso que todavía no sé qué sea esa ciencia; no me cabe duda de que mi perplejidad viene de no haberle prestado suficiente atención, pero lo poco que de o sobre ella he leído no me ha estimulado para indagar más.
Sea como fuere, yo soy un filósofo y también un pensador. Me siento habilitado a hacer propuestas de filosofía política (aunque con una solvencia académica muy inferior a la que tengo en mi propio campo, el de la filosofía jurídica). Y, como cualquier hijo de vecino, estoy capacitado para tener mis opiniones políticas (y las tengo). Tales opiniones no las integro en mi trabajo académico. Los documentos en los cuales las expongo no figuran repertoriados en los tres directorios donde he ofrecido listas de mis textos académicos disponibles en línea: El Anaquel (libros) [http://lorenzopena.es/hispano/libros/], El Mostrador (surtido de publicaciones) [http://lorenzopena.es/hispano/escritos.htm] y El obrador (trabajos inéditos) [http://lorenzopena.es/ms/].
No se me oculta que, sea cual fuere ese, para mí ignoto, campo intermedio de la ciencia política, hay un insensible deslizarse de la filosofía política (disciplina académica) a la opinión política (un campo de mera doxa) y que pueden haber fracasado mis esfuerzos para ubicar cada uno de mis escritos, definidamente, en el terreno académico o en el de la mera opinión.
A los lectores incumbe la última palabra. Aquí sólo me refiero a mis propósitos.
Lorenzo Peña ha publicado en La filosofía social, política y jurídica de Lorenzo Peña.
Democracias bienhechoras
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Una organización política se justifica o legitima de dos maneras: por su génesis y por su función. En la historia de la humanidad y de las sociedades políticas siempre se han combinado ambas legitimidades, de maneras diversas, y con acentos dispares.
En general los detentadores del poder han insistido más en la legitimidad de origen, porque los pone más a salvo de los enjuiciamientos —potencialmente sujetos a controversia— sobre el desempeño de su función.
Una visión más instrumental, como la representada por la Escuela de Burdeos, que encabezó Léon Duguit, insiste más en la legitimación funcional.
La legitimidad o justificación funcional es doble. Esperamos del poder político dos cosas: que (1) edicte y haga respetar leyes beneficiosas para la población; y (2) que coordine y dirija las actividades mancomunadas conducentes al bien común que le incumbe organizar porque desbordan la esfera de la iniciativa privada o porque se realizan mejor como tareas integradas en la gestión y gobernación de la cosa pública.
La legitimidad de origen será una u otra según cuáles sean las concepciones vigentes en cada época o sociedad. Tomando como referente a Max Weber —pero alterando su esquema—, podemos clasificar tales legitimidades en tres grandes grupos: 1º, legitimidad dinástica; 2º, meritocrática (o mandarinal); y 3º, popular. (No entra aquí la legitimidad divina o sacra, que, para quienes la invocan, puede simplemente ser una consagración última o adicional de cualquiera de las tres legitimidades contempladas.)
Siendo, en la cultura contemporánea, la legitimidad de origen popular la más ampliamente aceptada (aunque dudosamente implementada en muchos casos), habría que analizar qué correlaciones existen entre esa variedad de legitimidad (susceptible de un número de comprensiones y plasmaciones) y la óptima realización de la doble función justificativa del poder: lo beneficioso de su legislación para el pueblo y la adecuada prestación de servicios públicos.
Mi impresión es que el balance habrá de ser mitigado. Seguramente cabe decir que no existe ninguna prueba de que sistemas que opten por alguna de las otras dos legitimaciones de origen conduzcan sistemáticamente a mejores resultados en la doble función esperada.
Una tesis más fuerte sostendría una sistemática correlación entre legitimación popular y satisfactorio desempeño de la doble función justificativa del poder. Dudo que pueda fundarse en evidencias racionalmente ponderadas y apreciadas esa tesis más fuerte.
Y es que han abundado las democracias no bienhechoras, especialmente cuando se tiene en cuenta, no sólo el bien común ad intra, sino también ad extra; desde la democracia ateniense —como mínimo—, la agresividad imperialista de las democracias no es seguro que haya sido menor que la de poderes dinásticos o meritocráticos.
El aserto de Rawls —en su obra Law of Peoples— de que las democracias tienden a relacionarse entre sí pacíficamente difícilmente resiste a la prueba de los datos históricos. La I Guerra Mundial enfrentó a la coalición anglofrancesa con la austroalemana; en ninguno de los cuatro países había una democracia según los parámetros actuales, pero en los cuatro se habían instituido sistemas parlamentarios con un amplio abanico de libertades públicas y con sufragio universal —aunque el Trono aún retenía una potestad significativa en las tres monarquías.
Hasta 1938 los EE.UU. y el Reino Unido mantenían, en su estrategia militar, planes para una guerra entre ambas potencias.
Eran bastante democráticos muchos de los gobiernos contra los cuales la administración federal estadounidense ha intervenido, directa o indirectamente, con las armas: el de Arbenz, el de Mossadegh, el de Juan Bosch y otros.
De todos modos, lo importante no es saber si un régimen político se abstiene de agredir a otros con parecida estructura, sino si es pacífico, porque atenta contra el bien común de la humanidad atacar a los países que han optado por un sistema político diverso.
No todas las democracias son, pues, bienhechoras. Pero puede haber democracias bienhechoras, siendo esa doble opción (la de un Estado, a la vez, bienhechor y democrático) aquella que mejor corresponde con nuestros valores de hoy. Tal vez, además, una democracia bienhechora sería más capaz de realizar una racional y equilibrada ponderación de valores.
Un obstáculo en el camino conducente a ese ideal es la exaltación de la democracia fáctica que incurre en el error de creer que la legitimidad de origen es suficiente o que lo demás viene por añadidura.
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Una organización política se justifica o legitima de dos maneras: por su génesis y por su función. En la historia de la humanidad y de las sociedades políticas siempre se han combinado ambas legitimidades, de maneras diversas, y con acentos dispares.
En general los detentadores del poder han insistido más en la legitimidad de origen, porque los pone más a salvo de los enjuiciamientos —potencialmente sujetos a controversia— sobre el desempeño de su función.
Una visión más instrumental, como la representada por la Escuela de Burdeos, que encabezó Léon Duguit, insiste más en la legitimación funcional.
La legitimidad o justificación funcional es doble. Esperamos del poder político dos cosas: que (1) edicte y haga respetar leyes beneficiosas para la población; y (2) que coordine y dirija las actividades mancomunadas conducentes al bien común que le incumbe organizar porque desbordan la esfera de la iniciativa privada o porque se realizan mejor como tareas integradas en la gestión y gobernación de la cosa pública.
La legitimidad de origen será una u otra según cuáles sean las concepciones vigentes en cada época o sociedad. Tomando como referente a Max Weber —pero alterando su esquema—, podemos clasificar tales legitimidades en tres grandes grupos: 1º, legitimidad dinástica; 2º, meritocrática (o mandarinal); y 3º, popular. (No entra aquí la legitimidad divina o sacra, que, para quienes la invocan, puede simplemente ser una consagración última o adicional de cualquiera de las tres legitimidades contempladas.)
Siendo, en la cultura contemporánea, la legitimidad de origen popular la más ampliamente aceptada (aunque dudosamente implementada en muchos casos), habría que analizar qué correlaciones existen entre esa variedad de legitimidad (susceptible de un número de comprensiones y plasmaciones) y la óptima realización de la doble función justificativa del poder: lo beneficioso de su legislación para el pueblo y la adecuada prestación de servicios públicos.
Mi impresión es que el balance habrá de ser mitigado. Seguramente cabe decir que no existe ninguna prueba de que sistemas que opten por alguna de las otras dos legitimaciones de origen conduzcan sistemáticamente a mejores resultados en la doble función esperada.
Una tesis más fuerte sostendría una sistemática correlación entre legitimación popular y satisfactorio desempeño de la doble función justificativa del poder. Dudo que pueda fundarse en evidencias racionalmente ponderadas y apreciadas esa tesis más fuerte.
Y es que han abundado las democracias no bienhechoras, especialmente cuando se tiene en cuenta, no sólo el bien común ad intra, sino también ad extra; desde la democracia ateniense —como mínimo—, la agresividad imperialista de las democracias no es seguro que haya sido menor que la de poderes dinásticos o meritocráticos.
El aserto de Rawls —en su obra Law of Peoples— de que las democracias tienden a relacionarse entre sí pacíficamente difícilmente resiste a la prueba de los datos históricos. La I Guerra Mundial enfrentó a la coalición anglofrancesa con la austroalemana; en ninguno de los cuatro países había una democracia según los parámetros actuales, pero en los cuatro se habían instituido sistemas parlamentarios con un amplio abanico de libertades públicas y con sufragio universal —aunque el Trono aún retenía una potestad significativa en las tres monarquías.
Hasta 1938 los EE.UU. y el Reino Unido mantenían, en su estrategia militar, planes para una guerra entre ambas potencias.
Eran bastante democráticos muchos de los gobiernos contra los cuales la administración federal estadounidense ha intervenido, directa o indirectamente, con las armas: el de Arbenz, el de Mossadegh, el de Juan Bosch y otros.
De todos modos, lo importante no es saber si un régimen político se abstiene de agredir a otros con parecida estructura, sino si es pacífico, porque atenta contra el bien común de la humanidad atacar a los países que han optado por un sistema político diverso.
No todas las democracias son, pues, bienhechoras. Pero puede haber democracias bienhechoras, siendo esa doble opción (la de un Estado, a la vez, bienhechor y democrático) aquella que mejor corresponde con nuestros valores de hoy. Tal vez, además, una democracia bienhechora sería más capaz de realizar una racional y equilibrada ponderación de valores.
Un obstáculo en el camino conducente a ese ideal es la exaltación de la democracia fáctica que incurre en el error de creer que la legitimidad de origen es suficiente o que lo demás viene por añadidura.
Lorenzo Peña ha publicado en La filosofía social, política y jurídica de Lorenzo Peña.
El desarrollo de mi filosofía política
Deseo aclarar que no soy un filósofo político. Dejando de lado mi consagración juvenil a la lucha política, mi recorrido intelectual ha saltado —¡digámoslo así!— por encima, no sólo de la ética, sino también de la filosofía política, conduciéndome, de los ámbitos disciplinares más abstractos, y tal vez abstrusos, de la lógica, la filosofía del lenguaje y la metafísica, a la nomología o filosofía jurídica, pasando por una fase transitoria (entre 1992 y 1997, aproximadamente) durante la cual —sin abandonar aún mi profesión principal lógico-metafísica— me fui centrando en problemas de lógica deóntica o lógica de las normas, que es lo que, a la postre, me condujo a estudiar aquella actividad a la cual habría de aplicarse esa lógica (teniendo que adaptarse a ella, so pena de resultar inoperante y vacua, como lo fue y es la lógica deóntica estándar).
En ese viaje, no obstante, me rocé con problemas de filosofía política, sólo que, en un principio, más bien habría que decir de opinión política. Tras casi dos decenios de apoliticismo, las circunstancias me hicieron enfrascarme de nuevo en los debates políticos, pero meramente como opinante.
¿Dónde termina lo que es pura opinión y dónde empieza lo que es elaboración de una teoría? Uds lo decidirán. Es un hecho que durante esos años noventa, a la vez que se iba produciendo mi viraje académico, también me fui interesando por temas de actualidad política, que me llevaron a escribir un número de textos que rebasaban el marco de la opinión sobre acaecimientos, sin llegar a constituir una teoría política (ni, menos aún, un sistema).
Fue un período en el cual ya sufrí el fuerte impacto del solidarismo de Léon Bourgeois y Léon Duguit, posiblemente los pensadores que más han orientado mi republicanismo (aunque éste tiene también muchos otros orígenes, bebiendo de gran número de fuentes).
Entre fines de los ochenta y la primera década de este siglo fueron acumulándose tales escritos junto con algunos ocasionales ensayos sobre cuestiones éticas.
Evidentemente, según lo ha hecho Marcelo Vásconez C, puede trazarse un hilo conductor que engarce varios o muchos de esos escritos (entre opinión política y reflexión teórica sobre la polis) con una parte de mi producción académica, en la cual, directa o indirectamente, viene abordado lo político.
De toda mi obra académica, el texto más netamente clasificable como de filosofía política es libro ESTUDIOS REPUBLICANOS.
En mi opinión ése sería el texto en el cual habrían de centrarse las discusiones sobre mi filosofía política.
No desconozco que los trabajos de filosofía jurídica también inciden significativamente en lo político —pues, a la postre, es difusa y problemática la frontera entre ambas disciplinas. Mi último libro, VISIÓN LÓGICA DEL DERECHO, está salpicado de consideraciones nada ajenas a la temática filosófico-política, por mucho que trate de centrarse en lo jurídico. Similarmente mi ensayo «No es la constitución la norma suprema» y muchos otros.
La disputación sobre la educación para la ciudadanía (previamente expuesta en entradas de una bitácora) viene retomada en ESTUDIOS REPUBLICANOS, habiendo de entenderse dentro de la polémica entre mi propio republicanismo y la doctrina de filosofía política que usurpa esa misma denominación (el neorrepublicanismo —o, mejor, ciudadanismo o civicismo— de Pocock, Skinner y Philip Pettit). Al contraste entre ambas corrientes y a las razones de la incompatibilidad entre ellas conságrase uno de los capítulos de ESTUDIOS REPUBLICANOS.
Sin ese transfondo no pierde su interés la cuestión de la educación para la ciudadanía —que es, de suyo, autónoma y separable. Mas, desgajada de ese contexto, no se capta del todo el porqué de mis argumentaciones.
Deseo aclarar que no soy un filósofo político. Dejando de lado mi consagración juvenil a la lucha política, mi recorrido intelectual ha saltado —¡digámoslo así!— por encima, no sólo de la ética, sino también de la filosofía política, conduciéndome, de los ámbitos disciplinares más abstractos, y tal vez abstrusos, de la lógica, la filosofía del lenguaje y la metafísica, a la nomología o filosofía jurídica, pasando por una fase transitoria (entre 1992 y 1997, aproximadamente) durante la cual —sin abandonar aún mi profesión principal lógico-metafísica— me fui centrando en problemas de lógica deóntica o lógica de las normas, que es lo que, a la postre, me condujo a estudiar aquella actividad a la cual habría de aplicarse esa lógica (teniendo que adaptarse a ella, so pena de resultar inoperante y vacua, como lo fue y es la lógica deóntica estándar).
En ese viaje, no obstante, me rocé con problemas de filosofía política, sólo que, en un principio, más bien habría que decir de opinión política. Tras casi dos decenios de apoliticismo, las circunstancias me hicieron enfrascarme de nuevo en los debates políticos, pero meramente como opinante.
¿Dónde termina lo que es pura opinión y dónde empieza lo que es elaboración de una teoría? Uds lo decidirán. Es un hecho que durante esos años noventa, a la vez que se iba produciendo mi viraje académico, también me fui interesando por temas de actualidad política, que me llevaron a escribir un número de textos que rebasaban el marco de la opinión sobre acaecimientos, sin llegar a constituir una teoría política (ni, menos aún, un sistema).
Fue un período en el cual ya sufrí el fuerte impacto del solidarismo de Léon Bourgeois y Léon Duguit, posiblemente los pensadores que más han orientado mi republicanismo (aunque éste tiene también muchos otros orígenes, bebiendo de gran número de fuentes).
