por Lorenzo Peña
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Puede uno, para atacar a quien quiere ver abatido o destruido, reprocharle que su política es demasiado así o demasiado no-así. Lo que ya resulta revelador de mala fe es reprocharle ambas cosas a la vez o casi a la vez.
Los voceros del imperialismo yanqui-británico ya sabemos que tienen ojeriza a Yasir Arafat, el líder del pueblo palestino, igual que los círculos dirigentes del sionismo. Y es que piensan que, sin Arafat, el movimiento popular palestino se habría desintegrado hace tiempo, o habría sido captado y monopolizado por los islamistas (que, no se olvide, fueron propulsados y financiados en su día por las propias autoridades israelíes, como medio de división y de presión contra la OLP --amén del apoyo que siempre han tenido de las petromonarquías y demás catervas del integrismo religioso); y un movimiento escorado hacia algo tan impresentable y desacreditado hoy como el extremismo islamista sería fácil de acorralar, denigrar y aislar, para finalmente conseguir, con la diáspora final de lo que queda de pueblo palestino en Palestina, la paulatina ocupación de toda la tierra de esa región por los colonos sionistas.
Mas, siendo todo eso así, hay tal vez algo mucho más importante todavía, y es que Arafat fue de los que se opusieron a la guerra de agresión perpetrada contra Irak en 1991 por el imperialismo yanqui y sus socios, con la complicidad de los gobiernos reaccionarios y antipopulares de Siria, Egipto, y de las monarquías (salvo Jordania). Desde entonces el imperialismo, que ya había tratado de matar a Arafat varias veces, decidió acabar con su vida y su dirección.
Mas el hombre propone y Dios dispone. Las cosas se les torcieron, porque la Intifada palestina obligó a Israel a buscar una salida negociada, cediendo al fin algo, aunque poco, lo menos posible. Fueron los acuerdos de Oslo.
Aunque los imperialistas yanquis hicieron una mueca de sonrisa, presionaron para en lo sucesivo ser ellos los conductores y acaparadores del proceso de negociación; con lo cual éste se veía condenado, justamente por haber pasado a ser timonel de esa nave el principal patrón, creador y financiador de la entidad sionista.
Bajo su manto de disimulada mediación y de propuestas dizque neutrales, los imperialistas yanquis --en todas las administraciones, que son prácticamente iguales en eso como en todo-- han hecho lo posible y casi lo imposible por torpedear, minar, sabotear y echar a pique cualquier proceso de paz, salvo a lo sumo uno que supusiera una capitulación en toda la línea de Arafat para, así --financiando luego bajo cuerda a la oposición palestina radical e intransigente-- hacerlo caer, ya desacreditado, o matarlo, y abalanzarse para destrozar lo que quede del movimiento palestino.
De todo eso nos hemos ido percatando, atando cabos. Lo que no sabíamos es que la propaganda imperialista tiene la desfachatez de no ocultar apenas su juego, como se echa de ver en que un mismo boletín de dizque noticias critique a Arafat por recalcitrante inflexibilidad y a la vez por claudicar.
El pueblo palestino no se ha dejado embaucar, sino que ha proseguido la lucha por unos objetivos razonables, viables. Como lo dijo Arafat en persona, no pide la luna, no pide lo que sería justo y legítimo (la restitución de la tierra palestina a los palestinos, borrando las huellas de la colonización británica desde 1918, o sea la entidad sionista). Ni siquiera pide la vuelta a la ilegal línea que trazara la O.N.U. en 1947, regalando lo que no era suyo a colonos que alegaban que imaginarios antepasados suyos, dos milenios antes, habían vivido allí.
En vez de eso pide algo modestísimo: que se devuelva al menos el territorio palestino en la línea demarcatoria de facto de 1967 y se permita el retorno a sus hogares de los palestinos expulsados por Israel desde 1948. Eso sería hoy escasamente dañino para el sionismo, porque muchos no volverán, otros lo harían en plan modesto y serían integrables, con uno u otro estatuto, en un Estado de vocación pseudoétnica hebrea (pseudo porque en rigor es muy dudoso que haya tal etnia y, en cualquier caso, que a ella pertenezcan todos esos rubios inmigrantes de tantos países septentrionales, sólo porque a lo mejor algún antepasado suyo fue hebreo hace siglos, en lo cual casi seguro que estaríamos comprendidos muchísimos otros a quienes nos da igual la catalogación étnica que hagan de nosotros).
