DIALÉCTICA, LÓGICA Y FORMALIZACIÓN: DE HEGEL A LA FILOSOFÍA ANALÍTICA
vol. XIV, pp.149-171, 1987
ISSN 0210-4857.
En este trabajo estudio algunas de las convergencias y divergencias entre dos concepciones filosóficas que coinciden en reconocer la contradictorialidad de lo real, o sea: que coinciden en ser dialécticas. Trátase de la filosofía de Hegel y de la concepción que en muy diversos trabajos y desde hace años vengo denominando ontofántica, concepción cuya aceptación de la contradictorialidad de lo real se sitúa más en la línea de Platón que en la de Hegel.
En el apartado 1º estudio el porqué de la informalizabilidad de la concepción hegeliana, y con ello una característica certeramente recalcada por muchos intérpretes de la lógica especulativa de Hegel: su radical extrañeza a todo patrón inferencial diverso del contenido conceptual mismo.
En el apartado 2º examino otra de las características de esa lógica especulativa: su rechazo de una mera dialéctica de la gradualidad, su exigencia de rebasar el inmediatismo metafísico que, aunque vea la contradicción en el ser, no concibe a lo absoluto mismo como resultado de un proceso cancelativo de ida y vuelta; tal característica, naturalmente, es el origen de la anteriormente estudiada, pues la oposición de Hegel a un raciocinamiento lógico-formal se debe a que éste conserva los asertos previamente sentados sin someterlos a cancelación en la marcha del propio sistema.
En el apartado 3º ahondo en esa raíz de la peculiaridad de la lógica hegeliana en oposición a una dialéctica gradualista como la platónica, y muestro que lo que está exigiendo Hegel es que intervenga la reflexión, que se pase del ser a la esencia para que sea así posible llegar al concepto, cosa que resulta inviable con el inmediatismo ontológico e intelectivo-formal de una dialéctica como la de Platón.
Por último, en toda la parte final de este trabajo, expongo, frente a esas concepciones de Hegel --y en contraste con ellas--, qué perspectivas puede brindar una dialéctica gradualista-contradictorial que, en esa contienda, se sitúe en el bando platónico: dialéctica surgida en un medio intelectual por lo demás tan hostil al hegelianismo como lo es la filosofía analítica.
Para Hegel, la verdad es el todo. El propio sistema es la verdad absoluta y total, en el mismo sentido en que la Idea absoluta es, ella misma, la verdad absoluta y total, pues integra en su unidad, como conservados y anulados en la cancelación (Aufhebung), todos los contenidos previos --y, por ende, todos los contenidos sin excepción; pues lo Absoluto, lo absolutamente absoluto (que es la Idea absoluta en y para sí, en la plenitud de su para sí, o sea el propio sistema filosófico de tal verdad absoluta), es resultado; y, por ser resultado en el sentido más incondicional (resultado a secas, lo cual para Hegel significa: resultado de sí mismo, pero con diferenciación entre sí y sí, entre sí propio como resultante y como aquello de lo que resulta), es resultado final de todo el proceso, debiendo así contener en sí toda la realidad. Esto suscita un cierto número de interrogantes.
Cada juicio (afirmativo) es --según Hegel-- falso, ante todo porque en él vienen desplegados en su separación uno respecto del otro dos conceptos que a la vez vienen unidos extrínsecamente por la cópula, con lo cual la unidad de ambos está en el juicio sólo en sí, mientras que, en esa escisión de la autoidentidad originariamente en sí del concepto en una dualidad sólo externamente remendada por el vínculo extrínseco de la cópula, el juicio aparece como el fuera-de-sí del concepto (aunque también sea, por ello mismo, la verdad del concepto, en la medida en que con ello actualiza la pluralidad de determinaciones latente en el letárgico en-sí de la autoidentidad conceptual).
Al ser así dos conceptos puestos uno frente al otro en su mutua diferencia y, por ende, en su mutuo no-serse, a la vez que unidos por la cópula que, por el contrario, dice del uno que es el otro, el juicio contiene una contradicción interna por resolver (o sea: por elevarse al nivel de lo a la vez plenificado en una mantenedora conservación que le confiera garantía de realidad permanente y, no obstante, también anulada).
Que esa contradicción está por resolver, por cancelar, se pone de manifiesto en que, aunque la misma se muestra en el juicio --o, acaso más exactamente, se perfila entre lo que el juicio dice y lo que muestra-- no es, empero, dicha por el juicio. Lo que el juicio dice es que esto es aquello, que un concepto es el otro; lo que muestra, lo que lo constituye como juicio, es la diferencia(ción) de los dos conceptos. Justamente porque la cópula es un vínculo extrínseco que no muerde en los conceptos y que (todavía) no hace pasar el uno al otro ni ambos a una unidad superior, justamente por eso limítase el juicio afirmativo a aseverar, unilateralmente, por esa copulación de ambos el ser el uno el otro, callando en cambio --aunque exhibiéndolo-- el no ser el uno el otro; pues sólo así, en esa unilateral aseveración del ser, silenciando el no-ser que, sin embargo, está ahí mostrándose por sí mismo, puede el aunamiento externo de la cópula cumplir su cometido de no dejar a los dos separados conceptos un puro ser el uno ajeno al otro.
Nótese bien que esa separación de los conceptos es efectuada por el propio juicio y constituye, por ende, como el lado secreto u oculto (manifiesto en sí mas no en-y-para-sí) del trabajo del juicio. Y otro tanto debe decir, sólo que en sentido opuesto, del juicio negativo; ese juicio separa los conceptos, mostrándose tal separación en esa misma dualidad de sujeto y de predicado; a la vez dice esa misma separación al aseverar el no ser uno de esos conceptos (el sujeto) el otro (el predicado).
Pero no obstante el juicio negativo efectúa también a su modo una síntesis del sujeto y del predicado, que se patentiza al estar ambos unidos por y en el juicio en cuestión. Lo que viene así a unirlos es como una cópula negativa de no-ser.
(Si el juicio afirmativo une separando, su negación, el juicio negativo, separará uniendo: por ser negación del afirmativo, anula la obra de éste tanto en el unir como en el separar.)
Ahora bien, queda silenciada en el juicio negativo esa unión, patentizada en la mera copresencia de ambos conceptos y su ligazón externa por una cópula negativa que une a la vez que separa. Vemos, pues, cómo anida en el fondo mismo de la filosofía de Hegel su tesis de que son verdaderas todas las contradicciones (no sólo unas cuantas); de que, si tuvo razón Kant al señalar unas pocas contradicciones que surgen en torno a la idea del mundo, fue su doble error el, por un lado, achacar eso a un pensamiento externo a la realidad misma, con una excesiva ternura para con ésta última, como si fuera incapaz de contradicción (cuando es, antes bien, la realidad que todavía no es pensamiento --y que, por consiguiente, aún no es en-y-para-sí-- la que está sujeta a contradicciones no resueltas, no canceladas) y, por otro lado, el incurrir en la ingenuidad de creer que sólo surgen con (para Kant mera apariencia de) verdad esas poquitas contradicciones, cuando en realidad tal es el sino de todo juicio: todo enunciado verdadero es tal que también revélase como verdadera su negación.
Ahora bien, claro, es asimismo cierto que todo enunciado es falso --como lo acabo de indicar pocas líneas más atrás-- y por lo tanto habrálo también de ser la conyunción del mismo con su correspondiente negación, o sea la contradicción misma que formen ambos juntos.
En el plano del juicio la única verdad que así alcanzamos es una verdad parcial (parcial en el sentido de que vale como verdad sólo en una parte del sistema, en un momento transitorio del mismo); una verdad, pues, falsa, no coincidente en la plenitud del para-sí, o acto con su concepto.
Ni es siquiera alcanzada --según acabamos igualmente de ver-- tal verdad de esa plena coincidencia actual con el propio concepto en la conyunción de dos o más juicios pues ella no es sino otro juicio más.
La verdad plena en acto alcánzase sólo cuando se restablece la unidad en sí del concepto pero, a la vez, conservando y anulando cancelativamente la diversidad del juicio, tanto la interna diversificación entre conceptos que constituye o subyace a la estructura del juicio como la multiplicidad de juicios resultante de tal escisión y de la unilateralidad de la combinación o separación judicativas de los mismos --por aplicación, respectivamente, de cópula afirmativa o negativa.
Y esa unidad superior es el sistema, del cual el razonamiento o silogismo constituye tan sólo una forma exterior, a la que gustoso se aficiona el entendimiento, pues ve en ese proceder un mero yuxtaponer dos premisas para obtener una conclusión --al quedar unidas ambas premisas por el término medio que tiene la ventaja o superioridad de que desaparece en la conclusión, o sea: con él se introduce el esfuerzo, la seriedad y el dolor de lo negativo, del sacrificio; ahora bien, el término medio así cancelado queda implícitamente conservado en la cópula, como unión de los extremos en la conclusión, unión mediada por el término medio que subyace como puente o vínculo; con ello queda la cópula redimida de su papel de unilateral y externo acoplamiento, siendo ella quien efectúa esa síntesis superior. (Vide el § 171 de la Enciclopedia: Diest ist die Fortbestimmung des Urteils durch die inhaltsvolle Kopula zum Schluße; el «dies» se refiere a que en el razonamiento también queda puesto el predicado como sujeto, al verse las premisas en su unión, y eso lo hace la propia cópula al ser ella misma lo único que permanece en los tres juicios y liga, en última instancia, a los tres términos del silogismo).