Entre fines de los ochenta y la primera década de este siglo fueron acumulándose tales escritos junto con algunos ocasionales ensayos sobre cuestiones éticas.
Evidentemente, según lo ha hecho Marcelo Vásconez C, puede trazarse un hilo conductor que engarce varios o muchos de esos escritos (entre opinión política y reflexión teórica sobre la polis) con una parte de mi producción académica, en la cual, directa o indirectamente, viene abordado lo político.
De toda mi obra académica, el texto más netamente clasificable como de filosofía política es libro ESTUDIOS REPUBLICANOS.
En mi opinión ése sería el texto en el cual habrían de centrarse las discusiones sobre mi filosofía política.
No desconozco que los trabajos de filosofía jurídica también inciden significativamente en lo político —pues, a la postre, es difusa y problemática la frontera entre ambas disciplinas. Mi último libro, VISIÓN LÓGICA DEL DERECHO, está salpicado de consideraciones nada ajenas a la temática filosófico-política, por mucho que trate de centrarse en lo jurídico. Similarmente mi ensayo «No es la constitución la norma suprema» y muchos otros.
La disputación sobre la educación para la ciudadanía (previamente expuesta en entradas de una bitácora) viene retomada en ESTUDIOS REPUBLICANOS, habiendo de entenderse dentro de la polémica entre mi propio republicanismo y la doctrina de filosofía política que usurpa esa misma denominación (el neorrepublicanismo —o, mejor, ciudadanismo o civicismo— de Pocock, Skinner y Philip Pettit). Al contraste entre ambas corrientes y a las razones de la incompatibilidad entre ellas conságrase uno de los capítulos de ESTUDIOS REPUBLICANOS.
Sin ese transfondo no pierde su interés la cuestión de la educación para la ciudadanía —que es, de suyo, autónoma y separable. Mas, desgajada de ese contexto, no se capta del todo el porqué de mis argumentaciones.
Lorenzo Peña ha publicado en Seminario sobre Visión lógica del derecho, de Lorenzo Peña.
FRATERNIDAD Y SOLIDARIDAD
En varios escritos me he pronunciado a favor de un principio de fraternidad o hermandad más que de solidaridad. La razón es triple.
Primero, la fraternidad evoca un afecto de cercanía humana, una comunión. Y sí, pienso que la obligación de contribuir al bien común (un axioma de la lógica nomológica y del jusnaturalismo aditivo) conlleva, no digo sentir ese afecto (prescribir los afectos está reservado a la ética o quizá al orden preternatural), pero sí, al menos, actuar como corresponde a ese afecto.
Segundo, la palabra «solidaridad» tiene una matriz jurídico-civil muy poco solidarista, en su génesis. Obligación solidaria (o en latín «in solidum») es aquella que se contrae entre 2 o más tal que, cuando uno de ellos no la cumpla, incumbe al otro o a los otros cumplirla íntegramente. P.ej., una letra de cambio solidariamente avalada por A y B. Si no paga el tomador ni tampoco el avalista A, tócale pagar todo al avalista B (y viceversa); a diferencia de una obligación mancomunada, en la cual cada deudor paga su parte. Admitirán Uds que todo eso tiene poco que ver con lo que políticamente se entiende como principio de solidaridad y con la doctrina solidarista.
En tercer lugar, según se usa hoy, «solidaridad» es caridad: una conducta de beneficencia filantrópica, supererogatoria, loable mas no exigible (salvo acaso de manera genérica: «hay que ser solidarios»). P.ej. enviar ayuda a los damnificados de las inundaciones del Ganges es un acto de solidaridad, pero está claro que nadie puede estar mandando dinero a todos los damnificados de cualesquiera calamidades o desgracias en el planeta Tierra; y, en realidad, esa generosidad no es jurídicamente exigible.
Hay empero un motivo para preferir «solidaridad» por sobre «fraternidad». La fraternidad está basada en el vínculo de parentesco que tenemos todos los descendientes de Adán y Eva, en nuestra compartida humanidad, en nuestra común pertenencia a la familia humana. Y sí, desde luego, creo que hay un deber de contribuir al bien común de la humanidad y, por ende, de un modo u otro cada ser humano nos debe importar.
Pero jurídicamente nuestro deber principal es el de contribuir al bien común de nuestra propia comunidad, de nuestra nación, en el sentido de Estado-Nación, comunidad histórico-política constituida como una colectividad soberana.
Con los fundadores del solidarismo, Léon Bourgeois y Léon Duguit, creo que cada uno debe a esa comunidad política ser lo que es, haber obtenido en la vida lo que ha conseguido e incluso haber llegado a vivir, ya que, en aislamiento, sin la sociedad, sus padres no habrían podido engendrarlo ni criarlo.
Conque el deber de contribuir al bien común de nuestra comunidad histórico-política es, así, un deber de gratitud, de devolución (no cuantificable).
Además, la solidaridad se dirige hacia la colectividad, no hacia los integrantes de esa colectividad por separado. Nuestro deber de solidaridad, o sea de contribución al bien común, nos impone desempeñar concienzudamente nuestra actividad profesional, pagar puntualmente nuestros impuestos y cumplir las demás obligaciones legales.
Por otro lado, al legislador le impone, no sólo legislar para el bien común, sino instituir legislativamente los deberes legales de cada individuo y cada grupo en aras del bien común (algo opuesto al «laissez faire» del ultraliberalismo o libertarianismo).
Los actos de simpatía, compasión, benevolencia a título individual son asunto de ética, no de derecho. Ni siquiera de derecho natural.
Claro que hay conductas de ayuda que sí son jurídicamente exigibles, como el deber de socorro, en los términos en los que lo establece el Código Penal, que son restrictivos. En general no es jurídicamente exigible andar por el mundo como alma caritativa que ayuda a todos; entre otras razones, porque no podemos.
(Una obra de Bertolt Brecht, si no recuerdo mal, aborda la paradoja de la mujer tan caritativa que se arruina y, para seguir siendo filántropa, se dedica a robar; creo que se llama «El hombre bueno de Sechuán» o algo así; en todo caso es de tema chino.)
¿Qué opinan Uds?
En varios escritos me he pronunciado a favor de un principio de fraternidad o hermandad más que de solidaridad. La razón es triple.
Primero, la fraternidad evoca un afecto de cercanía humana, una comunión. Y sí, pienso que la obligación de contribuir al bien común (un axioma de la lógica nomológica y del jusnaturalismo aditivo) conlleva, no digo sentir ese afecto (prescribir los afectos está reservado a la ética o quizá al orden preternatural), pero sí, al menos, actuar como corresponde a ese afecto.
Segundo, la palabra «solidaridad» tiene una matriz jurídico-civil muy poco solidarista, en su génesis. Obligación solidaria (o en latín «in solidum») es aquella que se contrae entre 2 o más tal que, cuando uno de ellos no la cumpla, incumbe al otro o a los otros cumplirla íntegramente. P.ej., una letra de cambio solidariamente avalada por A y B. Si no paga el tomador ni tampoco el avalista A, tócale pagar todo al avalista B (y viceversa); a diferencia de una obligación mancomunada, en la cual cada deudor paga su parte. Admitirán Uds que todo eso tiene poco que ver con lo que políticamente se entiende como principio de solidaridad y con la doctrina solidarista.
En tercer lugar, según se usa hoy, «solidaridad» es caridad: una conducta de beneficencia filantrópica, supererogatoria, loable mas no exigible (salvo acaso de manera genérica: «hay que ser solidarios»). P.ej. enviar ayuda a los damnificados de las inundaciones del Ganges es un acto de solidaridad, pero está claro que nadie puede estar mandando dinero a todos los damnificados de cualesquiera calamidades o desgracias en el planeta Tierra; y, en realidad, esa generosidad no es jurídicamente exigible.
Hay empero un motivo para preferir «solidaridad» por sobre «fraternidad». La fraternidad está basada en el vínculo de parentesco que tenemos todos los descendientes de Adán y Eva, en nuestra compartida humanidad, en nuestra común pertenencia a la familia humana. Y sí, desde luego, creo que hay un deber de contribuir al bien común de la humanidad y, por ende, de un modo u otro cada ser humano nos debe importar.
Pero jurídicamente nuestro deber principal es el de contribuir al bien común de nuestra propia comunidad, de nuestra nación, en el sentido de Estado-Nación, comunidad histórico-política constituida como una colectividad soberana.
Con los fundadores del solidarismo, Léon Bourgeois y Léon Duguit, creo que cada uno debe a esa comunidad política ser lo que es, haber obtenido en la vida lo que ha conseguido e incluso haber llegado a vivir, ya que, en aislamiento, sin la sociedad, sus padres no habrían podido engendrarlo ni criarlo.
Conque el deber de contribuir al bien común de nuestra comunidad histórico-política es, así, un deber de gratitud, de devolución (no cuantificable).
Además, la solidaridad se dirige hacia la colectividad, no hacia los integrantes de esa colectividad por separado. Nuestro deber de solidaridad, o sea de contribución al bien común, nos impone desempeñar concienzudamente nuestra actividad profesional, pagar puntualmente nuestros impuestos y cumplir las demás obligaciones legales.
Por otro lado, al legislador le impone, no sólo legislar para el bien común, sino instituir legislativamente los deberes legales de cada individuo y cada grupo en aras del bien común (algo opuesto al «laissez faire» del ultraliberalismo o libertarianismo).
Los actos de simpatía, compasión, benevolencia a título individual son asunto de ética, no de derecho. Ni siquiera de derecho natural.
Claro que hay conductas de ayuda que sí son jurídicamente exigibles, como el deber de socorro, en los términos en los que lo establece el Código Penal, que son restrictivos. En general no es jurídicamente exigible andar por el mundo como alma caritativa que ayuda a todos; entre otras razones, porque no podemos.
(Una obra de Bertolt Brecht, si no recuerdo mal, aborda la paradoja de la mujer tan caritativa que se arruina y, para seguir siendo filántropa, se dedica a robar; creo que se llama «El hombre bueno de Sechuán» o algo así; en todo caso es de tema chino.)
¿Qué opinan Uds?
Lorenzo Peña ha publicado en La filosofía social, política y jurídica de Lorenzo Peña.
DISPONIBLE UNA VERSIÓN COMPLETA
Sólo para los inscritos en este grupo:
http://jurid.net/.y/EERR.pdf
(Contraseña: Ipiales)
***ESTUDIOS REPUBLICANOS***
Sólo para los inscritos en este grupo:
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(Contraseña: Ipiales)
***ESTUDIOS REPUBLICANOS***
Lorenzo Peña ha publicado en Seminario sobre Visión lógica del derecho, de Lorenzo Peña.
DERECHO NATURAL, BIEN COMÚN Y DERECHOS HUMANOS
Al defender un derecho natural (como una norma o una pluralidad de normas incorporadas al ordenamiento jurídico, no por promulgamiento legislativo, ni por la costumbre vinculante, sino por la propia naturaleza de las relaciones sociales y las necesidades intrínsecas de un sistema normativo), he sostenido que tal derecho natural conlleva un reconocimiento y respeto de los derechos naturales del hombre —no sólo los de libertad sino también los de bienestar.
Ahora bien, a diferencia de otros jusnaturalismos modernos, ese que yo defiendo —el jusnaturalismo del *bonum commune*— no erige los derechos humanos en axiomas. Son teoremas.
Veo muy problemático convertirlos en axiomas, por cinco razones.
La primera es que resulta largo el elenco de esos derechos (aun descontando los inanes empeños de mucha gente para agregar más y más derechos y hasta tipos de nuevos derechos dizque de tercera, de cuarta o de quinta generación; yo no conozco ni admito como derechos naturales y fundamentales del individuo humano más que los de libertad y de bienestar).
A menos que se demuestre que no puede existir libertad de palabra sin derecho a la salud ni derecho a una vivienda sin libertad de asociación o derecho a la vida conyugal sin derecho a la instrucción, habrá que ir postulando, uno por uno, a título de axiomas, todos los ítemes de la lista.
La segunda razón es que, lejos de ser tan evidente como se cree, la lista de los derechos naturales del hombre evoluciona, se perfila, se reconfigura, no viniendo dada de una vez por todas.
Así, la *Déclaration des droits de l'homme et du citoyen*de agosto de 1789 no sólo no contemplaba ningún derecho de bienestar, sino tampoco la libertad de residencia, la de cambiar de domicilio, la de reunión ni la de asociación (salvo por una cláusula genérica que reputa lícito hacer cuanto no esté prohibido, a la vez que prohíbe prohibir conductas que no sean lesivas para los demás).
Constitucionalmente los derechos de bienestar tímidamente aparecen en la constitución de Querétaro y en la de Weimar pero únicamente cobran una envergadura hoy reconocible en la soviética de diciembre de 1936 y en la irlandesa del año siguiente.
Fue fruto de una transacción la lista acordada en la DUDH de 1948. Difícilmente podemos considerar que sea una expresión perfecta, acabada, inamovible.
Por lo cual es muy arriesgado —y hasta un tanto gratuito— erigir ese elenco —o quizá otro— en una ristra de axiomas del derecho natural.
La tercera razón es que esos derechos colisionan unos con otros, como resulta palmario a cualquiera que haya estudiado seriamente la historia de la implementación de los derechos humanos, saliendo del mundo de las puras elucubraciones conceptuales. (Quizá en una sociedad de ángeles no se producirían esas antinomias, pero sí en las sociedades animales —incluida la humana— en este hermoso planeta que es nuestra casa común.)
La cuarta razón es que varios de los derechos naturales del hombre, por naturales que sean, únicamente existen en sociedades en las cuales su realización sea posible, al menos a largo plazo o condicionalmente. ¿Sabría alguien decirme qué derechos naturales teníamos en la cuna de nuestra especie hará unas 6 u 8 mil generaciones (o más)?
La quinta razón es que, en virtud de un sano canon epistemológico de economía, es preferible un sistema con menos axiomas, de los cuales podamos deducir los teoremas. A ser posible un axioma evidente y claro.
¿Existe ese axioma unitario? Sí. La norma que prescribe la realización del bien común. O tal vez mejor: la realización de aquello que, en una sociedad dada, conduzca a la plenificación del bien común.
Junto con otro principio del derecho natural (o de la lógica nomológica): el de consecuencia jurídica: cuando es preceptivo que determinados supuestos de hecho impliquen una consecuencia, la efectiva realización de tales supuestos implica la obligatoriedad de esa consecuencia.
Analizando el concepto del bien común y teniendo en cuenta el estado de la sociedad humana, concluimos que, en las sociedades modernas, de esos dos axiomas se deduce la vinculatividad de esos múltiples derechos que son los derechos naturales del hombre.
La postulación axiomática de tales derechos no es, por consiguiente, ni necesaria ni razonable. Ni es suficiente, porque la preceptividad del bien común va más allá de la mera realización de los derechos individuales.
Hay bienes colectivos, bienes espirituales de la comunidad nacional que no se ciñen a la satisfacción de las demandas individuales de libertad y bienestar, como son: el fortalecimiento de la unidad nacional (primer objetivo de la constitución colombiana de 1991), el reforzamiento de la armonía y la cohesión social, el fomento del espíritu de fraterna solidaridad, la posesión colectiva de un importante patrimonio material y espiritual, incluyendo las realizaciones de obras públicas, las obras culturales, el florecimiento de las artes, letras y ciencias, el público embellecimiento; y también la influencia en los asuntos internacionales —siempre que sea para bien, no para mal—, el prestigio de la nación, todo aquello de lo que usualmente se dice que es algo de lo cual «podemos sentirnos orgullosos» (aunque yo confieso que el orgullo no me gusta nada). Nuestra historia, nuestras instituciones, nuestra literatura. Nuestra lengua, claro (que, en el caso de aquella en que se escriben estas líneas, es patrimonio de una veintena de naciones, de cada una tan suya como de las otras 19). Todo eso es bien común, que va más allá de los derechos individuales.
