Aportación al debate sobre los ataques aéreos del 11 de septiembre

por Lorenzo Peña


© Copyright 2001 Lorenzo Peña
A lo largo de los dos últimos decenios --desde el final de la guerra del Vietnam-- nos hemos acostumbrado a que (ya sea directamente o por medio de sus testaferros y agentes locales) intervengan militarmente por doquier una potente coalición de estados, a la vez ricos y militarmente fuertes, aquellos que se agrupan en la NATO, y sobre todo su jefe de filas, la única verdadera superpotencia de la historia; y ello sin haber tenido que sufrir casi ningún perjuicio, dada la superioridad aplastante de su armamento, de sus riquezas y de sus medios técnicos y humanos.

El colmo vino al desmoronarse el campo soviético y desinflarse el militantismo tercermundista chino. De modo que, en tales condiciones, es impensable que hubieran podido ocurrir hechos como la nacionalización del Canal de Suez, la entrada de los barbudos en La Habana, la independencia africana, e incluso las de la India, Indonesia o el Vietnam.

Las condiciones existentes cuando tuvieron lugar esos hechos --aproximadamente entre fines de los años 40 y principios de los 70-- permitían que --sopesando bien los pasos que había que dar-- esos pueblos se encaminaran hacia su emancipación del espantoso yugo colonial al que habían estado sometidos durante largo tiempo y que se había saldado con decenas de millones de muertos. (Eso se puede afirmar rotundamente --aunque, en general, haya que guardar reserva, o incluso desconfianza, respecto a las cifras, a menudo exageradas, que esgrimen los diferentes bandos con relación a toda clase de conflictos.)

En efecto, la lucha de los pueblos oprimidos del Sur durante el período 1945-70 se caracterizaba, sin duda, por una inferioridad de medios en relación con los poderosos de este mundo, los del Norte, pero también por la posibilidad de una intervención del tercero en discordia, el del Este. Es más, a pesar de su inmenso poderío, de su fuerte industria, de su armamento, de sus recursos, de sus capacidades materiales y humanas, los imperialistas no podían intervenir militarmente en esa época sin sufrir, ellos mismos, importantes pérdidas. Buena prueba de ello son la expedición de Suez y las largas guerras de Argelia y de Vietnam.

Sin la posibilidad de un apoyo de los Rusos no habrían tenido éxito (tal vez ni siquiera se habrían producido) ni la decisión de Nasser de julio de 1956 ni la tenaz determinación de Ho Chi Minh. A pesar de que siempre les fue favorable la correlación de fuerzas, los estados ricos del Norte no podían aniquilar y aplastar totalmente a sus adversarios sin arriesgarse a pérdidas significativas, incluidas vidas humanas de la llamada raza blanca europea.

Durante el último cuarto de siglo han surgido nuevas técnicas. Eso, junto al hundimiento del bloque no-capitalista y al aumento constante del abismo entre los de arriba y los de abajo --gracias a las imposiciones económicas del Banco Mundial y el FMI--, ha acarreado un hecho totalmente nuevo: que unos pueden, impunemente, hacer a otros el daño que quieran, sin que los otros puedan prácticamente responder, quedando, por lo tanto, a merced de los amos del mundo.

Tanto más cuanto que --desmintiendo la teoría de la ineluctabilidad de las contradicciones interimperialistas-- las potencias del norte han sabido establecer entre sí un entendimiento sólido y duradero para formar un frente unido contra los pobres del Sur, pulverizando --al menos por ahora-- las profecías fundadas en ideas más o menos a priori.

Ese cúmulo de factores explica que, a pesar de repliegues y fracasos ocasionales --como en el Líbano y en Somalia (donde, a causa de algunas imprudencias, se chamuscaron las manos y tuvieron que largarse precipitadamente)--, los imperialistas hayan llevado a cabo, exitosamente, tantas guerras implacables a lo largo de los últimos veinte años: guerra para derrocar al régimen progresista de Babrak Karmal en Kabul; guerra del Golfo para obligar a Mesopotamia a volver a una frontera absurda y artificial trazada por las cancillerías occidentales, burlándose de la historia y de la geografía; las nuevas guerras balcánicas, para descuartizar a Yugoslavia, avanzada del cristianismo ortodoxo bizantino, cuyas tradiciones lo alejan del Occidente católico y protestante; guerra de su vasallo, el estado de Israel, contra el pueblo palestino; guerra (ésta, por una vez, parcialmente fallida) contra el Congo, por medio de esos buenos discípulos del FMI que son la Uganda de Museveni y la Ruanda de Kagamé; guerras contra Angola y Mozambique que han forzado a esos países a ponerse de rodillas, renunciando a cualquier idea de un desarrollo no-capitalista. (A pesar de lo cual la guerra sigue en Angola, donde la UNITA, financiada por los Estados Unidos, acaba de matar a medio millar de civiles, lo cual le ha valido que las principales radios del Norte abran sus micrófonos a la propaganda de los voceros de esa banda, sin dignarse, en cambio, entrevistar a los representantes del gobierno angoleño).