Así, el entendimiento exteriorizante y formalizante no ve en el razonamiento más que una secuencia de juicios que no logra entender sino como juicios sucesivos yuxtapuestos según un cierto patrón de yuxtaposición o sucesión. No reconoce en eso, pues, sino los propios juicios y la forma exterior de su ser colocados uno tras otro, fuera el uno del otro aunque sea al lado.
Pero es que ese silogismo mismo encierra en sí una unidad superior que, sin embargo, no aparece todavía en él en su plena actualidad --de ahí que, pese al interés que revisten los silogismos como temas de estudio por su lugar y significación en el despliegue del conjunto de la vida del pensamiento, no valgan gran cosa los silogismos metodológicamente. Y no es esa limitación meramente achacable al propio entendimiento dignoscitivo, pues el vicio radica en lo confinadamente estrecho de la síntesis silogística y en su acatamiento de una regla exterior, formal, de similitud entre los tríos de juicios que, en cada caso, constituyen un silogismo (del tipo particular de que se trate), en lugar de, emancipándose de todo constreñimiento externo de esa índole, proceder libremente y sin trabas, en una síntesis unificante que no reconozca ni acate ninguna norma sino la que brote, caso por caso, de la naturaleza propia del contenido específico de las determinaciones que se trate de aunar.
El razonamiento no meramente raciocinativo-formal, sino auténticamente racional, aquel que transciende de veras, en-y-para-sí, la unilateralidad del juicio, es de buscar, pues, más lejos que en el mero silogismo: cabe hallarlo en la unidad sistemática del sistema, en el cual se pasa de premisas a conclusiones en un tránsito en que no quedan ahí en pie las premisas como algos positivos que se mantengan desde el comienzo hasta el final del tránsito y aun más allá de éste, sólo que, al final, también, junto a ellas, quedaría puesta (yuxtapuesta) la conclusión; no así, pues, en el auténtico razonar especulativo, en el cual las premisas se transforman en la conclusión, nace ésta de (la muerte de) las premisas, se nutre de ellas y, con su propio surgir, las anula.
(Es la falta de eso justamente lo que reprocha Hegel a la prueba cosmológica en la presentación usual, pues en ella, así presentada, pásase de unas premisas que quedan ahí y que afirman la realidad de lo finito a una conclusión que afirma la de lo infinito o absoluto. El error estriba en que más bien habrá que concluir la realidad de Dios de la irrealidad de lo finito. O, visto de otro modo, habría que presentar la prueba, especulativamente, de suerte que lo finito, afirmado en las premisas, fuera negado en el tránsito de las mismas a la conclusión.)
En el sistema del saber absoluto el círculo se cierra: el fin es el principio y el principio el fin. Con lo cual cada juicio es premisa y conclusión. Cada uno de ellos queda negado o anulado en ese transitar hacia otros juicios que de ellos, de su propio anularse, nacen y cobran verdad (momentánea, parcial, y por ende falsa).
¿Queda así todo anulado? No. Lo que queda exento de anulación es el propio sistema. Este contiene en sí, cancelada (exacerbada, en cierto modo, pero también apaciguada) la negatividad del mutuo oponerse de los juicios afirmativos y negativos.
Pero, si el sistema contiene negación, esa negación no lo afecta empero, sino que él sale del proceso --cuyo resultado es, pero de tal modo sin embargo que es a la vez el proceso mismo como un todo-- airosamente incólume, impolutamente puesto en la plenitud infinita y absoluta de su realidad o verdad. Mas es imprescindible precisar lo siguiente: si el sistema, el resultado, está exento de verse afectado por la negación, es porque él mismo es idéntico a sus partes, a esas negaciones que lo constituyen.
El resultado no es resultado de un mero otro, sino de sí mismo --y en eso estriba su infinitud: en reconocerse a sí en lo otro y en reconocer a lo otro en sí mismo y como idéntico a sí mismo.
Eso sucede con el sistema de la verdad absoluta, que es el saber que se sabe a sí mismo y que, por ser infinito de manera verdadera, tiene y halla en lo otro a su propia y misma determinación. (En ese reconocer que lo otro es su misma determinación no se limita a constatar algo que ya, de suyo y previamente a tal reconocimiento, estuviera ahí plenamente existente en acto y esperando tan sólo a que le extendieran un reconocimiento que lo dejara indiferente e inafectado, pues en tal caso la identidad en cuestión sería una identidad ya plenamente actualizada antes del (re)conocimiento y, a fuer de tal, excluidora de un algo nuevo que tuviera aún que surgir y que sólo tras su surgimiento o nacimiento viniera a ser uno de los polos de la identidad en cuestión; no: es el reconocimiento lo que transforma en identidad en-y-para-sí una identidad que, antes de él, hallábase sólo en agraz, en el mero en-sí.)
Cada parte del sistema viene, en el tránsito a la parte siguiente, anulada y conservada: consérvala la parte siguiente en sí mas no en ella, o sea no según su propia determinidad; o bien consérvala en y para sí, según su propia determinidad, a la vez que la anula en y para sí: el tercer momento de un proceso es el de conservación anulativa sin disociación de ambos aspectos (el de conservación y el de anulación), de suerte que en él vienen los dos anteriores a la vez reinstaurados y suprimidos según sus propias determinidades.
La cancelación (Aufhebung) opera, pues, de manera diferente en el paso del primer momento al segundo y en el del segundo al tercero: en el primero de esos dos pasos, la determinidad propia de lo cancelado se conserva en sí mas no la conserva el segundo momento como en él (an ihm), o sea: no se conserva como el ser-puesto de este segundo momento, como determinidad del mismo.
(Así, y volviendo al caso del juicio afirmativo, éste conserva en sí la diferencia entre los dos conceptos; pero no la tiene puesta en él mismo, no la hace valer en él como verdadera, sino que la silencia y sólo la reflexión externa logra extraerla y hacerla valer, hasta que se llega al tránsito de un juicio a otro por el razonamiento.)
En el segundo de tales pasos, en cambio, se cancela tal escisión de aspectos (en sí frente a en él) y ambos aparecen ahora (llegan, pues, a ser) a la vez identificados y diversos. La cancelación que constituye el segundo paso es cancelación de la cancelación a la vez que cancelación a secas, y todo ello en una unidad indisociable que contiene la diversificación y escisión y también la unificación, mas ya no como dos aspectos yuxtapuestos o combinados sino en una identidad que es a la vez diferencia.
La principal dificultad con esa concepción hegeliana es que resulta imposible entenderla según los patrones de inteligibilidad no ya de la lógica clásica sino hasta de cualquier lógica no clásica pero que sea «formal» --en un sentido que precisaré más abajo.
El sistema hegeliano es dinámico: lo que vale como verdad en una fase del sistema deja de valer como verdad en otra y se restablece a la vez que se anula definitivamente como verdad en la fase final, fase que a su vez recapitula o, mejor dicho, reproduce todas las fases inferiores y de tal modo que las verdades parciales o momentáneas quedan así --en la fase final como un todo que es también idéntica (en ella) al sistema global-- juntamente, y en unidad indisociable, abolidas y mantenidas en un definitivo valer como verdad.
El sistema de Hegel es dinámico porque no se conserva en él, de un cabo al otro, ningún patrón externo o formal de validez argumentativa o de corrección y aceptabilidad (ninguna regla, pues, ni de prueba ni de refutación). Cada fase del sistema contiene su propia lógica, sus propias reglas de inferencia y de refutación.
Claro está que también esas reglas habrán de sufrir la correspondiente cancelación y por lo tanto el resultado final no podrá meramente prescindir de ellas. Pero tampoco quedarán lisa y llanamente mantenidas: en el resultado final ellas mismas habrán de actuar sólo como subordinadas a unas reglas nuevas, que incorporen toda la riqueza de lo ganado en esa fase final y total del sistema. En ella la lógica anterior queda rebajada a momento de una nueva lógica.
Bien, pero ¿qué sentido cabe dar desde una óptica diferente de la de Hegel a esa cancelación, máxime cuando lo así cancelado es la propia lógica o normativa inferencial, que está uno acostumbrado a considerar como una última instancia inapelable, un marco que debe permanecer fijo y rígido para que por su cauce fluya la corriente de lo variable? Lo que es menester es precisamente desasirse de tales modos de ver las cosas, si quiere uno entender a Hegel.
No: no cabe dar sentido ninguno a la filosofía de Hegel desde patrones diferentes de esa misma filosofía. El esfuerzo que requiere entender la filosofía hegeliana es totalmente peculiar: trátase de entender, no una respuesta articulada a problemas previamente dados y que se ajuste a ciertos patrones que asuma y ante los que se incline, sino de captar una construcción conceptual que sólo cobra sentido desde sí misma, desde y en el movimiento de su construcción.
