¿Qué es una ontología gradual?

Marcelo Vásconez (Universidad de Cuenca [Ecuador]) & Lorenzo Peña (CSIC, Instituto de Filosofía)


Copyright © 1996 Marcelo Vásconez & Lorenzo Peña

Contenidos

  1. Abstract en inglés
  2. Resumen en español
  3. Consideración introductoria: la gradualidad del ser en la tradición filosófica
  4. Argumento principal a favor de la gradualidad del existir
  5. Reacciones al argumento anterior
  6. Grados de realidad de objetos «concretos»
  7. Vaguedad y franjas limítrofes: los sorites
  8. Conclusión: hay entes que son y no son


Abstract

What makes fuzzy properties fuzzy is not vagueness but graduality. We argue that such graduality is objective, that there are degrees of truth which are as many degrees of existence of facts. We go on to uphold degrees of existence of other sorts of entities, such as artifacts and species. There is a thick fringe between what is and what is not at all, wherein entities both are and are not. Two different negations, `not' and `not ... at all', are distinguished. Disjunctive syllogism holds for the latter only. Thus, a gradualistic ontology successfully stops the disastrous final step of a sorites argument.


Resumen

Lo que hace que las propiedades difusas sean tales no es la vaguedad, sino la gradualidad. Esa gradualidad es objetiva; hay grados de verdad que son otros tantos grados de existencia de hechos. Damos un paso adelante abrazando también grados de existencia de entes de otras índoles, como artefactos y especies. Hay una gruesa franja entre lo que es y lo que no es en absoluto, y aquellas entidades que en ella están son y no son a la vez. Distinguimos dos negaciones, `no' y `no...en absoluto'. El silogismo disyuntivo vale sólo para la última. Así pues, una ontología gradualista logra parar el desastroso paso final de un argumento sorítico.

«Las cosas son lo que son y nada más». Bertrand Russell.


§0.-- Consideración introductoria: la gradualidad del ser en la tradición filosófica

He ahí la raíz del error: las cosas no son todo lo que son; y, en cambio, son también algo de lo que no son.

En la tradición filosófica, la oposición a la tesis de los grados de existencia se remonta por lo menos a Parménides, quien, en el fragmento 8 de su Poema, expresamente afirma del Ser:

es todo igual. Ni es más (aquí)... Ni es menos (allí)... ni [es posible] un Ente que tuviese de Ente aquí más, allá menos... (líneas 22-24; y 47-48; traducción de F. Montero Moliner.)

Quedó así inaugurada por el eleático la concepción antigradualista de la realidad que sería continuada luego por Aristóteles.

Frente a esa tendencia se yergue, ya desde la antigüedad, otra no menos pujante, que ha sostenido que hay grados de existencia. Varios textos platónicos exhiben esta visión gradual de la realidad. Por ejemplo, Platón, en el pasaje de la República 585b9-d3, dice que las cosas relativas al cuidado del alma, como el conocimiento, la virtud, la razón, y en general aquello que se atiene siempre a lo idéntico, participan más en (o de) la Existencia.

Por supuesto, no todos los investigadores han estado dispuestos a tomar al pie de la letra semejantes asertos, imponiendo interpretaciones caritativas. Para no citar más que un caso, el conocido estudioso Vlastos sostiene (Vlastos, 1965) que carece de sentido aplicar por grados la existencia a los individuos. La alegación de sin-sentido es obviamente bastante fuerte, pero no carece de supuestos que de hecho han sido puestos en tela de juicio.

A lo largo de la historia no pocos filósofos han reconfigurado de diferentes maneras una representación de la realidad en la que las distintas entidades que se reconocen no gozan todas ellas del mismo grado de ser. Dentro de esta corriente gradualista podemos mencionar a San Agustín, Mario Victorino Afer, Escoto Eriúgena, Santo Tomás de Aquino, Ulrico Engelberto de Estrasburgo, Nicolás de Cusa, Suárez, Espinoza. Mas no es éste el lugar para hacer un recuento histórico de los autores mencionados. (El lector interesado puede remitirse a Peña, 1987, pp. 333-345.)

En este trabajo nos limitamos a ofrecer unos cuantos argumentos que nos parecen particularmente de destacar de entre aquellos que abonan a favor de una visión de lo real que reconozca grados de ser. A través del examen somero de tales argumentos vendrán también plasmadas las grandes líneas de lo que puede constituir una ontología gradualista.


§1.-- Argumento principal a favor de la gradualidad del existir

Sucintamente, y sin afán de ser exactos, procede así el argumento principal a favor de que se dan grados de realidad o existencia: 1) hay en la realidad propiedades y conjuntos difusos, e.e., que se dan por grados; 2) extraccionismo: a los grados de posesión o pertenencia corresponden sendos grados de verdad; 3) definición de verdad: el que una oración sea verdadera equivale a la existencia del hecho a que se refiere; por lo tanto: hay grados de existencia. Veamos detenidamente cada uno de los pasos.

Premisa 1ª.- En primer lugar, asentemos la tesis del carácter difuso de la mayoría de las propiedades, o determinaciones, tanto de las que son utilizadas en la vida ordinaria como en el quehacer científico. Que sea difusa una propiedad significa que algo puede poseerla, o carecer de ella, en una medida no total --e.d., que se dan grados de posesión de la misma. Una cosa puede poseer una propiedad aunque sea sólo hasta cierto punto, o en cierta medida no completa. Si las propiedades no son más que clases o conjuntos, entendidos extensionalmente, entonces, hay conjuntos difusos, esto es, conjuntos a los que cabe pertenecer en una medida intermedia entre el 100% y el 0%, que admiten el más y el menos. (Si, en cambio, las propiedades son intensionales, podemos entender --a los presentes efectos-- que son sus extensiones las que comportan grados; pero, para nuestro actual propósito, da igual.) La relación de pertenencia de un miembro a un conjunto es gradual, abarcando una clase a sus miembros en medidas muy diferentes. De modo que no basta con saber si un ente pertenece o no a un conjunto, sino que habrá que especificar en qué medida es miembro del conjunto en cuestión.

Son propiedades difusas las de ser calvo, rojo, rápido, alto, grande, rico, caliente, joven, duro, ruidoso, instruido, enfermo, cortés, versado en leyes, generoso, etc. La teoría de la evolución muestra que hay grados en el pertenecer a una especie o género: en el ser vertebrado, mamífero, primate, hombre. Hay muchísimos grados de ser seca o húmeda una tierra, fértil o árida, de ser montuosa o llana, de estar cerca del mar, etc. Hay grados diferentes de pertenencia de diversos acontecimientos a una época; de diferentes Estados a una confederación; de diferentes comarcas a una región. Muchas de las nociones que se manejan dentro de la filosofía también son susceptibles de aplicarse en una medida mayor o menor. Hay grados de posibilidad y necesidad, de simultaneidad, anterioridad y posterioridad, de convicción, creencia y justificación, de obligatoriedad, etc.