El bien común es calidad y cantidad de vida individual y colectiva. Lo cual comporta muchas facetas. En esta entrada he considerado algunas de ellas.
Al defender un derecho natural (como una norma o una pluralidad de normas incorporadas al ordenamiento jurídico, no por promulgamiento legislativo, ni por la costumbre vinculante, sino por la propia naturaleza de las relaciones sociales y las necesidades intrínsecas de un sistema normativo), he sostenido que tal derecho natural conlleva un reconocimiento y respeto de los derechos naturales del hombre —no sólo los de libertad sino también los de bienestar.
Ahora bien, a diferencia de otros jusnaturalismos modernos, ese que yo defiendo —el jusnaturalismo del *bonum commune*— no erige los derechos humanos en axiomas. Son teoremas.
Veo muy problemático convertirlos en axiomas, por cinco razones.
La primera es que resulta largo el elenco de esos derechos (aun descontando los inanes empeños de mucha gente para agregar más y más derechos y hasta tipos de nuevos derechos dizque de tercera, de cuarta o de quinta generación; yo no conozco ni admito como derechos naturales y fundamentales del individuo humano más que los de libertad y de bienestar).
A menos que se demuestre que no puede existir libertad de palabra sin derecho a la salud ni derecho a una vivienda sin libertad de asociación o derecho a la vida conyugal sin derecho a la instrucción, habrá que ir postulando, uno por uno, a título de axiomas, todos los ítemes de la lista.
La segunda razón es que, lejos de ser tan evidente como se cree, la lista de los derechos naturales del hombre evoluciona, se perfila, se reconfigura, no viniendo dada de una vez por todas.
Así, la *Déclaration des droits de l'homme et du citoyen*de agosto de 1789 no sólo no contemplaba ningún derecho de bienestar, sino tampoco la libertad de residencia, la de cambiar de domicilio, la de reunión ni la de asociación (salvo por una cláusula genérica que reputa lícito hacer cuanto no esté prohibido, a la vez que prohíbe prohibir conductas que no sean lesivas para los demás).
Constitucionalmente los derechos de bienestar tímidamente aparecen en la constitución de Querétaro y en la de Weimar pero únicamente cobran una envergadura hoy reconocible en la soviética de diciembre de 1936 y en la irlandesa del año siguiente.
Fue fruto de una transacción la lista acordada en la DUDH de 1948. Difícilmente podemos considerar que sea una expresión perfecta, acabada, inamovible.
Por lo cual es muy arriesgado —y hasta un tanto gratuito— erigir ese elenco —o quizá otro— en una ristra de axiomas del derecho natural.
La tercera razón es que esos derechos colisionan unos con otros, como resulta palmario a cualquiera que haya estudiado seriamente la historia de la implementación de los derechos humanos, saliendo del mundo de las puras elucubraciones conceptuales. (Quizá en una sociedad de ángeles no se producirían esas antinomias, pero sí en las sociedades animales —incluida la humana— en este hermoso planeta que es nuestra casa común.)
La cuarta razón es que varios de los derechos naturales del hombre, por naturales que sean, únicamente existen en sociedades en las cuales su realización sea posible, al menos a largo plazo o condicionalmente. ¿Sabría alguien decirme qué derechos naturales teníamos en la cuna de nuestra especie hará unas 6 u 8 mil generaciones (o más)?
La quinta razón es que, en virtud de un sano canon epistemológico de economía, es preferible un sistema con menos axiomas, de los cuales podamos deducir los teoremas. A ser posible un axioma evidente y claro.
¿Existe ese axioma unitario? Sí. La norma que prescribe la realización del bien común. O tal vez mejor: la realización de aquello que, en una sociedad dada, conduzca a la plenificación del bien común.
Junto con otro principio del derecho natural (o de la lógica nomológica): el de consecuencia jurídica: cuando es preceptivo que determinados supuestos de hecho impliquen una consecuencia, la efectiva realización de tales supuestos implica la obligatoriedad de esa consecuencia.
Analizando el concepto del bien común y teniendo en cuenta el estado de la sociedad humana, concluimos que, en las sociedades modernas, de esos dos axiomas se deduce la vinculatividad de esos múltiples derechos que son los derechos naturales del hombre.
La postulación axiomática de tales derechos no es, por consiguiente, ni necesaria ni razonable. Ni es suficiente, porque la preceptividad del bien común va más allá de la mera realización de los derechos individuales.
Hay bienes colectivos, bienes espirituales de la comunidad nacional que no se ciñen a la satisfacción de las demandas individuales de libertad y bienestar, como son: el fortalecimiento de la unidad nacional (primer objetivo de la constitución colombiana de 1991), el reforzamiento de la armonía y la cohesión social, el fomento del espíritu de fraterna solidaridad, la posesión colectiva de un importante patrimonio material y espiritual, incluyendo las realizaciones de obras públicas, las obras culturales, el florecimiento de las artes, letras y ciencias, el público embellecimiento; y también la influencia en los asuntos internacionales —siempre que sea para bien, no para mal—, el prestigio de la nación, todo aquello de lo que usualmente se dice que es algo de lo cual «podemos sentirnos orgullosos» (aunque yo confieso que el orgullo no me gusta nada). Nuestra historia, nuestras instituciones, nuestra literatura. Nuestra lengua, claro (que, en el caso de aquella en que se escriben estas líneas, es patrimonio de una veintena de naciones, de cada una tan suya como de las otras 19). Todo eso es bien común, que va más allá de los derechos individuales.
El bien común es calidad y cantidad de vida individual y colectiva. Lo cual comporta muchas facetas. En esta entrada he considerado algunas de ellas.
Lorenzo Peña ha publicado en Seminario sobre Visión lógica del derecho, de Lorenzo Peña.
**El derecho a la igualdad**
Un derecho a la igualdad no figura en ninguna declaración de los derechos naturales del hombre (o derechos humanos fundamentales)
Enúnciase, ciertamente, una igualdad de derechos (de derechos fundamentales, claro); proclámase a veces el valor de la igualdad.
Un valor es una cualidad que, cuando viene reconocida como vinculante por un ordenamiento jurídico, implica que éste ha asumir determinados principios cuyo cumplimiento sea menester para que se realice tal valor. Trátase, empero, de una pauta jurídicamente indeterminada. Habrá principios y reglas que, en una u otra medida, se ajusten a la vigencia de ese valor; habrá cánones o preceptos que a todas luces lo violen; pero la mera proclamación de un valor deja un amplísimo margen de apreciación.
Lo que aquí deseo abordar no es la igualdad de derechos, sino el derecho a la igualdad, que es otra cosa (aunque obviamente conexa).
La igualdad es, como la justicia, un valor conexo. P.ej. ciertamente habrá mucha igualdad si todos vivimos hundidos en la más mísera calamidad. Al proclamar el valor de la igualdad, aspiramos a que sea para bien, no para mal.
Así y todo a menudo discurrimos (dado el nexo conceptual entre las nociones de igualdad y de justicia) con cuestiones como éstas: ¿Es justo que tanta gente sufra y nosotros no? ¿Es justo que la persona que más amamos padezca una grave enfermedad y que nosotros disfrutemos de una salud de hierro? ¿Es justo que no le toque la lotería al pobre Anastasio (que está entrampado) y sí a su primo Eufrasio (que vive en el desahogo)? ¿Es justo que, habiendo hambre en el mundo, algunos coman a dos carrillos, hasta hartarse? ¿Es justo que, con la pobreza que hay, algunos vivan en el confort, la abundancia y hasta el lujo?
Podemos, en verdad, respondernos que lo injusto no es que, viviendo A mal, B viva bien, sino a la inversa: que, viviendo B bien, A viva mal. ¿De veras es así? ¿Es diferente lo uno de lo otro?
Quizá podemos pensar que lo injusto no es que, viviendo unos mal, otros vivan bien (o, lo que es lo mismo, que, viviendo unos bien, otros vivan mal), sino una disparidad de nivel de vida inmerecida, o, en todo caso, que debería al menos atenuarse (aun en el supuesto de que, de suyo, sea merecida).
Si saco aquí el concepto de justicia, no es porque quiera consagrarle esta entrada, sino porque nos introduce de lleno en el meollo de la cuestión abordada: la igualdad.
Ya saben mis lectores que, en mi concepción filosófico-jurídica, el valor supremo es el bien común. Una de las notas conceptuales del bien común es la igualdad.
Ante todo, sólo hay bien común en una comunidad en tanto en cuanto todos sus integrantes tienen igual derecho a participar del bien común.
Sólo que igual derecho a participar no equivale a derecho a igual participación.
La desigual participación puede venir motivada por una pluralidad de factores, pero su límite es que no implique deterioro para el propio bien común.
P.ej., igual derecho a la salud (y, por consiguiente, a la atención médica) no implica derecho a la misma atención sanitaria. Quienes tenemos la suerte de no padecer cáncer no tenemos derecho alguno a la quimioterapia. Similarmente ningún varón tiene derecho a servicios de obstetricia.
En tales supuestos lo que justifica la desigualdad de derechos es la diferencia de necesidades.
En este punto hay que salir al paso de la tesis capabilista de Amartya Sen y Martha Nussbaum, según la cual, siendo subjetivas las necesidades, aquello que hay que igualar son las capabilidades. P.ej., un glotón necesita comer todos los días caviar o piña con canela, mientras que otro, frugal, es feliz comiendo un plato de maíz y fruta de temporada. El concepto de capabilidades ofrecería la posibilidad de que cada cual esté igualmente capabilitado, o sea con posibilidad real de satisfacer sus deseos o no, según su decisión.
A mi modo de ver, ese concepto es muy propio de una cultura libertaria donde el único valor es la libertad. El capabilismo pretende reducir los derechos de bienestar a derechos de libertad. Aun así, veo mal cómo, mediante ese malabarismo conceptual, se va a capabilitar igual al glotón que al frugal, a menos que a ambos se les facilite por igual entregarse a la gula si lo desean; para lo cual habrá que suministrarles los mismos recursos.
Por otro lado, sean cuales fueren las dificultades y los enigmas de que está erizada la noción de necesidad, su núcleo resulta claro. El glotón no necesita caviar ni el mujeriego necesita una compañera de cama diferente cada noche ni el ambicioso necesita altos cargos y honores. Los deseos no son necesidades. Unos necesitan un aparato ortopédico y otros no. Unos necesitan una ayuda alimenticia y otros no. Hay que dar de comer al hambriento y de beber al sediento, no de comer al que está ya atiborrado.
Estamos, pues, de acuerdo en que un criterio de admisible desigualdad es la diferencia de necesidades. Al fin y al cabo, retomando una divisa de Pierre Leroux (de honda raigambre en la tradición), Carlos Marx enunció, como canon del comunismo futuro, el principio «de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad» (si bien, eso sí, lo reservaba a un porvenir más o menos lejano, en el cual la abundancia de todo tipo de bienes de consumo manaría como chorros, sin escasez de nada —me temo que habrá que esperar, para lograrlo, al final de la historia universal).
¿No hay otros criterios admisibles? Solemos pensar que hay uno indiscutible: el mérito. El que se ha esforzado más, el que se lo ha currado, tiene un título a una compensación o retribución por su esfuerzo.
Claro que puede discutirse ese criterio. Al fin y al cabo quienes han trabajado con mayor ahínco lo deben, en último término, a la suerte. Han tenido la suerte de nacer con un carácter laborioso y empeñado o de haberlo adquirido por la circunstancias de su vida, generalmente desde su niñez. ¿Alguien merece sus méritos?
Por otro lado, ese criterio del mérito suscita otras dificultades. La primera es saber si merecen mayor participación los más capaces (los más robustos o corpulentos para los trabajos de fuerza, los más ágiles y habilidosos, los más inteligentes e inventivos, los de mayor talento). Puede alegarse, a favor de la respuesta afirmativa, que contribuyen más al bien común. Pero ¿trátase de una relación mercantil, de que la sociedad pague más a un socio porque (y en la medida en que) contribuya más al bien de esa sociedad? ¡Tanto aportas, tanto se te retribuye! ¿Es eso lo más adecuado?
La segunda dificultad es que el cúmulo de méritos no es lineal (o sea no constituye una escala). Quiero decir que entre dos méritos, M1 y M2, es perfectamente posible que no tengamos ni M1<M2 ni M2<M1. Imaginemos que el mérito es vectorial, comportando dos componentes o aspectos, A1 y A2. Sin duda en muchos casos hallaremos que M1 es superior a M2 en A1 pero inferior en A2.
La tercera dificultad es cuán problemática es la medición del mérito. ¿Es mayor el mérito del ingeniero industrial que el del piloto o viceversa? Y ¿cuánto? ¿Cómo se fija la métrica? ¿Qué instrumentos hay de medición?
La cuarta y principal dificultad es que, aunque no lo parezca, resulta arbitrario adjudicar más al más meritorio. Resulta arbitrario mientras no se justifique. El más meritorio, por el mero hecho de serlo, ¿tiene derecho a mayor participación en el bien común?
Partimos de una premisa: todos tienen igual derecho a participar del bien común. Para pasar a determinar cuánto ha de participar cada cual es menester, no sólo un criterio, sino una razón convincente para escoger ese criterio.
Pienso que hay una razón: el propio bien común, o sea mantener y acrecentar el bien común. El único criterio válido será aquel cuya implementación conduzca a preservar y aumentar el bien común.
Sin duda será un criterio híbrido, que, en parte, tenga en cuenta las necesidades y en parte los méritos. No porque los más meritorios, por el mero hecho de serlo, merezcan mayor participación en el bien público, sino porque recompensar el mérito es provechoso para ese bien común, incentivando el esfuerzo.
Premiar las aptitudes también es beneficioso para el bien común, en la medida en que los seres humanos suelen tener la capacidad de modular e incrementar sus aptitudes. Suponiendo que sea verdad que unos nacen con mayor aptitud innata para la matemática, esa aptitud no se la han ganado; pero muchos, acaso con menor aptitud innata (insisto, en ese supuesto), pueden esforzarse por desarrollar la suya y emular a los innatamente privilegiados.
Sería, de todos modos, prácticamente imposible articular un criterio de retribución que descontara del mérito aquella parte que dependa, no del esfuerzo, sino de una aptitud previa o tempranamente adquirida en la infancia.
Ahora bien, ese criterio de distribución híbrido (que no forzosamente tiene sólo esas dos hebras de las necesidades y el mérito) ha de someterse a una regla: que las desigualdades de participación no sobrepasen un umbral que quebraría la armonía y solidaridad colectiva.
Cuando se quiebre la unidad, la cohesión, la armonía, la solidaridad colectiva, se lesiona el bien común.
Ése es el derecho a la igualdad.
No hablo de una igualdad de derechos fundamentales, pues ésa la damos por sobreentendida. No hablo de una igualdad de expectativas o de oportunidades, pues evidentemente, en una oposición a notario, no compiten con las mismas oportunidades el candidato más inteligente y más sabio y el farolillo rojo de los contrincantes.
(A veces se usa la locución «igualdad de oportunidades» en el sentido de igualdad de derechos; pero hay que insistir en que somos iguales en derechos fundamentales, no en otros derechos. Un extraño no tiene el mismo derecho que los hijos de un millonario a heredar su fortuna ni el carente de título académico tiene el mismo derecho a opositar para una cátedra que quien cumple los requisitos.)