En la madrugada del 11 de septiembre de 2001 se avecinaba una nueva guerra (con la probable participación de tropas de Gran Bretaña y Estados Unidos); esta vez contra Zimbabwe para aplastar a los negros que se atreven a recuperar las tierras que les habían arrancado los colonizadores blancos.

No todas las guerras tienen su origen en las pretensiones de los imperialistas del Norte (aunque ellos se encargan de echar leña al fuego cuando creen poder sacar provecho de las tenaces enemistades entre los pueblos del Sur).

Ahora bien, la historia nos muestra que siempre se acaba encontrando un medio para asaltar una fortaleza. En la Antigüedad se inventaron las murallas; sabemos que Aníbal tuvo que renunciar a asediar Roma. Sin embargo pronto se hallaron medios de asalto. Más cerca de nosotros, las trincheras, cavadas por primera vez durante la Guerra de Secesión (1860-65), plantearon un problema insoluble hasta la invención del tanque.

La aviación es diferente. Es preciso recordar que (después de las dos guerras de agresión que acababan de tener lugar, la de Estados Unidos contra España y la de Japón contra Rusia) las Conferencias internacionales de La Haya de 1899 y 1907 prohibieron ciertas utilizaciones de aeronaves contra poblaciones civiles. En ese momento se trataba de globos, toda vez que en 1906 la aviación estaba sólo en pruebas; pero, evidentemente, un principio jurídico de analogía imponía la aplicación de esas reglas al empleo militar de los aviones.

No fue así. Las aviaciones fascistas de Italia y de Alemania lanzaron durante los años 30 guerras aéreas contra los pueblos etíope y español. El resto es conocido de todos.

Cuanto más aplastante es la superioridad aérea, con mayor impunidad puede el que la posee abatir a su enemigo. Una vez minado y destruido desde dentro el adversario ideológico del Este, las dos fuerzas que se afrontan en el mundo no son la Burguesía y el Proletariado, sino los ricos de los países ricos y los pobres de los países pobres. La vida, una vez más, ha sido más compleja que cualquier teoría.

Nadie había previsto ese tipo de situación, que ha desafiado todos los pronósticos de los expertos.

Por primera vez en la historia existía un medio de aplastar al enemigo más débil sin correr casi ningún riesgo. Con una condición, eso sí: mantener, a cualquier precio, el frente común de los países ricos contra los países pobres, una condición que, en caso de necesidad, estaría asegurada por la superioridad absoluta del jefe de filas indiscutido, un gigante al lado del cual todos los demás juntos no darían la talla.

Ni tendón de Aquiles ni punto flaco. Victorias sin derrotas, pero sobre todo el aniquilamiento del enemigo sin verter una sola lágrima, sin debilitarse uno mismo en absoluto.

¡Qué injusto parecía el mundo! Los dioses no velaban ya por la vida de los hombres, sino que el juego implacable de fuerzas ciegas, de la fuerza bruta, imponía fatalmente que los ricos de los países ricos pudieran infligir a los pobres de los países pobres cuantas devastaciones les sugerían su soberbia, su codicia, su despecho de haber tenido que soportar la descolonización y, lo que es más, de haber aguantado que esos desharrapados se dejaran cortejar por el satán comunista.

Se sabía desde hacía tiempo que, si la aviación militar es un arma terrible de destrucción masiva, la aviación civil es muy vulnerable. Ha causado tremendos estragos; es una de las principales causas del efecto invernadero. ¿Quién se acuerda ya de cuando se podía subir a un avión sin ser uno importunado, cacheado, hostigado, acosado, sin tener que soportar que unos forzudos groseros husmeen y manoseen nuestras pertenencias? Los secuestros de aviones, al convertirse en una pesadilla, acarrearon la imposición de draconianas medidas de seguridad.