Mas el imperialismo yanqui quiere que Israel siga en pie de guerra para así tenerlo siempre incondicionalmente a sus órdenes. No viene nada bien al agresivo imperialismo yanqui la perspectiva de un Israel pacífico, o menos belicoso, que se retirase a las líneas de 1967 y conviviera con un Estado palestino (que --por la fuerza de las cosas y de las realidades económicas-- sería una dependencia semicolonial de Israel, al menos inicialmente). Y por eso desde Washington, bajo una u otra presidencia, con la Coca Cola o con la Pepsi Cola en la Casa Blanca, han manejado los hilos para que en Israel, pase lo que pase, no prevalezcan los individuos de mentalidad más o menos pacífica y conciliante.
La tarea es fácil, desde luego, porque una entidad como la sionista --surgida del atropello a sangre y fuego, del despojo, del robo a mano armada y de la masacre de la población autóctona--, lleva en su propio ser las bases para que prevalezca el espíritu virilista y machote de la agresividad, el avasallamiento, la destrucción implacable del adversario o del que podría dejar de serlo si hubiera un mínimo de concesiones y un mínimo de espíritu de conciliación. Mas pedírselo a Israel es pedir peras al olmo.
¿Qué acusaciones, con fundamento o sin él, no habrá lanzado contra Arafat la propaganda imperialista --y concretamente entre nosotros la prensa borbónica? Su gobierno sería corrupto, tendría pisos en París, dedicaría el dinero a qué sé yo, etc. Habrá corrupción, sí --aunque nos permitimos mucho sospechar que no llega a la milésima parte de la de los gobernantes de Washington, Londres, París, Berlín, Roma, Viena, Berna, Bruselas, Ottawa etc.
Mas es un hecho que, en unas condiciones increíblemente duras, precarias, con tesón heroico y consagración ciclópea a una tarea ardua y casi imposible, la autoridad palestina, en lo poco, lo poquísimo en que tuvo algo de poder en algún momento, hizo milagros, reconstruyó edificios que el sionismo había destruido, fomentó la economía (en la débil medida de sus posibilidades), fortificó la conciencia nacional palestina.
Si hoy es posible este nuevo capítulo de la Intifada es gracias a esa labor. Eso lo quieren ocultar todos los medios de la propaganda imperialista y prosionista y quienes, aun con la mejor de las intenciones, les hacen el juego.
La Navidad del 2000 en Belén ha sido la más triste desde hace unos bastantes años. No son halagüeñas las perspectivas. El pueblo palestino no puede imaginar una lucha como la de cientos de millones de indios contra el yugo inglés, porque no hay paralelismo alguno, ni demográfico ni político. El pueblo palestino tiene las vías bloqueadas; todas, la de la lucha armada y la de la lucha pacífica, la de la diplomacia y la de la negociación. Es imposible trazar un plan de campaña para esa lucha porque no hay ni puede haber ninguno. La determinación inexorable y despiadada de Israel --con el total respaldo de sus amos y azuzadores, los imperialistas yanquis-- impide otear nada bueno, dada la enorme superioridad de Israel en todos los órdenes, incluso el demográfico.
Lo único malo para el sionismo es que, al bloquear y taponar cualquier salida, al imposibilitar cualquier arreglo mínimamente suscribible por la autoridad palestina, empuja a las masas palestinas a la desesperación y a estallidos de cólera. Y esas masas tienen (es el único punto positivo en toda esta historia) el creciente respaldo de la opinión pública. Aunque los voceros de la propaganda imperialista sigan, en su tono santurrón, hablando de las víctimas de «la violencia entre palestinos e israelíes», hay cosas que no se pueden ocultar; y la gente sabe de qué lado están las víctimas, el 99% de las víctimas. Y empieza a saber por qué.
Un poco más y la opinión pública, a pesar de los esfuerzos de la propaganda imperialista, sabrá la verdad, toda la verdad sobre qué ha pasado en Palestina desde 1918. Entonces se librará una batalla de opinión de la que Israel saldrá perdedor. Y entonces, sólo entonces, habrá perspectivas de paz y de un mínimo de justicia para el pueblo palestino.
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