Suele oponerse igualdad de oportunidades a igualdad de resultados. Ya he dicho por qué y en qué me molesta la locución de «igualdad de oportunidades». ¿Igualdad de resultados?
La locución «igualdad de resultados» tiene tres acepciones posibles. La primera sería la más estricta: la meta sería que todos tuvieran lo mismo. Todos presidentes del consejo de ministros, todos director de la principal cadena de TV, todos embajador ante la ONU. Huelgan comentarios.
Un sentido más laxo sería: todos tienen derecho a resultados equivalentes. P.ej., no todos pueden presidir el consejo de ministros, pero podríamos imaginar puestos de la misma relevancia o consideración social. Mas tampoco esto es viable ni sería beneficioso para la sociedad. De hecho sería imposible y destruiría la sociedad.
Una tercera acepción, más plausible, sería la de que todos tienen en la vida un derecho a la misma satisfacción vital. No todos pueden ejercer el mismo poder político ni recibir la misma retribución ni ostentar responsabilidad de similar rango, pero se puede compensar esas disparidades ofreciendo a quienes salgan peor motivos para un disfrute alternativo.
Paréceme excelente esa idea, pero únicamente a título de desideratum, de meta asintótica. En parte la evolución social ya apunta un poco hacia ella. P.ej. a menudo los empleos de mayor reconocimiento y de más cuantiosos emolumentos implican también prolongados horarios laborales y fuertes preocupaciones.
Concluyo. El bien común de la sociedad requiere que la participación en ese bien común se haga según pautas diferenciadas en aras del mantenimiento y aumento del propio bien común, siendo una de esas pautas la de limitar las desigualdades en aras de salvaguardar la unidad y cohesión sociales, la armonía y la solidaridad.
Ejercicio para el lector: ¿qué similitud y qué diferencia existe entre este derecho a la igualdad —así concebido y justificado— y el 2º principio rawlsiano de la justicia, el maximin, o sea que las diferencias de fortuna admisibles sean aquellas beneficiosas para quienes salgan peor parados?
Un derecho a la igualdad no figura en ninguna declaración de los derechos naturales del hombre (o derechos humanos fundamentales)
Enúnciase, ciertamente, una igualdad de derechos (de derechos fundamentales, claro); proclámase a veces el valor de la igualdad.
Un valor es una cualidad que, cuando viene reconocida como vinculante por un ordenamiento jurídico, implica que éste ha asumir determinados principios cuyo cumplimiento sea menester para que se realice tal valor. Trátase, empero, de una pauta jurídicamente indeterminada. Habrá principios y reglas que, en una u otra medida, se ajusten a la vigencia de ese valor; habrá cánones o preceptos que a todas luces lo violen; pero la mera proclamación de un valor deja un amplísimo margen de apreciación.
Lo que aquí deseo abordar no es la igualdad de derechos, sino el derecho a la igualdad, que es otra cosa (aunque obviamente conexa).
La igualdad es, como la justicia, un valor conexo. P.ej. ciertamente habrá mucha igualdad si todos vivimos hundidos en la más mísera calamidad. Al proclamar el valor de la igualdad, aspiramos a que sea para bien, no para mal.
Así y todo a menudo discurrimos (dado el nexo conceptual entre las nociones de igualdad y de justicia) con cuestiones como éstas: ¿Es justo que tanta gente sufra y nosotros no? ¿Es justo que la persona que más amamos padezca una grave enfermedad y que nosotros disfrutemos de una salud de hierro? ¿Es justo que no le toque la lotería al pobre Anastasio (que está entrampado) y sí a su primo Eufrasio (que vive en el desahogo)? ¿Es justo que, habiendo hambre en el mundo, algunos coman a dos carrillos, hasta hartarse? ¿Es justo que, con la pobreza que hay, algunos vivan en el confort, la abundancia y hasta el lujo?
Podemos, en verdad, respondernos que lo injusto no es que, viviendo A mal, B viva bien, sino a la inversa: que, viviendo B bien, A viva mal. ¿De veras es así? ¿Es diferente lo uno de lo otro?
Quizá podemos pensar que lo injusto no es que, viviendo unos mal, otros vivan bien (o, lo que es lo mismo, que, viviendo unos bien, otros vivan mal), sino una disparidad de nivel de vida inmerecida, o, en todo caso, que debería al menos atenuarse (aun en el supuesto de que, de suyo, sea merecida).
Si saco aquí el concepto de justicia, no es porque quiera consagrarle esta entrada, sino porque nos introduce de lleno en el meollo de la cuestión abordada: la igualdad.
Ya saben mis lectores que, en mi concepción filosófico-jurídica, el valor supremo es el bien común. Una de las notas conceptuales del bien común es la igualdad.
Ante todo, sólo hay bien común en una comunidad en tanto en cuanto todos sus integrantes tienen igual derecho a participar del bien común.
Sólo que igual derecho a participar no equivale a derecho a igual participación.
La desigual participación puede venir motivada por una pluralidad de factores, pero su límite es que no implique deterioro para el propio bien común.
P.ej., igual derecho a la salud (y, por consiguiente, a la atención médica) no implica derecho a la misma atención sanitaria. Quienes tenemos la suerte de no padecer cáncer no tenemos derecho alguno a la quimioterapia. Similarmente ningún varón tiene derecho a servicios de obstetricia.
En tales supuestos lo que justifica la desigualdad de derechos es la diferencia de necesidades.
En este punto hay que salir al paso de la tesis capabilista de Amartya Sen y Martha Nussbaum, según la cual, siendo subjetivas las necesidades, aquello que hay que igualar son las capabilidades. P.ej., un glotón necesita comer todos los días caviar o piña con canela, mientras que otro, frugal, es feliz comiendo un plato de maíz y fruta de temporada. El concepto de capabilidades ofrecería la posibilidad de que cada cual esté igualmente capabilitado, o sea con posibilidad real de satisfacer sus deseos o no, según su decisión.
A mi modo de ver, ese concepto es muy propio de una cultura libertaria donde el único valor es la libertad. El capabilismo pretende reducir los derechos de bienestar a derechos de libertad. Aun así, veo mal cómo, mediante ese malabarismo conceptual, se va a capabilitar igual al glotón que al frugal, a menos que a ambos se les facilite por igual entregarse a la gula si lo desean; para lo cual habrá que suministrarles los mismos recursos.
Por otro lado, sean cuales fueren las dificultades y los enigmas de que está erizada la noción de necesidad, su núcleo resulta claro. El glotón no necesita caviar ni el mujeriego necesita una compañera de cama diferente cada noche ni el ambicioso necesita altos cargos y honores. Los deseos no son necesidades. Unos necesitan un aparato ortopédico y otros no. Unos necesitan una ayuda alimenticia y otros no. Hay que dar de comer al hambriento y de beber al sediento, no de comer al que está ya atiborrado.
Estamos, pues, de acuerdo en que un criterio de admisible desigualdad es la diferencia de necesidades. Al fin y al cabo, retomando una divisa de Pierre Leroux (de honda raigambre en la tradición), Carlos Marx enunció, como canon del comunismo futuro, el principio «de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad» (si bien, eso sí, lo reservaba a un porvenir más o menos lejano, en el cual la abundancia de todo tipo de bienes de consumo manaría como chorros, sin escasez de nada —me temo que habrá que esperar, para lograrlo, al final de la historia universal).
¿No hay otros criterios admisibles? Solemos pensar que hay uno indiscutible: el mérito. El que se ha esforzado más, el que se lo ha currado, tiene un título a una compensación o retribución por su esfuerzo.
Claro que puede discutirse ese criterio. Al fin y al cabo quienes han trabajado con mayor ahínco lo deben, en último término, a la suerte. Han tenido la suerte de nacer con un carácter laborioso y empeñado o de haberlo adquirido por la circunstancias de su vida, generalmente desde su niñez. ¿Alguien merece sus méritos?
Por otro lado, ese criterio del mérito suscita otras dificultades. La primera es saber si merecen mayor participación los más capaces (los más robustos o corpulentos para los trabajos de fuerza, los más ágiles y habilidosos, los más inteligentes e inventivos, los de mayor talento). Puede alegarse, a favor de la respuesta afirmativa, que contribuyen más al bien común. Pero ¿trátase de una relación mercantil, de que la sociedad pague más a un socio porque (y en la medida en que) contribuya más al bien de esa sociedad? ¡Tanto aportas, tanto se te retribuye! ¿Es eso lo más adecuado?
La segunda dificultad es que el cúmulo de méritos no es lineal (o sea no constituye una escala). Quiero decir que entre dos méritos, M1 y M2, es perfectamente posible que no tengamos ni M1<M2 ni M2<M1. Imaginemos que el mérito es vectorial, comportando dos componentes o aspectos, A1 y A2. Sin duda en muchos casos hallaremos que M1 es superior a M2 en A1 pero inferior en A2.
La tercera dificultad es cuán problemática es la medición del mérito. ¿Es mayor el mérito del ingeniero industrial que el del piloto o viceversa? Y ¿cuánto? ¿Cómo se fija la métrica? ¿Qué instrumentos hay de medición?
La cuarta y principal dificultad es que, aunque no lo parezca, resulta arbitrario adjudicar más al más meritorio. Resulta arbitrario mientras no se justifique. El más meritorio, por el mero hecho de serlo, ¿tiene derecho a mayor participación en el bien común?
Partimos de una premisa: todos tienen igual derecho a participar del bien común. Para pasar a determinar cuánto ha de participar cada cual es menester, no sólo un criterio, sino una razón convincente para escoger ese criterio.
Pienso que hay una razón: el propio bien común, o sea mantener y acrecentar el bien común. El único criterio válido será aquel cuya implementación conduzca a preservar y aumentar el bien común.
Sin duda será un criterio híbrido, que, en parte, tenga en cuenta las necesidades y en parte los méritos. No porque los más meritorios, por el mero hecho de serlo, merezcan mayor participación en el bien público, sino porque recompensar el mérito es provechoso para ese bien común, incentivando el esfuerzo.
Premiar las aptitudes también es beneficioso para el bien común, en la medida en que los seres humanos suelen tener la capacidad de modular e incrementar sus aptitudes. Suponiendo que sea verdad que unos nacen con mayor aptitud innata para la matemática, esa aptitud no se la han ganado; pero muchos, acaso con menor aptitud innata (insisto, en ese supuesto), pueden esforzarse por desarrollar la suya y emular a los innatamente privilegiados.
Sería, de todos modos, prácticamente imposible articular un criterio de retribución que descontara del mérito aquella parte que dependa, no del esfuerzo, sino de una aptitud previa o tempranamente adquirida en la infancia.
Ahora bien, ese criterio de distribución híbrido (que no forzosamente tiene sólo esas dos hebras de las necesidades y el mérito) ha de someterse a una regla: que las desigualdades de participación no sobrepasen un umbral que quebraría la armonía y solidaridad colectiva.
Cuando se quiebre la unidad, la cohesión, la armonía, la solidaridad colectiva, se lesiona el bien común.
Ése es el derecho a la igualdad.
No hablo de una igualdad de derechos fundamentales, pues ésa la damos por sobreentendida. No hablo de una igualdad de expectativas o de oportunidades, pues evidentemente, en una oposición a notario, no compiten con las mismas oportunidades el candidato más inteligente y más sabio y el farolillo rojo de los contrincantes.
(A veces se usa la locución «igualdad de oportunidades» en el sentido de igualdad de derechos; pero hay que insistir en que somos iguales en derechos fundamentales, no en otros derechos. Un extraño no tiene el mismo derecho que los hijos de un millonario a heredar su fortuna ni el carente de título académico tiene el mismo derecho a opositar para una cátedra que quien cumple los requisitos.)
Suele oponerse igualdad de oportunidades a igualdad de resultados. Ya he dicho por qué y en qué me molesta la locución de «igualdad de oportunidades». ¿Igualdad de resultados?
La locución «igualdad de resultados» tiene tres acepciones posibles. La primera sería la más estricta: la meta sería que todos tuvieran lo mismo. Todos presidentes del consejo de ministros, todos director de la principal cadena de TV, todos embajador ante la ONU. Huelgan comentarios.
Un sentido más laxo sería: todos tienen derecho a resultados equivalentes. P.ej., no todos pueden presidir el consejo de ministros, pero podríamos imaginar puestos de la misma relevancia o consideración social. Mas tampoco esto es viable ni sería beneficioso para la sociedad. De hecho sería imposible y destruiría la sociedad.
Una tercera acepción, más plausible, sería la de que todos tienen en la vida un derecho a la misma satisfacción vital. No todos pueden ejercer el mismo poder político ni recibir la misma retribución ni ostentar responsabilidad de similar rango, pero se puede compensar esas disparidades ofreciendo a quienes salgan peor motivos para un disfrute alternativo.
Paréceme excelente esa idea, pero únicamente a título de desideratum, de meta asintótica. En parte la evolución social ya apunta un poco hacia ella. P.ej. a menudo los empleos de mayor reconocimiento y de más cuantiosos emolumentos implican también prolongados horarios laborales y fuertes preocupaciones.
Concluyo. El bien común de la sociedad requiere que la participación en ese bien común se haga según pautas diferenciadas en aras del mantenimiento y aumento del propio bien común, siendo una de esas pautas la de limitar las desigualdades en aras de salvaguardar la unidad y cohesión sociales, la armonía y la solidaridad.
Ejercicio para el lector: ¿qué similitud y qué diferencia existe entre este derecho a la igualdad —así concebido y justificado— y el 2º principio rawlsiano de la justicia, el maximin, o sea que las diferencias de fortuna admisibles sean aquellas beneficiosas para quienes salgan peor parados?
Reanúdanse las Lecciones laurentinas.
XXXVIII tesis del racionalismo jurídico.
Análisis conceptual de la noción del bien común.
https://youtu.be/c-yNuONiVms
XXXVIII tesis del racionalismo jurídico.
Análisis conceptual de la noción del bien común.
https://youtu.be/c-yNuONiVms
Lorenzo Peña ha publicado en Seminario sobre Visión lógica del derecho, de Lorenzo Peña.
¿SON PERPETUOS E INMUTABLES LOS (DIVERSOS Y PLURALES) DERECHOS NATURALES DEL SER HUMANO?
Me temo que ha quedado sepultada en el hilo de las respuestas y contrarrespuestas (más abajo) mi contestación a Marcelo Vásconez Carrasco sobre la cuestión de si es perpetuo e inmutable cada uno de los derechos naturales del ser humano (en concreto los de bienestar o prestación) o si, como lo he sostenido en otra entrada, el único derecho perpetuo e inmutable es igual derecho de todos a participar del bien común.
Por ello, a fin de visibilizarla, la reproduzco como entrada separada.
:::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::
**Me temo que mi respuesta precedente no resulta ni enteramente satisfactoria ni totalmente clara.
Tal vez la referencia al pensamiento de Santo Tomás, en lugar de aclarar, oscurezca, porque, sin lugar a dudas, el Doctor Angélico opera con conceptos y herramientas que, aun siendo precursores de aquellos que usamos hoy (en particular que los que uso yo), difieren de ellos, entre otras cosas porque en el Aquinate no existe ni un atisbo de lógica deóntica ni, por consiguiente, está claro qué se entiende por las consecuencias extraíbles de los primeros principios; extraíbles ¿con qué lógica?