Hasta las exposiciones o representaciones de tal filosofía --como la presente--, al aislar ciertos momentos y erigirlos en representativos, al acentuarlos más de lo que vienen acentuados en el propio sistema global y al preterir otros momentos, falsean el sistema, lo desfiguran (la filosofía no soporta el resumen, nos dice Hegel).
Si cada regla de inferencia vale como correcta en una fase del sistema y puede no valer después --salvo como cancelada--, ello se debe a que lo que hace correcto un razonamiento no es el que en el mismo se respeten ciertas formas, sino todo el contenido de las premisas aducidas y el momento en que se halle el sistema en su evolución total.
La validez inferencial es, pues, relativa: pero relativa no a tales o cuales circunstancias determinables de modo general sino relativa a la determinidad o precisión entera de lo involucrado en la inferencia y a la fase o parte del sistema en que esté. Puédese, sí, aislar ciertos rasgos de un conjunto de determinaciones y tomarlos para con ellos formular un patrón de corrección.
Entonces esos rasgos son forma, frente a la cual se yergue un contenido. La forma, de suyo, carecerá de contenido y será, pues, de suyo vacía, siendo forma sólo de otro y no de sí. El contenido, sin esos rasgos o como prescindiendo de ellos, será informe.
Dejando de lado mayores detalles acerca de los avatares ulteriores de la forma y el contenido y su mutua transmutación, lo que aquí interesa recalcar es que ese aislamiento de rasgos erigidos así en lo formal acaba --según Hegel-- anulándose, pues es insostenible: si el razonamiento vale no es meramente por someterse a una forma externa al contenido informe de suyo y que como tal permanezca ajeno a la misma, indiferente frente a ella, sino por ser ese mismo contenido el que es, con su determinidad propia, ajustándose sólo por ella a una forma, la cual, si por algo vale, es precisamente por ser la forma de tales contenidos con esa determinidad, con lo cual revélase la forma misma a la postre como idéntica a aquello de lo que es forma, pues el propio contenido no puede ajustarse a una forma que le resulte ajena o externa.
Cabe de todo ello extraer esta importante conclusión: el sistema hegeliano es informalizable porque de ningún modo puede someterse su despliegue a una norma rígida que valga inalterada desde el comienzo hasta el final y porque, además, no puede el devenir del concepto someterse a un patrón formal externo, sino que, siendo él su propia forma, es forma de la forma, forma sin ningún contenido ajeno, no forma cargada con contenidos materiales que no se identificaran con ella.
Pero vale aquí la pena insistir en las divergencias entre el platonismo y el hegelismo: la dialéctica platónica es una dialéctica gradualista --la contradicción es en ella fruto o plasmación de la gradualidad del ser o de la verdad-- y, además, constituye un inmediatismo ontológico, en el sentido de que no reconoce más esfera que la del ser.
No es que en la dialéctica platónica no haya dinamismo: lo que sucede es que el dinamismo se produce en el seno de una totalidad que no es su resultado, sino que lo engloba. Es una dialéctica sin movimiento de retorno. Lo máximamente existente es tal de modo inmediato, y no por referencia a sí que tenga que ganar al cabo de un proceso
No quiere ello forzosamente decir que le sean indiferentes sus relaciones con otros entes; pero lo que no se da en tal dialéctica es que lo máximamente real llegue a sí tan sólo al cabo de un proceso de referencia a otro, un proceso de sumergimiento en lo otro, de negatividad, del cual tenga que acabar liberándose.
La contradictorialidad o dialecticidad viene entonces reconocida en el platonismo tan sólo por el reconocimiento de lo metaxú de lo intermedio entre el ser y el no-ser, lo cual es y a la vez no es. (En el Parménides y el Sofista aparecen también las propias Formas como inmersas en esa zona de lo metaxú, lo cual en cambio, en la República y otros diálogos, parecía englobar únicamente entes corpóreos y sensibles).
Podrá el ser, la forma de existencia o ousía, estar necesariamente inserta en relaciones contradictorias con otras formas y otros entes: si ello condiciona su propia entidad, tal condicionamiento es inmediato, sin movimiento de ida y vuelta.
Es todo eso lo que suscita para Hegel dificultades y lo que lo lleva a descartar las consideraciones platónicas en el Parménides como meramente críticas y negativas en lugar de aceptarlas y apropiárselas como propias del punto de vista especulativo. La contradicción no puede para Hegel ser aceptada en su inmediatez como una mera consecuencia de la gradualidad.
Una dialéctica gradualista es para Hegel una dialéctica que entroniza como lo último esa determinación puramente cuantitativa del grado; aunque se trate, cierto es, de una cantidad intensiva, no por ello deja de ser algo cuantitativo.
(Téngase p. ej. presente lo que dice Hegel en el penúltimo párrafo de la Introducción de la tercera Sección del Libro I de WL: la intensidad del peso es una determinación externa, por ser cuantitativa su determinidad propia; téngase asimismo presente lo dicho en el punto B.b del cap. 1º de dicho libro: es meramente relativa la diferencia entre una cantidad extensiva y una intensiva: en una variación transfórmase un quantum dado como exterior y extensivo en otro interior, intensivo: la variación independiente es lo extensivo.)
Ahora bien, todo lo cuantitativo pertenece al fuera-de-sí, y eso en el plano --a su vez meramente en sí-- del mero ser, que es la más pobre determinación (por mucho que tal determinación --al volver a sí mediatizada por obra de la reflexión absoluta de la esencia y de la negación de la negación que es el concepto-- llegue a ser método que sólo se estudia libremente a sí mismo y, de ese modo, contenido absolutamente formal de la Idea absoluta que encierra, suprimidas, todas las determinaciones esenciales y conceptuales y tal, por ende, que es capaz ya de emanciparse plenamente en lo real: la naturaleza y el espíritu.)
Además, el acogerse a la gradualidad como el fondo y el contenido de la contradicción lleva, según Hegel, a no ver la obra negadora de la contradicción, obra que consiste en la producción de lo nuevo a partir de lo viejo.
Un enfoque gradualista se atiene a una concepción en el fondo meramente intelectual de que lo nuevo ya preexiste en lo viejo, sólo que se trata simplemente de que incrementa su grado y nada más.
Así el salto, el paso de determinaciones cuantitativas a determinaciones cualitativas no es, según Hegel, como se lo representa un pensar gradualista, un proceso en el que poco a poco se vaya incrementando el grado de presencia de la nueva determinación: no va poniéndose viscosa el agua con el enfriamiento sino que de golpe pasa de estar totalmente líquida a estar totalmente sólida, adquiriendo así, por completo de nuevas, una determinación enteramente nueva.
Es de suma importancia meditar a este respecto sobre las significativas declaraciones de Hegel en la 3ª sección del Libro I de WL, especialmente la Nota que sigue al punto b. del cap. 20. Es para Hegel el salto cualitativo una ruptura de la progresividad o paulatinidad (Allmählichkeit), un surgimiento brusco, de golpe, de algo enteramente nuevo, no precedido por ningún previo estar-ahí en menor grado.
Reprocha en efecto el autor de WL al entendimiento (luego volveré sobre esto) que, incapaz de entender la contradictorialidad de lo real que se patentiza en la transformación de una cosa en otra distinta y aun opuesta ella, o sea en una dinámica identidad de opuestos (y que no sólo se patentiza sino que estriba en tal identidad), quiere imponer a toda costa a lo real su propio esquema, insistiendo en que lo nuevo que surge de golpe al producirse un cambio cuantitativo de otra especificidad debe, aunque así no se vea a sobre haz, haber estado presente ya ahí con anterioridad a dicho salto, sólo que en medida inapreciable.
Hegel encuentra en ese enfoque los siguientes defectos.
En primer lugar, trátase de una presunta explicación y justo eso es lo que impulsa a sus adeptos a semejante postulación de algo que no tiene apoyo en la captación sensorial; pero, como explicación, no vale nada, pues sería una explicación meramente tautológica, mortalmente aburrida como todas las de esa laya: explícase el estado gaseoso de H2O al alcanzar una temperatura de ebullición porque ese estado estaba ya ahí en alguna medida, imperceptible en verdad, coexistiendo con el estado líquido --o bien son sólo un mismo estado, con grados diferentes, siendo así, p. ej., lo líquido menos gaseoso que lo que se denomina gaseoso--; pero, explicar, nada se ha explicado así.
El segundo defecto de tal enfoque es que se representa así lo real en una inmutable permanencia interna, pues las diferencias cuantitativas sólo pueden ser diferencias extrínsecas frente a las cuales aquello que las experimenta permanecería indiferente de suyo.