La gradualidad de las propiedades se revela en dos tipos de construcciones en el lenguaje corriente. Una de ellas es el uso de adverbios de intensidad o de atenuación para indicar el grado en el que un objeto posee una propiedad: `enteramente', `un tanto', `bastante', `poco', `sumamente', etc. El otro tipo de frases es el de las construcciones comparativas, ya sea de inferioridad, superioridad o igualdad.

Premisa 2ª.- El grado de posesión de una propiedad por un objeto, o el grado de pertenencia de un miembro a un conjunto, es el grado de verdad de la oración que afirme el hecho correspondiente. Por ejemplo, se da equivalencia entre `Francisco es muy pobre' y `Es muy cierto (= verdadero) que Francisco es pobre'. En general, «x es ... P» es parafraseable como «es ... verdad que x es P», donde los puntos suspensivos han de venir sustituidos por cualquier expresión de matiz. A esa identidad entre sendos grados cabe llamarla «extraccionismo», pues permite extraer dicha partícula de matiz del interior de una oración, y prefijar a la oración así cercenada el resultado de reemplazar los puntos suspensivos de la locución `es ... verdad que' por la partícula en cuestión. La variación en los grados de ejemplificación de una propiedad, ­, por un objeto, x, es, pues, correlativa de la variación del grado de verdad de la oración que atribuya ­ a x.

Consideraciones similares valen con respecto a las construcciones comparativas. Comparar dos objetos, x y z, en lo concerniente al grado de posesión de una misma propiedad, ­, no es sino comparar grados de verdad de las dos oraciones que prediquen ­ de x y de z, respectivamente. Así, el que Argentina sea más grande que México equivale a que es más verdad que Argentina sea grande que el que México sea grande. El que Platón sea por lo menos tan genial como Aristóteles es lo mismo que el ser genial Platón sea por lo menos tan verdadero como el serlo Aristóteles.

Está cargada de dificultades cualquier otra manera de entender los modificadores de intensidad o atenuación, y los comparativos.

Premisa 3ª.- Si aceptamos algo parecido a una teoría de la verdad semántica como la del Tractatus de Wittgenstein --según la cual la verdad de una oración consiste en la existencia del hecho o estado de cosas por ella denotado, o significado-- entonces tenemos ya demostrado lo que nos proponíamos: hay grados de existencia. Porque, el que una oración sea más verdadera que otra entraña que el referente de la primera sea más existente que el de la segunda. Para retomar un ejemplo anterior, puesto que el valor de verdad de la oración `Argentina es grande' es mayor que el de `México es grande', se sigue de ahí que el hecho de que Argentina sea grande --que no es sino la grandeza de Argentina-- es más existente que el referente de la segunda oración, la grandeza de México. Para expresarlo en términos de la teoría de conjuntos: ya que Argentina pertenece más que México al conjunto de los países grandes, la pertenencia de aquélla al mencionado conjunto es más real que la pertenencia de México al mismo conjunto. Y de manera semejante para los otros casos. La verdad de la oración `Francisco es pobre' estriba en la existencia de la pobreza de Francisco. Pero, si Francisco es muy pobre, es muy cierto (= verdadero) que Francisco es pobre; y, por ende, la pobreza de Francisco será muy real; el hecho de que Francisco es pobre será muy existente.

Por lo tanto, concluimos que siempre que se den grados de ejemplificación de una propiedad, o grados de pertenencia de una cosa a un conjunto, se dan también grados de existencia. Y éstos son tantos cuantos sean aquellos. En verdad, hay infinitos grados de realidad, pues hay propiedades que se pueden poseer en infinitos grados, como la de estar cerca del mar, ser grande, etc.


§2.-- Reacciones al argumento anterior

Quizá la objeción más grave en contra de la doctrina de los grados de realidad sea la de que la gradualidad, lo difuso, entraña contradicciones --sobreentendiéndose el punto de vista clásico de que toda contradicción es absurda, sin sentido, ininteligible, irracional, o absolutamente imposible. En efecto, supongamos un hecho que sólo sea parcialmente existente, como el de que Rodolfo sea calvo, pero no del todo. Luego, en alguna medida es no calvo.

Ahora bien, la regla de apencamiento nos permite pasar de: `«p» es en alguna medida verdadero', a la conclusión de que «p» es verdadero. Esta regla ha venido reconocida como legítima en la tradición lógica y filosófica. La base de ese reconocimiento es que no puede ocurrir que la conclusión sea totalmente falsa, en el supuesto de que la premisa sea, en uno u otro grado, verdadera. La noción usual y clásica de validez es justamente la siguiente: es válida una forma de inferencia, o sea un dúo ordenado Z=<G, A>, cuando G es un conjunto de esquemas de fórmulas y A es un esquema de fórmula, tales que nunca sucede que haya una sustitución uniforme de las letras esquemáticas en Z con la cual sean verdaderas todas las fórmulas resultantes de la sustitución en G, pero sin embargo sea [del todo] falso el resultado de la sustitución en A. Lo único que pasa es que para el clasicista, la locución `del todo falso' es una mera variante estilística de `falso'; para él, lo falso es del todo falso; lo verdadero, del todo verdadero.

Así pues, la regla de apencamiento no es sino una consecuencia simple de la noción usual y clásica de validez. (Y podemos perfectamente mantenerla descartando como escoria el supuesto adicional e injustificado de que lo verdadero es totalmente verdadero.)

Aplicando dicha regla, resulta que: si hasta cierto punto es real o verdadero que Rodolfo sea calvo, entonces es calvo. Y, si también en alguna medida sucede que Rodolfo es no calvo, entonces no es calvo. Por adjunción, concluimos que Rodolfo es y no es calvo. A partir de esa contradicción, el clasicista infiere, por reducción al absurdo, que es del todo punto falso e ilógico que haya grados de existencia.

Ciertamente, desde la perspectiva de la lógica aristotélica, es desastroso concebir grados de existencia. Sin embargo, ya la mera existencia de lógicas paraconsistentes (aquellas que, abandonando la regla de Cornubia [p, Np |- q, donde `N' se lee `no'], toleran la contradicción sin que la presencia de dos oraciones mutuamente contradictorias entrañe la verdad de cualquier oración) contribuye a contrarrestar la fuerza de la objeción. Dentro de un enfoque paraconsistente, puede aceptarse que, dándose grados en la posesión de alguna propiedad, se dan contradicciones. Pero esto último no acarrea ninguna delicuescencia, o inconsistencia fuerte --en el sentido de Post-- (e.d. no acarrea que cada fórmula se convierta en un teorema), porque hay muchas contradicciones que son inocuas.