Además, mi inveterada afición a los latinajos escolásticos --hondamente arraigada en mi mente desde mi juventud-- puede resultar opaca para quienes no tengan la mismas familiarización con la tradición de la philosophia perennis.
Por lo cual, voy a intentar exponer lo que quiero decir con otras palabras, esperando expresarme mejor que en mi precedente respuesta.**
**Vamos a ver, [Marcelo Vásconez Carrasco](https://www.facebook.com/marcelo.vasconezcarrasco?hc_location=ufi), cuando afirmas que los derechos naturales del hombre, según pensabas, «eran eternos e inmutables, de modo que más bien era simplemente el reconocimiento social de tales derechos, no su existencia, lo que tenía plasmación en un determinado tiempo y lugar», ¿se basaba ese pensamiento en una personal convicción u opinión tuya, en una afirmación expresa mía o en una deducción a partir de algo que haya dicho yo en algún trabajo?
No me cabe duda de haber afirmado, en uno u otro de mis encayos (o en varios [tú los conoces y tienes memorizados mucho mejor que yo]) que los derechos humanos son eternos, perpetuos, inmutables, porque son verdades necesarias.
Pero también he afirmado en un número de trabajos que, si bien el Derecho natural que profeso tiene un núcleo eterno, perpetuo, necesario, intemporal, sin embargo su configuración varía en función de las cambiantes circunstancias histórico-sociales.
Al sostener ambas tesis, me inspiro en Santo Tomás de Aquino, según sus consideraciones ya citadas. Pero utilizo conceptos y utillaje lógico-deductivo diferentes de los del siglo XIII.
Es necesario, eterno, supratemporal e inmutable el Derecho natural, según se plasma en la lógica nomológica (por más que no sean del todo lo mismo, en tanto en cuanto puede haber principios del primero que aún no se hayan podido formalizar en la segunda).**
**Ese Derecho natural es aplicable a cualesquiera sociedades, particularmente a sociedades de animales con percepción diferenciada de la realidad y con tendencias, inclinaciones y apetitos discrepantes y en posible colisión.
Ese Derecho natural implica el deber de todos los integrantes de contribuir al bien común de la sociedad y el igual derecho de cada uno de participar del bien común.
¿Cómo?
Eso sí que va a variar. Hay alguna constante. Hay necesidades totalmente imprescindibles, como el alimento, el agua, la protección frente a las agresiones, el cobijo, la vida social. Son necesidades que no constatamos únicamente en nuestra especie, sino en todas las especies sociales. (Podríamos agregar un derecho a la vida sexual, pero entiendo que esto es más controvertible por una pluralidad de motivos.)
Para que del derecho a participar del bien común se deduzcan, según la lógica nomológica, derechos de acceso a la atención sanitaria, a una vivienda (personal o familiar), tal vez incluso a la vida conyugal, a la educación y otros así, tienen que darse condiciones. Es obligatorio que: en la medida en que sea factible, la sociedad proporcione tales bienes a cada uno de sus integrantes.
(Un deber que hay que matizar, pues no implica gratuidad y, además, también es en contrapartida a una conducta del beneficiario de tales derechos, quien puede decaer en ellos por su comportamiento; además, un derecho como el de la vida conyugal está condicionado por el consentimiento del otro cónyuge, como es obvio.)
Por el principio de consecuencia jurídica de la lógica nomológica tenemos:
«o(A→B)→.A→oB». Sea «A» la fórmula que expresa la factibilidad de proporcionar una vivienda y «B» el hecho de proporcionarla.
Del derecho de participar en el bien común podemos inferir «o(A→B» (si bien los detalles de la inferencia resultan complicados —y podemos aquí omitirlos).
De donde extraemos esta conclusión: «A→oB».
«A» no significa que tal factibilidad sea inmediata, a corto plazo. Mas ha de ser una tarea emprendible, una meta alcanzable con una idónea política pública.
Con «A→oB» más la prótasis «A» concluimos «oB», o sea es obligatorio que haya una vivienda cuyo acceso se suministre a uno (sea quien fuere) de los miembros de la sociedad. (Insisto, no gratuitamente ni sin exigirle a cambio un determinado esfuerzo.)
En la lógica nomológica, «o∃xC» implica «∃xoC».
¿Hay entonces YA una vivienda que se le pueda suministrar? (Imaginemos que el país está saliendo de una guerra en la cual los bombardeos hayan arrasado y derruido muchos de sus edificios.)
Sí, porque el campo de variación de la variable «x» es el de entes posibles. En este caso no basta la mera posibilidad metafísica; es menester lo que he llamado «factibilidad».
Queda indeterminado el plazo de tal factibilidad. Me temo que el filósofo no puede ir más allá.**
**En sociedades donde se ha alcanzado un grado de prosperidad que permita, así sea a medio plazo (tal vez incluso a largo plazo), satisfacer esas necesidades (y, además, éstas han surgido en la concepción de las mismas que tenemos hoy), existe por Derecho natural una válida aspiración a tal satisfacción y un deber de la colectividad de satisfacerla.**
Me temo que ha quedado sepultada en el hilo de las respuestas y contrarrespuestas (más abajo) mi contestación a Marcelo Vásconez Carrasco sobre la cuestión de si es perpetuo e inmutable cada uno de los derechos naturales del ser humano (en concreto los de bienestar o prestación) o si, como lo he sostenido en otra entrada, el único derecho perpetuo e inmutable es igual derecho de todos a participar del bien común.
Por ello, a fin de visibilizarla, la reproduzco como entrada separada.
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**Me temo que mi respuesta precedente no resulta ni enteramente satisfactoria ni totalmente clara.
Tal vez la referencia al pensamiento de Santo Tomás, en lugar de aclarar, oscurezca, porque, sin lugar a dudas, el Doctor Angélico opera con conceptos y herramientas que, aun siendo precursores de aquellos que usamos hoy (en particular que los que uso yo), difieren de ellos, entre otras cosas porque en el Aquinate no existe ni un atisbo de lógica deóntica ni, por consiguiente, está claro qué se entiende por las consecuencias extraíbles de los primeros principios; extraíbles ¿con qué lógica?
Además, mi inveterada afición a los latinajos escolásticos --hondamente arraigada en mi mente desde mi juventud-- puede resultar opaca para quienes no tengan la mismas familiarización con la tradición de la philosophia perennis.
Por lo cual, voy a intentar exponer lo que quiero decir con otras palabras, esperando expresarme mejor que en mi precedente respuesta.**
**Vamos a ver, [Marcelo Vásconez Carrasco](https://www.facebook.com/marcelo.vasconezcarrasco?hc_location=ufi), cuando afirmas que los derechos naturales del hombre, según pensabas, «eran eternos e inmutables, de modo que más bien era simplemente el reconocimiento social de tales derechos, no su existencia, lo que tenía plasmación en un determinado tiempo y lugar», ¿se basaba ese pensamiento en una personal convicción u opinión tuya, en una afirmación expresa mía o en una deducción a partir de algo que haya dicho yo en algún trabajo?
No me cabe duda de haber afirmado, en uno u otro de mis encayos (o en varios [tú los conoces y tienes memorizados mucho mejor que yo]) que los derechos humanos son eternos, perpetuos, inmutables, porque son verdades necesarias.
Pero también he afirmado en un número de trabajos que, si bien el Derecho natural que profeso tiene un núcleo eterno, perpetuo, necesario, intemporal, sin embargo su configuración varía en función de las cambiantes circunstancias histórico-sociales.
Al sostener ambas tesis, me inspiro en Santo Tomás de Aquino, según sus consideraciones ya citadas. Pero utilizo conceptos y utillaje lógico-deductivo diferentes de los del siglo XIII.
Es necesario, eterno, supratemporal e inmutable el Derecho natural, según se plasma en la lógica nomológica (por más que no sean del todo lo mismo, en tanto en cuanto puede haber principios del primero que aún no se hayan podido formalizar en la segunda).**
**Ese Derecho natural es aplicable a cualesquiera sociedades, particularmente a sociedades de animales con percepción diferenciada de la realidad y con tendencias, inclinaciones y apetitos discrepantes y en posible colisión.
Ese Derecho natural implica el deber de todos los integrantes de contribuir al bien común de la sociedad y el igual derecho de cada uno de participar del bien común.
¿Cómo?
Eso sí que va a variar. Hay alguna constante. Hay necesidades totalmente imprescindibles, como el alimento, el agua, la protección frente a las agresiones, el cobijo, la vida social. Son necesidades que no constatamos únicamente en nuestra especie, sino en todas las especies sociales. (Podríamos agregar un derecho a la vida sexual, pero entiendo que esto es más controvertible por una pluralidad de motivos.)
Para que del derecho a participar del bien común se deduzcan, según la lógica nomológica, derechos de acceso a la atención sanitaria, a una vivienda (personal o familiar), tal vez incluso a la vida conyugal, a la educación y otros así, tienen que darse condiciones. Es obligatorio que: en la medida en que sea factible, la sociedad proporcione tales bienes a cada uno de sus integrantes.
(Un deber que hay que matizar, pues no implica gratuidad y, además, también es en contrapartida a una conducta del beneficiario de tales derechos, quien puede decaer en ellos por su comportamiento; además, un derecho como el de la vida conyugal está condicionado por el consentimiento del otro cónyuge, como es obvio.)
Por el principio de consecuencia jurídica de la lógica nomológica tenemos:
«o(A→B)→.A→oB». Sea «A» la fórmula que expresa la factibilidad de proporcionar una vivienda y «B» el hecho de proporcionarla.
Del derecho de participar en el bien común podemos inferir «o(A→B» (si bien los detalles de la inferencia resultan complicados —y podemos aquí omitirlos).
De donde extraemos esta conclusión: «A→oB».
«A» no significa que tal factibilidad sea inmediata, a corto plazo. Mas ha de ser una tarea emprendible, una meta alcanzable con una idónea política pública.
Con «A→oB» más la prótasis «A» concluimos «oB», o sea es obligatorio que haya una vivienda cuyo acceso se suministre a uno (sea quien fuere) de los miembros de la sociedad. (Insisto, no gratuitamente ni sin exigirle a cambio un determinado esfuerzo.)
En la lógica nomológica, «o∃xC» implica «∃xoC».
¿Hay entonces YA una vivienda que se le pueda suministrar? (Imaginemos que el país está saliendo de una guerra en la cual los bombardeos hayan arrasado y derruido muchos de sus edificios.)
Sí, porque el campo de variación de la variable «x» es el de entes posibles. En este caso no basta la mera posibilidad metafísica; es menester lo que he llamado «factibilidad».
Queda indeterminado el plazo de tal factibilidad. Me temo que el filósofo no puede ir más allá.**
**En sociedades donde se ha alcanzado un grado de prosperidad que permita, así sea a medio plazo (tal vez incluso a largo plazo), satisfacer esas necesidades (y, además, éstas han surgido en la concepción de las mismas que tenemos hoy), existe por Derecho natural una válida aspiración a tal satisfacción y un deber de la colectividad de satisfacerla.**
Lorenzo Peña ha publicado en La filosofía social, política y jurídica de Lorenzo Peña.
Parábola
¿Qué pensar del constructivismo jusfilosófico?
[1ª entrega]
────────────────────
Existen dos posiciones antagónicas sobre el derecho —y, más ampliamente, sobre la normatividad que rige las sociedades humanas.
Para la primera posición, el jusnaturalismo, hay normas no promulgadas, vigentes de suyo, quiéranlo o no los integrantes de la sociedad y, más concretamente, gústenles o no a las autoridades —muy en particular, sean o no del agrado del legislador.
Para la segunda posición, el juspositivismo, es falso que existan tales normas.
Un asunto tan sencillo, de sí o no, obliga lógicamente a decantarse (o a permanecer en la duda, lo cual siempre es legítimo —y preferible, cuando uno no haya encontrado argumentos convincentes ni para el sí no para el no).
Lo que (por el principio lógico de tercio excluso) parece descartado es buscar una respuesta que no sea ni afirmativa ni negativa.
Ahora bien, el principio de tercio excluso no es una verdad incontrovertible. (Ningún principio lógico lo es —ni siquiera el de identidad. «A→A», ya que algunos lógicos creen que no es válido en la esfera de las partículas elementales.)
Hay una familia de lógicas sin principio de tercio excluso; la más conocida es la lógica intuicionista.
En la ciencia lógica se han propuesto varias lógicas que, sin ser exactamente la lógica intuicionista de Brouwer y Heyting, sí prescinden del principio de tercio excluso; llámanse «constructivistas». (Una de ellas —interesantísima, como no podía ser menos elaborándola quien la elaboró— fue enunciada por Kurt Gödel [lo cual no significa que Gödel fuera constructivista]).
¿Por qué razón los constructivistas (incluidos los intuicionistas) rechazan el tercio excluso? Porque, a su modo de ver, puede suceder que ni esté dado A ni esté dado no—A.
Hay una presuposición epistemológica de esa corriente, a saber: no es real aquello que existe independientemente de que nosotros consigamos descubrirlo o no; es real aquello cuya realidad está a nuestro alcance. Porque afirmar la realidad de algo que estuviera más allá de nuestro alcance sería autorrefutante: por un lado sostendríamos que está más allá de nuestro alcance; mas, por el otro lado, aseveraríamos su existencia, con lo cual implícitamente lo subsumiríamos bajo aquello que sí está a nuestro alcance. (Hay muchas variantes de este argumento, desde Berkeley hasta Carnap y Dummett, pasando por Kant, Fichte y Husserl.) Trátase, claramente, del idealismo.
Para un idealismo moderado —como el oficialmente atribuido a Kant— existe la cosa en sí; sólo que, al caer fuera de nuestro alcance cognoscitivo, nos da igual que exista. Lo que existe para nosotros es aquello que podemos construir; toda investigación es una construcción; su resultado no es un reflejo de la realidad, sino un constructo en cuya creación estamos activamente involucrados.
Dejando, pues, de lado la cosa en sí (exista ésta o no), es verosímil que ni podamos construir la representación cognoscitiva de un estado de cosas A ni tampoco podamos construir la representación cognoscitiva de un estado de cosas no-A.
Así se evacúa el principio de tercio excluso.
En el ámbito de la filosofía jurídica, surge con ello la posibilidad de decir que ni existen normas no promulgadas vigentes de suyo ni tampoco dejan de existir, sino que se da un tertium quid, que es la construcción, la postulación de unos principios que servirán para guiar toda la labor legislativa; unos principios que, siendo supralegislativos, en cierto sentido escaparían a los vaivenes de la voluntad del legislador (incluyendo en el legislador al propio poder constituyente), pero, sin embargo, carecerían de vigencia sin una actividad humana que los configurase e instituyera.
No sé si mi presentación de esa tesis es suficientemente caritativa o si —por mi malquerencia al constructivismo— lo enuncio en tales términos que suena a galimatías.
No lo desearía. Mi intención es darle una oportunidad seria de defenderse frente al ataque que voy a lanzar contra él.
Mi ataque tendría que empezar por la teoría del conocimiento, criticando el idealismo subyacente en los constructivistas y abogando por el realismo gnoseológico fuerte. Labor que llevé a cabo hace decenios (en mi tesis doctoral filosófica de 1979 y en un capítulo de mi libro HALLAZGOS FILOSÓFICOS —entre otros trabajos). Estarían aquí fuera de lugar tales consideraciones gnoseológicas.
Me limitaré a lo jurídico-político, discutiendo las tesis de dos filósofos políticos todavía poco conocidos, el estadounidense Meabrash y el alemán Wlars.
[continuará]
¿Qué pensar del constructivismo jusfilosófico?
