La conciencia sometida

por Javier Fdez. Retenaga{15}NOTA 6_1

En opinión de algunos, de muchos, la lucha de clases, si acaso alguna vez existió, hoy en día ha desaparecido. Y la deseable paz social se habría alcanzado no como consecuencia del sometimiento de unas clases por otras, sino como consecuencia del acuerdo, del consenso, del diálogo sereno y racional.

Como punto de arranque de lo que aquí me propongo tratar voy a tomar un par de ideas expresadas por el profesor de Filosofía del Derecho, Ángel Pelayo, durante su intervención en los cursos de verano de Laredo. No tienen nada de novedoso ni original: las tomo únicamente como ejemplo y expresión de una opinión tan extendida como errónea. Según el conferenciante, «el conflicto social está cada vez menos agudizado gracias a la sociedad del Bienestar»; y esto explicaría que los partidos ya no sean «del capital o del trabajo», de derecha o de izquierda, que «en la sociedad ya no haya tanta actividad militante» y que los partidos políticos se parezcan cada vez más entre sí.

La visión que de la sociedad nos ofrece Pelayo no puede ser más halagüeña. Todo va bien o, al menos, estamos en el buen camino, ya que la conflictividad social es cada vez menor, y esto se debe, por lo visto, a que como vivimos mejor, hay menos razones para la protesta.

Que la conflictividad social ha ido disminuyendo en los últimos tiempos es un hecho innegable. Sin embargo, también lo es que la situación ha empeorado para la mayor parte de la población. Luego si esto es así, habremos de buscar las causas del apaciguamiento social en otro lugar.

Vayamos por partes: en primer lugar, la valoración de la situación actual; en segundo lugar, las posibles causas de la paz --o mejor, adormecimiento-- social.

Señalemos algunos rasgos de la sociedad actual. La riqueza está cada vez peor repartida: para mostrarlo baste señalar que, según acaba de hacerse público en Informe sobre Desarrollo Humano de la ONU, la fortuna de las tres personas más ricas del mundo equivale al PIB de los 48 países más pobres de la tierra. Naturalmente, la violencia que se produce en el mundo, en su inmensa mayoría tiene su origen en ese desigual reparto de la riqueza. «Actualmente hay en el mundo más gente que pasa hambre que nunca en la historia de la humanidad, y su número va en aumento»; lo decía en 1987 la Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo en un trabajo encargado también por la ONU. En efecto, tal y como entonces vaticinaban, al día de hoy el número de hambrientos se ha incrementado. Frente a este panorama, pese a todo, el discurso dominante sigue hablándonos del éxito del capitalismo, de su eficacia en la producción y asignación de recursos.

Quizá lo que sucede es que para apreciar con claridad las bondades del sistema debemos reducir el campo de observación. Pues bien, si nos limitamos al ámbito de nuestro país constatamos que la explotación de los trabajadores que se incorporan hoy al mercado de trabajo es cada vez mayor, todo gracias a las sucesivas reformas laborales «socialistas» y a la inestimable colaboración de los sindicalistas «domesticados» (que no son todos, por fortuna). La competencia por el puesto de trabajo es tal que el trabajador está dispuesto a aumentar su horario laboral el tiempo que haga falta, a ser dócil y sumiso, a renunciar a sus derechos y a callar, con tal de dejar el paro y tener un sueldo, por pequeño que sea.

Y ¿cómo es posible que esta situación se sostenga sin apenas conflictividad social? Las razones serán diversas, pero sin duda la más poderosa consiste en que el discurso dominante --y esto es casi una tautología-- es el discurso de las clases dominantes: el llamado pensamiento único, que se impone en la conciencia de la gente incluso en aquellos casos en que contradice hechos palmarios.

Así es como Ángel Pelayo --y sólo es un ejemplo-- puede llegar a decir lo que arriba citábamos, adhiriéndose a la opinión común (decretada por los gurús del sistema como la única cualificada) de que salvo diferencias de matiz sólo hay una política razonable, deseable y posible; cualquier discurso que disienta de esto «no es moderno», como repiten los periodistas y «tertulianos» del régimen. Y ni siquiera resulta sospechoso que dicha política favorezca inmediatamente a los poseedores del capital y sus beneficiarios más directos, mientras que los supuestos efectos provechosos para el resto de la población deban abandonarse a la esperanza de un futuro mejor.

David Hume lo expresó con la claridad que le caracterizaba: «Para aquellos que contemplan los asuntos humanos desde una perspectiva filosófica nada hay más sorprendente que ver con qué facilidad los más son gobernados por los menos, y observar la sumisión implícita con que los hombres reprimen sus propios sentimientos y pasiones en favor de sus dirigentes. Cuando nos preguntamos por qué medios puede llevarse a efecto algo tan sorprendente, encontramos que, puesto que la fuerza está del lado de los gobernados, los gobernantes no disponen para su sostenimiento de otra cosa que no sea la opinión. Es pues únicamente la opinión la que sostiene el gobierno, y esta máxima rige tanto para los gobiernos más despóticos y militarizados como para los más libres y democráticos.»

Verdaderamente, en el terreno de la opinión, las clases dominantes, hoy con medios de comunicación más poderosos y efectivos a su disposición, están obteniendo una aplastante victoria. No obstante, los dominados tienen la posibilidad de reflexionar, hacerse cargo de la situación y, como decía Marx, adquirir «conciencia de clase». Porque se considere o no la noción de «clase», de clase social, como una categoría sociológica válida, es innegable que hay unos que gozan de una situación económica privilegiada a costa de los otros: los primeros son los dominadores; los últimos, los dominados. Pero quienes poseen el monopolio de la «modernidad», tampoco este enunciado lo admitirán como moderno. Al parecer, lo moderno es negar la realidad y tachar de caducos a quienes osan ponerla de manifiesto.

Javier Fdez. Retenaga

<inignaga@teleline.es>


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