En tercer lugar, es lisa y llanamente falso --afirma Hegel-- que se den (siempre o por lo común) estados intermedios en la determinación cualitativa cuya irrupción viene provocada por cambios cuantitativos de otra especie: ya lo hemos visto con el caso del agua, pero los ejemplos abundan, estribando precisamente el tránsito de cantidad a cualidad en esa ausencia de estados intermedios en la cualidad en cuestión (entendamos, por supuesto, que se trata de ausencia de estadios intermedios del darse dicha cualidad a lo largo del proceso de incremento cuantitativo y del brusco salto del mismo al cambio cualitativo).
Y, en cuarto y último lugar (este reproche aparece antes, en el cap. 1º «Die spezifische Quantität», «A. Das spezifische Quantum») viene así escamoteado el paso de una existencia a una inexistencia y viceversa.
Por la medida lo cualitativo se hace cuantitativo, pues consiste la medida en que una determinación cualitativa se da en un ente con indiferencia respecto a la cantidad pero --justamente en eso es medida-- sólo dentro de ciertos límites, en los que se aplica precisamente la medida.
Así supone la medida una esencia, una identidad determinada consigo mismo, y no es de extrañar que --como es bien conocido y lo recordaré en seguida-- la medida, por su tránsito a lo desmesurado, llegue a ser ella misma esencia.
Aborda Hegel, en este punto, el interesante problema de los sorites, hoy en el centro de la moderna concepción dialéctica.
Podría esperarse que el tratamiento de esas paradojas lo pusiera más en consonancia con la dialéctica antigua y frente al enfoque aristotélico, pues justamente la dialéctica megárica no hace sino desarrollar un motivo que está ya contenido en el Fedón (recuérdese el problema de la existencia de determinaciones contradictorias en Simias, más alto que Sócrates y por lo tanto alto, al par que más bajo que Fedón y, por consiguiente, bajo).
Pero, en esto como en otros asuntos igualmente cruciales, vemos a Hegel, paradójicamente, abroquelarse en un enfoque aristotélico: no se ha tenido en cuenta, nos dice, la sumación de las cantidades, cada una de ellas insuficiente, al igual que el pródigo no tiene en cuenta que no es insignificante la suma de gastos insignificantes.
Pero ¿quiere eso decir que Hegel da así por resuelto el presunto sofisma y puesta a raya la amenaza de contradicción? No. A renglón seguido dice: «Die Verlegenheit, der Widerspruch, welcher als Resultat herauskommt, ist nicht etwas Sophistisches im gebräuchlichen Sinne des Worts, als ob solcher Widerspruch eine falsche Vorspielung wäre».
Y añade que la falsedad estriba en nuestra conciencia que toma a una cantidad sólo como límite indiferente, no viendo en ella un momento de la medida que vuelve o retorna a la cualidad.
De suerte que --concluye-- los sorites, lejos de ser bromas vacías o pedantes, son justos y son producidos por una conciencia que se interesa por los fenómenos que se desenvuelven en el pensamiento.
Parece como que quisiera Hegel hacer suyas demasiadas cosas, lo cual resulta problemático por demás cuando toda la motivación de ciertas presuntas soluciones es la de bloquear la contradicción que, de no, surgiría irremediablemente.
Mas hay que ver el transfondo de todo eso. Al filósofo de la contradictorialidad de lo real como verdad y momento absolutos no podía escapársele la verdad encerrada en esas viejas paradojas.
Mas, por otro lado, es un hecho que tal contradictorialidad emerge y resulta de determinaciones puramente cuantitativas no suprimidas como tales.
Es precisamente en la medida en que no se presupone ninguna alteración cualitativa arbitrariamente aneja a un cierto umbral cuando el sorites, en una consideración de puras variaciones cuantitativas, engendra la solución contradictoria: si es verdad que es calvo un hombre con menos de cien pelos en la cabeza, y es también cierto que, si a un no calvo se le quita un pelo, sigue siendo no calvo, entonces hay hombres calvos y no calvos (en la filosofía contemporánea ha mostrado Peter Unger el enorme ámbito de aplicabilidad de los sorites y sus consecuencias centrales para toda nuestra concepción del mundo, incluso en lo tocante a predicados que, a primera vista, hubieran parecido poder escapar a líneas de argumentación semejantes).
Mas, claro está, es en ese caso la contradicción algo puramente gradualístico y cuantitativo: puédese concluir que el hombre en cuestión ya era calvo en alguna medida, imperceptible eso sí, con anterioridad a ese arrancarle pelos, de suerte que coexistían en él determinaciones contradictorias debido a que se daba cada una en una medida limitada.
Hegel no quiere ver así las cosas. Ese anclar la contradicción en el grado es algo que le parece una trivialización, un rebajar la contradicción, lo más excelso y viviente, a un mero corolario de determinaciones cuantitativas exteriores sin estar siquiera mediado por el retorno o la reflexión hacia sí, que es el tránsito a lo cualitativo, mas a un cualitativo que lleva en él la cantidad (medida).
Hegel no abandona --ni esquiva, ni omite-- en esos sorites el descubrimiento de la contradicción. Pero, como lo ponen de relieve sus palabras literalmente tomadas, la contradicción es ahí la del pensamiento, no la de la realidad.
El pensamiento se contradice al razonar así porque no aplica la sumación de las adiciones o sustracciones.
Y ¿qué pasa si sí se aplica? Entonces se descubre el salto cualitativo y, de ese modo, elévase el pensamiento a la admisión y comprensión de una contradicción real, pero dinámica: la conversión de la cantidad en cualidad, conversión durante la cual la cantidad es (idéntica a) su opuesto: cualidad.
Sírvenos así la dialéctica gradualista y cuantitativista para elevarnos al pensamiento especulativo cualitativístico.
El cambio, en lo que tiene de cuantitativo, es exterior, indiferente. No hay ninguna medida común entre lo que perece y lo que nace en el salto cualitativo. Por eso es algo ininteligible en el sentido preciso de refractario a las modestas luces del entendimiento. Sólo la razón puede reflejarlo o, mejor, apropiárselo, pues ella ve la identidad dinámica entre todas las cosas.
Según Hegel, lo que preexiste preexiste de otro modo. Usa así también Hegel los célebres «en cuantos» aristotélico-escolásticos.
Sólo que los reparos más evidentes contra ese procedimiento en la obra de los aristotélico-escolásticos pierden su fuerza en contra de su uso en Hegel. Sirven los «en cuantos» para embotar el filo de ciertas afirmaciones y bloquear inferencias que, de otro modo, serían lícitas a partir de ellas.
En Hegel no hay cosa tal, puesto que su proceder no es nunca inferencial, raciocinativo-formal, ya que tal proceder argumentativo es, según él, cosa del entendimiento que se aferra a la identidad y desconoce la verdad de la contradicción. En Hegel --según lo vimos en la sección anterior-- no hay ni puede haber reutilización indiferentemente libre como premisa de una tesis conquistada en un lugar o estadio del sistema en otro lugar posterior del mismo sistema; éste es circular y cada tesis que de él forma parte tiene su(s) lugar(es) propio(s), pero no puede ser reafirmada cuandoquiera que le venga en gana a uno. El «en-cuanto» sirve así para realzar o expresar formal y exteriormente el lugar de cierta afirmación dentro del sistema.
Así pues, si lo nuevo ya preexiste en lo viejo, todo lo que hay que preguntarse es cómo preexiste. En Hegel lo variable es únicamente el modo.
Antes de la transformación, el ente contiene ya la nueva determinación, pero sólo en sí o según el concepto, no para sí. En el tránsito de lo uno a lo otro se identifican ambos, pero esa identidad es verdadera sólo en ese momento, es una identidad transitoria del en sí y el para sí, que luego queda, al par que conservada, suprimida.
Sí, es sumamente importante. Y eso está estrechamente relacionado con el tenor del sistema hegeliano del idealismo absoluto. La filosofía de Hegel es una filosofía de la reflexión absoluta.
Échase de ver esto mejor que con ninguna otra cosa con una atenta lectura del final del Libro 1 de WL y del comienzo del Libro II. Y está ligado a la famosa proclamación programática de la Fenomenología de ver a lo Absoluto no sólo como sustancia sino como sujeto.
El sentido y la dirección de la marcha evolutiva del ser son los de tender a la subjetividad, al cabe sí sin trabas ni freno, sólo que justamente por ser un cabe sí y consigo mismo ilimitado debe ser tal que en ese sí mismo se incluya ya lo otro y de ese modo el sí mismo se reconozca a sí en lo otro.
Spinoza no llegó a elevarse a ese punto de vista y, de ese modo --según Hegel--, puso lo absoluto como indiferencia total y vio las diferencias en algo exterior y meramente cuantitativo.
(Que ese reproche sería de difícil justificación en lo tocante a Spinoza es naturalmente harina de otro costal. Podría Hegel argüir que la natura naturata está constituida por modos que son, cada uno de ellos, un mero quantum finito o infinito; así y todo la argumentación estaría sujeta a serias dificultades.)
Ese lado de la subjetividad viene dado, no por qué sea lo que se tome como real, sino por su reflexión absoluta sobre sí: absoluta para que sea una subjetividad cabal propiamente subjetiva, libre, dueña de sí sin cortapisas y, por ende, no circundada por nada, que no halle nada frente a ella como su otro. Lo esencial es, pues, en tal concepción el cómo, el modo de darse las determinaciones.