[1ª entrega]
────────────────────
Existen dos posiciones antagónicas sobre el derecho —y, más ampliamente, sobre la normatividad que rige las sociedades humanas.
Para la primera posición, el jusnaturalismo, hay normas no promulgadas, vigentes de suyo, quiéranlo o no los integrantes de la sociedad y, más concretamente, gústenles o no a las autoridades —muy en particular, sean o no del agrado del legislador.
Para la segunda posición, el juspositivismo, es falso que existan tales normas.
Un asunto tan sencillo, de sí o no, obliga lógicamente a decantarse (o a permanecer en la duda, lo cual siempre es legítimo —y preferible, cuando uno no haya encontrado argumentos convincentes ni para el sí no para el no).
Lo que (por el principio lógico de tercio excluso) parece descartado es buscar una respuesta que no sea ni afirmativa ni negativa.
Ahora bien, el principio de tercio excluso no es una verdad incontrovertible. (Ningún principio lógico lo es —ni siquiera el de identidad. «A→A», ya que algunos lógicos creen que no es válido en la esfera de las partículas elementales.)
Hay una familia de lógicas sin principio de tercio excluso; la más conocida es la lógica intuicionista.
En la ciencia lógica se han propuesto varias lógicas que, sin ser exactamente la lógica intuicionista de Brouwer y Heyting, sí prescinden del principio de tercio excluso; llámanse «constructivistas». (Una de ellas —interesantísima, como no podía ser menos elaborándola quien la elaboró— fue enunciada por Kurt Gödel [lo cual no significa que Gödel fuera constructivista]).
¿Por qué razón los constructivistas (incluidos los intuicionistas) rechazan el tercio excluso? Porque, a su modo de ver, puede suceder que ni esté dado A ni esté dado no—A.
Hay una presuposición epistemológica de esa corriente, a saber: no es real aquello que existe independientemente de que nosotros consigamos descubrirlo o no; es real aquello cuya realidad está a nuestro alcance. Porque afirmar la realidad de algo que estuviera más allá de nuestro alcance sería autorrefutante: por un lado sostendríamos que está más allá de nuestro alcance; mas, por el otro lado, aseveraríamos su existencia, con lo cual implícitamente lo subsumiríamos bajo aquello que sí está a nuestro alcance. (Hay muchas variantes de este argumento, desde Berkeley hasta Carnap y Dummett, pasando por Kant, Fichte y Husserl.) Trátase, claramente, del idealismo.
Para un idealismo moderado —como el oficialmente atribuido a Kant— existe la cosa en sí; sólo que, al caer fuera de nuestro alcance cognoscitivo, nos da igual que exista. Lo que existe para nosotros es aquello que podemos construir; toda investigación es una construcción; su resultado no es un reflejo de la realidad, sino un constructo en cuya creación estamos activamente involucrados.
Dejando, pues, de lado la cosa en sí (exista ésta o no), es verosímil que ni podamos construir la representación cognoscitiva de un estado de cosas A ni tampoco podamos construir la representación cognoscitiva de un estado de cosas no-A.
Así se evacúa el principio de tercio excluso.
En el ámbito de la filosofía jurídica, surge con ello la posibilidad de decir que ni existen normas no promulgadas vigentes de suyo ni tampoco dejan de existir, sino que se da un tertium quid, que es la construcción, la postulación de unos principios que servirán para guiar toda la labor legislativa; unos principios que, siendo supralegislativos, en cierto sentido escaparían a los vaivenes de la voluntad del legislador (incluyendo en el legislador al propio poder constituyente), pero, sin embargo, carecerían de vigencia sin una actividad humana que los configurase e instituyera.
No sé si mi presentación de esa tesis es suficientemente caritativa o si —por mi malquerencia al constructivismo— lo enuncio en tales términos que suena a galimatías.
No lo desearía. Mi intención es darle una oportunidad seria de defenderse frente al ataque que voy a lanzar contra él.
Mi ataque tendría que empezar por la teoría del conocimiento, criticando el idealismo subyacente en los constructivistas y abogando por el realismo gnoseológico fuerte. Labor que llevé a cabo hace decenios (en mi tesis doctoral filosófica de 1979 y en un capítulo de mi libro HALLAZGOS FILOSÓFICOS —entre otros trabajos). Estarían aquí fuera de lugar tales consideraciones gnoseológicas.
Me limitaré a lo jurídico-político, discutiendo las tesis de dos filósofos políticos todavía poco conocidos, el estadounidense Meabrash y el alemán Wlars.
[continuará]
Lorenzo Peña ha publicado en La filosofía social, política y jurídica de Lorenzo Peña.
Parábola
¿Qué pensar del constructivismo jusfilosófico?
[2ª entrega]
────────────────────
Meabrash y Wlars vienen a enunciar tesis parcialmente convergentes, pero diversas y no del todo conciliables.
Meabrash propone la acción comunicativa, a saber: definir una esfera pública en la cual las diferentes pretensiones particulares puedan expresarse libremente y donde los decisores hayan brindado a cada cual esa posibilidad, sin coartarla, de suerte que la decisión política se alcance una vez debidamente atendidas todas las pretensiones y sus respectivas motivaciones.
Piensa Wlars que de ese modo nada garantiza que se alcance decisión alguna ni que, de llegarse a una, sea la más conveniente, no ya en general, sino ni siquiera para los múltiples intereses particulares. Cierto que a todos se habrá escuchado y que sus alegatos se habrán tomado en consideración, pero al final habrá sido menester zanjar en un sentido o en otro; determinadas pretensiones habrán vencido, siendo derrotadas las contrarias, por más que a todos los pretendientes se les haya prestado igual atención. Escuchar es una cosa y decidir otra.
Estima Wlars que hace falta un criterio de decisión racional, el cual no viene suministrado por la mera magnanimidad auditiva. No basta escuchar atentamente a todos; hay que tomar la mejor decisión para todos.
Ahora bien, reconoce Wlars cuán imposible resulta tomar una decisión que sea satisfactoria para todos, según son las pretensiones de cada cual. Piensa, empero, que se puede y debe tomar la decisión que satisfaría a todos si fueran racionales.
Para Wlars es inadmisible una decisión pública que se imponga a alguien contra su voluntad. Mas eso únicamente excluye imponerle una decisión contra lo que sería su voluntad si él enunciara una pretensión racional.
Es racional aquella pretensión que cada integrante de la sociedad adoptaría teniendo en cuenta que hay que convivir según unas reglas iguales para todos.
De hecho no se puede reunir a todos los integrantes de la sociedad para deliberar, pero sí imaginar una asamblea en la que se negociara el pacto social, tras haber cada quien formulado sus pretensiones. Para que éstas resulten conjugables, se les impondría una condición: ¡olvídese cada uno de sus propias circunstancias, enunciando tan sólo pretensiones que formularía si estuviera en otras circunstancias (si fuera de otra estatura, de otra fuerza física, de otra capacidad intelectual, de otra cuna, de otra cultura, etc)!
Establécese adicionalmente otro constreñimiento: que nadie sea movido por envidia, o sea: que nadie pretenda ni quedar por encima ni que no queden otros por encima de él, sino que cada quien se preocupe únicamente por su propio bien, sin importarle el de los demás. Eso sería lo racional. (Aunque no lo explicite, Wlars también juzga irracionales el altruismo o incluso el interés por el bien ajeno.)
De acuerdo con ese imaginario método, está seguro Wlars de que se concordará unánimemente un pacto en el cual se salvaguardarán: en primer lugar —y por sobre todo— una cláusula de amplísima libertad; en segundo lugar —subordinadamente al estricto y absoluto respeto de la primera cláusula—, un principio de diferencia en virtud del cual las desigualdades serán admisibles cuando redunden en provecho de quienes salgan más desfavorecidos.
Paréceme acertadísima la crítica de Wlars a Meabrash. Éste no nos aclara cómo baremar las pretensiones de unos y las de otros, como si el mero hecho de atenderlas hiciera brotar un criterio de decisión. Ahora bien, ese criterio no puede emanar de las propias pretensiones. O el decisor lo conoce o, si no —por más que escuche atentamente a unos y otros—, no podrá decidir con criterio alguno, habiendo entonces de fiarse de la corazonada o ceder al mayor o menor bullicio de unos u otros pretendientes.
Parece Wlars pisar terreno más firme; en el fondo, no obstante, afronta idéntica dificultad.
En primer lugar, es inconcebible que formulemos pretensiones sin saber nada de nosotros mismos. Como mínimo tenemos que saber que pertenecemos al género homo y que, a fuer de tales, tenemos determinadas necesidades; se ve mal cómo de ahí se pasará a una pretensión de acceso a la cultura o a la alfabetización. Resulta dudoso que en esa prescindencia tenga sentido aspirar a la vida conyugal o incluso a una vivienda (podemos prescindir de nuestra necesidad de cobijo, imaginando que a la intemperie no estaríamos mal).
Tampoco hay garantía alguna de que, en esa imaginaria ceguera de cada cual, se conviniera en adoptar el doble pacto que nos ofrece Wlars. Es una aspiración muy suya, pero en absoluto compartida por otros. Ni gozar de la máxima libertad por encima de la felicidad ni adherirse a la cláusula de diferencia que significa que cada uno se ponga en lo peor (en el peor escenario para sí mismo). Muchos pueden preferir el riesgo: correr el peligro de pasarlo muy mal si le vienen duras, a cambio de mayores oportunidades de plena satisfacción si le vienen maduras.
Por otro lado, el ser humano es envidioso. ¿Es irracional serlo?
Entramos aquí en el meollo. O bien Wlars sabe que ese criterio es racional porque la propia naturaleza de las relaciones sociales así lo enseña, o bien está emitiendo una mera hipótesis fáctica (o más bien contrafáctica) de que, en un imaginario supuesto, la gente abrazaría su criterio y todos sellarían el pacto en tales términos.
Si sabe que ese doble criterio es el que se debe adoptar porque así lo muestra la naturaleza misma de las relaciones sociales (o por algún otro procedimiento independiente del imaginario acuerdo), está normativamente edictándoles a los pactantes una prescripción que no emana de ellos.
Si esa misma prescripción brota de lo que, en esa imaginaria asamblea, cree él que acordarían los congregados, los supone disciplinadamente sujetos al canon que él está promulgando, extrayéndolo de alguna otra fuente, sin decirnos cuál.
* * *
Moraleja: lo debido, aquello que es preceptivo establecer para regir la sociedad, no puede emanar de la voluntad o del arbitrio de los integrantes, habiendo de ser un canon —o un cúmulo de cánones— que se descubra de algún modo y al cual hayan de sujetarse esos múltiples y variados arbitrios. Un canon que hay que averiguar, buscándolo, no en la subjetividad, sino en la objetividad, en el sentido y el porqué de la propia convivencia social.
¿Qué pensar del constructivismo jusfilosófico?
[2ª entrega]
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Meabrash y Wlars vienen a enunciar tesis parcialmente convergentes, pero diversas y no del todo conciliables.
Meabrash propone la acción comunicativa, a saber: definir una esfera pública en la cual las diferentes pretensiones particulares puedan expresarse libremente y donde los decisores hayan brindado a cada cual esa posibilidad, sin coartarla, de suerte que la decisión política se alcance una vez debidamente atendidas todas las pretensiones y sus respectivas motivaciones.
Piensa Wlars que de ese modo nada garantiza que se alcance decisión alguna ni que, de llegarse a una, sea la más conveniente, no ya en general, sino ni siquiera para los múltiples intereses particulares. Cierto que a todos se habrá escuchado y que sus alegatos se habrán tomado en consideración, pero al final habrá sido menester zanjar en un sentido o en otro; determinadas pretensiones habrán vencido, siendo derrotadas las contrarias, por más que a todos los pretendientes se les haya prestado igual atención. Escuchar es una cosa y decidir otra.
Estima Wlars que hace falta un criterio de decisión racional, el cual no viene suministrado por la mera magnanimidad auditiva. No basta escuchar atentamente a todos; hay que tomar la mejor decisión para todos.
Ahora bien, reconoce Wlars cuán imposible resulta tomar una decisión que sea satisfactoria para todos, según son las pretensiones de cada cual. Piensa, empero, que se puede y debe tomar la decisión que satisfaría a todos si fueran racionales.
Para Wlars es inadmisible una decisión pública que se imponga a alguien contra su voluntad. Mas eso únicamente excluye imponerle una decisión contra lo que sería su voluntad si él enunciara una pretensión racional.
Es racional aquella pretensión que cada integrante de la sociedad adoptaría teniendo en cuenta que hay que convivir según unas reglas iguales para todos.
De hecho no se puede reunir a todos los integrantes de la sociedad para deliberar, pero sí imaginar una asamblea en la que se negociara el pacto social, tras haber cada quien formulado sus pretensiones. Para que éstas resulten conjugables, se les impondría una condición: ¡olvídese cada uno de sus propias circunstancias, enunciando tan sólo pretensiones que formularía si estuviera en otras circunstancias (si fuera de otra estatura, de otra fuerza física, de otra capacidad intelectual, de otra cuna, de otra cultura, etc)!
Establécese adicionalmente otro constreñimiento: que nadie sea movido por envidia, o sea: que nadie pretenda ni quedar por encima ni que no queden otros por encima de él, sino que cada quien se preocupe únicamente por su propio bien, sin importarle el de los demás. Eso sería lo racional. (Aunque no lo explicite, Wlars también juzga irracionales el altruismo o incluso el interés por el bien ajeno.)
De acuerdo con ese imaginario método, está seguro Wlars de que se concordará unánimemente un pacto en el cual se salvaguardarán: en primer lugar —y por sobre todo— una cláusula de amplísima libertad; en segundo lugar —subordinadamente al estricto y absoluto respeto de la primera cláusula—, un principio de diferencia en virtud del cual las desigualdades serán admisibles cuando redunden en provecho de quienes salgan más desfavorecidos.
Paréceme acertadísima la crítica de Wlars a Meabrash. Éste no nos aclara cómo baremar las pretensiones de unos y las de otros, como si el mero hecho de atenderlas hiciera brotar un criterio de decisión. Ahora bien, ese criterio no puede emanar de las propias pretensiones. O el decisor lo conoce o, si no —por más que escuche atentamente a unos y otros—, no podrá decidir con criterio alguno, habiendo entonces de fiarse de la corazonada o ceder al mayor o menor bullicio de unos u otros pretendientes.
Parece Wlars pisar terreno más firme; en el fondo, no obstante, afronta idéntica dificultad.
En primer lugar, es inconcebible que formulemos pretensiones sin saber nada de nosotros mismos. Como mínimo tenemos que saber que pertenecemos al género homo y que, a fuer de tales, tenemos determinadas necesidades; se ve mal cómo de ahí se pasará a una pretensión de acceso a la cultura o a la alfabetización. Resulta dudoso que en esa prescindencia tenga sentido aspirar a la vida conyugal o incluso a una vivienda (podemos prescindir de nuestra necesidad de cobijo, imaginando que a la intemperie no estaríamos mal).
Tampoco hay garantía alguna de que, en esa imaginaria ceguera de cada cual, se conviniera en adoptar el doble pacto que nos ofrece Wlars. Es una aspiración muy suya, pero en absoluto compartida por otros. Ni gozar de la máxima libertad por encima de la felicidad ni adherirse a la cláusula de diferencia que significa que cada uno se ponga en lo peor (en el peor escenario para sí mismo). Muchos pueden preferir el riesgo: correr el peligro de pasarlo muy mal si le vienen duras, a cambio de mayores oportunidades de plena satisfacción si le vienen maduras.