Sin embargo, un siglo después de la invención de los aeroplanos nadie se había percatado de que un avión es un arma por sí mismo. El avión moderno posee una terrible fuerza destructiva, por la energía de su motores, la fuerza de su masa lanzada a gran velocidad y la cantidad de combustible que lleva encima, el 80% del cual lo quema para sustraerse a la gravedad de la Tierra.

Se sabía que la navegación aérea es peligrosa desde muchos puntos de vista, por la fragilidad misma del aparato, la falta de espacio, los asientos angostos, las filas apretadas, los pasillos estrechos, la imposibilidad de instalar un dispositivo de seguridad durante el vuelo para protegerse de cualquier tipo de acción nociva. De ahí las precauciones antes de permitir a los pasajeros el acceso al avión, que han hecho de éste el medio más odioso de viajar.

Pero el 11 de septiembre de 2001 el mundo comprendió, atónito, que el avión es una bomba por sí mismo. ¿Cómo se pudo ignorar ese hecho durante tanto tiempo? Por la sencilla razón de que el avión es una bomba sólo si el piloto está dispuesto a morir en su asiento. Ahora bien, la mayoría de los terroristas, de los soldados, e incluso de los cruzados, no son suicidas. Pueden estar dispuestos a correr altísimos riesgos; pero, cuando la probabilidad de morir es del 100%, la sangre fría se recalienta.

No siempre. Kamikaces los ha habido a lo largo de la historia. Se sabe que en Ur, en Babilonia, con ocasión de la muerte de un rey muchos servidores aceptaban seguirlo a la tumba sin esperar por ello ningún más-allá; tal esperanza, aparentemente, no surgió hasta mucho más tarde. También en algunas tribus de monos se practica el paso colectivo de un río, dándose la mano, a sabiendas de que el último de la cadena perecerá; acepta sacrificarse por el grupo social.

No hace falta decir que aumenta la propensión a un sacrificio deliberado de la propia vida cuando se espera que, instantes después, uno estará en el paraíso, entre los santos, recibiendo el homenaje y la recompensa del martirio.

Sin duda actuaciones como las del 11 de septiembre --además de la voluntad de morir como mártir de la causa-- necesitan una buena organización, grandes medios de acción, un entrenamiento adecuado, sumas de dinero no desdeñables, tal vez complicidades, para desviar la atención de las fuerzas de vigilancia, para borrar pistas, para asegurar la sincronización.

Mas hete aquí que todo eso se hizo, con resultados que dejaron estupefacta a la humanidad, salvo al puñado de personas que estaban en el ajo, y cuyo éxito atestigua que se trató de un círculo suficientemente pequeño como para poder guardar el secreto. Sabemos cuántos levantamientos de esclavos abortaron a causa de las filtraciones. Sabemos también que fracasan a menudo conspiraciones de todo tipo, porque, cuanto mayor es el grupo de los que están al tanto, más difícil es que todos mantengan la boca cerrada.

Los ataques aéreos del 11 de septiembre han suscitado nuevas controversias, nuevas demarcaciones, nuevos alineamientos. Siempre ocurre lo mismo. La vida humana está sometida al surgimiento de lo que, por previsible que sea, de hecho no había previsto nadie; y eso viene a cambiar los hábitos, dar un vuelco a los debates públicos, acarrea nuevas discordias y nuevas concordias impensables hasta ese momento.

Es lo que ha ocurrido ahora. Se ha querido imponer, no sólo una determinada visión de las cosas, sino también un sentimiento único obligatorio, unívoco, perfectamente definido, que todos deberían expresar e incluso sentir en su fuero interno. Se tacha de criminales, de monstruos, a quienes no se sienten desolados. Ahora bien, su actitud es comprensible. Siempre ha habido sentimientos así cuando se abatía una plaga sobre un enemigo mortal, ya fuera una enfermedad, el rayo o cualquier fenómeno natural, al igual que si se trataba de la intervención no prevista de un tercero. Atribuíanse tales incidentes a la acción de los dioses o la del destino, viéndose en ellos, o bien un ejemplo flagrante de las veleidades de la Fortuna, o bien un ardid por medio del cual la Justicia --a la que con frecuencia echamos de menos en los hechos humanos-- irrumpía de repente y, al menos por una vez, restablecía un reparto equitativo del sufrimiento.