Justamente es eso lo que hace pasar del ser a la esencia. El ser es indiferencia pura y total: por eso viene a identificarse a la nada, resulta el devenir y, en la serie de sus avatares, desemboca a la postre en medida. En la medida la cualidad se da con una cantidad dentro de determinada medida y se produce transformación mutua de cantidad y cualidad.
Mantenida así a raya la cantidad de una cualidad por la medida, tiende naturalmente a conquistar su libertad, a desmedirse, y en esa tendencia la propia cualidad aspira a rebasar sus propios límites y a ser ilimitadamente (más allá del impuesto límite) indiferente a la magnitud o cantidad.
Surge así lo desmesurado y, en ese tránsito de la medida a lo desmesurado, el ser cae en indiferencia absoluta. Lo desmesurado resulta infinito y ese infinito es el sustrato indiferente de las variaciones cualitativas.
Porque, al caer en desmesura, la cualidad desaparece y, en su desaparición, remite a lo único que queda y permanece, ese sustrato infinitamente indiferente en el cual ella misma se ha transformado por su propio desmesuramiento. A la vez ese sustrato infinitamente indiferente contiene, pero suprimidas, todas las determinaciones cuantitativas y cualitativas, a las cuales es empero indiferente.
La indiferencia, por ser indiferencia absoluta, es indiferente frente a sí misma y, por ende, no-indiferente frente a esas mismas determinaciones que, sin embargo, ha sumido en lo accesorio.
Retorna así el ser a su total indiferencia inicial; pero no del mismo modo: ahora la indiferencia se da cargada de todas las determinaciones a la vez mantenidas y abolidas.
Implícitamente ya está con ello en esa indiferencia total del sustrato ese lado de la vuelta a sí y del haberse ganado el estar cabe sí: pues la indiferencia del sustrato es indiferencia de un estar consigo en el cual las diferencias, lo otro del sí mismo, están ahí ya, actualizadas de algún modo al par que no obstante también anuladas, mediando al sustrato respecto de sí mismo y así permitiéndole ese autodesdoblamiento requerido para la aplicación (reflexiva) de una relación como la de estar-cabe.
Así que ya no tiene el ser, alcanzado ese estadio del mero sustrato o la indiferencia absoluta, más que interiorizarse para transformarse en esencia, algo que tiene una determinación propia y es indiferente a todo lo demás, al ser y al no-ser, a lo inesencial y a lo aparente, y que carece por ello de suyo de relación con cualquier otra cosa, aunque a la postre se trueque en relación absoluta que será el último avatar de la esencia.
La esencia es referencia puramente negativa a sí misma: es la referencia a sí (inmediatez, pues) que es tal sólo por la negación de referencia a otro --o sea la indiferencia que ha llegado a ser indiferente a sí misma, autorreferencia, sólo por su rechazo de toda referencia hacia las otras determinaciones.
Es, pues, una inmediatez sólo negativamente; pues la referencia a lo otro está ahí sólo negada, cancelada en la forma inferior de una cancelación que no hace todavía valer como puesto o en ella el lado de la conservación. Esa puramente negativa autorreferencia de la esencia va a estallar, por ser una determinación de la reflexión o vuelta a sí que, exigiéndose, habrá de salir de sí, a la existencia, sólo desde la cual podrá alcanzar ese autorretorno que ya era en sí desde el comienzo.
La esencia misma es vista como reflexión en una triple dimensión:
(1) Como dimensión ponente (setzende) que es un (presu)poner puramente negativo, a saber el de que nada se (presu)pone y, así, es una presuposición que se anula y va de la nada a la nada, a la vez que con ello anula su propia igualdad consigo misma. (Seguramente quepa aclarar todo eso con varios asertos de Hegel en el lugar correspondiente de WL: la reflexión es un suprimir cualquier dato volviendo, en lugar de considerarlo, sobre sí; mas ese dato es lo otro de la propia reflexión y, volviendo sobre sí, la reflexión anula de ese modo lo negativo, la alteridad, retornando a sí misma como si con ello nada se presupusiera o fuera dado, e.d. como si ella misma no fuera con ello presupuesta: y así anúlase a sí misma incluso; tal es la reflexión ponente que, por ello, es inmediatamente reflexión negante o anulante.)
(2) Como reflexión externa; ésta parte de un inmediato que encuentra y toma como dado, retornando sobre sí, con lo cual presupone un ser que es una no-reflexión (por ser algo dado, inmediato, presupuesto), pero que en la reflexión viene anulado en su inmediatez.
(3) Como reflexión determinante. En ésta lo encontrado es tomado como puesto y ese ser-puesto de lo así puesto es puramente negativo, ya que es puesto como un otro por una reflexión que, siendo de suyo vuelta hacia sí, no puede ver a lo puesto sino justamente como otro, como negativo (de sí); sin embargo, esa misma reflexión --que es, pues, el fondo sobre el cual y por el cual eso puesto es puesto-- es a su vez negativa, pues es característico de la reflexión justamente el excluir cualquier otro, de suerte que sólo pone algo otro la reflexión en cuanto se rechaza a sí misma y se hace negativa incluso para consigo misma; siendo, por lo tanto, la determinación así puesta por la reflexión una determinación cuyo fondo es igual a ella (igual de negativo que ella), resulta tal determinación algo igual a sí mismo --justamente por eso: porque es igual a su fundamento-- y, por consiguiente, una determinación esencial y no meramente transitoria, como la cualidad (que era desigual de su fondo propio, el ser, pues éste es positivo mientras que la cualidad era ya una negatividad, un referirse a otro); con lo cual resulta que las determinaciones de la reflexión determinante tienen en sí mismas su conexión con el ser otro, y hasta contienen en sí mismas el propio ser-otro, siendo unidad de ellas mismas y de su respectivo otro, toda vez que viéneles su esencialidad, su auto-igualdad, únicamente de su propia negatividad y de su igualdad a su fundamento, también negativo, y por consiguiente referido a un otro, a algo negado.
Puede resultar empresa casi heroica a primera vista la de captar tales transiciones un tanto escabrosas; pero es imprescindible si se quiere entender a Hegel. Es el meollo de toda la WL.
Con esas determinaciones de la reflexión (de la reflexión determinante), que son identidad, diferencia y contradicción, hemos alcanzado el primer genuino en y para sí (por eso la contradicción es el alma, el motor, la enjundia de todo el sistema de Hegel, ya que es el genuino en-y-para sí en la forma del en y para sí: el que, tal como aparece en el tratado sobre la esencia, sea una mera determinación pasajera de ésta y tenga esa determinación, tras haber alcanzado su propio para-sí, el fundamento, que alienarse en el fenómeno como Existenz, o existencia externa, y retornar cabe sí como realidad o unión de esencia y existencia, todo eso no debe de ningún modo hacer desconocer que ya está ahí, en agraz todavía pero así y todo presente, el núcleo y el fin de todo el sistema de un modo que por primera vez ha alcanzado una explicitud correspondiente --aunque todavía de modo inadecuado en ese estadio-- a su naturaleza, tendencia y sentido finales).
Revélanos el movimiento que a tales determinaciones conduce el meollo, el vivo empuje y la orientación del sistema del saber absoluto: es ese recuperar lo anulado, abandonado, provisionalmente sacrificado, en un retorno a sí cargado, no obstante, con ese trofeo ganado gracias a una previa auto(de)negación.
La reflexión determinante se pone a sí misma; y se pone poniendo otro que sí, siendo lo así puesto, a la vez y no obstante, puesto por sí mismo en esa reflexión --pues la reflexión, en cuanto tal, sólo puede ponerse a sí misma--. Tal reflexión determinante es lo engendrador del primer genuino en y para sí y, con ello, el implícito motor de toda la marcha ulterior de lo real no sólo hasta el concepto, sino hasta el espíritu absoluto, que es reflexión absoluta (y, por ello, determinante) en y para sí.
No pueden ya estar más claras las raíces del desacuerdo profundo entre una dialéctica como la de Platón y un pensamiento como el de Hegel. Es la platónica una filosofía del ser que lo toma como se da y que no necesita por ello retrotraer ese ser a un cabe sí subjetivo mediante una labor de reflexión que requiera un transitorio dejar enajenarse al ser así dado o encontrado.
Más bien está ese espíritu platónico en consonancia con los ontologismos que se atienen al don inmediato del ser y en él se gozan; lo cual desde luego no entraña que haya de considerarse superflua una prueba de la realidad de ese mismo Ser, como por lo demás no la han considerado superflua otros ontologismos: lo (mediatamente) inmediato elévase a una condición de mediado ulteriormente y así mejor poseído; mas esa ulterior mediación es meramente gnoseológica; no necesita pasar por la negación del Ser --que justamente es lo único que en una filosofía así no puede ser negado en absoluto y bajo ningún aspecto.