Por otro lado, el ser humano es envidioso. ¿Es irracional serlo?
Entramos aquí en el meollo. O bien Wlars sabe que ese criterio es racional porque la propia naturaleza de las relaciones sociales así lo enseña, o bien está emitiendo una mera hipótesis fáctica (o más bien contrafáctica) de que, en un imaginario supuesto, la gente abrazaría su criterio y todos sellarían el pacto en tales términos.
Si sabe que ese doble criterio es el que se debe adoptar porque así lo muestra la naturaleza misma de las relaciones sociales (o por algún otro procedimiento independiente del imaginario acuerdo), está normativamente edictándoles a los pactantes una prescripción que no emana de ellos.
Si esa misma prescripción brota de lo que, en esa imaginaria asamblea, cree él que acordarían los congregados, los supone disciplinadamente sujetos al canon que él está promulgando, extrayéndolo de alguna otra fuente, sin decirnos cuál.
* * *
Moraleja: lo debido, aquello que es preceptivo establecer para regir la sociedad, no puede emanar de la voluntad o del arbitrio de los integrantes, habiendo de ser un canon —o un cúmulo de cánones— que se descubra de algún modo y al cual hayan de sujetarse esos múltiples y variados arbitrios. Un canon que hay que averiguar, buscándolo, no en la subjetividad, sino en la objetividad, en el sentido y el porqué de la propia convivencia social.
Hablábamos recientemente del derecho a la igualdad. Aquí lo desarrollo.
Nada tiene que ver (lo aclaro al final) con la hodiernas "políticas de igualdad"
Nada tiene que ver (lo aclaro al final) con la hodiernas "políticas de igualdad"
https://youtu.be/Jo1maNGD_Bs
Nueva lección laurentina. Los derechos de bienestar y los correlativos deberes de acción o prestación
Nueva lección laurentina. Los derechos de bienestar y los correlativos deberes de acción o prestación
https://youtu.be/Qfbp4-QTH98
Tesis 43 del racionalismo jurídico: es incompatible con el bien común que no se cumpla el doble derecho-deber de cada uno de contribuir al bien común siendo por ello retribuido con su participación en el bien común. En la escala desvalorativa, pocas sociedades son peores que una sin pleno empleo. Ese pleno empleo es un derecho-deber de los decisores públicos, de los empresarios y de los (potenciales) trabajadores
Tesis 43 del racionalismo jurídico: es incompatible con el bien común que no se cumpla el doble derecho-deber de cada uno de contribuir al bien común siendo por ello retribuido con su participación en el bien común. En la escala desvalorativa, pocas sociedades son peores que una sin pleno empleo. Ese pleno empleo es un derecho-deber de los decisores públicos, de los empresarios y de los (potenciales) trabajadores
Dada la enorme valía y elevadísima talla intelectual de la Profesora Pilar Zambrano, pienso que sus argumentos no le resultarán indiferentes a ningún miembro de este grupo
nueva lección laurentina.
Derechos y deberes de TODOS. ¿Quiénes son esos todos?
Derechos y deberes de TODOS. ¿Quiénes son esos todos?
noción de justicia. 1ª parte
Definición de "justicia". Más bien de "justo".
Toda justicia es distributiva
Toda justicia es distributiva
Lorenzo Peña ha publicado en La filosofía social, política y jurídica de Lorenzo Peña.
¿QUÉ TAN MALA ES LA ENVIDIA?
Desde hace decenios, sabemos, por diversas encuestas, que la mayoría de la gente prefiere (1) tener menos bienestar en términos absolutos pero estar en una posición mejor que los demás; y no (2) tener más bienestar, pero estando peor situado con respecto a otros.
Recopilando una serie de estudios de esa índole, hallamos un interesante artículo: «Is more always better?: A survey on positional concerns», por Sara J. Solnicka & David Hemenway, Journal of Economic Behavior & Organization, Vol. 37 (1998), pp. 373-383.
Los resultados confirman lo que he dicho al principio, si bien es menester distinguir varios supuestos. (P.ej., se tiende a preferir el status quo; además la significación de la posición relativa es diversa según qué tipo de bienes; existen asimismo otras variables.)
Al margen de esos matices, el resumen del artículo enuncia claramente una de las principales conclusiones: «Half of the respondents preferred to have 50% less real income but high relative income».
En el desarrollo de su argumentación dicen los autores:
«In their informal comments after completing the survey, respondents volunteered that their positional choices were not motivated primarily by envy. Many seemed to see life as an ongoing competition, in which not being ahead means falling behind. In their view, consistent with theorists who emphasize the instrumental nature of positional concerns, a higher relative standing leads to such desirable outcomes [...]»
Pero ¡llámenlo hache! Si ven la vida como una competición en la cual lo principal es no quedar por debajo de otros --por mucho que sea con vistas a así tener mejores oportunidades futuras--, el hecho es que prefieren que todos estén menos bien con tal que ellos no queden por debajo.
No quieren llamarlo «envidia», pero es envidia. Muchas de esas encuestas lo confirman. La mayoría prefieren no ganar, quedarse como están, si, a cambio de ganar ellos, bajará su posición relativa en la escala de bienestar del entorno considerado (p.ej. la empresa).
En el marxismo analítico se ha debatido mucho la cuestión del igualitarismo. Para los conocedores no será novedad saber que, no sólo Marx y Engels nunca reclamaron igualdad (para ellos un eslogan burgués), sino que Engels repudió expresamente cualquier igualitarismo que no consistiera en la mera supresión de las clases (aunque hay una frase del Anti-Dühring que apunta a un igualitarismo mayor; pero no entro en eso).
Fuera del marxismo (analítico u otro) se ha debatido mucho sobre el igualitarismo y la envidia. Exhorto a leer la interesante entrada «envy» de la Stanford Enciclopedia de filosofía.
La envidia tiene mala fama. Para Aristóteles es la tristeza por un bien ajeno.
No es así.
Lo que produce tristeza no es que otro viva bien (o sea guapo, feliz, sano, joven, fuerte, exitoso en amor, inteligente, agraciado en la lotería o lo que sea), sino que él esté bien y yo mal. Es esa conyunción lo que produce tristeza.
La tristeza la produce el estado de cosas conyuntivo A&B, no A.
Rawls expresamente excluye de los partícipes en su pacto fundacional la envidia. El pacto racional lo haría cada quien egoístamente, pero nadie consideraría preferible no ganar más para no quedar por debajo.
Pero el ser humano no es como Rawls lo pinta o imagina.
¿Somos irracionales? ¿Por qué? ¿Qué hay de irracional en eso? Somos seres relacionales, seres sociales, constituidos, identificados, por nuestra posición en la sociedad.
Por eso el igualitarismo tiene un fundamento. Pero tiene un límite. La igualación ha de ser tal que no impida el aumento del bien común.
Para mí la envidia no tiene nada de malo. No es censurable. La envidia es un acicate para mejorar, para esforzarse.
Justamente es por envidia por lo que la vida es competitiva. Bajo el capitalismo y bajo el comunismo. Desde el homo erectus al homo sapiens sapiens. Porque envidiamos a quienes tienen más, nos esforzamos por mejorar, igualarlos y, ojalá, superarlos.
Dentro de unas reglas y siempre que ese afán no nos devore, no nos suma en la obsesión o en el abatimiento, hay que verlo positivamente.
Muchas veces le decimos a alguien: «Me das envidia sana». Ese púdico calificativo es para quitarle hierro. Pero envidia sana es envidia.
Tampoco creo que sea exclusivo de la especie humana.
¿Qué piensan Uds?
Desde hace decenios, sabemos, por diversas encuestas, que la mayoría de la gente prefiere (1) tener menos bienestar en términos absolutos pero estar en una posición mejor que los demás; y no (2) tener más bienestar, pero estando peor situado con respecto a otros.
Recopilando una serie de estudios de esa índole, hallamos un interesante artículo: «Is more always better?: A survey on positional concerns», por Sara J. Solnicka & David Hemenway, Journal of Economic Behavior & Organization, Vol. 37 (1998), pp. 373-383.
Los resultados confirman lo que he dicho al principio, si bien es menester distinguir varios supuestos. (P.ej., se tiende a preferir el status quo; además la significación de la posición relativa es diversa según qué tipo de bienes; existen asimismo otras variables.)
Al margen de esos matices, el resumen del artículo enuncia claramente una de las principales conclusiones: «Half of the respondents preferred to have 50% less real income but high relative income».
En el desarrollo de su argumentación dicen los autores:
«In their informal comments after completing the survey, respondents volunteered that their positional choices were not motivated primarily by envy. Many seemed to see life as an ongoing competition, in which not being ahead means falling behind. In their view, consistent with theorists who emphasize the instrumental nature of positional concerns, a higher relative standing leads to such desirable outcomes [...]»
Pero ¡llámenlo hache! Si ven la vida como una competición en la cual lo principal es no quedar por debajo de otros --por mucho que sea con vistas a así tener mejores oportunidades futuras--, el hecho es que prefieren que todos estén menos bien con tal que ellos no queden por debajo.
No quieren llamarlo «envidia», pero es envidia. Muchas de esas encuestas lo confirman. La mayoría prefieren no ganar, quedarse como están, si, a cambio de ganar ellos, bajará su posición relativa en la escala de bienestar del entorno considerado (p.ej. la empresa).
En el marxismo analítico se ha debatido mucho la cuestión del igualitarismo. Para los conocedores no será novedad saber que, no sólo Marx y Engels nunca reclamaron igualdad (para ellos un eslogan burgués), sino que Engels repudió expresamente cualquier igualitarismo que no consistiera en la mera supresión de las clases (aunque hay una frase del Anti-Dühring que apunta a un igualitarismo mayor; pero no entro en eso).
Fuera del marxismo (analítico u otro) se ha debatido mucho sobre el igualitarismo y la envidia. Exhorto a leer la interesante entrada «envy» de la Stanford Enciclopedia de filosofía.
La envidia tiene mala fama. Para Aristóteles es la tristeza por un bien ajeno.
No es así.
Lo que produce tristeza no es que otro viva bien (o sea guapo, feliz, sano, joven, fuerte, exitoso en amor, inteligente, agraciado en la lotería o lo que sea), sino que él esté bien y yo mal. Es esa conyunción lo que produce tristeza.
La tristeza la produce el estado de cosas conyuntivo A&B, no A.
Rawls expresamente excluye de los partícipes en su pacto fundacional la envidia. El pacto racional lo haría cada quien egoístamente, pero nadie consideraría preferible no ganar más para no quedar por debajo.
Pero el ser humano no es como Rawls lo pinta o imagina.
¿Somos irracionales? ¿Por qué? ¿Qué hay de irracional en eso? Somos seres relacionales, seres sociales, constituidos, identificados, por nuestra posición en la sociedad.
Por eso el igualitarismo tiene un fundamento. Pero tiene un límite. La igualación ha de ser tal que no impida el aumento del bien común.
Para mí la envidia no tiene nada de malo. No es censurable. La envidia es un acicate para mejorar, para esforzarse.
Justamente es por envidia por lo que la vida es competitiva. Bajo el capitalismo y bajo el comunismo. Desde el homo erectus al homo sapiens sapiens. Porque envidiamos a quienes tienen más, nos esforzamos por mejorar, igualarlos y, ojalá, superarlos.
Dentro de unas reglas y siempre que ese afán no nos devore, no nos suma en la obsesión o en el abatimiento, hay que verlo positivamente.
Muchas veces le decimos a alguien: «Me das envidia sana». Ese púdico calificativo es para quitarle hierro. Pero envidia sana es envidia.
Tampoco creo que sea exclusivo de la especie humana.
¿Qué piensan Uds?
2ª y última lección sobre la noción de justicia en Santo Tomás de Aquino
2ª y última parte del estudio de la concepción tomista de la justicia
Tras rendir póstumo homenaje a Eugenio Bulygin, abordo la cuestión de las normas defectibles ("derrotables"), según posturas originadas por Alchourrón&Bulygin, Alexy, Dworkin, el neoconstitucionalismo etc.
Rechazo la defectibilidad de las normas (que las reduce a meramente normas "prima facie"), para proponer una alternativa gradualista a los conflictos normativos.
Mi propuesta también defiende la ponderación, pero una que es radicalmente divergente de la abrazada por los principialistas como Alexy y el neoconstitucionalismo.
Rechazo la defectibilidad de las normas (que las reduce a meramente normas "prima facie"), para proponer una alternativa gradualista a los conflictos normativos.
Mi propuesta también defiende la ponderación, pero una que es radicalmente divergente de la abrazada por los principialistas como Alexy y el neoconstitucionalismo.
Lorenzo Peña ha publicado en Seminario sobre Visión lógica del derecho, de Lorenzo Peña.
VERSIÓN DÍGITAL ÍNTEGRA DE VLD
Para miembros de este grupo.
Evidentemente carece de la ca,idad técnica que ofrece la editorial Plaza y Valdés.
Al poner a disposición de los inscritos en este grupo esa versión electrónica, deseo que, lejos de retraer a nadie de comprarle un ejemplar a la editorial (compra de la cual el autor no saca ni un centavo), aliente a esa compra.
Sólo que no se me escapa que, de los 400 o 450 millones de hispanohablantes, sólo 47 viven en España y que los envíos transoceánicos se han encarecido disparatadamente, pues ya son siempre lor avión. Mucho me temo que el libro resulte difícil comprarlo en México, Caracas, Lima o Buenos Aires.
A diferencia de una versión precedente, ésta incorpora las notas.
Está en formato DINB5, ideal para leerse en una tableta.
No es imprimible
http://lorenzopena.es/books/vision/VLD1.pdf
Para miembros de este grupo.
Evidentemente carece de la ca,idad técnica que ofrece la editorial Plaza y Valdés.
Al poner a disposición de los inscritos en este grupo esa versión electrónica, deseo que, lejos de retraer a nadie de comprarle un ejemplar a la editorial (compra de la cual el autor no saca ni un centavo), aliente a esa compra.
Sólo que no se me escapa que, de los 400 o 450 millones de hispanohablantes, sólo 47 viven en España y que los envíos transoceánicos se han encarecido disparatadamente, pues ya son siempre lor avión. Mucho me temo que el libro resulte difícil comprarlo en México, Caracas, Lima o Buenos Aires.
A diferencia de una versión precedente, ésta incorpora las notas.
Está en formato DINB5, ideal para leerse en una tableta.
No es imprimible
http://lorenzopena.es/books/vision/VLD1.pdf
EL DEBER JURÍDICO DE RAZONAR CON LÓGICA
En la Lección Laurentina Nº 46 (accesible, no sólo en youtube, sino también en http://jurid.net/multi/lecciones , donde además se puede descargar en vídeo y en audio) sostengo (es la quincuagésima tesis del racionalismo jurídico) que constituye una obligación impuesta por el Derecho (por el derecho natural) la de razonar con lógica.
¿Qué lógica? No una cualquiera que uno se invente, sino una lógica que se revele idónea para razonar de modo que resulte beneficiado el bien común.
Tal deber jurídico viene determinado por esa imperatividad de alcanzar el bien común, fin de la sociedad. Mal servido estaría el bien común si razonaran mal (e.d. si, en vez de razonar, argumentaran inválidamente) el legislador, el poder ejecutivo, los jueces y los demás operadores jurídicos (notarios, registradores, fiscales; e incluso abogados, si bien al abogado hay que permitirle los sofismas que quiera en defensa de su cliente, que, al fin y al cabo, para eso está, incluso defendiendo lo indefendible; si sólo pudieran ser defendidos quienes llevan razón, no haría falta juicio alguno).