Sea como fuere, los sentimientos no estan sujetos a nuestra voluntad. Sí lo está la expresión de los sentimientos, y por ello se ha querido imponer una obligatoria exteriorización afectiva; a quienes no se adhieran al luto oficial se los ha estigmatizado como cómplices de los atentados aéreos. Ni siquiera bajo la sangrienta tiranía fascista de Francisco Franco hubo semejante presión. Teníamos miedo y nos tocaba callar, pero no se nos imponía hablar, aplaudir o exteriorizar públicamente una emoción real o ficticia por medio de minutos de silencio forzosos.

Si bien es normal que cualquier sociedad prohíba la expresión de ideas que inciten a la violencia, o incluso al desorden, no es normal, en cambio --en una sociedad presuntamente libre, o simplemente moderna--, forzar a la gente a manifestar un determinado sentimiento, so pena de excomunión o de ostracismo, como en los tiempos de la Inquisición. Ello traerá como consecuencia la hipocresía, la lisonja hacia los poderosos.

No por mucho tiempo. Se puede imponer un consenso de fachada, a través de los medios de comunicación perfectamente controlados y manipulados. Pero eso no afecta en nada al fondo. Se hace callar a quienes --numerosísimos en todo el planeta-- creen, con razón o sin ella, tener un motivo de júbilo (aunque sólo sea por el principio de equidad en la desgracia). Se los constriñe a expresar de labios para afuera sentimientos que no albergan en su corazón, por miedo a sufrir represalias.

Pero evidentemente el problema es otro. Constituyen pruebas de debilidad la jactancia de las declaraciones, la fanfarronería, el nerviosismo, el clima de histeria, las presiones inquisitoriales, el hecho de que --por primera vez en la historia, al menos que yo sepa-- se declare la guerra sin declararla a nadie (y hasta se anuncie la duración y el costo elevado en vidas humanas, sin que se sepa dónde y contra quién tendrá lugar). Por una vez están en posición de debilidad quienes poseen el 99,99% de la fuerza del mundo. Y es que uno de sus muchos enemigos ha encontrado su tendón de Aquiles.

¿Es el principio de la decadencia? Por espectacular que haya sido, el golpe del 11 de septiembre no ha destruido más que una pequeñísima parte de las fuerzas de la superpotencia mundial.

Ahora bien, es incalculable el golpe moral. El imperio se ha mostrado vulnerable. Y, lo que es más, pasada la primera impresión, mucha gente va a empezar --está empezando ya-- a hacerse preguntas. P.ej.: ¿por qué son condenables los ataques aéreos sin dinamita ni napalm mas no los bombardeos en los cuales el avión --en lugar de golpear él mismo-- transporta y deja caer los materiales explosivos del ataque? Está la cuestión de los medios y los fines. Está la cuestión de los daños colaterales --ya que los ataques del 11 de septiembre seguramente no iban enfilados contra civiles sino contra edificios estratégicos del centro del poder económico, financiero, político y militar del mundo. Hay que dilucidar todas esas cuestiones y todos hemos de adoptar posiciones de principio.

Es incoherente, desde el punto de vista de la lógica jurídica, condenar esos atentados a causa de los miles de muertos civiles y no condenar los bombardeos sobre la Alemania nazi o sobre el Japón imperial, aunque se tratara de dos estados agresores que intentaron sojuzgar a buena parte del planeta (mucho menor, sin embargo, que la parte dominada hoy por los Estados Unidos). Se dirá que eso es cosa del pasado, pero el debate sobre la justificación retrospectiva de esos medios de guerra no puede ser más actual; podemos encontrarlo en revistas de teoría política e incluso de filosofía social. (Propongo, sobre este tema, la lectura de la novela de Alberto Moravia La Ciociara.)

Cométese una injusticia todavía más escandalosa cuando se deploran los muertos inocentes en este caso concreto --justamente los que viven en el imperio--, permaneciendo uno impasible, en cambio, ante el dolor de las víctimas de los bombardeos sobre Irak o Yugoslavia, cuando además ni los irakíes ni los yugoslavos habían agredido ni amenazado nunca a ninguno de los estados que han perpetrado la carnicería.

El caso de los palestinos es aparte. Siempre se les ha hecho pagar las culpas de otros, lo cual demuestra el sentido de la justicia de nuestros estados pretendidamente democráticos-de-derecho y los valores de la tan alabada civilización occidental, esa cuyos centinelas fueron los generales Mobutu y Franco, apoyados hasta el último minuto por sus queridos amigos de la NATO, encabezados por el baluarte de las libertades, the land of freedom and justice.