La dialectica platónica, con su descubrimiento de las contradicciones verdaderas, opera en ese plano y con respecto a ese ser dado; descubre tales contradicciones, tal imbricación y contenencia mutua de ser y no-ser, en la gradualidad misma de lo real; en un plano, pues, que para Hegel es un mero fuera-de-sí en la esfera del mero en-sí, algo sumamente rudimentario.
Es una dialéctica del ser, frente a la cual Hegel, como buen filósofo teutónico (de lo cual tiene clara conciencia, sintiéndose heredero y orgulloso de Jakob Boehme), debe hacer prevalecer lo que él mismo llamara en su época de Iena «el principio del Norte», un principio de subjetividad, de reflexión, que sólo ve la contradicción en su verdad cuando ésta se da mediante la cancelación o Aufhebung, en el retorno a sí especulativo.
El terreno filosófico en que ha nacido y crecido esta filosofía es el del filosofar analítico contemporáneo, O sea: el género de planteamiento filosófico inaugurado por Gottlob Frege a finales del pasado siglo, continuado en parte por Russell y Wittgenstein y cuyas floraciones más frondosas aparecen en los trabajos recientes sobre semántica de expresiones intensionales y en ontologías como las de Bergmann, Castañeda, Plantinga o David Lewis.
Es característico de ese filosofar analítico el tratar de ajustarse a un ideal metodológico de analiticidad y demostrabilidad entendido como sigue:
1) analiticidad: cuando aparece en un discurso una expresión de significado problemático, débese hasta donde resulte posible articular un modo de reducir definicional y sistemáticamente los enunciados que la contengan a enunciados que no la contengan;
2) demostrabilidad: cuando una tesis que desee uno sostener resulte dudosa, débese hasta donde sea posible demostrarse que se deduce de otras tesis cuya evidencia resulte menos cuestionable --o, por lo menos, débese probar que, con la postulación de la tesis en litigio, junto con la de otras tesis igualmente postuladas como axiomas o principios, se resuelven satisfactoriamente dificultades a las que no parece poder hallarse salida igualmente satisfactoria con teorías alternativas.
Naturalmente aquí la noción de demostración es concebida en el sentido fuertemente no hegeliano de demostración «formal», o sea: tal que hay algunos rasgos compartidos por todas las demostraciones y que pueden determinarse sin tener en cuenta el «contenido» de cada una de tales demostraciones, es decir: las restantes determinaciones de la misma.
En principio esa noción analítica de demostración exige finitud y recursividad: una prueba o demostración es una secuencia finita de enunciados tales que un subconjunto de ellos es la clase de premisas y cada uno de los demás se prueba elementalmente a partir de enunciados previos de la secuencia; cada prueba elemental es decidible, en el sentido de que existe un procedimiento finito de decisión para determinar sin titubeos ni ambigüedad que cierta secuencia de enunciados es una prueba elemental.
Tales exigencias son probablemente excesivas, como también es probablemente desmesurada la pretensión de que sea finito el análisis de una expresión problemática o litigiosa.
En desarrollos más recientes empiezan a tomarse en consideración enfoques como el de Leibniz que reconoce análisis y pruebas infinitarios, sólo que efectuables exhaustivamente tan sólo por Dios.
Por otro lado --ni que decir tiene-- dase una relatividad, normalmente confesada y asumida, en esas nociones de evidencia y de dudosidad: el filósofo analítico suele tener clara conciencia de tal relatividad y suele adoptar una criteriología coherencialista que acepte el carácter básico de ciertas opciones de principio, como unidades últimas de postulación, si bien abriga la esperanza de que tales opciones vengan dadas desde una perspectiva prefilosófica y, a fuer de tal, menos cuestionable, menos cargada de parcialidades de escuela o teoría.
Otro rasgo típico de la filosofía analítica es su atención al lenguaje. Pero conviene precisar al respecto que, por lo menos en lo que se refiere al fundador de esta filosofía, Gottlob Frege, a la obra de dos de sus máximos representantes, el primer Wittgenstein y Russell en toda una etapa de su pensamiento, así como a las corrientes actuales más atrás mencionadas, esa atención al lenguaje consiste tan sólo en tomarlo como pauta o guía para llegar a la realidad por algún tipo de argumento transcendental o afín.
Todos esos autores y corrientes construyen metafísicas que aducen, de maneras por lo demás bastante diversas, como base argumentativa para justificar sus enfoques o conclusiones, el que de ese modo se puede dar cuenta satisfactoriamente de la relación entre lenguaje y realidad y, por ende, se puede contribuir a brindar una explicación razonable al funcionamiento de la comunicación lingüística.
Esas peculiaridades del filosofar analítico han sido blandidas con ardor y furor y también los adversarios de ese filosofar han visto en el mismo una ruptura con la filosofía tradicional.
En verdad, sin embargo, el filosofar analítico está en clara línea de continuación con la philosophia perennis; cada uno de sus rasgos había sido ya poseído, en mayor o menor medida, por diversas corrientes de la filosofía tradicional y pueden detectarse con suficiente perspicuidad en la obra de Platón, en la de Aristóteles, en la Escolástica medieval y protomoderna así como en filósofos como Leibniz, Brentano, Meinong o Nicolai Hartmann.
En cambio, resultan palmarios los contrastes metodológicos entre el filosofar analítico y el idealismo absoluto.
A Hegel hubiérale parecido semejante rigor analítico un intento de retrotraer la filosofía a lo inmediato, al sentido común, a la certeza prefilosófica.
En lugar de conquistar, por un itinerario fenomenológico que reasuma toda la experiencia cultural de la humanidad, un punto de partida absoluto y absolutamente filosófico, cual es la vacía determinación del ser, y dejar que cada determinación se presente y metamorfosee según su tenor propio, pretendería la filosofía analítica a los ojos de Hegel imponerles a las determinaciones que se trate de estudiar un molde externo, un cauce fijado exteriormente y de antemano, y, por añadidura, tomar como guía fehaciente al lenguaje --existencia, ciertamente, del espíritu pero sólo como ipseidad inmediata, pues es obra del entendimiento y, a fuer de tal, sólo expresa propiamente lo general.
¿Puede, entonces y dados esos distanciamientos metodológicos y hasta de concepción misma de en qué estribe el filosofar, haber en la filosofía analítica un planteamiento que coincida con el de Hegel en ser dialéctico, e.d. en aceptar la contradictorialidad de lo real? ¿Puede resultar compatible con la práctica de ese enfoque metodológico del filosofar analítico la articulación de una concepción ontológica dialéctica que vea lo real como inserto en proceso, en alteración? Es muy reciente la aparición de concepciones que, adictas en uno u otro grado a los ideales de claridad y rigor (formalizable) de la filosofía analítica --o bien surgidas en ambientes próximos a ella--, defienden expresamente la contradictorialidad de lo real.
Son, además, problemáticos los títulos de dialecticidad de las siguientes: la de los relevantistas australianos --los cuales, sin embargo, tienden a no reconocer más contradicciones verdaderas que las puestas de manifiesto en las paradojas lógicas y semánticas, como la engendrada por el célebre conjunto russelliano--; la del filósofo brasileño da Costa --quien parece concebir la contradictorialidad más como una posibilidad que como algo efectivamente verdadero, salvo acaso en el campo de los deberes y las normas--; la del filósofo norteamericano N. Rescher, quien ve asimismo la contradictorialidad como algo meramente posible pero desde luego ajeno al mundo real.
No me voy a ocupar en este lugar de examinar tales concepciones. Voyme a limitar en lo que sigue a una presentación de la metafísica ontofántica, inserta como está en esa amplia corriente del filosofar analítico.
Voy a examinar cómo puede un enfoque así, adhiriéndose como lo hace al ideal metodológico de esa corriente, ser a la vez una concepción dialéctica; cómo puede, en suma, contestar al reto que parece presentar el planteamiento hegeliano al exigir que el modo y orden del pensar coincidan con los del ser, de suerte que a la dinamicidad y contradictorialidad de lo real correspondan las del pensamiento y su método.
De esa concepción de la realidad se desprenden: por un lado un necesitarismo matizado según el cual todo lo posible es al menos relativamente real o verdadero; por otro lado una concepción tensorial de la verdad y la falsedad: no cabe hablar del grado de verdad de un hecho, sino de la serie de sus grados de verdad o falsedad.
Otras tesis centrales de la filosofía ontofántica son: el principio de apencamiento a tenor del cual todo lo no enteramente falso o inexistente es existente; la identificación de la Existencia con lo único absolutamente real o verdadero, e.d. con el único ente que goza en todos los aspectos del grado máximo de realidad; el principio de gradualidad, a cuyo tenor cada ente posee en algún grado, siquiera infinitesimal, todas las propiedades, de suerte que todas las diferencias son de grado; la identificación del existir con la relación de abarcamiento (en el sentido en que una propiedad abarca a los entes que la poseen y en la medida en que la poseen), de suerte que el existir un ente (que es lo mismo que ese ente) no es ni más ni menos que su abarcar --no su abarcar a esto o aquello en particular, ni a sí mismo (como lo interpretaría Hegel para quien cada relación está de suyo, al no estar referida a otro, referida reflexivamente a sí misma o a su sujeto), sino su abarcar a secas.