Caben otras maneras de rebatir la conclusión presentada a favor de la gradualidad de la existencia, pues se pueden discutir todas y cada una de las premisas de su argumento justificativo. Exploremos las distintas salidas que podrían estar disponibles.

Se ha impugnado de muchas maneras la premisa 1ª. No todos han estado dispuestos a asumir la existencia objetiva de propiedades difusas, en el sentido de que, con respecto a ellas, no se dé una alternativa entre poseerlas en un 100% y poseerlas en un 0%, sino que quepa de poseerlas en varias, y aun infinitas, medidas intermedias.

En primer lugar, no siempre se han concebido las propiedades difusas como se acaba de indicar. Más bien, debido a que la gente a menudo dice cosas como que Rodolfo no es ni calvo ni no calvo, lo preponderante en el ámbito filosófico ha sido interpretarlas como predicados «vagos», entendiendo por los mismos cualquier predicado, ­, tal que, para algún ente, x, es indefinido o indeterminado si x es ­; tal afirmación carecería de cualquier valor de verdad, sin que haya nada en la realidad que sirva de fundamento ni para la afirmación ni la negación.

Nuevamente, se puede replicar que la alegación tiene presupuestos clasicistas: la motivación subyacente a la confusión de lo difuso con la vaguedad, interpretada como indeterminación, es el rechazo de la contradicción, como lo vamos a ver en seguida. El que Rodolfo ni sea calvo ni deje de serlo puede simbolizarse así, siendo `N', el mero `no', una negación débil: (1) Np&NNp.

Por DeMorgan, (1) equivale a: (2) N(pVNp). Esto es, a la negación del principio de tercio excluso, PTE. Lo difuso entraña una negación de tal principio. Mas, una cosa es negar de una manera simple, y otra es negar por completo: el `no' es muy diferente del `no en absoluto'. La falsedad del PTE no es lo mismo que su total falsedad. Sólo habría indeterminación si el PTE fuera completamente falso. Pero lo difuso no nos obliga a ninguna indeterminación, sino sólo a una negación simple del PTE. Sí nos apremia, en cambio, a reconocer contradicciones verdaderas, debido a que, por involutividad de la negación, (1) es equivalente a: (3) Np&p. En nuestro ejemplo, (3) significa que Rodolfo es calvo y no es calvo.

Llegamos así, por otra vía, al mismo resultado: la gradualidad conlleva contradicciones, como ya se demostró más arriba. Más aún, debemos aclarar que no hay por qué sacrificar el PTE en presencia de lo difuso. Todo lo contrario, de hecho, se puede probar el PTE a partir de (3), ya que, por simplificación, obtenemos: (4) p. Y, por adición: (5) pVNp.

Luego, el PTE es más que compatible con la gradualidad: no sólo lo difuso no se opone al PTE, sino que lo entraña. Lo que sí es forzoso es, por tercera ocasión, abrazar otra contradicción, esta vez, de segundo nivel, puesto que, por adjunción de (5) y (2), resulta: (6) p&Np&N(p&Np).

El PTE es verdadero y falso a la vez. Nada de extraño. El PTE no es totalmente verdadero. Al principio que postule la verdad plena y absoluta del PTE, lo llamaremos Super Tercio excluso, que es la versión de Parménides, a saber (introduciendo un operador `H' que leemos `Es totalmente verdad que', y definiendo ¬p como HNp): (7) HpV¬p: o bien «p» es totalmente verdadero, o bien es totalmente falso. Es esta versión absoluta la que es radicalmente incompatible con los casos difusos, por cuanto excluye las situaciones intermedias; y por lo tanto ha de venir rechazada, si se quieren admitir situaciones difusas, posesiones de propiedades en grados no-totales. Para que se pueda probar (7) a partir de (4), tendría que valer la Regla de Maximalización: de que «p» sea verdadero se concluye que «p» es totalmente verdadero: p à Hp. Esa regla es diametralmente opuesta a la regla de apencamiento, que anima el enfoque aquí propuesto. De añadirse la regla de maximalización a un sistema lógico que trate de capturar nuestra visión ordinaria de las cosas, quedaría arruinada toda la empresa gradualista.

Suponiendo la validez del extraccionismo, instancias de la regla de maximalización serían las siguientes:

(8) Maruja está enferma; por consiguiente, Maruja está totalmente enferma.

(9) César habla bien el inglés; por consiguiente, lo habla perfectamente (o sea lo habla totalmente bien).

Nadie razonaría así (salvo un obcecado adversario de la gradualidad y de las lógicas que implementan una visión gradualista de lo real) porque es un sofisma. El maximalista alético concibe que sólo puede decirse p cuando p sea totalmente verdadero. Si Maruja no está totalmente enferma --o sea, si no es totalmente verdadera la sentencia «Maruja está enferma»--, entonces, para el maximalista, no cabe afirmar «Maruja está enferma»; de esa afirmación, según él, se sigue que lo está del todo. Mas ningún viviente está totalmente enfermo --tan enfermo que ya más no quepa. Ni un moribundo siquiera: cuanto más se acerque a la muerte, más enfermo. Cuando se está muriendo, cada día o cada hora se está más enfermo (para simplificar --ya sabemos que el deterioro no es forzosamente lineal); o sea, a cada hora es más verdad que una hora antes que uno está enfermo.

El muerto ya no está enfermo, claro. Aquí tenemos un caso en el que no sólo parece haber una propiedad que se da por grados, sino una propiedad que nunca se da en un ciento por ciento.

Y otro tanto pasa con el conocimiento de un idioma, que puede aumentar sin límite, incluso para hablantes nativos. Si sólo pudiéramos decir que uno conoce una lengua cuando tan bien la conoce que nadie la conoce ni puede conocerla mejor, jamás atribuiríamos conocimiento de idioma alguno a nadie.

Resumiendo, la gradualidad no nos impone un abandono del PTE, ni por ende, del principio de que las cosas están determinadas, sino sólo del super tercio excluso, y de la regla de maximalización. Y, por otra parte, que las propiedades sean difusas no tiene nada que ver con que supuestamente sean vagas, en el sentido de que esté indeterminado con relación a ciertos entes si éstos las poseen o no (o de que no sea un asunto objetivo el que las posean o dejen de poseerlas).

Pasemos a examinar una segunda estrategia inventada para evitar la existencia de las propiedades difusas: el intento de sustituirlas por otras que sean precisas o exactas --entendiendo por tales aquellas que o totalmente se posean o totalmente se dejan de poseer. En lugar de haber propiedades difusas, como la de ser duro, moreno, etc., lo único que habría serían propiedades tales que la posesión o carencia de ellas sería una cuestión de o todo o nada, algo cabal y sin atenuaciones. La propiedad de «ser alto» sería reemplazada por la de «medir por lo menos 1,80 m.», o algún otro umbral determinado de antemano --suponiéndose que este sustituto es no-difuso, es decir, tal que si un hombre mide 1,799999 m., es totalmente falso decir que mida 1,80 m.