¿Y los juristas docentes? Porque son juristas. Obviamente también tienen que razonar según una correcta lógica de las normas, ya que el resultado de su impartición docente será la formación de quienes van a ejercer esas profesiones.
Incluyo a los profesores de filosofía jurídica cuando enseñan a futuros juristas.
En mi disertación no abordo, en cambio, el problema de si nos incumbe a nosotrsos, quienes no figuramos en tales categorías, esa misma obligación.
Todos estamos obligados a concurrir al bien común de la sociedad, siéndonos ilícito impedirlo. De ahí que seguramente la respuesta a esta pregunta es afirmativa. Sin embargo, este tema lo he obviado en mi lección.
Un corolario de la tesis (que también me abstengo de elaborar en mi charla) es el deber de los decanos y planificadores de estudios de incluir asignaturas de lógica de las normas en el pensum de las carreras jurídicas (licenciatura --o «grado»-- en Derecho, maestrías conducentes a la judicatura, a la abogacía, etc).
En la medida en que (acaso con ligeros retoques) también es aplicable la lógica nomológica a ordenamientos normativos extrajurídicos (incluida la ética, sea ésta la que fuere), es muy de lamentar que quienes se las dan de adalides de la ética o de lo ético sean ignaros en lógica de las normas, como si bastara la intuición o el instinto (o acaso la iluminación del Intelecto Agente aristotélico). Dichosos quienes vienen agraciados con esa iluminación. Los demás, el vulgo, carecemos de tal privilegio, viéndonos así constreñidos a usar la razón.
Hasta los ángeles tienen que hacerlo; más aún quienes estamos muy por debajo de ellos en potencia intelectual.
Sin lógica deóntica, díganme cómo cabe inferir de que tal conducta sea moralmente obligatoria que también es, a fortiori, moralmente lícita.
¿Qué hacen los redactores de esos «códigos de buenas prácticas» y «códigos éticos» que ahora proliferan? (Para mí un código ético es un oxímoron, un hierro de madera.) Díganme cómo razonan, o argumentan, los señores miembros de los exuberantes comités de ética.
¿Con lógica o sin ella? Y, si es con lógica, ¿con cuál?
En la Lección Laurentina Nº 46 (accesible, no sólo en youtube, sino también en http://jurid.net/multi/lecciones , donde además se puede descargar en vídeo y en audio) sostengo (es la quincuagésima tesis del racionalismo jurídico) que constituye una obligación impuesta por el Derecho (por el derecho natural) la de razonar con lógica.
¿Qué lógica? No una cualquiera que uno se invente, sino una lógica que se revele idónea para razonar de modo que resulte beneficiado el bien común.
Tal deber jurídico viene determinado por esa imperatividad de alcanzar el bien común, fin de la sociedad. Mal servido estaría el bien común si razonaran mal (e.d. si, en vez de razonar, argumentaran inválidamente) el legislador, el poder ejecutivo, los jueces y los demás operadores jurídicos (notarios, registradores, fiscales; e incluso abogados, si bien al abogado hay que permitirle los sofismas que quiera en defensa de su cliente, que, al fin y al cabo, para eso está, incluso defendiendo lo indefendible; si sólo pudieran ser defendidos quienes llevan razón, no haría falta juicio alguno).
¿Y los juristas docentes? Porque son juristas. Obviamente también tienen que razonar según una correcta lógica de las normas, ya que el resultado de su impartición docente será la formación de quienes van a ejercer esas profesiones.
Incluyo a los profesores de filosofía jurídica cuando enseñan a futuros juristas.
En mi disertación no abordo, en cambio, el problema de si nos incumbe a nosotrsos, quienes no figuramos en tales categorías, esa misma obligación.
Todos estamos obligados a concurrir al bien común de la sociedad, siéndonos ilícito impedirlo. De ahí que seguramente la respuesta a esta pregunta es afirmativa. Sin embargo, este tema lo he obviado en mi lección.
Un corolario de la tesis (que también me abstengo de elaborar en mi charla) es el deber de los decanos y planificadores de estudios de incluir asignaturas de lógica de las normas en el pensum de las carreras jurídicas (licenciatura --o «grado»-- en Derecho, maestrías conducentes a la judicatura, a la abogacía, etc).
En la medida en que (acaso con ligeros retoques) también es aplicable la lógica nomológica a ordenamientos normativos extrajurídicos (incluida la ética, sea ésta la que fuere), es muy de lamentar que quienes se las dan de adalides de la ética o de lo ético sean ignaros en lógica de las normas, como si bastara la intuición o el instinto (o acaso la iluminación del Intelecto Agente aristotélico). Dichosos quienes vienen agraciados con esa iluminación. Los demás, el vulgo, carecemos de tal privilegio, viéndonos así constreñidos a usar la razón.
Hasta los ángeles tienen que hacerlo; más aún quienes estamos muy por debajo de ellos en potencia intelectual.
Sin lógica deóntica, díganme cómo cabe inferir de que tal conducta sea moralmente obligatoria que también es, a fortiori, moralmente lícita.
¿Qué hacen los redactores de esos «códigos de buenas prácticas» y «códigos éticos» que ahora proliferan? (Para mí un código ético es un oxímoron, un hierro de madera.) Díganme cómo razonan, o argumentan, los señores miembros de los exuberantes comités de ética.
¿Con lógica o sin ella? Y, si es con lógica, ¿con cuál?
Lorenzo Peña ha publicado en La filosofía social, política y jurídica de Lorenzo Peña.
¿ES BUENA LA DEMOCRACIA SÓLO POR SERLO?
Primero, ¿qué es democracia?
Nadie la define. En la antigüedad griega era el poder de la muchedumbre, o sea la omnipotencia de la asamblea.
Suscitaba paradojas igual que la omnipotencia divina. P.ej ¿es democrático que se prohíba presentar una cierta proposición a deliberación pública so pena de muerte? ¿O le está prohibido a la mayoría adoptar una decisión así --y hasta quizá está prohibido proponerla?
Hoy se entiende convencionalmente por "democracia" una organización donde, directa o indirectamente, de un modo idóneo o espúreo, la mayoría de la población elige a los integrantes del poder ejecutivo y a los del legislativo, en un ambiente de cierto grado de libertad política.
Véase mi ensayo "Democracia, dictadura, república un análisis conceptual".
Soy muy escéptico sobre esas definiciones. ¿Y si, como lo proponía Hayek, cada ciudadano puede votar una sola vez en su vida, o si hay elecciones cada 15, 20 ó 30 años? ¿Es democracia? ¿No? ¿Cada 5, 6 ó 7 sí? Entiendo que ya con 8 no, ¿cierto?
Yo entiendo que el régimen helvético es democracia, porque se parece algo a la antigua y, en todo caso, no es un poder mayoritario, de alternancia.
¿Cómo se justifica la democracia? ¿Sólo por serlo? Don Mario Bunge quiso probar que el bienestar de las poblaciones era mayor con ella que sin ella.
Dudo que tal estudio resista la crítica.
Hoy en Túnez y en Nigeria la gente se pregunta qué bienes les ha traído la democracia. En Túnez se vivía mucho mejor bajo la dura tiranía clepticrática de Ben Alí y antes bajo la más benigna de Bourguiba.
Ahora traigo a colación la India de las castas, tan loada por el economista premio Nobel Amartya Sen.
CITO:
While the caste system has been formally abolished under the Indian constitution, according to official statistics, every eighteen minutes a crime is committed in India on a member of the dalit caste. The Persistence of Caste uses the shocking case of "Khairlanji," the brutal murder of an entire Dalit family in 2006, to explode the myth that caste is a feudal relic, and argues that it has been well assimilated not only by capitalist India, but also Globalising India - spreading out through the diaspora. The author argues that anti-caste activism itself has reflected and reinforced the worst stereotypes, identifying foes and friends in obsolete terms, and that in post-independence India, the authority of Caste has found a new ally - the state and its police. This shocking and insightful new analysis will not only provide a fascinating introduction into the issue of caste in a globalised world, but will sharpen any readers' understanding of caste dynamics as they actually exist.
FIN DE LA CITA
Primero, ¿qué es democracia?
Nadie la define. En la antigüedad griega era el poder de la muchedumbre, o sea la omnipotencia de la asamblea.
Suscitaba paradojas igual que la omnipotencia divina. P.ej ¿es democrático que se prohíba presentar una cierta proposición a deliberación pública so pena de muerte? ¿O le está prohibido a la mayoría adoptar una decisión así --y hasta quizá está prohibido proponerla?
Hoy se entiende convencionalmente por "democracia" una organización donde, directa o indirectamente, de un modo idóneo o espúreo, la mayoría de la población elige a los integrantes del poder ejecutivo y a los del legislativo, en un ambiente de cierto grado de libertad política.
Véase mi ensayo "Democracia, dictadura, república un análisis conceptual".
Soy muy escéptico sobre esas definiciones. ¿Y si, como lo proponía Hayek, cada ciudadano puede votar una sola vez en su vida, o si hay elecciones cada 15, 20 ó 30 años? ¿Es democracia? ¿No? ¿Cada 5, 6 ó 7 sí? Entiendo que ya con 8 no, ¿cierto?
Yo entiendo que el régimen helvético es democracia, porque se parece algo a la antigua y, en todo caso, no es un poder mayoritario, de alternancia.
¿Cómo se justifica la democracia? ¿Sólo por serlo? Don Mario Bunge quiso probar que el bienestar de las poblaciones era mayor con ella que sin ella.
Dudo que tal estudio resista la crítica.
Hoy en Túnez y en Nigeria la gente se pregunta qué bienes les ha traído la democracia. En Túnez se vivía mucho mejor bajo la dura tiranía clepticrática de Ben Alí y antes bajo la más benigna de Bourguiba.
Ahora traigo a colación la India de las castas, tan loada por el economista premio Nobel Amartya Sen.
CITO:
While the caste system has been formally abolished under the Indian constitution, according to official statistics, every eighteen minutes a crime is committed in India on a member of the dalit caste. The Persistence of Caste uses the shocking case of "Khairlanji," the brutal murder of an entire Dalit family in 2006, to explode the myth that caste is a feudal relic, and argues that it has been well assimilated not only by capitalist India, but also Globalising India - spreading out through the diaspora. The author argues that anti-caste activism itself has reflected and reinforced the worst stereotypes, identifying foes and friends in obsolete terms, and that in post-independence India, the authority of Caste has found a new ally - the state and its police. This shocking and insightful new analysis will not only provide a fascinating introduction into the issue of caste in a globalised world, but will sharpen any readers' understanding of caste dynamics as they actually exist.
FIN DE LA CITA
¿Constriñe el derecho natural a vivir según la naturaleza?
Lección laurentina nº 48
Tesis 52 del racionalismo jurídico: Es preceptivo que los operadores jurídicos apliquen el canon hermenéutico de, en la medida de lo posible, interpretar la ley de tal manera que sea favorable al bien común y no contraria al mismo
https://youtu.be/MzYmgsf4Z5E
Tesis 52 del racionalismo jurídico: Es preceptivo que los operadores jurídicos apliquen el canon hermenéutico de, en la medida de lo posible, interpretar la ley de tal manera que sea favorable al bien común y no contraria al mismo
https://youtu.be/MzYmgsf4Z5E
Antepenúltima Lección Laurentina
Derecho y moral. Diferencia y separación.
El jusnaturalismo no es moralismo jurídico
El jusnaturalismo no es moralismo jurídico
Ya se acaba esta serie de lecciones.
Ésta es la penúltima. Es una defensa de la eternidad e inmutabilidad de los valores, centrada en los valores jurídicos, cuya síntesis es el bien común
Ésta es la penúltima. Es una defensa de la eternidad e inmutabilidad de los valores, centrada en los valores jurídicos, cuya síntesis es el bien común
NUEVA VERSIÓN DIGITAL DE VLD
La editorial Plaza y Valdés, en conjunción con una librería electrónica italiana, pone a la venta una versión digital de VISIÓN LÓGICA DEL DERECHO
https://www.torrossa.com/it/resources/an/4665228?rows=20&fq%5B0%5D=publisher_code%3AFZW999&start=20&sort=pub_date_sort+desc&page=1&publisher_code=FZW999&type=Publisher&itemnumber=6&rows_original=20&uri_original=%2Fit%2Fpublishers%2Fplaza-y-valdes.html
La editorial Plaza y Valdés, en conjunción con una librería electrónica italiana, pone a la venta una versión digital de VISIÓN LÓGICA DEL DERECHO
https://www.torrossa.com/it/resources/an/4665228?rows=20&fq%5B0%5D=publisher_code%3AFZW999&start=20&sort=pub_date_sort+desc&page=1&publisher_code=FZW999&type=Publisher&itemnumber=6&rows_original=20&uri_original=%2Fit%2Fpublishers%2Fplaza-y-valdes.html
ACCESIBLE EDICIÓN DIGITAL DE CONCEPTOS Y VALORES CONSTITUCIONALES
Mi libro, de ese título (en coautoría con T. Ausín y varios colaboradores), publ. por Plaza y Valdés, ya está disponible en versión digital.
https://www.torrossa.com/it/resources/an/4665235?rows=20&fq%5B0%5D=publisher_code%3AFZW999&start=20&sort=pub_date_sort+desc&page=1&publisher_code=FZW999&type=Publisher&itemnumber=15&rows_original=20&uri_original=%2Fit%2Fpublishers%2Fplaza-y-valdes.html
Mi libro, de ese título (en coautoría con T. Ausín y varios colaboradores), publ. por Plaza y Valdés, ya está disponible en versión digital.
https://www.torrossa.com/it/resources/an/4665235?rows=20&fq%5B0%5D=publisher_code%3AFZW999&start=20&sort=pub_date_sort+desc&page=1&publisher_code=FZW999&type=Publisher&itemnumber=15&rows_original=20&uri_original=%2Fit%2Fpublishers%2Fplaza-y-valdes.html
Nueva versión digital completa de ESTUDIOS REPUBLICANOS
Está en PDF. Formato DINB5. (Ideal para verse en tabletas de tamaño normal o un poco grandes). No es imprimible.
Aunque resulta públicamente accesible para cualquiera, en principio está destinada a los miembros y seguidores de este seminario.
Evidentemente es una producción del propio autor, sin la calidad técnica de la editorial.
Ésta, Plaza y Valdés, me temo que no va a hacer accesible ninguna versión electrónica, porque ese libro (entero y por capítulos) se cedió, en versión digital, a EBSCO, entidad que vende el acceso a bibliotecas universitarias por precios altísimos, lo cual disuade a cualquier lector normal. Esa circunstancia me ha animado a ofrecer mi propia versión.
http://jurid.net/books/vision/VLD1.pdf
Está en PDF. Formato DINB5. (Ideal para verse en tabletas de tamaño normal o un poco grandes). No es imprimible.
Aunque resulta públicamente accesible para cualquiera, en principio está destinada a los miembros y seguidores de este seminario.
Evidentemente es una producción del propio autor, sin la calidad técnica de la editorial.
Ésta, Plaza y Valdés, me temo que no va a hacer accesible ninguna versión electrónica, porque ese libro (entero y por capítulos) se cedió, en versión digital, a EBSCO, entidad que vende el acceso a bibliotecas universitarias por precios altísimos, lo cual disuade a cualquier lector normal. Esa circunstancia me ha animado a ofrecer mi propia versión.
http://jurid.net/books/vision/VLD1.pdf