En esta filosofía se reconoce la contradictorialidad del movimiento --al igual que lo hacía Hegel, admitiendo la validez del argumento zenoniano de la flecha. A la vez, se concibe cada relación como un proceso o movimiento atemporal, postulándose órdenes de sucesión de lapsos no temporales concebidos por similitud con el tiempo.
Se reconoce la infinidad numérica sin soslayarse las contradicciones que encierra: una magnitud infinita es y no es tan grande como sí misma. Ese reconocimiento de infinitud numérica permite entronizar como instancia legítima la regresión (ontológica y epistemológica) al infinito.
No voy, naturalmente, a entrar aquí en el detalle de los análisis posibilitados por ese enfoque --p.ej. el análisis de un hecho relacional como un pasar una propiedad relacional del sujeto al término, un pasar que es algo simple y complejo, por ser un continuum de transiciones.
Lo que aquí interesa poner de relieve es en qué puntos se aleja toda esta dialéctica de la de Hegel y cómo puede compatibilizarse con un método argumentativo-formal que, desde su propia óptica, rechazaba Hegel con toda razón como propio del entendimiento, de aquel pensamiento para el que la contradictorialidad es justamente lo impensable.
Las diferencias entre esta dialéctica ontofántica y la de Hegel son tres, pero estrechamente ligadas entre sí.
Ante todo esta dialéctica es una dialéctica gradualista y rechaza el recurso a los modos de ser y a los comos o en-cuantos, viendo precisamente en ellos el refugio aristotélico contra la contradicción; siendo gradualista, es cuantitativista, reconoce la cantidad intensiva como una determinación de lo real no meramente transitoria o inferior: es, pues, una filosofía del más y del menos, de la comparación cuantitativa --una filosofía en la que, por el principio de identidad existencial, si dos entes son diversos, hay algún aspecto en el que uno de ellos es más real que el otro.
La segunda discrepancia entre esta dialéctica ontofántica y la de Hegel estriba en el inmediatismo ontológico: no puede haber en esta filosofía diferencia entre el (mero) estar-ahí como una inmediata autorreferencia y la existencia como un estar-ahí que, tras haber sido anulado en la autoliquidación del sustrato indiferente, reaparezca como exteriorización; no puede haber, pues, en esta filosofía pluralidad de esferas que se sucedan, ni puede lo absoluto ser concebido como resultado que únicamente alcanza su plenitud o su entidad en y para sí al cabo del proceso total; el ser no es referencia a sí ni es la mediación por el otro previa a una referencia a sí efectiva o en acto.
Más radicalmente cabe señalar lo siguiente: la ontofántica prescinde de todas las dicotomías aristotélicas de materia y forma, esencia y accidentes, potencia y acto; ni siquiera las flexibiliza: va por otro lado; lo que flexibiliza es la frontera entre el sí y el no; un mediatismo ontológico como el de Hegel tiene, como subyacente a él, una aceptación de la dicotomía de acto y potencia, de suerte que aquello de lo que se trata es que se produzca, en el paso de una esfera a otra, un cambio en el modo de ser: la Existenz es Dasein pero como mediado por la negación de la esencia, o sea: es un Dasein que ha salido de su mera potencialidad, pero sólo a través del precipitarse en la indiferencia esa meramente potencial autorreferencia; por el contrario, un inmediatismo ontológico como el de la ontofántica se planta directamente en una realidad que está, sí, inserta en el hacerse --tanto en el temporal como en el atemporal-- pero que está también más allá de ese hacerse, pues a su vez el hacerse es abarcado por la Realidad misma.
La tercera discrepancia entre la dialéctica ontofántica y la hegeliana estriba, naturalmente, en la formalizabilidad. Porque la Verdad está no sólo en el hacerse, y no sólo en el resultado de ese hacerse, sino también más allá del hacerse, abarcándolo, por eso mismo puede haber, y hay de hecho, unas normas de verdad constantes, unos principios que, por contradictorios que sean en ciertos casos, son así y todo estables, cauces del flujo de lo real. Gracias a ello hay patrones o reglas inferenciales que son válidos para cualquier ámbito y en cualquier fase --temporal o no-- de lo real.
Para Hegel sería impensable entronizar una regla como la del modus ponens y estipular su validez para cualesquiera contenidos y fases del desarrollo del concepto. En la filosofía analítica acéptase una regla así de esa manera porque se ve que todo proceso y todo devenir, incluso el que pueda experimentar la verdad expresada por una fórmula que afirme la validez de tal regla, es un devenir dentro del cauce marcado por esa misma validez: si el cauce entra en movimiento, él mismo se encauza en semejante movimiento.
Las célebres objeciones de Hegel frente a toda formalización pierden su fuerza ante un enfoque como el de la ontofántica. Hegel exige que no haya nada rígido y permanente, que la plenitud del principio o de lo absoluto se alcance tan sólo en el resultado y mediante la cancelación.
A eso responde la ontofántica defendiendo unos principios que, por insertos que estén ellos mismos en el contradictorio devenir, a la vez y contradictoriamente han alcanzado ya la plenitud de su verdad desde el comienzo de cualquier proceso --o, mejor dicho, tal plenitud no necesitan alcanzarla, sino que la tienen eternamente.
Hegel exige también que se excluyan representaciones del concepto que sólo son apropiadas a lo cuantitativo y mensurable; a eso responde la ontofántica entronizando la mensurabilidad en todos los órdenes o ámbitos, al identificar verdad con existencia y sostener que ésta se da en infinidad de grados.
Hegel reprocha por último a la lógica formal --a toda lógica formal, aristotélica o no-- el ocuparse de determinaciones de mero contenido, o sea: precisamente el carecer de aquello de lo que presume: de forma; porque esas reglas y modos de razonamiento no son forma, sino procesos particulares de pensamiento, contingentes productos del espíritu subjetivo; lo que sin duda quiere decir Hegel es que son peculiares géneros de pensamiento, generales, sí, respecto de instancias singulares, pero así y todo particulares, y por ello objeto de estudio particular, un estudio en definitiva psicológico.
A ese reproche contesta la ontofántica, en primer lugar, concibiendo las reglas de inferencia lógicas, no como descriptivas de procesos psíquicos, sino como reflejantes o expresivas de hechos ontológicos de carácter universal; y, en segundo lugar, rechazando toda dicotomía de forma y contenido: ciertamente no son «formales» las leyes y reglas lógicas, pero no lo son porque su generalidad no es vaciedad de contenido, sino universal aplicabilidad, o mejor dicho: porque son hechos generales y cada hecho general implica la verdad o existencia de sus correspondientes instancias individuales.
Ahora bien, si en el marco del pensamiento especulativo de Hegel podía evitarse la delicuescencia del sistema --el que todo enunciado sea indiferentemente verdadero-- por la relativización de cada afirmación y negación a una fase o parte del sistema total, ello, por un lado, garantiza el interés del sistema, su no desmoronamiento en una indiferencia sin perfiles y, por otro lado, obedecía al dinamismo y mediatismo ontológicos de esa concepción, que no toleran el libre reaflorar de lo ya cancelado o superado tal como fue superado, pues eso introduciría elementos de rigidez o permanencia constante en el sistema.
¿Cómo puede habérselas la ontofántica con un problema similar, el de que, según los modos de razonamiento o reglas de inferencia entronizados por las lógicas de cuño aristotélico, una contradicción, sea la que fuere, entraña cualquier afirmación --por lo cual, una vez que han aparecido en un sistema dos teoremas mutuamente contradictorios, puede extraerse en cualquier momento la conclusión que se quiera, con tal de que esté sintácticamente bien formada? Evitar ese desmoronamiento del sistema es, dicho en jerga técnica --y como ya apunté más arriba-- evitar la delicuescencia del mismo. Una lógica que permita la demostración en un sistema de dos enunciados mutuamente contradictorios sin que por ello sea forzosamente delicuescente tal sistema es una lógica paraconsistente.
Hasta el presente hanse ideado diferentes lógicas paraconsistentes --cada uno de los enfoques aludidos más atrás en el apartado 4º, ha articulado su propia lógica paraconsistente, acorde con sus peculiares intereses intelectuales.
Todas esas lógicas son formales en el siguiente sentido: entronizan reglas de inferencia a cuyo tenor se pasa de unas premisas en las que, en determinadas posiciones, figuran ciertas palabras determinadas a una conclusión en la que, en posiciones también determinadas, figuran palabras igualmente determinadas y que están en función de las que figuren en las premisas; todo ello cualesquiera que sean las restantes expresiones que compongan dichos enunciados y cualesquiera que sean otras circunstancias.
Hay, cierto es, sistemas de lógica que atenúan esa «formalidad», pero siguen estando infinitamente alejados de una concepción lógica como la de Hegel que exige que las reglas de inferencia estén en función de todo el contenido conceptual de los juicios involucrados.