Esta escapatoria tiene muchas desventajas. Dejando de lado lo arbitrario e injustificado que a menudo resulta el fijar un límite o umbral de aplicación de una propiedad, tal alternativa de cambiar lo difuso por lo preciso es difícilmente aplicable en muchos casos. ¿Cómo establecer la medida, la unidad de medida y el umbral de propiedades como la humildad?

Además, se eliminarían así todas las construcciones comparativas. Porque, en vez de decir que la leche es más nutritiva que el arroz, deberíamos decir que: la leche ejemplifica una determinada propiedad, P (por ejemplo, tener m calorías), que el arroz ejemplifica tal otra propiedad, F, (tener n calorías), estando el problema en cómo expresar la correlación y la diferencia entre P y F sin apelar a una comparación de superioridad o inferioridad, como la de que m es más grande que n.

En este caso, podemos, ciertamente, decir que el que x sea más f que z (x: la leche; z: el arroz; f: ser nutritivo) estriba en que x es P, z es F y hay una inyección R entre sustancias y números (o sea una relación que una sustancia guarda con sólo un número, no con varios), tal que el número con el que P guarda R precede en el orden numérico a aquel con el que F guarda R. Aparte de lo rebuscado, complicado e inverosímil del procedimiento, la auténtica dificultad es que no se puede generalizar. Habrá, para empezar, que definir qué sea esa relación de estribar (¿será una superveniencia? ¿Una identidad?). Habrá que dar un tratamiento claro, convincente, esclarecedor de esa relación R, que nos diga qué es R en términos no técnicos, términos que entendamos.

Halladas respuestas a esos interrogantes, lo que tendrá todavía que proponernos el reduccionista es un procedimiento general, con una regla de paráfrasis: para cada oración que contenga la partícula `más' y que sea así o asá, la «forma lógica» de esa oración será otra que no la contenga y que resulte de someter la primera a tal secuencia reglada de reglas de transformación; eso o algo por el estilo. Eso ni por asomo lo ha encontrado ni sugerido nadie. Lo único que se ha hecho al respecto es proponer, de manera puramente ad hoc, paráfrasis para una serie de casos particulares. Aparentemente con diversas relaciones R, sin que se haya ofrecido un tratamiento general ni una regla para saber qué son y cómo se determinan esas relaciones R.

Eso ya sin contar con miles de casos que sería del todo implausible querer interpretar según esas pautas. `Jacinto es más ambicioso que atrevido' (estamos comparando sus cualidades, o defectos, según se mire, y decimos que tiene más lo uno que lo otro; no es lo mismo que comparar la ambición de Jacinto con la de Matías). Y `Jacinto es más ambicioso que Matías atrevido' (hemos llegado a la conclusión de que la ventaja para recomendarle a Juanita que se incline por Jacinto es su ambición, que valoramos como virtud, mientras que la razón que haría preferir a Matías es su arrojo; mas el primero tiene más ambición que el segundo atrevimiento). Resulta oscurísimo que pueda brindarse ningún tratamiento mínimamente convincente de esas comparaciones desde la óptica maximalista, que quiere que lo verdadero lo sea del todo, lo falso asimismo enteramente falso y, por lo tanto, hablando en plata no quepan comparaciones.

Intente el partidario del género de reducciones eliminativas con el que estamos polemizando parafrasear frases complejas con sus relaciones R y demás parafernalia. Habrá de proporcionarnos un procedimiento general, no arbitrario, no ad hoc, sino ajustado a reglas. Hay ejemplos que lo pondrán en terribles aprietos: `Estoy más agradecido a los frailes dominicos por su enseñanza que resentido contra los franciscanos por su severidad (fui alumno de ambos en distintos momentos); y más los tengo presentes al escribir esto que ausentes de mi recuerdo cuando menos me atengo a sus doctrinas'. ¡Ánimo, amigo reduccionista! ¡Manos a la obra!

Así pues, si se rechazaran las propiedades difusas, no podrían existir hechos como el de ser alto, teniéndose que expresar todos los hechos con oraciones que no contengan términos difusos. Igualmente, de no existir conjuntos difusos en la realidad, todo lo que habría sería, en lugar del conjunto de los ricos, conjuntos como el de «poseer 100000000 ?Îu;;», suponiendo que estos no son difusos, es decir que, si alguien posee sólo 99999999 ?Îu;;, decir de él que posee 100000000 ?Îu;; sería completamente falso.

Todas esas dificultades nos hacen desistir de tal empresa de la precisificación. Los términos difusos son mucho más plausibles y nos dan una visión del mundo mucho más atractiva que sus correlatos nítidos y tajantes. Y por último, el éxito que obtenemos en la comunicación mantenida a base del empleo de términos difusos parece corroborar que dicho uso no nos aleja de la realidad, sino todo lo contrario.

De la discusión precedente podemos deducir que hay indicios de que la realidad incluye propiedades o conjuntos difusos. La premisa 1ª parece estar justificada.

Avancemos ahora hacia la premisa 2ª. A la posición que rechace el extraccionismo denominémosla «antiextraccionismo». Según éste, los grados de posesión de una propiedad, P, o los de pertenencia de un miembro a un conjunto --la extensión de P--, no necesariamente tienen que ser los mismos que los grados de verdad de la oración que atribuya la propiedad P a un objeto, x, o que exprese que el elemento x pertenece a la extensión de P.

El inconveniente de separar los grados de verdad, por una parte, de los grados de posesión o de pertenencia, por otra, es que frustra la manera más directa y natural de entender en qué estriban los grados de verdad.

¿Qué tiene que suceder en la realidad para que una oración sea plenamente verdadera? De estar en lo cierto el antiextraccionismo, o no sería una condición necesaria el que x posea la propiedad P en una medida del 100%, o bien no sería una condición suficiente.

Generalmente, los antiextraccionistas han optado por admitir como verdaderas en un ciento por ciento oraciones «x es P» en casos en los cuales x no posea P en un 100% El motivo es un subyacente y larvado maximalismo alético. Dan por supuesto que ser verdadero es lo mismo que ser totalmente verdadero; o sea, que sólo es afirmable con verdad una oración que sea (en todos los aspectos, además) enteramente verdadera. Ahora bien, muchas veces afirmamos oraciones que atribuyen a sujetos propiedades que éstos no poseen en un grado tan alto, ni muchísimo menos; si no vamos a imposibilitar o deslegitimar con nuestro tratamiento semejantes asertos (de hacerlo, arruinaríamos la comunicación), nos veremos entonces forzados --dentro de la óptica maximalista-- a considerar que son totalmente verdaderos y, por ende, que para que sea del todo verdad que x es P no hace falta que x sea totalmente P.

