LA MONARQUíA HISPANA EN LOS FASTOS DE SU QUINTO CENTENARIO

Lorenzo Peña[9]

La monarquía española y sus partidarios han celebrado en 1992 con pompa y algazara (y eso que no está la cosa entre nosotros para tanto festejo, precisamente) el quinto centenario de la llegada de Colón a una isla del Caribe. Es un orgullo nacional, aparentemente, para todos los españoles. Por encima de todo es el mayor título de gloria de nuestra nunca lo bastante alabada institución histórica, pues la constitución vigente aduce a favor de los poderes de la Corona el papel del monarca con relación a los pueblos de nuestra comunidad histórica.

Los hechos no fueron tan de color de rosa como nos los quieren pintar, ni muchísimo menos. El llamado descubrimiento de América y la conquista de amplias partes de ese continente por la monarquía hispana son motivos de sonrojo. No porque el mero navegar y anudar lazos de una orilla del océano a la otra sea de suyo algo malo; mas nada sucede en el vacío. En su contexto real y en su significado histórico, la empresa de Colón y sus patrocinadores, los Reyes Católicos, era, y fue, el comienzo de una brutal agresión.

Desde el primer momento esa empresa de conquista y colonización se tradujo en matanzas contra los pueblos indígenas, la sumisión de los mismos a la condición de siervos y la atroz importación de esclavos negros de África (entre 15 y 20 millones de seres humanos fueron arrancados por la fuerza a nuestro vecino y hermano continente negro del siglo XV al XIX).[10]

No fue sólo más tarde, al llegar los Hernán Cortés y Pizarro, quienes --a fuerza de astucia y de pavorosa ferocidad-- se apoderaron de grandes imperios. No. Ya en la conquista de las Antillas se perpetraron todas esas crueldades. Miradas con los raseros de tiempos pasados, esas fechorías pueden ser hazañas guerreras merecedoras de cantos épicos, como la Araucana de Ercilla, que se jactaba de cómo los españoles habían, a la cerviz de Arauco no domada, impuesto duro yugo por la espada. Hoy lo que más cabe ver en tales hechos es la falta de piedad de las clases rectoras y, en primerísimo lugar, de la monarquía que organizó y financió las expediciones de conquista y que fue la principal beneficiaria de ellas.

Claro que no son los únicos hechos sangrientos de la historia. Ni era todo en América un paraíso de paz y justicia hasta la llegada de Colón (aunque hay que denunciar, en primer lugar, la leyenda negra anti-india acuñada en el siglo XVI por los testaferros de la monarquía española; leyenda que presenta a aquellos pueblos como salvajes, desconociendo su alta cultura en muchos casos, y cargando unilateralmente las tintas sobre las facetas más deplorables de su vida social; los ensalzadores del quinto centenario ¿se han molestado en recordar que los mayas tenían una ciencia astronómica algunos de cuyos cálculos sólo en este siglo han sido mejorados?). Ni, con ser cruel la dominación española, fue tan despiadada como la de otros países civilizados, en siglos posteriores. La prueba es que en la América de habla española sigue habiendo muchos pueblos indios, más o menos mestizados, mientras que los indios han sido casi del todo exterminados del territorio de los EE.UU. También es verdad que no se quedaron aquí todas las riquezas fabulosas que se extrajeron por la explotación de negros esclavos y de indios siervos de las posesiones españolas en lo que hoy es la América Latina (y buena parte del territorio de los EE.UU., parte que los yanquis arrebataron en el siglo XIX a esa misma Latinoamérica). La mayor parte del oro y la plata que se trajeron sirvió para financiar las guerras de los monarcas, debidas a intereses dinásticos.[11] De resultas de lo cual, quienes acabaron embolsándosela fueron los mercaderes de otros países europeos. Aquí quedaron migajas de todos modos. Migajas que hacen que el nivel de riqueza y desarrollo de la España de hoy, siendo bajo en comparación con los de otras partes de Europa, esté muy por encima del de los secularmente esquilmados de África y Latinoamérica. Esquilmados para empezar por la monarquía española, mediante las encomiendas, los repartimientos y demás métodos de explotación feudal.