La filosofía ontofántica se ha articulado como sistema lógico («formal» en el sentido recién apuntado) y paraconsistente, desde luego. Gracias a ello es un sistema axiomatizado rigurosamente y no-delicuescente. (No existe todavía una prueba formal de su no-delicuescencia, pero sí hay demostraciones de que no se aplican a ese sistema los razonamientos que, con lógicas de cuño aristotélico, llevan de la contradicción a la delicuescencia.)
La clave de la solución que en el marco de esta filosofía se brinda a ese problema de hacer viable la paraconsistencia estriba en distinguir dos negaciones: la negación fuerte o supernegación, que se lee «no... en absoluto» o «es totalmente falso que», y la negación simple, el mero «no».
El fondo de tal solución es la admisión de grados de verdad y, por lo tanto, también de grados de falsedad.
Mientras que la supernegación tiene características como las de la negación clásica o aristotélica, la negación simple --aun exhibiendo claros títulos de legitimidad como negación y sin que por tanto quepa reprocharle usurpación de papel-- es una negación paraconsistente, o sea tal que la demostración como teorema de la negación simple de otro teorema no acarrea forzosamente delicuescencia del sistema.
El sistema adoptado es consecuente con su motivación gradualista profunda al reconocer ese distingo entre verdad o falsedad total y verdad o falsedad parcial, o sea: existente en algún grado no pleno.
Para Hegel, lo Absoluto es resultado, que es en y para sí sólo por mediación de las demás determinaciones y que es infinito sólo en el sentido de que al alcanzar su ser en y para sí erige en idénticas a sí mismo a esas otras determinaciones y a la vez se hace él idéntico a ellas, con una identidad que no obstante es igualmente diversidad.
Si preguntáramos a Hegel cómo es que surge eso nuevo, el resultado absoluto, sin preexistir en lo viejo, la respuesta sería, claro, que sí preexistía, pero no como absoluto, e.d. no como en-y-para-sí: preexistía con un mero ser en sí o potencial, o con un ser-para-sí que, sin embargo, no era an ihm (en él), pues no estaba puesto como valiendo para sí, sino que se daba en la forma del en-sí; y, si siguiéramos acosándolo para que nos dijera si ese modo, lo por ese «como» (als) significado, también preexistía y, si sí, cómo es entonces que así y todo ha surgido algo nuevo --pareciera requerirse un nuevo modo de darse ese modo preexistente, desencadenándose con ello, aparentemente, una regresión al infinito--, responderíanos Hegel que nuestro error se debe a nuestro modo intelectivo-formal de plantear el problema, blandiendo el principio de tercio excluso, como si en cada fase del sistema hubiera de afirmarse, para cada enunciado, o el sí o el no; cuando, en realidad, lo que sucede es que, en un caso como éste (y como cualquier otro, por lo demás), son verdaderos ambos, pero de maneras diferentes.
El modo de ser en y para sí del resultado preexiste pero no según sí mismo; y también su existir según sí mismo preexiste mas no según sí mismo, no como en y para sí. La regresión al infinito sería una regresión viciosa del entendimiento enfrascado obcecadamente en su argumentar raciocinativo-formal.
En todo caso, mientras que el resultado está mediado por las fases anteriores del sistema, que en él se conservan sólo como canceladas --se mantienen como anuladas y se anulan como mantenidas--, esas otras fases no son mediadas por el resultado.
Cierto es que es más bien el tercer momento, el resultado pues, el que es inmediato pero sólo por la supresión de la mediación, al igual que es lo simple por la supresión de la diferencia.
Ese tercer momento llega entonces a ser un primero, y el primero se convierte entonces en un segundo. Como también hay un comenzar por el segundo, y entonces el tercer momento es término medio, mediación entre el segundo y el primero.
Ahora bien, lo que nunca puede producirse es que el segundo momento sea mediación entre el tercero y el primero en ese orden o que el tercer momento sea mediación entre el primero y el segundo.
No hay aquí orden propiamente dicho sino lo que algebraicamente se denomina pseudoorden --una relación reflexiva y transitiva, pero no antisimétrica--, como lo hay en cualquiera de las estructuras algebraicas llamadas torneos. Sin embargo, ese pseudoorden es irreversible.
Además y sobre todo, no puede tomarse indiferentemente y en el mismo sentido como comienzo cada uno de los tres eslabones. En el paso del tercer momento al primero éste último ya no reaparece tal como era inicialmente sino metamorfoseado, como contenido en el tercer momento y parte de la unidad sistemática de éste.
El círculo se cierra, pero de otro modo que como se abría inicialmente. Es todo eso lo que hace que sea central en esa filosofía la concepción del resultado, lo Absoluto, como mediado y no mediador, pues no media como es mediado y aquello por lo cual es ello mediado no es, a su vez, mediado recíprocamente por ello.
Es difícil exagerar la originalidad e importancia de esa concepción de Hegel. Con ella se brinda una solución al viejo problema de cómo puede lo Absoluto, que se basta a sí en sí, proyectarse o desplegarse afuera con resultante caída y disminución.
Y, si (como en Hesíodo, Escoto Eriúgena y Boehme) el proceso parte de una nada que llega al ser sólo tras la creación, entonces queda precisamente sin explicar ese tránsito de nada al ser; como tampoco constituye una explicación satisfactoria decir --como lo hace la filosofía de la identidad-- que lo Absoluto, absolutamente simple en sí como tal o como un todo, pues aúna en identidad plena los contrarios, contiene dentro de sí el despliegue de las escisiones; ya que entonces resta por explicar cómo resulta compatible lo uno con lo otro.
La filosofía ontofántica brinda a ese espinoso problema una solución alternativa, que va por un camino muy diferente: lo Absoluto, que en esta filosofía no es sino el Ser, la Realidad (que es a su vez lo mismo que el mundo real como un todo, o sea aquel ente que abarca a cada ente en la medida en que éste último sea real o existente) es por sí mismo relación de abarcamiento, de suerte que su ser se agota en su abarcar; no en abarcar esto o aquello en particular, ni todas las cosas en general, sino en su abarcar a secas; pero de ese abarcar a secas son participaciones los existires o abarcares que son los diversos entes; el Ser, el Abarcamiento, no es nada sin esos múltiples seres o abarcamientos, que difieren cuantitativamente, como ya sabemos (e.d. por una diversidad en grado de realidad, al menos en algún aspecto); la propia realidad del Ser entraña la de sus participaciones, ya que en caso contrario su existencia sería un mero más allá, no sería idéntica a su abarcar, sino que constituiría un sustrato de suyo indiferente, mientras que el abarcar no puede ser indiferente a qué cosas abarque.
Por otro lado, sin embargo, el Ser es en esta filosofía absolutamente necesario e infinito. ¿Cómo puede tener tales determinaciones a la vez que su propia realidad entraña la de lo finito y lo (relativamente) contingente? Es ello posible por la transcendencia lógica de lo Infinito: un ser infinito es tal que posee propiedades mutuamente opuestas en grados que normalmente serían incompatibles, e.d. en grados tales que sería incompatible la posesión simultánea de esas propiedades en esos grados por un ente finito.
Es ello lo que hace posible, en esta filosofía, concebir al Ser, a la Realidad como a la vez infinita y finitamente participada, absolutamente necesaria y, no obstante, participada con dosis de contingencia diversas, sin que nada de todo eso abra en ella dicotomía alguna de esencia y existencia.
Concluyo, pues: lo que ha mostrado la filosofía ontofántica es, no sólo que cabe construir una concepción metafísica que, aun haciendo propia la aseveración hegeliana de la contradictorialidad de lo real y asumiendo la vieja idea de la coincidencia de los opuestos en lo Infinito, se mantenga en el plano de un filosofar argumentativo en el sentido usual y, más concretamente, se adhiera al ideal metodológico de la filosofía analítica, sino que esa construcción es efectivamente formalizable y axiomatizable, de tal manera que, con una nueva modalidad desde luego, encarna esa concepción la identidad de lógica y metafísica que Hegel defendió con toda razón y que sólo han logrado eludir otras corrientes a costa de graves inconsecuencias; pues el sistema formal con que se articula esta filosofía ontofántica puede verse indistintamente como un sistema de lógica (o, si se quiere, de teoría de conjuntos) o como un sistema metafísico --formalizado con tanto derecho como puedan serlo teorías de mecánica cuántica, de genética o de sociología.
A los ataques de los adeptos de la lógica clásica, quienes alegarán que un sistema así será lo que sea, pero no es lógica, pues la lógica debe ser neutral respecto de las controversias filosóficas, cabe responder que, entonces, tampoco es lógica la llamada lógica clásica, pues tampoco es ella neutral, al excluir ontologías dialécticas como forzosamente ilógicas.
Hora es, pues, de denunciar ese señuelo de la neutralidad ontológica de la lógica y de obrar en consecuencia, adoptando la lógica, e.e. la metafísica axiomatizada, por la que uno opte con plena conciencia de la opción que con ello se está efectuando y listo a cargar con cuanto de la misma resulte, sin abroquelarse tras la mampara de una supuesta autoridad lógica inapelable que uno debiera lisa y llanamente acatar.