La dificultad es que así quedarían sin explicar tales grados veritativos. Sin duda cabe encontrar funciones, diversas de la identidad, que asignen grados de verdad a las oraciones «x es P» según el grado de posesión de la propiedad P por el ente x.

Tres son nuestras objeciones a ese procedimiento de buscar funciones diversas de la identidad. (Más todavía objetaríamos a postular una independencia de los grados de verdad de las oraciones respecto de los grados de posesión de las propiedades atribuidas en tales oraciones.)

En primer lugar, no vemos cuál será el criterio no arbitrario para optar por una de esas funciones en lugar de cualquier otra. Así, podemos pensar que de cuantos humanos son felices en un 75% puede afirmarse con verdad total que son felices; o podemos requerir un umbral del 77%; o del 81%, etc. Lo que hace arbitraria la elección de un criterio es que no ve uno en qué estribaría éste. O sea, no parece que estemos ante un caso de ignorancia, pues no imagina uno qué conocería un ser omnisciente para poder tener tal criterio; y es que lo único que parece genuinamente en juego es la cuestión, no de la verdad, sino de la aseverabilidad. Es dudoso que, allende el problema de saber en qué medida sea feliz Eladio, esté otra cuestión irreducible de en qué medida sea verdad que Eladio es feliz. Y así esta primera objeción nos lleva a la segunda.

Nos parece darse en el procedimiento --tal es nuestra segunda objeción-- una confusión de semántica y pragmática: a nuestro juicio, para que sea --en el orden pragmático-- comunicacionalmente pertinente un aserto, serán menester unas u otras condiciones, según los casos; una de esas condiciones es el grado veritativo de la oración; otra, su tema, su índole; otra, el contexto de elocución; dependerá de esos tres factores cuán verdadera haya de ser la oración para que pueda lícitamente afirmarse sin infringir reglas de pertinencia comunicacional; mas la plena verdad de la oración no es ni condición necesaria ni condición suficiente de su pertinencia comunicacional. No hace falta que se dé una disparidad entre el grado de posesión de la propiedad P por el ente x y el de verdad de la oración «x es P» para dar cuenta de la discrepancia entre el [grado de] ser P x y la aseverabilidad de «x es P».

Nuestra tercera y principal objeción es que sospechamos que lo único que lleva a hacer creíble esa estrategia antiextraccionista es el maximalismo alético, cuyas credenciales son --lo hemos visto-- espúreas.

Queda por discutir la premisa 3ª. Se ha objetado, por un lado, que la relación entre el lenguaje y la realidad no es tan sencilla como lo suponía el atomismo lógico; y, por otro, que aun con un enfoque de esa índole pueden venir los grados de verdad de otra fuente, p.ej. de grados en la correspondencia entre oraciones y hechos (correspondencia, o ajuste, o representación, algo así).

Que la relación entre el lenguaje y el mundo es compleja lo sabemos bien. Que sin postular hechos, o estados de cosas, sin hacer estribar la verdad de oraciones en la existencia de tales hechos, quepa dar cuenta satisfactoriamente de esa relación y de la verdad lingüística es algo que no nos parece que haya logrado nadie. Claro que se ha intentado, desde luego, en tratamientos como los de Davidson. Nos da la impresión de que a la postre esos tratamientos no consiguen dar ninguna dilucidación mínimamente esclarecedora y no redundante o tautológica de la relación entre el mundo y el lenguaje, ni de la verdad lingüística. No deja de ser sintomático que hoy se tienda a volver --tras un período en el que los hechos no eran entes gratos-- a una rehabilitación de hechos, o situaciones o entidades así.

Supuesta una teoría representativa de la verdad lingüística --o sea una que haga estribar la verdad de enunciados en la existencia de hechos que esos enunciados representan, significan, o mientan, o de los cuales hacen las veces--, no parece razonable pensar que las diferencias de grado de verdad vengan de diferencias en el grado en el que los diversos enunciados tengan con los hechos respectivos la relación semántica pertinente. No puede ser que dos oraciones con diverso grado de verdad --`Leocadia es guapa' y `Matilde es guapa'-- representen el mismo hecho, pero una más o mejor que la otra; eso acarrearía consecuencias absurdas. Ni es nada verosímil que tan real sea el un hecho como el otro, sólo que la primera oración represente a su hecho mejor o más de lo que la segunda representa al suyo. No hay base alguna para sostener cosa tal. Hasta prueba de lo contrario, tanto designa `Leocadia' a Leocadia como `Matilde' a Matilde; la propiedad es la misma; la cópula no parece marcar la diferencia. ¿De dónde vendría que la primera oración mentara o representara a la guapura de Leocadia menos (o más) de lo que la segunda representa a la de Matilde?

Y es que no, claramente no es eso. Sea comprensible y dilucidable o no esa peregrina explicación, carece por entero de verosimilitud. Lo que hace más verdadera a la primera oración es que la guapura de Leocadia es más real que la de Matilde; no que, siendo igual de existentes, la una esté mejor representada por su oración que la otra por la suya propia.


§3.-- Grados de realidad de objetos «concretos»

Nuestro recorrido nos ha hecho alcanzar una conclusión que es fácil y sencilla: hay grados de ser, e.d. de realidad o existencia. Unos hechos existen más, otros menos. Hasta aquí nuestra conclusión se refiere sólo a hechos o estados de cosas: hechos que serían los significados de oraciones o de los resultados de nominalizarlas. Nuestra conclusión es neutral con respecto a cuáles ontologías sean preferibles con respecto a otras dentro de una amplísima gama de enfoques que defienden la existencia de hechos, o estados de cosas, o situaciones, u otros entes que vengan significados o representados por oraciones o por sus nominalizaciones. (Nuestra preferencia es hacia una semántica lo más simple posible, mas eso no es esencial en este contexto.)

¿Hay también grados de existencia de ciudades, planetas, especies vegetales, nidos, programas de computadora, libros, partidos políticos, clubes de fútbol?

Sin duda, igual que Aristóteles alegó contra la admisión de contradicciones que, cuando se abren las compuertas, nada puede ya parar la inundación y no habrá argumento alguno en contra de que toda contradicción sea verdadera, del mismo modo un antigradualista puede alegar que, si hay grados de realidad o existencia, podrá haberlos de realidad de sustancias, de masas, con unos aceites más reales que otros; y, ¿por qué no?, de seres humanos; con lo cual desembocaríamos en un horrible antiigualitarismo. Hemos encontrado a menudo objeciones así.

A esa interpelación podemos responder de dos maneras. Una sería parapetarnos en una neutralidad con relación a esa cuestión ulterior, ateniéndonos a la mera afirmación de grados de realidad de hechos o estados de cosas, sean éstos lo que fueren. En el modesto marco del presente artículo, preferiríamos optar por esa estrategia. Difícil nos es, empero, resistir del todo a la tentación de abrazar otra estrategia alternativa, cual es la de dar un paso adelante más y aceptar que, en efecto, hay grados de existencia de por lo menos algunos de los entes que solemos llamar «concretos».