La ciudad boliviana de Potosí fue uno de los lugares donde se extraía la plata llamada del Perú.[12] Los indios eran sometidos por la corona española a trabajos forzados en las minas (a título de «mitayos») durante años y años; muchos morían, en infernales condiciones, en los pozos horribles. Toda esa riqueza venía en galeones. Pierre Vilar cita estas palabras de Fray Domingo de Santo Tomás: `No es plata lo que se envía a España; es sudor y sangre de los indios'. (Mas, como lo señala Pierre Vilar, los colonialistas de regiones más septentrionales de Europa `en el mismo momento cargaban su conciencia en materia de violencias coloniales con muchos menos escrúpulos que los españoles'.) Los corsarios holandeses, ingleses y franceses se incautaban de lo que podían. La mayor parte del resto lo gastaban nuestros reyes en su vida palaciega pero, sobre todo, en sus guerras. A los pueblos de allá les quedaba el agujero dejado por la extracción del mineral y los espantosos dolores y sufrimientos de sus hombres.[13]

Si grandes fueron las penalidades impuestas a los indios por la monarquía española, casi se quedan pequeñas en comparación con el calvario de la raza negra. El tráfico de esclavos fue durante siglos el negocio más lucrativo de los navieros europeos, sobresaliendo por el volumen de sus ganancias los ingleses, franceses y holandeses. Hoy, p.ej., uno de cada seis colombianos (unos cinco millones de una población de 30) son negros, descendientes de aquellos esclavos.[14] ¿Cuánto han hablado los panegiristas del Quinto Centenario, los patrocinadores oficiales de nuestra monarquía borbónica, acerca de de esa trata, de la parte que de la misma le correspondía al tesoro real y del empleo de los caudales de tal procedencia? ¿Son temas sin transcendencia? ¿Manchas del sol? ¿Es ese sol tan deslumbrante como para que se queden en poca cosa, a su lado, los más terribles sufrimientos que conoce la historia infligidos a tantísimos millones de seres humanos? ¿O es que, por ser eso agua pasada, ya no vale recordarlo, mientras que las supuestas glorias de nuestra excelsa monarquía sí que han de recordarse?

Verdad es que hoy ya no juega España ningún papel en el dominio de aquellos pueblos. Otros han tomado el relevo. Pero la cuenta de lo que hizo la corona española está ahí, y queda por saldar. La ciudad de Potosí (véase la nota 4) reclama una reparación. Toda África reclama una reparación por la trata plurisecular. Los descendientes de los siervos indios y de los esclavos negros reclaman con plena justicia una reparación. Y, si bien es verdad que la gran mayoría de los latinoamericanos de hoy son de sangre mezclada, y que en muchos casos prevalece la ascendencia hispana u otras de las [mal] llamadas blancas, eso no quita para que haya de verse, con fundamento y derecho, a los latinoamericanos en su conjunto como herederos de ese pasado de sufrimiento y de opresión a que fueron sometidos por los conquistadores y por los neocolonizadores que llegaron en pos de ellos, más tarde.

Si tan poco resplandecientes fueron aquellos hechos, ¿a qué festejarlos de ese modo? ¿A qué malgastar tantísimos millones en los agasajos a jefes de estado muchos de los cuales poco hacen por sus pueblos, mas que vienen aquí a entonar loas a la Majestad? ¿A qué esa Persépolis sevillana y todo lo que vino y se fue con ella?

Las cosas tienen su explicación. Nuestros gobernantes tienen sus defectos, mas saben sumar. Lo que pasa es que ellos tienen una obsesión, y es la de afianzar y consolidar la monarquía. Saben muy bien que esta monarquía se nos impuso de refilón, que nos la colaron con mañas, dando a escoger al pueblo entre la continuación del régimen franquista, del sistema del consejo del Reino y demás, y la aceptación de esto. Si se quería que hubiera pluralidad de partidos, cierta libertad de prensa (tan relativa, por no decir relativísima), era menester apencar con la monarquía. Y se apencó. Mas ésas no son maneras de hacer las cosas. Quien mal anda mal acaba, y anda mal quien así se establece o restablece. Sabiéndolo, los círculos rectores --de diverso pelaje o colorido en sus adscripciones ideológicas-- se desvelan en hacer cuanto esté en su mano para realzar la (presunta) legitimidad del sistema vigente.

Hay varios modos de conseguirlo. Uno es con argumentos de tipo constitucional. Ésos no suelen calar mucho, y además en ese terreno poco pueden decir los adeptos de la situación. Hay otros argumentos, de eficacia, de lo bueno que resulta el sistema. De ésos se usa y abusa. Mas, como los hechos son testarudos, como la realidad se empeña en ser poco risueña, por ese lado tampoco tienen mucho que rascar quienes nos querrían hacer creer que vivimos en bajo un cetro áureo, no dorado, sino de buena ley.