Lo que hace que los acontecimientos del 11 de septiembre hayan asestado un golpe demoledor al poder de los Ricos del Norte es precisamente que contribuyen a que se planteen tales cuestiones, a que deje de ocultarse el debate sobre los principios de la lógica jurídica, según lo hacen sistemáticamente nuestros dirigentes y la prensa mendaz a su servicio.

Pero esos acontecimientos plantean también otros problemas. No sólo cabe cuestionar la posición de los poderosos de este mundo. También son criticables algunas tesis revolucionarias. ¿Es conforme a la lógica jurídica condenar esos atentados --cuyo blanco era el centro de poder del imperio mundial-- y juzgar con benevolencia atentados contra jóvenes en la playa, contra aldeanos, contra gente corriente que viaja en un autobús?

En esos casos el blanco nunca es una alta institución financiera, política o militar; no, el blanco es la propia gente, gente corriente, cuya responsabilidad en los crímenes de sus dirigentes es, si no nula, bastante secundaria. Siempre pueden encontrarse excusas: las dificultades de la lucha popular, la desesperación, la imposibilidad de aislar a los verdaderos culpables. Aunque yo no acepto esas excusas, mi actual argumento sólo intenta mostrar que es ilógico defender tales puntos de vista justamente cuando las víctimas no viven en el centro del poderío mundial y cuando el objetivo del terrorismo no es en absoluto una institución de esa potencia mundial.

Por último los trágicos acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 suscitan cuestiones que, a pesar de lo sucedido, hasta ahora nadie quiere plantear. Se ha dicho que una conjunción semejante de atentados terroristas no habría sido posible sin el apoyo de una parte importante de la población mundial, al menos en el sentido de que no se habrían podido idear y llevar a cabo, a menos que tales fanáticos se sintieran legitimados y reconfortados de antemano por sentimientos muy difundidos de rabia, desesperación, odio contra las injusticias, las barbaries, las iniquidades. También se ha dicho que tales sentimientos, tales frustraciones, son el caldo de cultivo de ese tipo de acciones, conduciendo fatalmente a lo que el canto de los guerrilleros franceses del maquis expresaba al decir: `si tú caes, amigo, de la sombra sale, en tu lugar, otro amigo'.

Esas consideraciones encierran un fondo y una parte de verdad, pero, así tal cual, no son ciertas, o no son exactas. Sin duda un cúmulo de atentados como los del 11 de septiembre habría sido impensable sin ese concurso de circunstancias y, sobre todo, sin la repulsa hacia el enemigo imperialista, o incluso tal vez sin las insubordinaciones y las disensiones entre las huestes de mercenarios y milicianos de la fe que, cuando le interesaba, puso en pie de guerra el imperio.

Pero los acontecimientos del 11 de septiembre también prueban que siempre es posible un acto de ese tipo, aislado, sin que sea menester una organización particularmente fuerte o una cuidada preparación. ¿Quién puede cometerlo? Entre otros un piloto suicida, alguien que, siendo comandante de vuelo, no tenga ganas de vivir porque su mujer lo ha dejado, porque su empresa no lo ha promocionado como él esperaba, porque su compañera ha muerto de cáncer y le parece injusto tener que soportar él solo la desgracia.

¿Se ha pensado en ello? Acabamos de comprender que el avión es una bomba. Todos lo han visto y entendido, islámicos, druidas, adoradores de Isis o ateos. Todos. ¿Entonces?

Se debería meditar sobre eso. ¿Qué medidas se piensan tomar para protegernos? Salvo en Estados Unidos, todos sabemos que la posesión de armas de fuego es peligrosa y debe, cuando menos, estar restringida (aunque los intereses de los cazadores nos hacen correr peligros injustos). El avión es un arma mucho más peligrosa. ¿Qué se piensa hacer?

¿No se puede hacer nada? Sí, se puede. Entre otras cosas, y para empezar, se pueden prohibir los aeropuertos situados a una distancia de menos de 50 kilómetros de aglomeraciones urbanas, y alejar los pasillos aéreos de las zonas densamente pobladas. (De paso disminuiría el elevado número de suicidios existente en las zonas sobrevoladas por las líneas aéreas. Y también sería beneficioso para la ecología).

Pero no se hará. Esta vez, no. Sólo se pensará en ello cuando se hayan producido varios casos comparables. Porque los intereses de las compañías aéreas y de los fabricantes de aviones prevalecerán sobre el bien público. Lo cual prueba, si fuera necesario, la verdadera naturaleza de nuestra altísima Civilización Occidental y de nuestros estados-democráticos-de-derecho.


Madrid, 2001-09-17




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Lorenzo Peña
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