Mas creemos que tal conclusión es de lo más plausible y verosímil, una vez que hemos dado los pasos precedentes. Y no somos los primeros en señalar la necesidad de una adaptación general de nuestra ontología a las conclusiones que se desprenden de un estudio semántico de expresiones que suelen llamarse `vagas' y que nosotros --a contra-corriente por desgracia-- creemos que no son vagas, sino susceptibles de grado. De hecho, los argumentos que siguen se acercan mucho a varios de los desarrollados por Peter Unger y, sobre todo, por Mark Heller en sus trabajos citados en la bibliografía de este artículo (y en otros lugares). Lo que pasa es que ni nuestro diagnóstico coincide con el de esos autores (véase la sección siguiente de este artículo acerca de si la característica pertinente en estos casos es vaguedad o es gradualidad) ni, por lo tanto, es similar el remedio: ellos nos proponen abandonar nuestra ontología usual; nosotros queremos que se reconozca que esa ontología es gradualista, que admite grados de existencia.

Veamos ahora por qué nos parece plausible hablar de grados de realidad de objetos «concretos». A tenor de nuestra argumentación precedente --y si ésta es correcta--, es admisible que haya grados de realidad de hechos como el de que tal ente tenga tal propiedad; p.ej., llamemos `Saankij' a esta mesa sobre la que estamos ahora trabajando. Que Saankij sea una mesa será asunto de grado. Sometámosla a un deterioro paulatino; p.ej. vayamos limando poco a poco las dos patas izquierdas, con lo que cojeará cada vez más --ya está algo chueca--, apartándose el tablero de la horizontal; raspemos cada vez más la superficie del tablero, poniéndola cada vez más rugosa e irregular; cepillemos los bordes del tablero y achiquémoslo más y más. Bueno, con una o varias de tan vandálicas operaciones, pronto no habrá mesa; o tal vez, pronto Saankij no será una mesa. Sin embargo, es muy dudoso que Saankij siga existiendo aquí en nuestra habitación cuando ya en ella no haya ninguna mesa en absoluto. Si --como parece natural decir-- Saankij es esencialmente una mesa, entonces, cuando ningún enser que aquí esté sea en absoluto una mesa, Saankij ya no existirá en absoluto.

Ahora bien, supongamos que, antes de entregarnos a la furia destructiva, Saankij es una mesa en un grado aceptable (digamos que un 66% --tampoco tiene por qué serlo más que eso, que podría mejorar mucho como mesa, ser mucho más mesa de lo que es). Al final del proceso, no hay nada en absoluto que esté ahí y que sea una mesa, y Saankij no existe en absoluto. En momentos intermedios, hay un objeto, Saankij, que es mesa en alguna medida. Admitimos --por hipótesis-- que va disminuyendo su grado de ser mesa. ¿No va disminuyendo paralela y proporcionalmente su grado de existencia?

Por otro parte, el material resultante de la destrucción de Saankij estará aquí, en forma de un montón de serrín y astillas. Llamemos `Yaluf' a ese montón de residuos. Antes de iniciarse el proceso destructivo, Yaluf no existe en absoluto. Al terminarse, tiene un grado alto de realidad. En momentos intermedios, tiene un grado parcial de existencia (y desde luego sí es verdad que se superpone o solapa parcialmente con Saankij, si es que se nos va a objetar eso). Quizá en cualquier momento que no sea el último del proceso tiene Saankij un grado no nulo de existencia, y lo propio le sucede a Yaluf en cualquier momento que no sea el inicial. (Eso nos parece lo más verosímil.)

A tenor de la doctrina darwiniana de la evolución, ha habido períodos en los que una especie y aun un género tenían grados incipientes, parciales, de realidad o existencia. Y cuando se extinguen grupos humanos, también se pasa a menudo por fases de disminución paulatina de su realidad o existencia, hasta alcanzarse la frontera de la total extinción. Ir perdiendo miembros, pujanza, actividad, entidad, es ir dejando de existir, poco a poco --ir existiendo menos, ir siendo más inexistente que antes.

Vistas así las cosas, es de lo más natural pensar que hay grados de existencia de enfermedades, epidemias, modas, instituciones, prácticas, costumbres, géneros literarios, disposiciones, etc. Muchas de tales entidades pueden verse como conjuntos, cabiendo admitir que el grado de realidad de un conjunto depende de, entre otros factores, el número de sus miembros (con relación a un conjunto más amplio de «miembros potenciales», o algo así) --así como del grado de pertenencia de esos miembros al conjunto, y de otros muchos factores. Y, con tal de ver a los individuos como conjuntos de sus partes, es muy fácil entender cómo va variando, en un sentido o en otro, el grado de existencia de un individuo. Puede ser un monte, cuyo grado de realidad va aumentando con los fenómenos geológicos que llevan a su formación e incremento, al paso que irá disminuyendo con la erosión. Algo parecido sucede con un astro, sometido a procesos parcialmente análogos. Y así sucesivamente.

Ser o no ser, es la cuestión. Más bien, ésa es una cuestión; porque también es una cuestión no baladí la de ser más, o menos. No se tiende sólo a ser, en cualquier medida, por exigua y baja que sea, sino a ser en el mayor grado posible.

Persiste el problema de si este enfoque gradualista conlleva consecuencias moralmente indeseables. ¡Que no pierda el sueño nuestro interlocutor! En primer lugar, de que haya grados de ser no se sigue forzosamente que cualesquiera dos cosas de una misma índole hayan de diferir en su grado de ser. Mas, aunque tuviera que concluirse de nuestra línea de argumentación que, p.ej., cualesquiera dos humanos hayan de diferir forzosamente en su respectivo grado de realidad, faltaría mucho de la copa a los labios como para que nos amenazaran consecuencias antiigualitarias. El que distintos humanos tengan distinta altura, distinta blancura, etc, no acarrea que merezcan un trato que favorezca al uno más que al otro. Una justificación gradualista del antiigualitarismo se enfrentará con muchas dificultades.