Cada vez que se aduce lo mal que van las cosas entre nosotros en tal o cual aspecto, respóndesenos que en otras partes no van bien, y que la monarquía no tiene arte ni parte en que vayan así de mal. Cada vez que nos restriegan tal o cual pequeñez, tal o cual éxito pasajero (a veces fuegos fatuos), nos restriegan lo que pueden que ello es por la estabilidad y respetabilidad que nos confieren nuestra monarquía en general, la dinastía en particular, y el Titular de la Corona muy en especial.

Mas, como en ese terreno está todo tan yermo (no porque no se haya labrado, sino porque las tierras son así de baldías para esas faenas, o para esos labradores), pues está el recurso al pasado. Ése es mágico. Y cualesquiera que sean los reproches que podamos dirigir a los orquestadores de la campaña de exaltación monárquica, no podemos negarles ni tesón, ni imaginación (para eso).

Todo lo del quinto centenario cabe verlo en esa perspectiva. Todo se explica perfectamente así. Si hubiera sido sólo esa celebración, si se tratara de algo aislado, entonces cabría la duda.

Veamos lo del quinto centenario en comparación y correlación con la exaltación, apenas menos zarzuelera y verbenesca, del monarca Carlos III. A Carlos III lo festejan personalmente más que a los Reyes Católicos, porque ninguno de éstos llevaba el apellido Borbón. Antepasados, sí, y eslabones en la transmisión (tan discutible históricamente) de la dizque legitimidad, bien. Mas no borbones. Al conmemorarlos, se insiste poco en lo personal, se recalca lo institucional y el vínculo dinástico.

En cambio Carlos III es de antesdeayer, como quien dice. ¿A qué rey Borbón se pueden dirigir elogios por lo bien que lo hizo? ¿A Fernando VII? Sobran comentarios. ¿A los Alfonsos? ¿En qué contribuyeron a que España estuviera mejor cuando la dejaron que cuando la heredaron o tomaron (porque el XII la tomó por asalto)? ¿Isabel II? ¿Será Felipe V, quien, como precio de enquistarse en el trono madrileño, dejó a la monarquía hispana desmembrada, amputada, cedió Gibraltar, y sobre todo impuso el poder absoluto del monarca en los reinos españoles que hasta entonces tenían un sistema constitucional --Cataluña, Aragón, Valencia y Mallorca--, y para hacerlo aplicó un régimen de terror contra las poblaciones de esas regiones hispanas? ¿Será Carlos IV, quien tan rica memoria ha dejado?

No, ninguno de ésos. Queda el eximio, el insigne, el preclaro soberano Carlos III. Quedan sus obras, sus contribuciones a la civilización. Y se festejan a bombo y platillo. Se celebra su memoria con todo género de pompas. Se crea una Universidad que lleva su nombre. Se promueven programas sobre Carlos III y la Ilustración. Al parecer el hijo de Felipe V e Isabel de Farnesio, tras haber reinado en las Dos Sicilias, heredó España de su hermano Fernando VI y nos ilustró. ¡La prueba!

Si uno se pone a rebuscar en los motivos de tales homenajes, encuentra poco que rascar. Tal monumento por aquí o por allá, tal faro en algún lugar, alguna que otra declaración, o semideclaración, de principios jurídicos que no es que se quedara en el papel, sino que casi ni siquiera llegó al papel, pues la cosa no pasó de meros esbozos, que a nada comprometían y que por supuesto en agua de borrajas se quedaron.

Si uno se pone a enumerar lo que no hizo Carlos III, la lista es enorme. No cambió nada de la injusta situación en que habían puesto a España sus antepasados. No dijo siquiera que pensaba ni suprimir ni disminuir la trata de negros, ni aun aliviarla (al revés, tomó posesión de la isla de Fernando Poo para afianzar mejor ese comercio). Ni siquiera suprimió la inquisición, ni aun dijo nada en tal sentido, cuando casi por toda Europa era ya vista como un vergonzoso rezago del pasado. No, toda la gloria del monarca estriba en haber desalojado --sin proceso ninguno, por capricho regio, arbitrariamente-- a los religiosos de cierta orden, haberlos expulsado de su país por la fuerza y haberse incautado de sus bienes. Eso es lo que cierta progresía ha recordado siempre con júbilo. Como si tales fechorías del poder fueran motivo de regocijo. Si había algo que reprochar a tal o cual jesuita, lo civilizado era reprochárselo a él, someterlo a juicio (no a juicios como los que se estilaban bajo el ilustrado cetro del monarca), no, sobre esa presunta base, condenar a padecimientos y al destierro a todos los miembros de esa organización. Que la misma, entonces o después o cuando sea, haya sido poco partidaria de tales o cuales orientaciones políticas es, naturalmente, harina de otro costal. El despotismo de Carlos III es un ensayo de lo que luego haría el Restaurador de la bandera roja y gualda, el que se casara apadrinado por Alfonso XIII y Victoria Eugenia, el que nos legó la definición vinculante --y que nos sigue vinculando-- de que España es un Reino.

En ese contexto, vemos todo el sentido del quinto centenario. Es el quinto centenario no ya del 12 de octubre, sino de la unificación de la Península hispana --excepto Portugal y, en ese entonces, todavía Navarra-- bajo el poder común de los esposos Trastámara, cada uno de los cuales había liquidado los asuntos dinásticos en sus respectivos reinos, a menudo mediante el derramamiento de sangre y la derrota de los pretendientes desgraciados. Se nos oculta que la conquista de Granada fue otro hecho monstruoso. La Andalucía mediterránea o penibética era un país de lengua árabe, de religión islámica, y lo era así desde hacía muchos siglos. La conquista fue el sometimiento de esa población local a una invasión, primero, a la servidumbre y el despojo, después. Que así se redondeaba España mejor es un argumento tan convincente como lo sería el que, para redondearse mejor, Alemania se apoderase de Checoslovaquia (bueno, aquello era mucho más grave en verdad).

¡Ah --se dirá-- eran otros tiempos, y no hay que juzgarlos con el rasero de éstos!

¡Falacia! Los raseros no son los de un tiempo u otro. Se descubren o cobran reconocimiento en un tiempo, mas de suyo no son propios del tiempo. Si hay que juzgar a los romanos con los raseros de sus tiempos, habrá que alabar su esclavitud y sus conquistas. ¿Por qué no juzgar a Hitler con los raseros de su Reich? ¿Porque es del siglo XX? ¿Qué nos da el derecho de extender automática y mecánicamente a esa zona que fue el área de su acción aquellos raseros que desde nuestro punto de vista vemos como caracterizadores del siglo XX --de nuestro siglo XX?

¿Vamos a aplicarles a los monarcas de antaño sus respectivos raseros para lo malo, y los nuestros para lo bueno? ¿Vamos a alabarlos porque hicieron cosas buenas según nuestro punto de vista o porque las hicieron según el suyo?

Para terminar este artículo, consideremos una objeción. Se dirá: «Aun si no hubiera habido monarquía, hubiéranse perpetrado las mismas crueldades de conquista y colonización, la misma trata de esclavos?»

¿Es eso cierto? Aun si lo fuera, ¿es argumento válido para eximir de su culpa a los monarcas y a la dinastía (pues una dinastía tiene culpas y tiene méritos, ya que cada eslabón en la misma tiene como único título de legitimidad su inserción en la línea hereditaria, genética)? No, porque un delincuente no puede quedar eximido simplemente por el hecho --aunque sea un hecho-- de que, si él no hubiera perpetrado el delito, otro lo hubiera hecho.

Mas, por otro lado, es dudoso que los pobladores de Castilla y Aragón --de no ser por la potencia concentrada del poder monárquico de los Trastámara y las dinastías que de ahí vienen-- se hubieran lanzado a tales aventuras con igual ahínco, magnitud y éxito. No, aquellas empresas guerreras requerían grandes patrocinadores. ¿Que Holanda, más tarde, sin ellos llevó a cabo una magna y poco recomendable expansión colonial? Pero es que el estado holandés que se formó a raíz del levantamiento contra Felipe II no era tampoco una República; eso hay que recordarlo. Desde el principio estuvo más o menos en poder de la casa de los Orange-Nassau, la actual dinastía reinante. Y siempre fue un estado de la alta nobleza. Sí, con algunos pasos adelante en tolerancia religiosa (muy limitada). Mas, sea de todo ello como fuere, la Holanda del siglo XVII era una potencia naviera y comerciante, al paso que en el caso de la expansión colonial española los intereses mercantiles fueron más bien parasitarios de la voluntad de expansión del poder político; no tenían en sí tanta envergadura ni consistencia. En cualquier caso, todo eso son suposiciones y elucubraciones.

Comoquiera que sea, no puede ser razón para festejar las fechorías de aquellos personajes, doña Isabel y su marido, el que a lo mejor, o a lo peor, otros reyes, u otros gobernantes, hubieran obrado igual. Porque a lo mejor otro jefe del partido nacionalsocialista hubiera sido todavía peor que Hitler, ¿quién sabe?

Si las arcas públicas están vacías por el dispendio de los festejos del quinto centenario, queda ahí un haber: la capitalización propagandística a favor de la institución de que gozamos. Que eso no nos satisface a todos es un síntoma de lo variables que son los pareceres humanos.

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Director: Lorenzo Peña