Ahora bien, ¿nos compromete nuestro enfoque gradualista a sostener que dos seres humanos pueden, o incluso que deben, diferir en su respectivo grado de humanidad? Desde luego que no. Una ontología gradualista es perfectamente compatible con la creencia de que necesariamente cualesquiera dos seres humanos poseen el mismo grado de humanidad; o sea que el hecho de que uno de ellos es un ser humano y el de que lo es el otro son igual de existentes. Sin embargo, tenemos nuestras dudas de que todos seamos igualmente humanos. Abordando una cuestión relativa al aborto, uno de los autores de este trabajo sugería que hay grados en la propiedad de ser humano (Peña, 1993b). No vemos qué es lo que haría tener, automáticamente, a todos los humanos el mismo grado de humanidad. El que unos realicen su naturaleza humana más que otros parece compaginarse bien con la gradualidad de otras propiedades. (Quizá habría que decir que, aunque unos sean más humanos que otros en ciertos aspectos, lo inverso sucede en otros aspectos, con lo cual nadie es más que nadie.) Y, si no es posible ser accidentalmente humano, cabría conjeturar --por semejanza con nuestras consideraciones acerca de artefactos-- que, al ir incrementando su grado de humanidad, uno aumenta también su grado de existencia. El zigoto es un ser humano, pero menos humano, y menos real, que el feto de 43 días, éste menos que el de 44 días, éste menos que el de 45 días, y así sucesivamente. Por otro lado en la evolución de las especies, está claro que ha habido parientes nuestros que fueron humanos, pero menos. (No se sigue que fueran menos reales, porque tenían esencialmente el grado de humanidad --u hominidad-- que tenían.)

Por otro lado, el gradualismo nos proporciona una manera de abordar nuestras tareas que nos permite escapar del «todo o nada» que tanto han atenazado muchos esfuerzos y que han conducido a menudo a una parálisis conservadora, ante la imposibilidad de cambiarlo todo (y más de golpe). Aunque de suyo, desde luego, el gradualismo (ontológico) es neutral en esto, sí parece acoplarse bien (o mejor) con un enfoque «gradualista» de nuestra actividad, de nuestros planes, con una visión de cambio paulatino y evolutivo. Lo cual no excluye ser muy ambicioso en las metas por alcanzar.


§4.-- Vaguedad y franjas limítrofes: los sorites

Los filósofos que discuten acerca de los sorites se han acostumbrado a dar por sentados dos dogmas: 1º) que los argumentos de esa índole ponen de relieve un fenómeno de vaguedad, entendiendo por tal cierta indeterminación (un no suceder nada en la realidad en virtud de lo cual sea verdad «p» pero tampoco nada en virtud de lo cual sea verdad «no-p», para ciertos enunciados «p»); 2º) que la fuente del «mal» tiene que estar en el lenguaje, o en el pensamiento, puesto que las cosas no pueden ser vagas.

El segundo dogma ha venido cuestionado por aquellos autores que hablan de identidad vaga en las cosas, de situaciones en las que está objetivamente indeterminado si nos hallamos en presencia de dos cosas o de una. (En torno a ese asunto gira un acalorado debate suscitado por un celebérrimo argumento de Evans, cuya discusión queda al margen del presente trabajo.)

A favor del primer dogma parece haber unanimidad, con la excepción de los autores del presente artículo --y tal vez, en alguna medida, de otro filósofo aislado, R.E. Engel en (Engel, 1989). Ha habido unos pocos autores que han defendido enfoques con grados de verdad, mas nunca --que sepamos-- han dado el paso de reconocer grados de existencia.

Nuestra postura disidente se centra en rechazar el diagnóstico de la vaguedad. Coincidimos con la abrumadora mayoría en que no hay vaguedad en las cosas, ni hay identidad vaga, ni indeterminación en el mundo, en la realidad. Coincidimos con quienes se atienen al segundo dogma en que, de haber indeterminación o vaguedad, ésta no estaría en las cosas. Lo que rechazamos es que el fenómeno relevante sea de vaguedad. El planteamiento normal, espontáneo, ingenuo se traduce en formulaciones como `Ni es calvo ni no lo es' (o `Ni es calvo ni deja de serlo').

Como esa formulación espontánea o ingenua de lo que se constata lleva --al menos literalmente tomada-- al reconocimiento de contradicciones verdaderas --que a muchos desagradan--, se ha querido entender lo que comúnmente se dice en tales casos como si se estuviera diciendo otra cosa, p.ej. algo tan peregrino como esto: `Ni es un asunto objetivo el que sea calvo ni lo es el que no lo sea' (traducimos la locución inglesa semi-técnica «there is no fact of the matter whether or not p» como «no es un asunto objetivo el que p ni tampoco el que no-p»). Dicho de otro modo: se ha querido entender la negación que dice el hombre de la calle en su conversación usual en tales casos, el `no', como otro tipo de operador (en lugar de `no', eso de `no es un asunto objetivo el que...', o cosa parecida).

(Alternativamente, como un predicado metalingüístico, como `No es verdadera la oración ...', que, si bien clásicamente equivale al `no', en ciertas lógicas no clásicas --tratamientos supervaluacionales, p.ej.-- puede no equivaler. No discutiremos esta alternativa, sujeta básicamente a varios de los mismos reparos que la otra.)

Dos son los inconvenientes de tal relectura, o más bien paráfrasis. El primero es que metodológicamente resulta un mero y gratuito expediente ad hoc para, violentando lo que se dice o parafraseándolo a viva fuerza, hacer que diga otra cosa de lo que dice. El segundo es que de ese operador no se nos ha brindado un tratamiento semántico; y se nos debe. Lo malo es que no parece ni siquiera posible: como cualquier operador, ése de `there is no fact of the matter that' (o whether) habrá de tomar como inducto o argumento el contenido o valor semántico de la oración a la cual se aplica, dando como valor funcional o educto el contenido de la oración resultante de la aplicación o prefijación. Mas, si la oración dada tenía un contenido o valor semántico, ¿no tendrá un valor o grado veritativo? Y, de tenerlo, ¿cómo puede nunca suceder que no haya asunto objetivo acerca de lo por ella dicho?

Entendemos que la vaguedad es un rasgo pragmático consistente en vehicular menos información de la que demandan ciertas reglas vigentes para la práctica de habla. Ése es el uso que normalmente hace todo el mundo del adjetivo `vago' y del sustantivo `vaguedad'. Claro que muchos predicados susceptibles de grado pueden venir involucrados en asertos vagos (en ese sentido) --justamente en asertos que no brinden pistas acerca de grados de posesión de propiedades cuando esa información sea, sin embargo, vital. Ahí empieza y termina el parentesco entre vaguedad y gradualidad. (Los más casos de vaguedad no involucran esencialmente gradualidad, como puede mostrarlo cualquier lexicógrafo rastreando el uso efectivo de esos vocablos en el habla real.)

Lo que procede decir no es que no sea un asunto objetivo si uno es calvo o no, sino que es un asunto de grado (it is a matter of degree whether or not ...). Las propiedades graduales (que no vagas) no carecen de bordes. Lo que pasa es que éstos son gruesos; son franjas, no líneas sin grosor.

Ahora bien, el socorrido auxilio de la presunta vaguedad es un recurso para esquivar las conclusiones de los sorites sin abandonar las premisas. Ya sabemos cómo va: Guiomar, al día de nacer, no es vieja; si no es vieja un día, tampoco lo es al día siguiente. Ergo nunca será vieja.

Ahí tenemos una propiedad esencialmente involucrada en el sorites (vejez) y una relación subyacente, que podemos ver como una relación entre un individuo y un número entero (la relación de haber nacido hace ... días). La primera superviene en la segunda (en algún sentido). Y seguramente lo propio sucede en cada caso de sorites. La propiedad o relación subyacente, no gradual --suponemos--, es tal que podemos formar una serie, continua o discreta, totalmente ordenada, de elementos que la guardan con números igualmente ordenados.

El problema --se alega-- es que no se ve dónde dar un corte, dónde decir que se alcanza el umbral en el que se tiene la propiedad superveniente (en otros términos, no se ve dónde se da el «salto cualitativo», para usar una expresión de moda). Y de esa percepción epistémica o cognitiva del problema mismo resulta un diagnóstico: que el término usado --en este caso `viejo'-- es vago; o sea que no denota una propiedad; que no existe la propiedad de ser viejo, ¡vaya! En su lugar, existen propiedades cuya posesión es asunto de todo o nada, quedando indeterminado, en general --y salvo que el contexto lo fije-- cuál de ellas es denotada por `es vieja'. (Bueno, esta formulación no será abrazada sin reservas por todos los adeptos de la vaguedad, mas sirve como indicador de ese género de diagnóstico.)

Nuestro diagnóstico es muy otro. En cualquiera de esas series, los objetos que no están situados en los extremos tienen y no tienen la propiedad. Que no es cuestión meramente y a secas de tenerla o no tenerla. También es cuestión de cuánto se tiene. Hay un corte tajante y brusco entre tener la propiedad en algún grado y no tenerla en absoluto; y entre tenerla totalmente y no tenerla totalmente. (Si en el instante de nacer --suponiendo que haya instantes-- no se es en absoluto viejo, en cualquier instante posterior se será más que infinitesimalmente viejo; sólo que, claro, pragmáticamente no basta con ese grado exiguo de verdad para que sea lícita o procedente o no engañosa la prolación correspondiente.)

Ni es cierto tampoco que un predicado de ésos, uno involucrado en un sorites, sea tal que no haya en absoluto dos elementos que se sigan en la serie o cadena uno de los cuales tenga la propiedad y el otro no. Al revés, de cualesquiera dos entes en la serie uno tiene la propiedad y el otro no (todos los de la franja --e.d. todos los no-extremos-- la tienen y no la tienen; cada uno la tiene más que los que siguen y menos que los que preceden, o al revés --según se trate de una serie ascendente o descendente).

Ni es cierto tampoco que no pueda suceder en un caso así que una disparidad exigua en la propiedad (o relación) cuantitativa subyacente se traduzca en que uno de los entes en cuestión tenga la propiedad y el otro no la tenga en absoluto. Lo único certero al respecto es que no puede suceder que una pequeña disparidad en la propiedad subyacente se traduzca en que uno de los dos entes tenga totalmente la propiedad y el otro carezca totalmente de ella.

El sorites lo paramos descartando la premisa mayor en su versión condicional: `Si uno de los dos entes tiene la propiedad, el siguiente también'. Admitimos sólo una versión disyuntiva (principio de Crisipo): o bien el primero no la tiene o el segundo sí. (O, lo que es lo mismo: No sucede que el primero la tenga y el segundo no.) Mas no vale en general --con un sistema de lógica apropiado para el tratamiento de estas cuestiones-- el silogismo disyuntivo (p, NpVq |- q). Vale para la negación fuerte (p, ¬pVq |- q).

Justamente con negación fuerte no vale el principio de Crisipo: es falso que en tales casos se cumpla siempre ¬(p&¬p') --donde, si p es el enunciado que atribuye la propiedad difusa a un miembro de la serie, p' será el que la atribuya a su siguiente en la serie, Dentro de la franja (ascendente) un elemento cercano al borde inferior posee la propiedad --en una medida ínfima, casi nula, pero no nula del todo--, mientras que el extremo inferior, ya fuera de la franja, no posee la propiedad en absoluto.

A nuestro entender, la versión condicional de la premisa mayor de los sorites viene de la confusión, propiciada por la lógica clásica, entre «No p, o q» y «q si p». Lo que parece claro es que, estando como están dos elementos cercanos en la serie o cadena en condición muy similar, casi igual, o ambos tienen la propiedad de marras o ninguno la tiene; de donde se infiere que, o el primero no la tiene, o el segundo sí (y viceversa, claro). O sea el principio de Crisipo: no sucede que uno la tenga y el otro no. Mas que no suceda no significa que no suceda en absoluto (salvo que se demuestre que cualquier negación es y ha de ser negación fuerte).

A «q si p» equivale, desde luego, «No p en absoluto, o q» (¬pVq), o --lo que es lo mismo-- N(p[&]Nq), donde `[&]' es una conyunción débil tal que r[&]s abrevia a NHNr&s, y que cabe leer así: «sucediendo que r, s». Mas falla la equivalencia si se quita el reforzante `en absoluto'.

En resumen, el principio de Crisipo es correcto y de sentido común. A su favor abona el argumento recién considerado: la cercanía en la serie subyacente determina que no pueda haber lejanía en el grado de posesión de la propiedad superveniente. Mas la versión condicional de ese principio es un grave error, producto de mala lógica (la lógica aristotélica, y su derivación la lógica «clásica», o sea la de Frege-Russell).


§5.-- Conclusión: hay entes que son y no son

Un ente con existencia gradual, sea el que fuere, estará en la franja limítrofe de la realidad. Una ontología gradual es una que, entre el ser y el no-ser-en-absoluto, admite un margen, un borde grueso en el que lo que está es-y-no-es.

Tal vez el reconocimiento de esa zona fronteriza (en la que está casi todo, pues pocos entes tienen tanta existencia que más no quepa) suscita miles de nuevos problemas. Nuevos para el filósofo, que se había querido acostumbrar a no pensar en grados, y a identificar abusivamente una cuestión de «sí o no» con una de «todo o nada» (o, dicho de otro modo, con una en la que responder a `¿Sí o no?' sea dar, no la primera, sino la última respuesta). No basta ya con constatar que existe tal cosa, tal hecho, tal grupo, tal acto. Es menester dar pasos adelante, averiguar cuánto existe, cuán real es; o, por lo menos, avanzar en esa dirección. Y, claro, esa tarea puede desalentar a más de uno.

Mas, al asumirla, la filosofía no hace sino esclarecer y articular con rigor lo que efectivamente sucede en el proceder indagativo del hombre de la calle y en el quehacer del jurista y del científico; sólo que, tras venir así asumido lógica y filosóficamente, puede hacerse ahora con mayor rigor.








Referencias Bibliográficas